Mi papi Carlos, mi tío Lucho

Dos hermosos hermanitos putos totalmente subyugados por dos hermosos machos hermanos.-

Mi papi Carlos, mi tío Lucho

Al tío más bueno y más lindo del mundo.

Esto que voy a contarles se debe fundamentalmente a que soy hijo de gays.

Cuando digo que soy hijo de gays, me refiero a que mi familia sólo estuvo compuesta por hombres que gustan de hombres. Y eso que a algunos puede parecerles bárbaro, en realidad tuvo sus complicaciones. Por todo esto que voy a contarles, Uds. verán que siempre necesité con mucha urgencia sexual de un macho importante y poderoso, de un verdadero papi que supiera calmar con su guasca mi sed en mi culito de putito hambriento.

En realidad, soy hijo de Carlos y Horacio. Mi papi Horacio fue un hombre hermoso, un joven delgado de cuerpo mediano pero bellísimo, sumamente puto, sumamente elegante, al que se le notaba la procedencia de alta alcurnia. Era un puto adorador de los machos en calzoncillos. Su amigo del alma, Fabián, también lo era y, junto con mi papi Horacio, diseñaba los calzoncillos más hermosos para los hombres más viriles y espléndidos que su afiebrada imaginación podía concebir. Ambos se pelearon antes que yo y mi hermano naciéramos. Tengo entendido que mi papi Horacio un día despidió a Fabián de casa porque había tratado mal a un macho bien guaso, hijo de puta y excelente cogedor que hacía las delicias anales de Horacio. El boludo de Fabián, creo yo por las descripciones afiebradas y emputecidas de mi papi Horacio, había tratado mal, justamente, nada más y nada menos que al mejor, al macho más macho, a Carlos.

Fabián y Horacio, cuando todavía eran los mejores amigos del mundo, cuando coleccionaban los mejores machos en calzoncillos que encontraban para compartirlos sexualmente, conocieron un día a mi papi, Carlos.

Carlos era un hombre hermoso, era el potro más fenomenal y alucinante que podía concebir la pajera imaginación del puto más cachondo. Debía tener alrededor de unos 32 años cuando Horacio lo vio por primera vez. Y desde ese momento nunca dejó de adorarlo, de amarlo, de querer devorarlo sexualmente; aun en la distancia, porque pronto Carlos y Horacio dejarían de verse, Horacio siempre diría que Carlos era el hombre más macho, mejor cogedor, más hermoso y viril, más machazo que nunca había visto en toda su vida de puto.

Alto, sumamente robusto, velludo, con el pecho siempre palpitante y bellísimo, la mayor parte del tiempo ofreciéndole al mundo el infartante espectáculo de su naturaleza masculina semidesnudo, en sus espléndidos calzoncillos, Carlos tenía el físico típico de un jugador de rugby. Aun cuando jugaba poco al rugby, a Carlos le encantaba ponerse esos shorts de rugby, en principio blancos, algo grandotes pero ajustado en las partes fundamentales, que realzaba la belleza machaza de sus pelotas, de sus piernas peludas y fuertes y duras, de los glúteos de su culo masculino y algo peludo también... pero sobre todo sus oscuras, poderosas, impactantes bolas. Ese bulto tremendo y fenomenal, ese enorme pedazo de estructura genital, esas dos pelotas palpitantes y sabrosas a las que humedecía con la saliva fresca, recién escupida por su manía de escupirse la mano todo el tiempo para acariciarse los testículos; ese enorme pene, ese increíble pedazo de poronga, dura, cabezona, con la mejor garcha del mundo, ese enorme y machísimo pedazo de taladro que cuando agarraba el culo de un puto lo despedazaba, lo partía al medio, lo exprimía, para dejarlo al final aterido, tembloroso, agradecido y goteante de su adorable jugo de macho, de su espesa y caliente y burbujeante guasca... Carlos siempre dice que si los culos tienen puto es para usarlos. Para reventárselos. Para sacarse las ganas, para saciarse el hambre de su enorme pedazo de poronga que está todo el tiempo amenazando con ponerse al palo para volver a atacar. Carlos es un macho con todas las letras. A Carlos sólo le basta que un puto lo mire y lo contemple hasta babearse, que se deleite imaginando garchado por mi papi, que empiece a sentir ganas de arrancarle con los dientes y baboseándoselo con la lengua el calzoncillo, para que mi papi Carlos acometa, agarre el culo del puto y se lo haga mierda. Eso hizo con Horacio, por ejemplo. Mi papi Carlos se sabe el macho más hermoso del mundo, y sabe aprovechar y disfrutar la situación. Tiene un cuerpo para que los putos se lo chupen, se lo baboseen, lo mimen, lo besen, lo acaricien y para que, increíblemente sorprendidos, lo palpen, lo manoseen, lo toquen para ratificar que realmente existe un enorme pedazo de varón bellísimo semejante. Carlos es un macho con todas las letras y sabe que pertenece a una especie, lamentablemente, casi en extinción. La de los machos.

Y Carlos a su modo, entonces, también necesita de los putos. Para sentirse adorado, reverenciado, complacido y, por sobre todas las cosas, sexualmente satisfecho. Cuando mi papi Carlos quiere cagar va al baño, cuando quiere escuchar música pone un disco, cuando tiene hambre pide comida y cuando quiere garcha... bueno, allí estamos nosotros, sus dos putitos, sus dos hijos adorados. Mi hermanito Diego y yo, Marianito, estamos allí para satisfacer a nuestro macho. A nuestro papi. A Carlos.

Por motivos que tienen que ver con su reaccionaria y homofóbica familia, un día mi papi Horacio tuvo que partir. Lo hizo llorando, pero no por nosotros, no porque tuviera que abandonarnos a nosotros sus dos cachorritos putos, sino porque tenía que dejar al varón más apreciado, al macho que mejor lo había culeado, al hombre que le había partido el culo llevándolo al paraíso. A mi papi Carlos.

Horacio se fue, y no sin pesar. Pero aquí quedamos los dos hermanitos putos, Dieguito y yo, para servirlo y complacerlo a nuestro adorado macho Carlos. Nuestros culos jóvenes, lozanos y sumamente putos, nuestras lengüitas insaciables, incansables y servidoras están aquí para babosearle el calzoncillo, para chuparle bien las bolas y prepararle el enorme pedazo de arma fálica con la que nos va a partir el culo cada día. Y mi papi Carlos, nuestro hermoso y machazo semental Carlos, nos ama cada día más y mejor, y está sumamente contento de tener a sus dos cachorritos putos que se desviven por atenderlo y que solamente se pelean para ser el primer culo roto de ese día por su pene glorioso y todopoderoso.

Dieguito y yo dormimos los dos juntitos, en la misma cama, y para dormirnos bien tranquilos y tener lindos sueños con lindos machitos, nos manoseamos bastante los culitos (los dos somos únicamente pasivos, bien putitos ambos), nos damos muchos besitos, nos franeleamos al principio tiernamente hasta terminar devorándonos la boca, estrujándonos los penes dentro de nuestros inmaculados (o casi) slips blancos. Tarde o temprano, intercambiándonos las babas de nuestras abiertas bocas sedientas, intercambiándonos los sudados calzoncillos, terminamos eyaculándonos el uno sobre el otro, con los cuerpos empapados de sudor y pasión por los hombres, acariciándonos al final de nuevo tiernamente, como dos nenitos putitos que se aman como hermanitos, y que aman por igual al mismo macho, al que reverencian y complacen con el mismo intacto amor puto: nuestro macho Carlos.

Más de una vez, Carlos, más en broma que en serio, dice que un día le vamos a gastar la leche y que ya no tendrá más guasca para amamantar y dar de comer a sus dos cachorritos putos, mi hemanito Dieguito y yo. Pero a nosotros no nos asusta ese chiste. Sabemos que de las pelotas magnificas, peludas, inmensas, grandotas y suculentas de nuestro macho Carlos, siempre tendremos más y más leche; sabemos cómo va inflamándose su impactante estructura genital dentro de ese calzoncillo grandote y blanco y bellísimo, lo sabemos Carlos, lo sabemos papá. Sabemos cómo prepararla a esa leche, cómo calentarla y condimentarla y saborearla hasta que termine hirviente, burbujeante, humeante, poderosa, ensuciándonos el culo, o las boquitas.

Más de una vez, Carlos aparece en sus hermosos y machazos calzoncillos blancos, o en su short de rugby —ya totalmente reventado y sucio por el mucho uso sexual fetichista que le damos—en el vano de la puerta. Nos mira largo rato, en silencio, como un hermoso macho paternal en celo, mientras nosotros fingimos no darnos cuenta de su presencia —a la que esperamos con total devoción de hijitos putos— y entramos a franelearnos más y más, a darnos piquitos, a intercambiar saliva con nuestros besos en la boca, a manosearnos los calzoncillos y los bultos y los culitos deseosos de la verga de nuestro papi Carlos, a entrar a estrujarnos los cuerpos hasta que los dos finjamos otra vez, ahora como sorprendidos, de verlo a nuestro soberano macho en calzoncillos en la puerta, y entrar a rogarle papi, Carlos, mi amor, nuestro machazo, papi, papi, culeanos, garchanos, haceme mierda el culo papi, disparame con tu pene hasta lo más profundo del ano hermoso macho Carlos, a mí primero, papi, dale paaaa, dame tu leche, danos tu guasca cada día bellísimo señor, a mi primero, a mí primero, paaaa, a mí, a mí, a míiiii, no lo mires más a mi hermanito, mirá lo abierto y mojado y preparado para tu verga que tengo el culo Carlos, no lo mires a él, dame la garcha primero a mí, yo soy más lindo, yo tengo mejor culo, a mí se me dilata mejor...

Y medio en broma, medio en serio, Carlos nos reta, nos dice que como hermanitos no debemos competir ni pelear, se va bajando el calzoncillo Carlos, empieza a mostrarnos sus pelotas palpitantes y grandotas y burbujeándole la guasca, nuestro alimento, bien adentro; Carlos amenaza con que si sus cachorritos se pelean, va a retirar el pene de nuestra boca y nuestro culo para siempre; no le creemos; nos reímos los tres; pero Diego se impacienta y quiere ponerse todo el pene en su boca, y a mí casi no me deja espacio para saborearle las pelotas a Carlos; yo quiero toda la garcha de papá en mi culito, y cuando Carlos empieza a penetrarme Diego empieza a gritar y a hacer berrinches porque quiere que papi Carlos se lo culee primero a él; Carlos medio como que se enoja; lo estamos volviendo loco; Carlos no quiere que los nenes se peleen. Carlos para consentir a uno tiene que sacarle la garcha del culo a otro, y el otro se enoja y empieza a gritar, buahhhh, por qué siempre a él, sos un papá malo, tenés preferido... no puedo hacer milagros, lamenta Carlos, no me puedo culear a los dos a la vez, tengan paciencia, ya les voy a dar a los dos, o me cabreo y me mando mudar y me voy a culear a otro puto de afuera.

Y así siempre empiezan los líos.

Y eso que Carlos nos ha enseñado. Lo que pasa es que somos nenes malcriados. No tenemos paciencia. Lo amamos demasiado y no respetamos sus lecciones, las de nuestro paternal y atento macho Carlos.

Por ejemplo, el calzoncillo. Yo siempre quiero sacárselo yo, pero apenas lo estoy haciendo Diego se aprovecha y me gana de mano, entonces cuando el pene de Carlos se libera y yo todavía estoy acomodándole el calzoncillo entre las rodillas a Carlos, Diego ya se enterró todo el pene de nuestro macho en su boca, y a mí no me deja nada. Y quedo puteando, muerto de hambre y de sed. Entonces Carlos me ve triste, y dice pobre Marianito, entonces se deja lametear las bolas por Diego y entra a besarme en la boca. Sin despegar sus labios del pene de Carlos, Diego empieza a hacer lío de nuevo porque Carlos me está besando y le despierta celos. Entonces cuando Carlos lo agarra de los pelos y le zampa un beso en la boca y le morfa toda la boca y se la llena de saliva, yo ya estoy abajo untándole con mi propia baba el pene y las pelotas. Diego es un maleducado, es el peor, no tiene paciencia.

Carlos por ejemplo nos ha enseñado una técnica por la cual mientras uno de sus nenes putos le chupa la poronga y las bolas, él se pone en posición para que el otro le bese y le chupe el culo. Generalmente al principio a mí me toca el culo de Carlos y Diego —que es el más glotón— entra a saborearle el pene y las bolas. Otra técnica es que mientras Carlos se cabalga a Marianito, Diego tiene que besarlo en la boca, en el culo, o —en el mejor de los casos, si Carlos condesciende a darle ese preciadísimo trofeo— que se masturbe pasándose todo el calzoncillo de Carlos por todo el cuerpo, fundamentalmente por el culo. Entonces así, mientras Carlos eyacula en el culo de uno, el cogido tira su lechita mientras lo tiene a Carlos taladrándole el culo y el que se masturba con el calzoncillo de pa tiene permiso para enchastrárselo un poco con su propio semen. Después, para que Carlos descanse unos breves minutos, Dieguito y Marianito tienen que besarlo en la boca entre los dos, o hacer un armónico beso entre las tres bocas, nos lengüeteamos un poco entre los tres y cuando Carlos ya tiene la verga alzándose al palo de nuevo, le toca al otro ser culeado por el papi.

Pero, aunque yo también tengo mis berrinches, créanme... Mi hermanito Diego será muy lindo pero es un maleducado, un consentido, un nene de papá, terrible y sumamente celoso, egoísta y mal hermano. Si tanto lo quiere a Carlos, tendría que empezar por respetar su palabra. Y el pobre Carlos es tan bueno que casi nunca se anima a culearme primero a mí. Porque sabe que Diego empezará con sus berrinches y no lo va a dejar trincar a su otro nenito puto en paz. Diego además chupa muy rápido, pero yo sé que chupo bien las pelotas de Carlos... a Carlos le gusta... también le gusta cómo yo le bajo el calzoncillo, sé mojárselas bien primero, ir pasando la lengüita después por la parte de debajo de las bolas y poco a poco ir metiéndome todo el pene bien erecto y grandulón hasta masturbarlo completamente con la exacta presión de mi lengua en su glande, todo con un tiempo perfecta y sabiamente calculado. Pero cuando se la estamos chupando a Carlos, y yo hago mi parte, Diego se porta tan mal que papá pierde la paciencia y prefiere sacarme el pene y empezar a culearse a Diego, porque sabe que si no el otro maleducado le hará perder los estribos. Diego chupa rapidísimo, eso le gusta a Carlos, pero me consta que también le gusta que se la chupe yo con mi propia manera. Me consta porque más de una vez haciendo mi perfecto trabajo de nenito puto paciente Carlos me ha escupido toda la guasca en la cara. Y cuando Carlos le ordena a Diego que me chupe la guasca de él y me la saque de la carita con su lengua, Diego ya está celoso y enojado y dice no, mi hermano no, es feo, yo no le beso la cara a ese, aunque tenga tu guasca Carlos.

Como verán, mi hermano será muy lindo y muy puto y dice amarlo mucho a nuestro papi Carlos, pero tendría que empezar por respetarlo, y en algunos sentidos no lo hace. En cambio, yo como putito soy mejor porque sé que lo primero es atarse a la palabra del macho y complacerlo. Soy más sumiso porque eso es lo que corresponde cuando uno tiene en esta vida la magnifica suerte de haber sido culeado por un macho como Carlos.

Papá Carlos, por su parte, es a veces demasiado bueno. Y por eso a veces termina equivocándose. Eso pasó una vez, por ejemplo, la noche que ahora voy a contarles. Diego se portó tan mal, y como Carlos trata de ser un buen padre e igualmente generoso y macho con los dos, se equivocó por los grititos y llantitos de Diego a cada rato, y sin querer terminó culeándose a Diego dos veces y a mí ninguna.

Esto no puede seguir así, me dije a mí mismo. Muerto de bronca y de tristeza. Yo nunca podía disfrutar completamente a Carlos por culpa de mi hermano. Para eso, mejor habría sido tener un hermano heterosexual. Yo me voy a ir, voy a abandonar esta casa, voy a seguir la ruta de mi padre Horacio, me dije a mi mismo al tomar la decisión, la desgarrada y trágica decisión. Aunque lo ame a Carlos tanto. Voy a conseguirme un macho que nunca será por supuesto tan macho y tan hermoso y no culeará tan bien como Carlos, pero... por lo menos será totalmente para mí. Mi culo puto estaba muy necesitado y aunque lo amaba a Carlos... bueno... para qué repetirlo...

Igual, Carlos estaba dormido y no podía escucharme, pero me puse a su lado en la cama, lo miré en sus hermosos calzoncillos blancos, durmiendo semidesnudo con el pecho palpitante y el bulto creciéndole de nuevo y le dije: nunca voy a tener un macho como vos, papá Carlos, pero tengo que abandonarte pues esto no puede seguir así, jamás nadie te amará como yo, perdoname Carlos si me considerás un mal puto por esto, pero es lo único que puedo hacer...

Cuando fui a mi cuarto a buscar mi ropa para empacar, y estaba repartiendo con mi hermano Diego los shorts de putitos que nuestro padre nos había regalado, le transmití la información. Y aunque él lloró y me rogó que no me fuera y me jurara y perjurara que no volvería a hacerlo, que al día siguiente cuando llegara la hora de la comida sexual él se iba a portar bien y me iba a dejar todo Carlos para mí, yo no le creí nada y me mandé mudar igual.

Tonto de mí. No me había dado cuenta de que era pleno invierno. Y en esa ciudad en la costa del mar, una ciudad balnearia a la que iban turistas únicamente en verano, el invierno es crudo. La noche que partí de la casa de Carlos hacía un frío que calaba los huesos y una lluvia torrencial. Y yo —acostumbrado como estaba a vestirme así para mi macho Carlos, para complacerlo sexualmente, ya que Carlos era un verdadero fetichista de los chicos en shorts y en slips—, me había vestido nada más con unos shorts y una liviana remera de verano.

Estaba lloviendo, yo estaba muy triste y desorientado. Y yo con el frío, solo, vagabundeando en la playa, había levantado, por el frío y la soledad, una temperatura fenomenal en mi ano. Lo tenía latiendo apresuradamente, deseoso de que me clavaran cuanto antes allí una verga que me dejara el culo inundado de guasca. Vagaba por allí, en la playa de noche, sin saber qué hacer, y deseando tener de nuevo entre mis brazos a mi macho Carlos, en calzoncillos, haciéndome una y otra vez el amor. Lo necesitaba tanto a Carlos. Lo amaba tanto a Carlos.

De repente, entre el sonido ahogado de las olas, mojado por la lluvia, muriéndome de frío, creo escuchar una voz varonil gritándome algo desde algún lugar no muy lejano.

Empiezo a mirar de donde viene la voz. Está todo muy oscuro, llueve mucho, no distingo nada. La voz vuelve a llamarme, retumba, es una voz muy espesa, profunda, varonil... Por eso entre tanto ruido ahogado algo llego a oírla. Creo distinguir que viene de no muy lejos, de una especie de parador que hay en la playa, edificado precariamente sobre la arena. Veo allí la silueta pesada y grandota de un hombre que agita los brazos, me hace señas y me grita:

—Te vas a morir de frío, ahí pibe!!! Que estás haciendo? Vení cuanto antes, pibe, que ahí te vas a pescar una neumonía...!!!

Insisto: Yo no lo veía para nada. Distinguía solamente su silueta. Se notaba que era un cuerpo fornido, todavía joven, y tenía unos brazos bien pesados con los que me gesticulaba. Nada más. No distinguía nada más.

De a poco me fui acercando. Y allí empieza la historia de amor más hermosa, más profunda, la única y mejor historia de amor que un pibe putito como yo puede tener en su vida.

Cuando me acerqué por fin al parador, el hombre me estaba esperando adentro. Se había sacado su sweater para pasármelo a mí, para abrigarme y defenderme del portentoso frío. Estaba solamente en cueros, en unos shorts, y también me había preparado una toalla. Apenas pude verlo algo en los primeros minutos. Porque apenas entro a la posada, él toma mi cuerpo enérgicamente, me lo cubre por completo con la toalla y empieza a refregarme con fuerza todo el cuerpo.

Como trataba de darme calor, el hombre me apretaba con la toalla, por todo el cuerpo, las piernas, el pecho, el culo, todo... demoró tanto tiempo en hacerlo que yo ya empezaba a disfrutarlo y no hice nada para disimular mi creciente erección. Ese hombre al que apenas podía ver, porque estaba oscuro y me cubría encima con la toalla inmensa, apenas se dejaba ver, me estaba dando un calor y una excitación inigualables. Tenía una fuerza en esos brazos y en esas manos que yo no quería que por nada del mundo los despegara de mi cuerpo. En ese primer encuentro, mientras me secaba y me daba calor por todo el cuerpo con su toalla, llegué a preguntarme si ese hombre sabía lo que estaba haciendo. Quiero decir, estaba excitándome mucho. ¿Lo hacía a propósito, o solo era un hombre bienintencionado que quería cuidar a un nene indefenso, perdido en la playa, vestido únicamente con una remerita y un short de verano?

Al rato se ve que el hombre ya vio cumplida su misión salvadora y me liberó, lamentablemente, de su toalla y de sus brazos dándome calor. Yo, ya les dije, estaba cachondito y no había podido evitar que se me pusiera un poco al palo, lo que todavía menos podía ocultarse con el short chiquito que era mi única vestimenta.

Cuando por fin pude verlo de frente, creí que iba a desmayarme.

Por Dios, créanme, ¡¡¡que hombre tan bello!!! Si existe algo así como la pasión masculina más encendida, el verdadero amor a primera vista entre hombre y hombre, eso fue exactamente lo que me pasó con él. Era un tipo todavía bastante joven. Yo no le daba más que unos 35 años, 38 a lo sumo. Estaba solamente en cueros, con un short de baño. Tenía unas piernas largas, macizas, duras, totalmente velludas; un pecho infartante; era totalmetne velludo y su hermoso cuerpo guardaba todavía las marcas del bronceado del sol en la playa. En la piel medianamente oscura se veía una superficie bastante musculada, en la que cada ángulo era de una total perfección.

Yo no podía dejar de mirarle los brazos y las piernas. Jamás había visto un hombre tan fuerte, tan lozano, tan viril, tan enérgico, con tanta energía corriéndole por dentro de todo el cuerpo. Vi debajo de su short unos perfectos genitales abultados que dejaban ver la huella de un pene cabezón, largo, grueso, mucho más grueso que el que se ve habitualmente. Pero créanme que lo que más me llamó la atención fueron dos cosas: su boca y sus facciones. Como tenía barbita de días, la cara resultaba todavía más masculina. Tenía una cara de hombre perfectamente saludable, jovial, totalmente masculino y profundamente bueno. En ese hombre la belleza venía de adentro para afuera. Solamente un hombre de una infinita bondad podía tener una sonrisa tan hermosa, de una masculinidad tan tierna y tan fuerte a la vez. Tenía una boca de labios carnosos, apenas cubiertos por algo que no llegaba a ser tanto como un bigote, se veía como una boca perfectamente cálida, bella... No podías dejar de mirarle la boca cuando te estaba hablando, fuera en su amena seriedad o en la más bella de sus sonrisas.

Cuando lo observé así por primera vez, yo todavía semidesnudo con mi short, y él con el suyo enfrente mío, el culo se me abre del todo y la pija me pega un cimbronazo. Tuve una erección frente a ese hombre bellísimo y espléndido como la que nunca antes había tenido en mi vida, ni en mis mejores momentos con Carlos. El mismo se dio cuenta porque cuando la pija saltó así, casi sin querer se me explota el short. Pero solo se rió. No se aprovechó de la situación, ni se escandalizó, ni nada... simplemente se mandó una de esas risas buenas, saludables y espontáneas que siempre he amado en él. Al rato me pregunta:

—¿Y vos, pibe? ¿Qué estabas haciendo en la playa en plena noche con este temporal?

Me di cuenta de que correspondía explicarle la situación. Cuando entré a pensar para ordenar mis pensamientos... Carlos, mi papi Horacio que se había ido y del que nunca más se supo nada, Diego, mi hermano, que me quitaba a mi hombre sin querer darse cuenta de que éramos hijos del mismo padre... cuando pensé todo eso no pude menos que echarme a llorar. Yo soy así. Un nene bastante tonto, en realidad, pero muy sensible. Y un hombre tan hermoso como ese frente a mí, encima, me desarma. Estaba tan necesitado de su calor que no pude menos que ponerme a llorar como un nenito desamparado de cinco años.

Me vio llorar y me dio una palmada... su cuerpo se sentía tan bien, con tanta gratitud y tanto calor en el mío... Me extendió su sweater, que yo por supuesto no acepté (porque quería que los dos siguiéramos, así, casi desnudos, solamente en shorts, el uno frente al otro). Se ve que este hombre se sintió un poco incómodo porque los minutos seguían transcurriendo y yo no podía parar de llorar.

Y ahora les cuento algo para que vean cómo ese hombre además de bellísimo es el hombre más bueno y más cálido del mundo. Me abrazó. Cálidamente, macanudamente, con toda su calurosa masculinidad, se me vino encima, me abrazó y me apretó fuerte. Estuvimos así, un largo rato, yo quería tocarlo en sus partes más suculentas y sexuales pero no me animaba, por otra parte me venía bien su consuelo y su apoyo, y necesitaba seguir llorando. Me preguntó cuál era mi nombre. Le dije, Marianito, Mariano me llamo. Seguimos tocándonos apenas, como un padre con un hijo asustado, y yo no pude más y en algún momento empecé a besarlo despacito, con ternura, casi como con miedo, en las mejillas y en los brazos. En algún momento escucho el hermoso raudal de su voz espesa preguntándome:

—¿Tenés hambre, Mariano?

Y yo le respondí, sin poder refrenarme, pero también sin ninguna grosería, le dije la más pura verdad:

—Quiero leche. Necesito leche. Leche bien caliente.

Yo no sé si es que estaba enloquecido, enloquecido de amor por ese hombre, o simplemente era que estaba tan necesitado de un hombre, que sin pensarlo un segundo, sin sentir la más mínima culpa, pero sí con un poquito de miedo, me arrodillé y le bajé el short. Su pene, al verse liberado por el short, salió resueltamente, con total dignidad, no del todo erecto pero si mostrando toda su soberana belleza de macho, sus pelotas por otra parte eran bellísimas.

Así como estaba, arrodillado yo, parado serenamente él con sus shorts bajados, me puse despacito en la boca su pene en estado de semierección, empecé a acariciarle las bolas mientras mamaba de su pene, empecé a acariciarle las piernas... Y cuando su pija se levantó con total magnificencia, con toda su belleza y su salud de hombre sexual espléndido, se la mamé, se la chupé bien, le masturbé toda su bellísima naturaleza con mi lengüita de nenito puto hambriento. Él no dijo una palabra. Se dejó hacer, pero no disimuló para nada cada tanto su excitación, al principio con suspiros, luego abiertamente, con jadeos, haciendo fuerza, cabalgándome con toda la fuerza de su pene pujante la boca, penetrándome la boca, haciéndome el amor con su pene infartante y cogiéndome la boca con toda la salud intacta de un macho bravo y fuerte a punto de tirar guasca.

Cuando eyaculó, ese hermoso hombre bueno también fue pródigo y generoso. Me dejó mamarlo por completo. Tragué toda su leche, me alimenté de su semen espeso y caliente, y saludable, y abundante... hasta los restos de su guasca en mis labios los terminé de saborear con mi lengüita.

Estuvimos conviviendo con él, con Lucho —ese era su nombre—, cinco días. No me preguntó demasiadas cosas. Era un hombre solitario. Decía que cada tanto venían chicos lindos para visitarlo, chicos que apreciaban su naturaleza de hombre bueno, solitario, con sus mañas, pero profundamente bello y deseable. Será por eso que no se escandalizó demasiado cuando le conté que Carlos era mi padre, y lo que hacía Carlos con mi hermano Diego y conmigo. Era un hombre que ofrendaba su sensualidad de hombre hermoso en shorts sin parsimonias, con total naturalidad y generosidad. Yo ya estaba completamente enamorado de él.

Dormimos juntos en su cama, en la cama de Lucho, esos cinco días. Nos abrazábamos mucho, nos besábamos al principio despacito y luego locamente, él me dejaba recorrer con mi lengüita toda su piel sabrosa y velluda y masculina, y luego él empezaba a besarme todo el cuerpo, a veces me tocaba el culito, aunque jamás me tocó entre las piernas, y me besaba intensamente en la boca, me empapaba los labios con su saliva... A veces parábamos de besarnos en la boca y nos mirábamos profundamente a los ojos. Como alimentándonos el deseo el uno con la mirada del otro. Por Dios, qué hombre, qué hombre tan bello era Lucho... Luego volvíamos a tocarnos, a encendernos, a excitarnos mutuamente, a recorrernos con los dedos, con las manos, con las lenguas... nos tocábamos todo el cuerpo y acabábamos eyaculando ambos con nuestras bocas entrelazadas y nuestros cuerpos fuertemente apretados.

Jamás me penetró. Yo mismo cuando me di cuenta casi no pude creerlo. Por mí mismo, quiero decir. Siempre fui tan adicto a la poronga... y no es que no me gustase el pene de Lucho. Por el contrario. No tengo miedo a exagerar al decir que yo amaba tanto el pene de Lucho como todo su cuerpo, su belleza, su masculinidad, su besos en la boca... pero es que descubrí que todo en Lucho era como él lo deseaba. No imponía su voluntad, como hacía Carlos. Simplemente se dejaba llevar por su propio deseo. Y entonces —razoné yo—, a mi culo él no lo debe desear. Debe solamente querer besarlo, chuparlo un poquito, como hace a veces, pero no más que eso...

Todo lo que hacía con Lucho, todo lo que resolvía él hacer conmigo, para mí estaba bien porque era bellísimo y buenísimo y yo lo amaba. A Lucho le divertía por ejemplo que yo estuviera tanto tiempo lavando su ropa, sobre todo sus shorts y sus calzoncillos. Pero realmente me encantaba hacerlo. Él hacía conmigo lo que yo quería, y yo me dejaba llevar. Me encantaba ser llevado por un hombre así, tan cálido y tan bueno (y no tan dominante y jodido como era a veces Carlos). Igual, me intrigaba por qué nunca había querido culearme Lucho. Yo sé que a él le encantaba cómo yo mamaba de su pene, cómo le chupaba al miembro y las bolas, cómo me tomaba mis tiempos para hacerlo gozar bien entre las piernas, con todo su pene erecto para su putito. Entonces, ¿qué pasaba? No pude más de la curiosidad y se lo pregunté. Entonces ahí ocurrió algo que cambiaría para siempre el rumbo de nuestra relación con Lucho:

—No puedo culearte, Mariano. Y no porque no quiera...

Me miró muy tristemente:

—Es que no puedo. Simplemente no puedo.

—¿Pero por qué, Lucho?... Vos sabés que yo ya no soy virgen, casi nunca lo fui, jajaja, estoy preparado. No me va a doler demasiado... ¿O es que tengo el culito feo y no te despierto las ganas de bombearme?

Me miro con mucha preocupación, pero quiso disimularla un poco con esa sonrisa de hombre bueno y cálido:

—No puedo, Mariano. Entendeme que no puedo. Y no puedo porque... eh... porque... Simplemente porque no puedo culearme al hijo de mi hermano... de mi hermano Carlos...

Yo quedé tan impactado que me desmayé.

Cuando recobré la conciencia, seguían atormentándome los pensamientos... Mi padre, Carlos... nunca me había hablado de que tuviera un hermano... Pero ¿qué le pasaba a mi pobre vida de putito? ¿No podía enamorarme de alguien que no fuera de mi familia? Cuando yo por fin me había enamorado, del hombre más bello y más hermoso y más bueno del mundo... ¿resultaba que no podría olvidar nunca a mi padre Carlos, que seguía de algún modo atado a él... a él, quiero decir, al macho poderoso, al que me había culeado y desvirgado y amamantado... a Carlos... ?

Lucho estaba preocupado por mi desmayo y porque tampoco me veía bien después de haber vuelto a la conciencia. Seguíamos los dos como siempre, en cueros, únicamente en shorts, y abrazándonos y besándonos mucho... nos abrazábamos y besábamos con más amor que nunca. Amor entre tío y sobrino.

Después de mucho razonar entre los dos y de declararnos ambos nuestro amor eterno, Lucho juntó coraje y tomó una decisión que apenas me explicó:

—Juntá toda tu ropa... o sea, todos tus shorts y tus slips y las pocas remeritas que trajiste... Ponete lindo y vamos ya a ver a tu padre.

Sin ser mandón, porque nunca lo fue, pero siendo como siempre contundente y enérgico, no pude discutirle nada. Tampoco quise. Él era mi hombre, él era mi macho, yo no tenía por qué discutirle nada. Aunque por eso tuviera que volver a verlo a Carlos.

Apenas llegamos de la mano con Lucho a la casa de Carlos, nos vio mi hermano Diego. Carlos estaba por llegar, nos dijo él. Creí divisar en la cara de putito atorrante de mi hermanito asomar de nuevo el celo y las envidias. Es que Lucho es un macho inigualable, bellísimo... Yo ya me veía venir que Diego estaba ardiendo de urgentes deseos por Lucho.

Pero esta vez iba a perder, mi hermano. Por nada del mundo yo iba a permitir que se aproximara un solo milímetro de más a mi tío Lucho. Habíamos compartido a Carlos, pero eso era todo. Si Diego pretendía levantarse a mi tío, yo mismo iba a arrancarle el culo con mis propios dientes. Se me debe haber notado en la mirada, porque apenas lo miré al putito atorrante de mi hermano este pareció darse cuenta y cagarse en las patas y dejó de mandarle miradas cachondas a mi tío.

Carlos llegó por fin. Qué hermoso era Carlos. Qué hermoso era Lucho. Qué hermosos eran los dos hombres, los dos machos, los dos hermanos... Diego y yo no éramos ni la millonésima parte de hermosos que eran estos dos hermanos, Carlos y Lucho.

Carlos apenas lo vio a Lucho quedó demudado. Lucho era el hermano menor. Carlos era un macho maduro, Lucho era más joven, estaba en la flor de la edad. Pero juntos los dos hermanos partían la tierra. Cualquier puto que los viese juntos eyacularía ahí mismo, de solo verlos. Tan varoniles los dos, con sus físicos abultados y velludos, uno en shorts, el otro ya en calzoncillos —Carlos se sacaba los pantalones y se quedaba sólo en calzoncillos apenas traspasaba la puerta—... Se miraban el uno al otro como dos perros machos que se echan miradas de recelo, de desafío, parecían olisquearse y desgarrarse con las miradas. Al rato Diego y yo los vemos a los dos hermanos, sin tocarse, pero totalmente próximos el uno al otro, tocándose únicamente por los bultos, como comparando abiertamente cuál de los dos bultos era más pesado y poderoso que el otro. Las pocas palabras que se intercambiaban parecían escupirlas... sobre todo Carlos. Lucho no era tan jodido como Carlos. Era más respetuoso, no iba directamente a la ofensiva como lo hace siempre mi papi. Igual yo creía percibir que el bulto de Lucho crecía poderosamente cada vez que desde la bragueta del calzoncillo de Carlos éste le mandaba una señal fálica capaz de partir la tierra en dos.

Por otra parte, mi hermanito Diego me comenta en voz baja que si observábamos bien, podía notarse que la actitud de Carlos hacia su hermano menor, además de despreciativa, estaba inflamada de ganas sexuales, de deseo... Diego me lo dijo muy poéticamente (porque es escritor):

—El día que papi lo agarre al tío le tira tanta guasca que lo congela.

Escuchamos de repente la voz de Lucho que se impone, como siempre, con toda autoridad pero sin ninguna prepotencia:

—Carlos, tenemos que hablar. Me quiero culear a tu hijo. A Mariano. Solamente Mariano me interesa. Yo ya sé que es tuyo. Ya sé que soy tu hermano menor y que te debo respetar. Pero lo amo. Me lo quiero culear y me lo quiero llevar conmigo. Porque estamos enamorados...

—Ya lo sé que estamos enamorados.

—Me refiero a Mariano y a mí, Carlos... No estaba hablándote en este momento de vos y de mí.

Diego y yo nos miramos estupefactos, pero no decimos nada. Al rato escuchamos la voz de Carlos desde lo más profundo de su pene crepitando dentro del calzoncillo, decir:

—Estas cosas se arreglan entre machos.

Y Carlos nos mira a los dos, a Diego y a mí, y agrega:

—Sin putos a la vista...

Lucho replica, serenamente, con total masculinidad:

—De acuerdo, Carlos. Vayamos a arreglarlo a solas.

Carlos y Lucho se encierran en el cuarto de Carlos. Diego y yo corremos para mirar todo desde la puerta, pero como hay poca luz adentro no es mucho lo que podemos ver. Menos aun lo que podemos escuchar, puesto que los dos hermanos, nuestros dos machos, están hablando en voz baja, entre ellos, murmurando y secreteando.

Lo que sí podemos distinguir perfectamente —y nos produce escalofríos— es que Lucho se arrodilla sumisamente ante Carlos. Vemos que Carlos se baja el calzoncillo. Vemos con qué unción y respeto Lucho empieza a sobarle las bolas a Carlos, cómo lo toma suavemente del culo y se mete toda la poronga en su boca, cómo se la empieza a chupar al principio lentamente, luego famélicamente. Vemos cómo Carlos se sonríe y goza, complacido de que su hermanito menor esté cumpliendo bien su misión. Al rato vemos con qué firmeza Carlos lo agarra a su hermano Lucho y le abre de par en par las cachas.

Lo tira en la cama. Lo hace poner en cuatro. Le hace abrir las patas para que Lucho le ofrezca a su hermano Carlos todo su culo en la cara. Culo abierto y palpitante que pronto con su lengua de machazo culeador Carlos empieza a chupetear, a saborear, a devorar. Al rato, Lucho —en la cama, con el culo abierto de par en par, en cuatro sobre la cama— abre bien su culo al aire para su hermano mayor, y Carlos con todo su miembro ultrapoderoso empieza a pasárselo groseramente por las cachas a su hermano... Lucho gimotea como una putita.

Yo no puedo menos que sorprenderme pero también de excitarme, porque está hermoso mi macho ahora que su hermano mayor, ahora que mi papi Carlos lo va a sodomizar. Lucho parece entregado por completo, complacido. Ofrece su culo buenamente para que su hermano mayor se lo rompa en mil pedazos. Carlos se escupe como siempre, escupe su saliva de macho hijo de puta en la mano, se pasa la escupida por las bolas y después por el palo.

Después le tira una escupida salvaje y abundante en el culo a Lucho, directamente, sin pasar por la mano, lo escupe directamente en el culo. Después le cachetea con su violencia brutal las nalgas a mi macho, motivo por el cual Lucho se pone más puto que nunca y empieza a gimotear como una putita. Carlos le abre bien los cantos del culo y cuando menos se lo espera, de repente empieza a cabalgarle el culo al hermano.

El hermano parece dolorido, al principio... pero al rato encantado de que el hermano mayor se lo esté cabalgando. A los pocos minutos Carlos ya no puede más y aprieta con toda su fuerza brutal el culo de Lucho y le escupe la guasca adentro. Lucho queda en la cama, en cuatro, como una perra. Está bellísimo mi macho ahora que mi padre lo hizo puto. Está más lindo que nunca. Está tan viril y tan masculino en esa posición de macho recién culeado, tan putito y tan machito a la vez...

Carlos no parece hacerle asco a lo que le está haciendo a Lucho ahora (que a nosotros nunca nos hizo). Como su hermano todavía no eyaculó y él ya le escupió toda su guasca adentro del culo, Carlos le agarra brutalmente la pija a mi macho, hace pasar sus manazas de macho bruto por el culo de Lucho y termina agarrándole bien fuerte la verga y lo empieza a masturbar. Al rato mi machito Lucho, con los ojos entrecerrados, recién culeado, con la mano de su macho masturbándole la pija, tira de su miembro una lluvia gloriosa de semen blanco, bellísimo, humeante...

Quedan los dos tumbados en la cama. No se miran. No se tocan. No se hablan. Cada uno se pone su calzoncillo, sin siquiera rozar al otro. Carlos es el mayor, es el macho de su hermanito, por eso habla primero, es el que rompe el silencio:

—Está bien. El acuerdo es porque soy un buen hermano y no te voy a cagar. Vos te lo llevás a Mariano pero me lo traés tres veces por semana. Y esa misma noche que me lo traés venís conmigo... Y... y... te quedás toda la noche.

—Entendido Carlos.

—Y Diego es mío. Únicamente mío. Mariano es mío tres veces por semana. Esos tres días según como se me canten las bolas, a lo mejor te culeo a vos, a lo mejor me lo culeo a mi hijo Mariano ...

—Entendido Carlos.

—A lo mejor se me cantan las bolas y un día me los culeo a los tres.

—Entendido Carlos.

—Che hermanito, estás crecidito... me gusta que te hayas puesto tan lindo y tan fuerte y tan machito. Pero cuidameló al nene, okey???

—Sí, Carlos... Ese calzoncillo te queda hermoso, Carlos... Estás hermoso. Ningún macho en calzoncillos es tan hermoso como vos, Carlos.

—No seas puto, parecés una mina hablando.

—Perdón Carlos.

—Vamos a hablar con los cachorros.

—Entendido Carlos.

El pacto, nosotros (Diego y yo), ya lo habíamos escuchado. Es que el les conté. A nosotros nos encantaba, yo iba a vivir con mi macho del que estaba enamorado, y Diego estaba feliz de tener a Carlos todo para él solito.

Lo que yo no sé es si alguna vez Carlos supo cuánto nos gustaba a mí y a Diego mirar sus hermosos juegos varoniles de machos, eoss juegos entre ellos, los de él y su hermano Lucho... Parecían dos leones en celos agarrándose: cuando Carlos lo escupía en el culo a Lucho, cuando le partía el culo para que sus dos nenitos putos lo mirasen a escondidas, cuando Lucho entraba a masajearle las bolas y a lamerle el palo a Carlos... qué hermosos, qué dos machos tan hermosos y gloriosos los dos hermanos...

Esa misma noche, en la casa de Carlos —pero en nuestra propia y nueva habitación en la casa de Carlos— Lucho hizo de mí, de su sobrinito Mariano, su putito más feliz. Esa noche me perforó el culo. Como estaba recién culeado mi macho, yo creo que es por eso que Lucho tenía tanta felicidad y tanto brío en el cuerpo. Me mató a besos, me franeleó mucho antes de desgarrarme el culo, pero estaba mas enérgico, más bruto que nunca ahora... ahora que mi padre recién se lo había culeado.

En algún momento mi tío se bajó el calzoncillo y me ordenó que le chupara el culo. A mí me encanta chuparle el culo a mi macho, yo mismo le terminé de bajar el calzoncillo para hacerlo, pero brinqué de felicidad al percibir en lo profundo del ano de Lucho el sabor ácido, fuerte, irresistible, de mi papi Carlos.

Y cada día estoy más enamorado. Y mi macho, mi tío, yo sé que él también me ama y que está muy complacido y muy feliz conmigo. Soy su putito ejemplar, sigo lavándole los shorts y calzoncillos y mejorando día tras día, con verdadero y profundo amor, para servirlo sexualmente cada día mejor.

Lo que nunca sé, lo que él mismo no creo que sepa nunca, es cuándo está más hermoso Lucho. Si cuando tímido y algo asustado entra a la habitación donde lo espera su bravo hermano mayor, Carlos, su bravío macho en calzoncillos, para culeárselo y hacerlo mierda. O si está así de hermoso porque —con la guasca de mi padre todavía fresca en su culo— me va a agarrar fuertemente por las piernas, se las va a subir por los hombros y me va a entrar a bombear el culo a mí. Pero lo amo. Lo amo. Es mi macho. Es Lucho. Es mi tío. Lo amo.

Marianito

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