Mi particular noche de bodas
Cómo recuperé el placer del sexo y de la compañía masculina la noche en que se casó mi mejor amiga.
MI PARTICULAR NOCHE DE BODAS
Hace dos sábados fue mi cumpleaños, y quiso la casualidad que coincidiese con el día en que mi amiga de toda la vida, Beatriz, contrajese matrimonio con Miguel, su novio desde la universidad. Un par de días antes se había cumplido el primer aniversario de mi separación. Quiso la vida que mi amiga Beatriz y yo llevásemos vidas diferentes, ya que yo dejé de estudiar al terminar COU y me casé bastante joven, a los 23 años con el entonces era mi jefe en el trabajo. No fuí desgraciada en el matrimonio, pero la relación fue viniéndose abajo hasta que cuatro años después, hace ahora un año, decidiésemos de mutuo acuerdo seguir caminos separados, pero esa es otra historia...
Me presentaré, me llamo Ana, y acabo de cumplir 28 años. Como venía explicando antes, mi vida ha transcurrido algo más deprisa que la de la mayoría de la gente de mi edad y entorno. Tuve una temporada algo alocada, desde que dejé de estudiar a los 19 años para dedicarme al mundo de la noche. En aquella época me creía la reina del universo, la más guapa del instituto, la que más mundo conocía, la que más salía por la noche, la que se acostaba chicos mayores, vamos, que tenía ese tipo de tontería propio de una chica mona, inmadura y con muchos pájaros en la cabeza. Un par de años después, en los que había cometido todo tipo de locuras, empezé a trabajar de camarera en uno de los bares más "pijos" de Madrid, y a los pocos meses me enrollé con el dueño, un chico un par de años mayor que yo al que su padre le había puesto al frente de tres o cuatro locales en la zona de Cuzco. Aunque parezca mentira, la relación cuajó, y acabamos casándonos. Yo me retiré de la barra y fui asentando la cabeza, dedicándome a la parte logística de la gestión del bar. Pero como decía, la cosa fue deteriorándose, hasta que hace un año nos separamos, de mutuo acuerdo y sin malos rollos. No obstante, pasé unos meses bastante floja, ya que me tuve que buscar un nuevo trabajo, y rehacer mis relaciones sociales, lo que me costó bastante sufrimiento.
Para centrarnos en lo que quería relatar, llevaba algo más de un año sin salir, sin apenas relacionarme con nadie y sin haber tenido relaciones, ni sexuales ni de ningún otro tipo con hombre alguno, por lo que la boda de Beatriz se convirtió para mí en un gran acontecimiento. Ya en la noche de la despedida de soltera, que celebramos un par de semanas antes de la boda, salieron a relucir mis instintos más salvajes, los que llebaban ya algunos años sin aflorar. Esa noche disfruté de la noche y de la juerga como hacía muchos años no disfrutaba, y para rematar la fiesta, la hermana pequeña de Beatriz, Eva, y yo, terminamos montándonoslo en mi apartamento con dos chicos, unos estudiantes vascos que estaban en Madrid haciendo un máster. Acabamos montando una orgía memorable. Eva es una jovencita de 24 años, guapísima y deshinibida que consiguió arrastrarme a mi pasado más turbio. No había participado en una fiesta de este tipo desde los tiempos del instituto, y disfruté como una loca del sexo más atolondrado, atrevido e irracional, pero esta es otra historia, que será contada en otra ocasión...
Así, entre la boda de Beatriz y el abandono del celibato, estaba otra vez feliz y exhultante de vitalidad. La noche de la despedida de soltera, lejos de calmar mis instintos latentes, los habían acentúado. Así que hablando con Beatriz, tres o cuatro días antes de la boda, me sinceré, y le dije que estaría encantada de conocer algún buen chico con el que salir, sentirme acompañada, y establecer una relación. En todo caso, la experiencia puramente sexual de la despedida había sido estupenda, pero tampoco quería volver a ser la misma Ana de antaño, aquella que cada mañana no sabía lo que había hecho la noche anterior ni con quien. Beatriz me dijo que quizás encontrase en la boda a alguien que me pudiera interesar. Me quedé con la sensación de que había pensado en alguien en concreto, pero no me quiso decir más.
El día de la boda de Beatriz quería estar expléndida, por mi amiga y por lo que pudiera pasar. Me había comprado un par de vestidos, pero finalmente opté por un equipo de blusa, falda y chal color turquesa con grandes flores estampadas que me había costado una fortuna en una boutique de Serrano. Era muy veraniego, en consonancia con el calor reinante. La blusa era muy vaporosa y holgada, con unos volantes que le daban un aire andaluz, veladamente transparente, de las que no enseñan pero permiten intuir, y muy escotada. Dejaba mis pechos bastante libres, por lo que había de prescindir del sujetador. No importaba, pues mi pecho no es excesivo y aún se mantiene erguido, además de tener una forma redondeada muy bonita, con unos pezones pequeños, pero enhiestos, que se marcaban ligeramente a través de la tela. La falda a juego, también con volantes me cubría hasta la rodilla, pero con una apertura lateral que me permitía mostrar la pierna izquierda casi hasta la cadera, que gracias a los UVA estaba muy bronceadita, como todo mi cuerpo. Los zapatos consistían en unas sandalias del color del vestido, muy abiertas y con un gran tacón. En la peluquería me recogieron mi larga melena rubia en un moño tocado con una flor turquesa que me daba una imagen al estilo de las guapas sevillanas en feria. Me hice depilar el púbis, dejando los pelitos muy recortados (por lo que pueda pasar, me dije). En resumen, y aunque esté mal que yo lo diga, estaba rompedora, sexy, sensual y elegante al tiempo. Me eché por encima el chal para quedar un poco más vestida y salí de casa, feliz, sonriente y con la moral por las nubes.
Había quedado con Eva para ir juntas en el coche de un primo suyo, que me fue devorando con los ojos desde que aparecí (ya sabéis que las mujeres nos damos en enseguida cuenta de esas cosas). Yo me mostré coqueta y encantadora, aunque sin pasarme, ni provocar espectativas. No era el tipo de hombre en el que yo solía fijarme, demasiado joven y demasiado descarado.
Llegamos a la Iglesia media hora antes de la hora de la boda, y como suele ser habitual en estos acontecimientos, estuvimos saludando a los conocidos y charlando en la puerta de la Iglesia. Me presentaron a un grupo de amigos de Bea y Miguel que yo no conocía, con los que estuvimos charlado animadamente. Había en el grupo un par de chicos que parecían interesantes y que no levantaron el ojo de mí en todo el tiempo. Bueno, ya veríamos, cada cosa a su debido tiempo.
Entramos en la Iglesia cuando llegó Miguel, y estuvimos esperando a Eva unos diez munutos hasta que apareció ella, blanca y radiante, como mandan los cánones. Estaba especialmente guapa, con un vestido de corte medieval y un maquillaje y un peinado que sacaban todo el partido de su bonito rostro (Bea es de por sí, muy guapa, con grandes ojos verdes, gruesos labios y una carita muy atractiva y juvenil). La ceremonía transcurrió con normalidad, y a la salida se lanzaron los correspondientes kilos de arroz.
Una hora después comenzaba el convite, que iba a tener lugar en una finca a las afueras de Madrid, así que Eva, su primo y yo nos montamos en el coche y salimos hacia allí. Cuando llegamos, ya estaba allí buena parte de los invitados, y se había comenzado a servir el coktail en unos bonitos jardines a la entrada del salón. Me serví un vino, que se acompañó con jamón y toda suerte de canapés. Me junté con el grupo de Eva y sus primos, y nos colocamos de pie, en torno a una mesa alta para dejar las copas y las raciones. En frente de mí estaban los amigos de Bea y Miguel, incluidos los dos chicos que no me levantaban ojo de encima. Una de las veces que levanté la mirada, cazé a uno de ellos mirándome, que lejos de avergonzarse, me levantó su copa a modo de bridis. Divertida, y por qué no decirlo, halagada, levanté mi copa hacia él y le obsequié con una sonrisa, al tiempo que le guiñaba un ojo.
Eduardo, que así se llama él, se dió por aludido, ya que cuando me separé de mi grupo para ir a rellenar mi copa, me encontré con que se había puesto tras de mí en la cola que se había formado en la barra. Establecimos una conversación trivial, que me permitió fijarme mejor en él (él también aprovechó para fijarse mejor en algunas partes de mí, aunque hay que reconocer que lo hizo con gracia y disimulo). Tendría más o menos mi edad, y no era especialmente guapo, pero había algo en su rostro y en sus ojos que lo hacían muy atractivo. Tenía una mirada de esas que tanto nos gustan a las mujeres, profunda, penetrante y atrayente, de la que te vas detrás casi sin querer. Físicamente me pareció aceptable, un poco más alto que yo, delgado y fuerte, pero sin llegar a "musculitos". En general estaba bien. Pedí otro vino y me retiré, no sin que antes quisiera brindar conmigo "a salud de los novios" ni conseguir que me comprometiese a bailar una pieza con él tras la boda.
Quiso la casualidad (o quizás no lo fue) que me hubiesen colocado en una de las mesas del grupo de amigos, y aunque Eduardo estaba en otra mesa, al ser todos de la misma panda, el trasiego entre mesas era intenso, de tal manera que al final de la cena, y estando todos algo chispados con el vino, acabé tomando el café sentada frente a él. No me hizo mucho caso explícito, ya que estaba de bromitas con sus amigos, pero no era casual que se hubiese sentado cerca de mí. Durante el café estuvimos bromeando, charlando y riendo en grupo, pero no dejé pasar la ocasión de sacar mis armas de seducción, así que me mostré coqueta, risueña y divertida con todos, pero especialmente con él. Inconscientemente o no, ya había decidido que Eduardo sería mi pareja por esa noche, y no estaba dispuesta a dejarle escapar. Cuando nos sirvieron el cava, y tras los brindis típicos, hice que de manera "casual" mi pierna rozase la suya. Eduardo se giró hacia mí, y entre risas le guiñé un ojo y le saqué la punta de la lengua, mientras le pedía perdón.
Al rato nos comunicaron que el baile y la barra libre iban a comenzar en una carpa que estaba montada en el jardín. Cuando salí, la barra estaba llena, así que me quedé en segundo plano esperando a poder pedir. Eduardo otro amigo estaban pidiendo copas para su pandilla. Me vieron, y se acercaron a preguntarme qué quería. Pedí un gin-tonic, que me trajeron enseguida. Les acompañé y estuvimos manteniendo una animada charla, hasta que salieron los novios a abrir el baile con el clásico vals. Bailaron los novios, los padrinos, y paulatinamente se fue llenando la barra. Para entonces, ya casi habíamos terminado las copas, así que Eduardo me quitó la mía, la dejó por ahí, y cogiéndome de la mano me sacó a la pista. La fiesta fue estupenda, la temperatura muy agradable y la compañía magnífica, así que pase toda la velada bailando, riendo, charlando y bebiendo con Eduardo y con sus amigos. Poco a poco los invitados fueron desapareciendo, hasta que sólo quedamos la gente joven. La fiesta se iba acabando, y a pesar de haber sacado todas mis armas seductoras, no había logrado que Eduardo diese el primer paso. Se le veía deseando, pero era de esos tímidos a los que hay que dar un empujón.
En cuanto empezaron a sonar las canciones lentas, cogí a Eduardo de la mano y le saqué a la pista. Le eché las manos al cuello, y él se aferró a mi cintura. Poco a poco nuestros cuerpos se fueron pegando, y aunque Eduardo parecía un poco cohibido, no le permití alejarse de mí. Terminé apoyando la cara contra su hombro y pegando la cadera a su cuerpo, y mis pechos a su torso. Mis pezones se fueron endureciendo, y él ya más animado, no sólo sostenía sus manos en mi cintura, sino que iba acariciandome, lenta y suavemente la espalda. Su sexo crecía contra mi vientre, y por la presión pensé que debía alcanzar un tamaño envidiable. El momento era el idóneo, así que me animé a besar suavemente su cuello mientras seguíamos fundidos en el abrazo, prácticamente sin movernos ya al compás de la música, que fue decayendo lentamente hasta apagarse del todo.
Al terminar la canción, y sin decir nada, Eduardo me cogió de la mano y me sacó de la pista, llevándome a un rincón apartado y oscuro del jardín. Me cogió de la cintura, y atrayéndome hacia él, me fue propinando besos en la frente, en los ojos y en la cara, hasta acabar mordisqueándome la comisura de los labios. Abrí la boca y me fundí con él en un beso apasionado. Eduardo besaba muy bien, con una mezcla de calidez y lujuria que me estaba excitando muchísimo. Nuestras lenguas se juntaron acompañando aquel tierno abrazo, y se dedicaron a juguetear y enlazarse entre ellas dentro de nuestras bocas hasta casi quedarnos sin respiración. Nuestros cuerpos se iban fusionándose cada vez más, y mi excitación creciente mis reacciones tomasen vida propia. Sus manos acariciaban mi espalda y las mías se aferraban a sus duras posaderas. Conocía perfectamente las reacciones de mi cuerpo, los poros de mi piel se iban saturando de sudor, mi pulso se aceleraba, los pezones se me endurecían hasta casi doler y mi sexo se iba humedeciendo y comenzando a hincharse y a palpitar con vida propia. Estiré mi cuello para susurrarle al oído un sensual y cariñoso: ¡Te deseo!... Bajé mi mano a lo largo de su pecho para ir a buscar su sexo, que acaricié a conciencia por encima del pantalón, de los huevos hasta la punta. La verga de Eduardo era de un tamaño magnífico, y pensando en el momento en que pudiese sentirla abriéndose hueco dentro de mí, mi sexo, que ya empezaba a palpitar con vida propia acusó el golpe de mi imaginación y comenzó a manar flujo de mi interior. Tomé su glande entre mis dedos, pellizcándolo con suavidad, lo que sabía que a los hombres les gusta sobremanera. Mientras, la mano derecha de Eduardo bajó por mi espalda hasta llegar al culo, donde se detuvo un momento para amasarme la nalga, antes de deslizar su dedo medio abajo por la endidura que formaban mis dos redondos cachetes y presionar mi sexo por encima del vestido, lo que me arrancó el primero de los muchos gemidos que habría de emitir aquella noche. Mi sexo reaccionó enseguida ante las expertas caricias de Eduardo, convirtiéndose en un torrente de flujo. A pesar de la presencia de mis bragas, o tal vez precisamente gracias a ellas, el contacto con mi clítoris era suave, sensual y voluptuoso, en lugar del zafio y áspero trato de otras ocasiones. Me estaba masturabando con todas las de la ley. La mano libre de Eduardo se coló por mi amplio escote, para acariciarme el pecho desde dentro, posando primero la palma de la mano sobre mi seno y aplicando después una suave caricia circular que consiguió, si cabe más, aumentar mi excitación. Siempre he tenido una gran sensibilidad en los pechos; unas caricias adecuadas, unos besos oportunos, una lengua deslizándose sobre sus curvas y unos dientes aprisionandome los pezones y consigo volverme loca de gozo... Sus dedos dibujaron la curva de mi pecho, antes de aprisionar el pezón. Su otra mano, entretanto, seguía con su movimiento masturbatorio por encima de las bragas. Ya no pude más, y venciendo mi cabeza hacia atrás para que Eduardo me comiera el cuello, me abandoné a merced de la emoción, hasta que una avalancha de sensaciones conocidas se abatieron sobre mí hasta arrancarme un delicioso orgasmo. Aunque yo soy de las de mucho gritar en tales ocasiones, las circunstancias me obligaron a reprimirme, aunque no puede evitar el lanzar un gemido ahogado en el momento en que me corrí por primera vez en manos de Eduardo.
Me eché sobre él, colgandome de su cuello, y apoyando la cabeza sobre su hombro, mientras recuperaba poco a poco la respiración. Eduardo me abrazaba con gentileza. Una vez recuperada, me quedé mirándole, y le fui propinando, agradecida, un monton de besitos por toda su cara. Me dedicó una sonrisa, y con un movimiento de cabeza me preguntó que si nos íbamos. Le asentí y me pasé por el servicio, donde me arreglé un poco el traje y me adecenté como pude, antes de ir a despedirnos de los novios. Cuando le dije a Beatriz que me iba, me guiñó un ojo, y me preguntó que si me iba con Eduardo. Le dije que sí, y me dedicó una sonrisa; "suerte", me dijo. Le di dos besos, me despedí de Miguel, y nos fuimos Eduardo y yo agarrados de la mano. No ví a Eva, aunque también noté la falta de otra gente, y no pude menos que pensar que posiblemente Eva también tendría su particular "noche de bodas" aquel día.
Nos dirigimos a su coche, no sin antes haber parado al menos tres o cuatro veces a besarnos con frenesí y a restregar nuestros cuerpos con deseo. Una vez en el coche, me acerqué a Eduardo, y mientras plantaba la mano sobre su paquete, le susurré al oído:
-- Me he quitado un estorbo, cariño.
Saqué mis braguitas del bolso y las agité mientras le sonreía con picardía. Eduardo no respondió, se limitó a echarse sobre mí, y en un movimiento perfectamente sincronizado me metió la lengua en la boca y la mano entre las piernas. Abrí la boca para recibir su lengua y separé las piernas permitiendo un mejor acceso a mi sexo, que de nuevo respondía por sí mismo, humedeciéndose y engordando por su cuenta. Uno de sus dedos comenzó a explorarme, recorriendo mis labios vaginales de arriba a abajo, hasta conseguir introducirse dentro de mí. Una nueva oleada de placer me recorrió desde la punta de mis pies a mi cabeza, al tiempo que mi cabeza se abandonaba hacia atrás y mi cuerpo se concentraba únicamente en la obtención del placer que me subía de abajo a arriba. Eduardo sacó entonces su dedo de mí para ir desabrochando los botones de mi blusa y dejar mis tetas a su merced. Tenía los senos inflados por la excitación, la piel de gallina y los pezones nuevamente enhiestos. Sus manos se dedicaron a amasar mis tetas, mientras sus labios colmaban de besos mi cuello y hombros antes de descender por mi piel y trasladar los besos al mis mamas, otorgando un homenaje especial a mis pezones, en torno a los que aplicó con codicia su boca, provocandome un gusto extraordinario. No me pude contener, y casi involuntariamente fui deslizando una mano entre mis piernas y en busca del viejo y conocido placer de la masturbación, mientras que Eduardo se daba un atracón a costa de mis redonditas tetas y mis duros pezones. Me introduje un dedo, y después un segundo se coló en mi interior. Cogiendo a Eduardo por la nuca, lo apreté contra mis senos a punto de estallar, y aumenté la velocidad de mi masturbación, al tiempo que doblaba la espalda y apretaba el culo para intensificar las sensaciones de mi segundo orgasmo, que me recorrió como una corriente eléctrica, que me hizo chillar y gemir sin pudor en medio del éxtasis que me invadía.
Estaba feliz. Aún no habíamos salido del aparcamiento y ya había conseguido correrme dos veces. -- Vas a pensar que estoy desesperada--, le dije, --o que soy una ninfómana--. --Nada de eso, mi niña--, me respondió, --sólo veo a una hermosa mujer disfrutando de sí misma y de la situación--. Era un auténtico caballero, y le pedí que me llevase a su casa.
En la media hora que duró el camino, no cesé de besarle, de decirle oscenidades al oído y de sobarle el paquete a discrección por fuera y por dentro de los pantalones. Eduardo vivía en un precioso ático del centro de Madrid, con una enorme terraza con vistas sobre el Palacio Real. Lo tenía decorado con gusto exquisito, y el salón estaba presidido por un inmenso sofá de diseño moderno. Me contó que el piso lo había heredado de su abuelo, y que vivía solo en él desde hacía un par de años.
Mientras subíamos en el ascensor no dejamos de besarnos y de meternos mano. A esas alturas yo ya estaba medio desnuda, sin bragas, mi blusa medio desabrochada apenas tapaba ya mis pechos, y llevaba las sandalias en la mano. Por su parte, Eduardo aún estaba vestido de boda, con el traje bien colocado y la corbata aún en su sitio. Al entrar en el piso, nos dirigimos al salón, donde Eduardo se quitó la chaqueta, se sirvió una copa (yo no quería), y se sentó en el sofá. Se dió una palmada en la pierna, invitándome a sentarme sobre él. Me senté a horcajadas sobre él, levantándome la falda, de tal modo que mi trasero quedaba directamente apoyado sobre sus piernas, al tiempo que mi sexo quedó acomodado sobre el suyo. Comencé a besarle de nuevo, mientras le quitaba la corbata y le iba desabrochándo la camisa. Él me sacó la blusa, dejándome desnuda de cintura hacia arriba, y yo me incorporé ligeramente para ponerle las tetas a la altura de su cara. Me quité la flor que me recogía el pelo, quedando suelta mi melena. Eduardo se concentró de nuevo en mi pecho, barriendo en canalillo con su nariz, antes de comenzar a propinarme besos en mis excitados senos. Me agarró las tetas con ambas manos, y estrujándolas ligeramente, se dedicó a chuparme y mordisquearme los pezones con verdadera dedicación. Me estaba poniendo otra vez a mil por hora, y en lo que él se deleitaba con mi pecho, yo comencé a mover mis caderas en vaivén, de tal modo que iba frotando mi húmeda rajita contra la tela de sus pantalones. Mi respiración se iba entrecortando, en lo que mi calentura aumentaba por el ardiente contacto de nuestros sexos. El leve contacto de mi sexo contra el suyo a través de la tela de sus pantalones fue aumentando las exigencias de mi sexo, llevándome casi al borde del climax. En todo caso, no quería correrme todavía, así que cuando mi sexo comenzaba a palpitar anunciando el inminente orgasmo, paré de moverme, y me bajé del sofá, quedando arrodillada frente a Eduardo. Ahora le tocaba a él gozar, y me dispuse a sacar lo mejor de mi repertorio en su honor.
Le saqué la camisa, y le fui cubriendo el torso de besos, desde el cuello hacia abajo, deteniéndome en sus pezones, que chupé con gula mientras le quitaba el cinturón y le desabrochaba los botones del pantalón. Le quité los zapatos y los calcetines, y coloqué sus pies sobre mis pechos para que sintiera en sus plantas la dureza de mis pezones erguidos. Después le obligué a levantar un poco el culo para poder sacarle los pantalones, con lo que me encontré ante un enorme verga que luchaba por escaparse de los calzoncillos tipo short ajustado que llevaba. Sé cuánto les gusta a los hombres disfrutar del espectáculo visual de un buen trabajo oral sobre ellos, así que me propuse dejarle observar desde su privilegiada posición la exhibición que pensaba ofrecer. Antes de comenzar con el juego, me puse de pie, me calcé las sandalias y de espaldas a él, a modo de streap-tease me abrí la cremallera de la falda, y me la fui sacando poco a poco, primero levantándola para mostrale el espectáculo de mi durito y bronceado trasero, enseñando en cada alzada de falda un poquito más de carne, hasta que finalmente la dejé caer a mis pies, ofreciéndome en toda mi desnudez. Me agaché, agarrándome con una mano a mi pantorrilla y con la otra sujetándome los pechos, de tal modo que mi culo en pompa quedó expuesto ante Eduardo, que sin poder resistirse, extendió la mano para acariciarme el coño. No se lo permití, y dándome la vuelta de nuevo, me arrodillé frente a él, comencé acariciando sus piernas, lenta y suavemente, desde los tobillos hacia las pantorrilas, y desde estas al interior de los muslos. Eduardo apenas podía aguantar más, y sus muslos temblaban ya de puro gozo, pero aún habría de sufrir un poco más... Me incorporé, y le fui pasando las tetas por la cara; Eduardo intentó cogérmelas con las manos, pero no se lo consentí; fui bajando lentamente acariciando su torso con mis pezones, hasta llegar a su sexo para volver a subir hasta su cara, y nuevamente hacia abajo, a lo largo de su pecho hasta su vientre y su sexo, y continuar mi sugerente caricia a lo largo de sus piernas hasta llegar a sus pies. Me arrodillé nuevamente ante él, y me dediqué a masajear sus testículos y su pene a través de la tela de los calzoncillos. Agarrandole los huevos, le fui proporcionando primero suaves besitos, y después mordisquitos en la punta de su verga sin quitarle aún los calzones. Mis manos fueron acariciando la parte interior de sus muslos hasta conseguir deslizarse por debajo del short, para agarrar, ya sin tela de por medio, su anhelante rabo. Le saqué los calzoncillos, y otra vez agarrada a sus testículos, saqué la lengua y le fui haciendo un barrido, con mi lengua y mi nariz desde la base hasta la punta. Tras el segundo recorrido, le propiné un besito en la punta, lo que le hizo estremecer. Saqué la lengua y levanté la mirada para asegurarme de que Eduardo estaba disfrutando de la jugada. Le comencé a dar pequeños lametazos en el glande, que tenía la piel tan tersa y brillante que parecía que iba a estallar. Agarrándole los huevos con una mano, continué un rato dándole besitos y lametones a lo largo de toda la polla mientras mi otro mano le acariciaba el pecho y él me acariciaba el pelo. Continué con mis besitos en el glande, mientras le sonreía pícaramente y saqué mi lengua para chupar con mayores ganas. Finalmente, bordeé con mis labios la punta de aquel nabo, y comencé a subirlos y bajarlos lenta y suavemente. Desde adolestente, siempre se me había dado bien esta prácica, y saqué a relucir todas mis habilidades. Fui bajando un poquito más en cada chupada, introduciéndome en la boca un poco más de su miembro, al pricipio sólo la punta, luego el glande, y poco a poco un poquito más, hasta que llegó el momento de tragármela entera. Su punta golpeaba contra mi paladar en cada acometida, e incluso llegué a mantenerla intoducida completamente en mi boca durante largos segundos en los que mi lengua seguía jugando con ella dentro de mí. A medida que se la mamaba, Eduardo iba perdiendo el control, de manera que apenas tenía que moverme yo, ya que él mismo se encargaba de meterme el rabo a golpes de cadera, como si estuviése follándome la boca. Su movimientos fueron haciéndose más convulsos y sus gemidos más incontrolados. Cuando percibí que estaba al borde del climax, me saqué la polla de la boca, se la agarré con la mano, y la apreté con fuerza, apliqué mis labios sobre su glande y los deslizé hacia abajo, haciendolos resbalar en torno a su carne. La polla de Eduardo se tensó en un último y agónico latigazo, y comenzó a lanzar chorros de semen en medio de sus aullidos de placer. Parte del liquído se proyectó sobre mi pelo y sobre mi cara y otra parte se fue directamente al suelo. Su torrente fue largo y generoso. Al terminar de manar la cremosa sustancia, Eduardo se quedó traspuesto intentando recobrar la respiración, y me miraba con los ojos desencajados de placer. Me relamí los restos más cercanos a mi boca, y me limpié los restos de la cara y el pelo con un pañuelo. Me tumbé sobre él y nos fundimos en un fuerte y cariñoso abrazo mientras no dejabámos de besarnos y acariciarnos. Me confesó que había sido la mejor mamada que jamás había recibido. Eduardo se tumbó a lo largo del sofá, y yo encima de él. Coloqué su sexo entre mis piernas, en estrecho contacto con el mío, y en esa deliciosa posición nos mantuvimos abrazados, besándonos y disfrutando del estrecho contacto entre nuestros cuerpos hasta que me quedé adormilada, en un duermevela solo interrumpido por el calor de nuestros besos y el pequeño vaivén de su polla encerrada entre mis muslos.
El reloj que presidía el salón me indicó que habíamos dormido cerca de una hora, cuando me desperté, recostada sobre Eduardo, que aún mantenía una considerable ereccción con su miembro enterrado entre mis piernas. Estábamos empapados en sudor. Entreabrí un ojo, y después el otro. Eduardo aún dormía plácidamente. No había como un buen orgasmo para dormir como un bebé. Me desligué de él, lo que provocó que Eduardo se despertase. Se frotó los ojos con los dedos, me miró dedicándome una sonrisa, y alargó su mano tomando la mía para obligarme a sentarme junto a él. Me senté a su lado, y agarrándole de la nuca, acerqué mis labios a los suyos para fundirnos en un largo, pasional y romántico beso. A pesar de todo, aún no había sido perforada, lo que mi sexo estaba anhelando fervientemente. En una hábil maniobra, Eduardo me tiró del sofá, obligándome a arrodillarme frente a él, de tal modo que mi trasero se quedó abierto, suspendido en el aire y ofreciendo toda su redondez al inminente ataque de mi oponente. Mi cabeza descansaba sobre un cojín, y mis pechos colgaban en el aire. Eduardo se situó a mi espalda, y su mano derecha, tras propinarme un pequeño palmetazo en la nalga, fue recorriendo toda mi espalda, desde la nuca hasta mi trasero a lo largo de toda mi columna vertebral. Un dedo fue recorriendo la endidura entre mis nalgas, estimulando mi orificio más pequeño, y bajando hasta mis labios vaginales que, agradecidos, reaccionaron ante la inminente embestida. Según mi lubricación se iba haciendo más fluida, sus caricias se tornaron más intensas, hasta que me introdujo un dedo, luego un segundo, y creo que incluso un tercero, que entraban y salían de mi sexo. Sus expertas caricias no tardaron en hacer mella sobre mí, y mi sexo iba ensanchándose por momentos mientras que mis sentidos se iban desplazando hacia los territorios del orgasmo y mi culito subía y bajaba al ritmo de sus acometidas. Cuando mis gemidos comenzaron a tornarse en alaridos por la proximidad del orgasmo, Eduardo me abandonó, dejándome a punto de correrme. --No pares ahora, cabronazo, sigue, o métemela de una vez--, le dije fuera de mí. Era Eduardo ahora el que quería verme sufrir un poquito más. A los hombres les encanta ver cómo una mujer pierde toda su dignidad ante ellos en momentos así, y Eduardo estaba disfrutando de lo lindo al verme tan desesperadamente sometida a sus caprichos. Arrodillándose justo a mi espalda, se agarró la verga por la base, apoyó la punta sobre mi húmeda caverna, y fue deslizándola hacia abajo hasta alojarla entre mis muslos, para luego subir hasta mi palpitante coñito, y de ahí hasta el ano, para volver a bajar hasta mi sexo. Recorrió este camino varias veces, hasta detenerse en mi vagina. Dedicó algunos minutos a pasear ligeramente su glande arriba y abajo entre mis labios, prolongando mi ansia. Su glande se coló varias veces dentro de mi sexo, aunque volvía a sacarlo casi inmediatamente, mientras mi vulva se abría y cerraba desesperada por ser penetrada.
--¿Qué quieres que te haga, preciosa?, me preguntó mientras pasaba la polla por mis labios externos. Pensé que el cabronazo no era tan inocente y tímido como había parecido durante la fiesta, y me sonreí al pensar en ello. --Quiero que me folles ya de una vez, quiero que me penetres y que me deshagas de placer--. Me había puesto a mil el muy cabrón, sabiendo esperar el momento perfecto para follarme. Eduardo, satisfecho, me cogió de las caderas, me elevó un poco el culo, introdujo la punta dentro de mí y comenzó a apretar muuuuy despacio, hundiendo su polla centímetro a centímetro y abriéndose hueco en mi interior. Empezé a sentir un gusto extraordinario. A pesar de que estaba totalmente mojada, el tamaño de su polla hacía que mi coño ejerciese cierta resistencia a la penetración, pero las paredes de mi sexo pronto se adaptaron al tamaño de su verga. A veces yo tensaba los músculos de mi coño para aprisionar su polla, lo que suele proporcionar gran gozo a los hombres, y Eduardo no era una excepción, a juzgar por los gemidos que emitía. Nunca me habían invadido tan lentamente, pero he de decir que estaba disfrutando de ello como una loca; me iba estremeciendo a cada centímetro que me iba perforando, mi placer iba creciendo, mis suspiros se hacían más profundos, mis pechos se iban hinchando más, mis pezones haciéndose más duros y mi sexo iba recibiendo aquel manjar delicioso con mayor deleite. Sentía cómo se iba alojando en mi interior y cómo mi coñito se adaptaba relamiendo su largura. Finalmente entró entera dentro de mí, sientiendo sus huevos chocar en mis glúteos. Nunca había sentido tanto placer por todo lo largo de mi cuerpo. Verdaderamente, Eduardo sabía dar gusto a una mujer. Entonces, y sin previo aviso, Eduardo extrajo su falo de una vez y casi por completo, se detuvo un momento con sólo la puntita apoyada en mi agujero, y de un solo golpe, seco y duro, me la metió con un único y violento golpe de cadera, hasta hacer chocar los huevos contra mis nalgas con dureza. Mi cuerpo, ante el duro e inesperado asalto, se tensó violentamente. Perdí el sentido, mis ojos se desorbitaron, mi mirada se nubló, mordí la almohada en la que estaba apoyada, y en medio de un agudo chillido, mis muslos temblaron, mis piernas se hicieron infinitas, una fuerte corriente sacudió todo mi cuerpo, y me corrí en medio de un feroz estremecimiento que no recuerdo haber sentido antes jamás. Toda la estimulación previa había conseguido llevarme a un estado tal de excitación que me corrí como nunca me había corrido, arrancándome el más fuerte orgasmo con una sola acometida. Fue un orgasmo salvaje, profundo y estremecedor que agitó hasta la última célula de mi cuerpo. Todo mi cuerpo se vió convulso en una serie de sacudidas que se enlazaban entre sí regalándome una sucesión tal de riadas de placer que acabaron con todas mis fuerzas, al tiempo que notaba cómo el líquido que emanaba de mi coño se vertía a chorros, deslizándose abajo por el interior de mis muslos. Me estuve corriendo durante largos minutos que me hicieron sentir tan exultante como jamás me había sentido.
Aún no habían terminado los últimos estertores de mi orgasmo, cuando Eduardo, que había tenido que sujertar mis caderas para evitar que yo me cayese, aferrado a mi cintura comenzó a moverse fuera y dentro de mí, ensartando y extrayendo de mí la herramienta que tanto placer me había arrancado, y que poco antes había sido el juguete con el que había rellenado mi boca. Durante unos minutos sus acometidas fueron lentas, profundas y seguras, pero poco a poco fue aumentando el ritmo de sus empellones. Mi vagina recibió agradecida el gozoso ajetreo, y antes de que hubiese terminado de acallarse el brutal orgasmo anterior, ya estaba reaccionando de nuevo. Fui acoplando los movimientos de mi cadera al ritmo que Eduardo me imprimía desde atrás, moviendo el culo adelante y atrás a medida que él bombeaba, de manera que la punta de su polla conseguía rozar en cada ataque el cuello del útero, provocándome una arrebatadora sensación. Dentro de mi sexo las sensaciones eran iban diluyéndose desde el dolor que probocaba la profundidad de la penetración hasta convertirse en un placer contínuo casi indescriptible. Los embites de Eduardo se fueron haciendo más violentos a medida que nuestros gemidos se iban solapando. Sus manos iban y venían desde mi vientre hasta las tetas, que se bamboleaban fuertemente dentro de sus manos en cada embestida, para luego ir bajando a lo largo de mi vientre en busca del clítoris, tan erguido como el resto de mi cuerpo. Finalmente, los empellones se fueron haciendo más agónicos, anunciando el climax de Eduardo. Una fuerte acometida en la que me perforó hasta el fondo me hizo estremecer y chillar, lo que provocó una convulsión de la polla de Eduardo contra las paredes de mi sexo. Apreté con fuerza mi culo contra su pelvis, y comenzé a mover las caderas en círculos fírmemente apretado contra él. Eduardo lanzó un ronco rugido, y una riada de semen bañó mi interior. El calor del líquido provocó la contracción de todos mis músculos, y aprisionando su polla en mi interior con todas las fuerzas que me quedaban, me inundó el placer de otro fenomenal orgasmo, adornado de complacientes gemidos por mi parte y profundos ronquidos por la suya, en medio de un fantástico orgasmo simultáneo. Noté cómo su verga botaba espasmódicamente dentro de mí al tiempo que iban brotando riadas de cremoso manjar. Cuando los últimos vertidos de Eduardo terminaban de invadirme, este se derrumbó sobre mí. Hundió su cara en mi nuca, y besándome cubrió mis pechos con sus manos. Yo era feliz.
Mantuve aprisionada en mi interior su verga hasta que se quedó reducida a un pequeño espantajo que ya nada tenía nada que ver con su explendor anterior. Eduardo salió de mí, se puso en pie, y me ayudo a levantarme, ya que mis piernas apenas lograban sostenerme. Me eché a su cuello, y nos besamos dulcemente. Él me tomó por el trasero, y me subí a él, colgando mis brazos de su cuello y mis piernas abrazadas a su cintura. De esta guisa, me trasladó hasta su habitación, para posarme cariñosamente sobre la cama. Derruida, me acurruqué, y acostada de lado, y con Eduardo pegado a mi espalda, me quedé dormida con las primeras luces del día, que atravesaban ya la ventana.
Me desperté un par de horas después. El sol ya entraba con fuerza, y la claridad y el calor me hizo despertar. Eduardo continuaba dormido, a mi lado, tendido boca abajo y con la cara girada hacia mí. Me deleité unos minutos observando su cuerpo. De espaldas estaba como un queso. Estaba empapado en sudor, pues hacía calor. Tenía una espalda ancha, y bien musculuda, sin rayar en lo excesivo. El culo era redondo y prieto y brillaba por efecto del sudor y la luz derramándose sobre él; su cuerpo estaba bien bronceado, y sus brazos, doblados bajo la almohada eran armoniosos y fuertes. Sus manos, grandes y masculinas estaban diseñadas para acariciar a las mujeres, y las piernas, ligeramente abaiertas eran como las de una escultura griega, largas, fuertes y fibrosas, moldeadas por el deporte. No pude menos de acariciarle, desde su cuello, bajando por su espalda, hasta acariciar sus duros glúteos, y continuar bajando por el interior de sus muslos hasta las pantorrillas. Se movió cuando mis dedos acariciaron la endidura de su culo, pero no se despertó. Deseé tumbarme sobre él, sentir el calor de su cuerpo y pegar mi púbis a su trasero, pero no quise despertarle. Me levanté y bajé la persiana, dejando unas rendijas para poder tener algo de claridad. Fui hasta el baño, equipado con una espectacular bañera redonda, en la que podrían entrar, calculé, al menos tres personas bien holgadas. Me pregunté cuántas veces se habría usado para tareas no necesariamente relacionadas con la higiene. Me di un baño de espuma, con agua tibia y abundante jabón. Enjaboné con dedicación cada rincón de mi anatomía. Desde hacía varios años, cuando mi matrimonio había empezado a decaer, no había hecho gran caso de mi cuerpo. Incluso llegué a pensar que la indiferencia que mi marido me mostraba se debía a que había perdido la hermosura de mi adolescencia y juventud. Tumbada en la bañera, pensaba que había estado muy equivocada. Mis formas se habían redondeado algo con los años, pero en realidad lo habían hecho para mejorar. Mantenía un culito respingó y apretado, tan del gusto de los hombres. Mis piernas eran largas, su piel se había suavizado con la edad y tenían una forma envidiable. Mis pechos eran un poquito más grandes que antes, peron aún se mantenían redondos, henchidos y erguidos hacia el cielo. Mis pezones se alzaban desafiantes y tensos ante la excitación, y mi vientre, si bien un poquito más hinchado que antaño, seguía sin presentar los antiestéticos michelines. Mi cuello era largo y esbelto, de piel fina, y mi rostro, más maduro y menos aniñado estaba en el equilibrio justo entre la belleza infantil y las arrugas de madurez y con el cutis más terso. Mis labios, gruesos, y colorados aún sin pintar, fueron diseñados para el beso y el placer. En realidad estaba ante mi plenitud física, y con 28 años recien cumplidos mi belleza era mayor que nunca, y mi equilibrio mental era superior al que nunca había tenido. Tenía todas las premisas para ser feliz, y no tenía por qué pensar que no habría de ser así.
Me levanté, vacié la bañera, y me di una ducha rápida. Me lavé el pelo, y volví a la habitación. Aún húmeda de la ducha, y por qué no decirlo, por la excitación de encontrarme tan feliz, me eché a la cama de nuevo. Una corriente de me puso la piel de gallina, inchó mis pechos y enderezó mis pezones. Eduardo aún dormía placidamente. No tardé en quedarme plácidamente dormida yo también.
Me desperté muy suavemente, descansada y feliz. Estaba tumbada sobre un costado, acurrucada en posición fetal, con las piernas flexionadas dándole la espalda a Eduardo. Él notó que me estaba despertando, y se apretó contra mi espalda. Fue cubriendo de suaves besos mi cara y mi cuello, mientras yo aún dormitaba. Apretó su pelvis a mi trasero, dejando que su sexo fuese engordando aprisionado entre mis muslos. Fue acariciándome el vientre y los pechos, mientras yo me encontraba aún semiinconsciente. Permanecimos así durante bastantes minutos, hasta que me giré para quedarme frente a él. Aún medio dormidos nos estuvimos besando y acariciando durante largo rato. Enlazamos nuestras piernas, me tumbé sobre él, abrí mis piernas y comenzé a cabalgarlo. Apoyé las manos en su pecho, y comenzé a subir y bajar sobre su sexo mientras sus manos se dedicaban a mis pechos. Me arqueé hacia atras y fui aumentando el ritmo al tiempo que crecía el placer que recorría mi cuerpo. Fue un polvo suave y amoroso, casi conyugal. Al cabo de un rato, me dejé caer sobre él, y sin desligar su sexo del mío, nos giramos hasta que Eduardo quedó encima de mí. Me así al cabecero de la cama, y abrazando sus caderas con mis piernas, me dejé hacer. Eduardo me agarró fuertemente las muñecas y comenzó a empujar, lenta, pero decididamente. Podía ver a lo largo de mi cuerpo mis pechos hinchados, los pezones largos y duros, y mi vientre temblando a cada embestida de su polla, que veía aparecer y desaparacer para enterrarse en mi interior más allá de los pelillos de mi púbis. La penetración era cada vez más húmeda y fluida, y me fui abandonando las sensaciones que desde mi sexo iban recorriendo todo mi cuerpol La cadencia de la penetración, con la verga de Eduardo entrando y saliendo de mí, se iba haciendo más rápida y vigorosa. El creciente placer empezaba a arrancar de mi garganta gemidos cada vez más fuertes, al tiempo que mi cabeza perdía el sentido de la realidad, mi boca entreabierta emitía agudos aullidos y mi sexo recibía con creciente placer el gozoso ataque al que me sometía la polla de Eduardo. Finalmente, el placer desbordó mis sentidos, y mi espalda se flexionó en una curva casi imposible, elevando mis pechos hacia el cielo, mis piernas apretaron el culo de Eduardo hacia mí, y mis dedos se clavaron en su espalda, dando paso a un sonoro, delicioso y prolongado orgasmo, digno de una mañana de domingo, pocos segundos antes de que Eduardo, en medio de un roncobramido, se vertiese dentro de mí, bañando mi vagina con su crema caliente. En medio del climax, Eduardo se desplomó sobre mí y hundió su cara en mi cuello, al tiempo que yo aún gozaba de los últimos espasmos del soberbio climax que acababa de experimentar.
Tras un rato de abrazos, caricias, besos, risitas, mimos y carantoñas; me levanté para darme una ducha, dejando a Eduardo tumbado, exhausto y luciendo en su cara una tonta sonrisa, y un brillo especial en los ojos que daba cuenta de su deleite, y del regalo que nos veníamos rindiendo desde la noche anterior.
Por mi parte, me metí en la ducha y dejé correr el agua caliente sobre mi piel. Tenía los ojos cerrados, y estaba disfrutando de la cálida ducha y del agua jabonosa deslizándose por todo mi cuerpo, desde el cuello a la curva de mis pechos, y desde el vientre hacia abajo por mis piernas, y por mi espalda hasta las nalgas. Me encontraba en una especie de trance cuando se abrió la cabina de la ducha, y Eduardo se introdujo en ella. Nos besamos, nos abrazamos nos acariciamos y nos enjabonamos mutuamente, nos hicimos arrumacos, y bajo la lluvia de agua caliente volvimos a hacer el amor, con nuestra piel resbaladiza a causa del jabón. Yo apoyada en la pared, con mis piernas abrazadas a su cintura, y mis manos aferradas a sus hombros. Eduardo sostenía mi peso agarrado a mis nalgas mientras me penetraba y nuestras lenguas se enredaban ansiosamente. Fue un coito breve, casi violento, pero no por ello menos placentero. No tardé en sentir un nuevo orgasmo, que vino precedido de grandes suspiros y gemidos por mi parte. Tras el polvo nos dimos una ducha rápida y nos vestimos. Eduardo se puso ropa de sport, y me llevó a casa a cambiarme, ya que yo no tenía más ropa que la que me había puesto para la boda. Me vestí rápidamente y nos fuimos a comer a mi restaurante favorito.
Aunque ya era tarde, nos dieron de comer, ya que yo conocía a maitre. Después fuimos al cine, y a última hora de la tarde regresamos a casa de Eduardo, donde la nueva voluptuosidad recientemente encontrada nos llevó a hacer el amor una vez más.
En estas dos últimas semanas me he visto con Eduardo casi todos los días, y hemos follado innumerables veces y en muchos lugares diferentes, en el coche, en la piscina, en la bañera, y desde los servicios de una discoteca a una pradera perdida en medio del Monte del Pardo. No sé si la relación se mantendrá en el futuro ni a dónde nos conducirá. Sólo sé que me siento feliz cada vez que le veo, que se me hace el tiempo eterno hasta la próxima cita, que me encanta vestirme sexy y provocativa para él, y que me vuelve loca en la cama. Incluso estamos planeando un viaje juntos a Noruega este verano. Ya os contaré...