Mi padre y yo. El secreto mejor guardado de Hugo.
El padre de Hugo intima con él, conversan sobre lo que pasó con los repartidores y Hugo, pensando en el castigo, le cuenta unas cuantas mentiras.
Mi hijo Hugo
“Puto crio de mierda” pensé. ¿Ahora qué cojones había líado? ¡Pero qué cerdo! Estaba igual de salido que su padre, pero en maricón.
Acababa de cumplir los 37 años, 17 años como padre, y este adolescente me estaba dando algún disgusto que otro. Teníamos muy buena relación. Mi hijo y yo éramos inseparables. Desde pequeño me había ocupado de darle mucho cariño para que tuviera confianza en si mismo. En el salón sólo se escuchaba el partido de fútbol de fondo, al que ya no podía ni prestar atención. ¿Había fallado en algo como padre?
Levanté la mirada y la fijé en una foto nuestra, de nuestros momentos de “sudada” como me gustaba llamarlos. Estábamos en la montaña, con nuestras bicis. Haría dos o tres veranos de esa foto. Recuerdo dónde la sacamos. Habíamos subido un puerto y paramos para admirar las vistas. Juntos los dos éramos un equipo. Era tan bonita nuestra relación, de cariño, de amistad, de respeto, de admiración. Él me admiraba como padre, como referente masculino y yo a él le adoraba como ni niño, el mismo que se me agarraba al cuello en la piscina cuando empecé a enseñarle a nadar, o el que lloraba como un descosido cuando se caía de la bici en sus primeros momentos a los pedales.
Había crecido físicamente, pero conservaba los rasgos de su edad. Un chavalillo bastante delgado, pero fibrado por el deporte. A mí me gustaba machacarle con la bici, que aprendiera la disciplina y el sacrificio del deporte. Conservaba una mirada pícara que me dedicaba de vez en cuando, y su pelo rubio rizado, le confería un aspecto angelical tremendo. Necesitaba mi protección y que yo le aportara mi experiencia en la vida. Era muy inocente, o eso me parecía. ¿Algo había cambiado?
Tenía frente a mi una tarjeta con un teléfono escrito y una nota. Algunas letras estaban borradas por efecto del líquido que se había derramado sobre ella. ¿Era posible que fuera semen de dos hombres? ¿Quienes eran esos dos desconocidos que se habían aprovechado de mi pobre niño, indefenso, qué le habían hecho? No podía creer que esto estuviera sucediendo bajo mi techo. ¡En mi puta casa!
Desde que Hugo entró en la adolescencia le había enseñado todo sobre el sexo. Sin tapujos. Siempre le produjo curiosidad mi vello, bien repartido por todo mi pecho, brazos y piernas. Desde bien joven lo acariciaba con curiosidad como si se tratara de un fenómeno que no entraba dentro de su cabeza: ¿de dónde salen los pelos, papá? me preguntaba intrigado.
Yo le explicaba que los hombres teníamos vello corporal y que cuando salía quería decir que estábamos formándonos sexualmente. Que cuando al él le salieran se daría cuenta, porque empezarían a aparecer en sus pubis imberbe y que no le extrañara, que era normal. El se bajaba los pantalones y me decía que nunca le saldría pelo. Yo le miraba con ternura y le decía que tarde o temprano los tendría, como yo. Él se reía.
Desde muy pequeño le producía curiosidad mi pene. Mi polla era muy gorda y grande, casi alcanzaba los 22 cm y podía ser perfectamente como la lata de una cocacola de ancha. Era mi herramienta, la que tantas alegrías me había traído. Él la admiraba en el baño con curiosidad y me preguntaba si algún día llegaría a tener un pito tan grande: “claro hijo, cuando crezcas” le decía con paciencia y cariño. ¡Haz que crezca me decía! Y yo parsimoniosamente me la acariciaba para que él, admirado, viera lo grande que tenía la polla su papá.
Cuando aprendió a hacerse pajas y a darse placer a si mismo, le enseñé cómo hacerlo, que el líquido que soltaban sus huevos se llamaba semen y que eso era lo que traía niños al mundo, como él. Él me miraba divertido, muerto de placer y asombrado que su pene pudiera hacer esas cosas. Yo le enseñé como masturbarse y le dije que llegaría el momento en el que su polla disfrutaría de las chicas tanto como de su mano.
Él nunca mostró interés por las mujeres. Al principio pensé que era demasiado apego a mí, a su figura paterna, y que quizás era cuestión de tiempo. Cuando fueron pasando los años acepté que a mi hijo le gustaban los hombres. Eso no cambió la relación, en absoluto, fui directo a ello y lo acepté. Era mi único hijo y al fin y al cabo quería lo mejor para él. Siempre he sido un hombre abierto con una mente sin prejuicios, en el instituto, en la mili, en la obra y en la fábrica he conocido hombres que se acuestan con hombres, fuera y dentro del armario, algunos se me han insinuado abiertamente, y hasta en alguna ocasión tuve algún desliz con algún chaval, borracho, eso sí. Eso no ha perturbado ni una gota mi pasión por las mujeres y por sus pechos, sus acogedoras vaginas y mi amor por las hembras.
La confidencia estrechó más los lazos entre nosotros. Desde que conocí la sexualidad de mi pequeño nos unimos más, formando un vínculo entre los dos que nada ni nadie podría romper. Le aconsejé sobre chicos, le pedí que fuera con cuidado, que buscara chavales de su edad, que experimentara distintos tipos de placer y que cuando encontrara al chico ideal, lo trajera a casa. Le íbamos a tratar como a él mismo, como si fuera otro hijo. Pero nunca entró ningún novio por la puerta, ni ningún rollo. Ni siquiera, cuando iba a buscarle a la discoteca, al instituto o a la plaza del pueblo esperaba con alguien. Siempre solo, esperándome. ¿Y tus amigos, dónde están? Ya se han ido, papá, vinieron sus padres antes, me contestaba.
Eché otro vistazo al vaso lleno de semen, que había dejado encima de la mesa. ¿Era semen? ¿De quién era? ¿Era de Hugo, de sus “amigos” o era de los tres? Pensé que se habían estado pajeando sobre el vaso, que era cosa de chavales, como había hecho yo tantas veces en campamentos, viendo porno y jugando con nuestras pollas, entre colegas. Había bastante cantidad y era bastante viscoso, tenía un aspecto blanco impecable. Lo cogí y lo acerqué a mi nariz. Aspiré profundamente. Olía ligeramente a descarga fresca, sin un aroma especial. Introduje un dedo en su interior. Todavía estaba algo caliente, unté mi dedo índice y lo deslicé por el pulgar, y acerqué mis dedos a la nariz. Volví a dar una aspiración profunda. Ahora si que con más claridad pude percibir aroma suave y húmedo a semen. Pensé que mejor en el vaso que no dentro de mi chaval o cualquier guarrada al fin y al cabo. Era listo al fin, no se la jugaba. ¡Ese era mi chico!
Lo que apestaban eran los calzoncillos sucios que había encontrado en su habitación. Estaba seguro que no eran de él. Olían a sudor y a meado, tenían gotas amarillas por toda la parte de delante y estaban completamente pringados de semen, que se iba secando e iba dejando aureolas de color más o menos amarillento por toda su longitud. El olor que desprendía esa prenda de ropa era el típico olor de calzoncillos sudados y lefados de chaval, un poco guarrete, que imagino ni se abría duchado. Seguro que eran los calzoncillos de uno de los repartidores, todo el día pegados a sus huevos, sudándolos y sin cambiarlos. Quizás los habría llevado más de un día. ¡Qué cabrones! Se les debieron olvidar cuando estaban por aquí. O quizás al irse cuando llegué, se los dejaron. Los usaron para limpiarse las pollas y, por el aspecto que tenían, para qué llevárselos. Sea como fuere estaban en la habitación de mi chaval. Y tenía que averiguar lo que pasó. Cosas de chavales, pensé. ¡Cómo son! ¡Quién pillara su edad!. Empecé a restarle importancia al tema.
La verdad es que me resultaba bastante cachondo que mi chaval, con lo poca cosa que era, tuviera amigos tan cerdos y fuera capaz de correrse en su libro de matemáticas. Tenía gracia la cosa. Recordé mis azañas juveniles. En el camping al que íbamos en verano, con 14 años, mi colega de la infancia y yo jugábamos a ver quién lanzaba la leche más lejos. Unas veces le ganaba yo y otras me ganaba él. En una ocasión mis trallazos alcanzaron el saco de dormir de su hermana y en otra sus botas de montaña. ¡Cabronazo, me las has manchado! Y nos echábamos a dormir en bolas en la tienda de campaña, preparándonos para despertarnos y cascarnos otra paja a ver quién ganaba esta vez.
Me tiré en el sofá a esperar que Hugo bajara para hablar con él. Estaba en la ducha. Llevaba ya casi 10 minutos y todavía no había salido. Me descalcé, me quité la camiseta que ya acumulaba un ligero olor a sobaco de toda la tarde trabajando con ese calor. Me quedé meditando, escuchando de fondo el partido, recordando mis andanzas de joven, y notando como mi polla empezaba a despertar y se quedaba morcillona, más calmado entre mis reflexiones.
Hugo bajó a los pocos minutos y tosió, pensando que estaba dormido. Me incorporé y le miré con tono serio. Bajaba con una toalla corta en la cintura. Era precioso el niño. Ya había empezado a desarrollar un cuerpazo, que aunque no muy alto y ancho, marcaba músculos atléticos. Su pelo rubio estaba revuelto, sus ojos vivos y pícaros me miraban con cierta angustia. Algunas gotas de agua caían por su cuello delgado, liso y perfecto hacia su pecho, adornado por dos pezones rosados preciosos. Justo donde su mano sujetaba la toalla estaba su vientre firme y terso, que daba paso a la cintura más perfecta y estrecha que había visto. La toalla dejaba al aire unos muslos perfectos, firmes, sin ni una gota de grasa que se antojaban incluso un poco femeninos. A veces me sorprendía pensando en meter mis manos entre ellos y apartárselos para ponerlos alrededor de mis caderas. Volvió a carraspear. Recorrió el salón mientras le observaba y pude ver que la toalla ajustaba a la perfección dos nalgas rígidas, respingonas, que se movían con discreción tapadas por el paño.
Ven hijo, siéntate aquí, quiero hablar contigo -le dije con tono tranquilizador.
Papá, lo siento mucho, he sido un gilipollas, perdóname - Su pierna rozó mi vaquero cuando pasó a mi lado.
No pasa nada, pero tenemos que hablar, le dije con convicción
Hugo se puso a llorar. A llorar desesperadamente. Estaba realmente arrepentido. Cuando Hugo lloraba se me encogía el estómago. Me daba una rabia increíble. Quería cogerlo en mis brazos, dejarlo en la cama, y dormirle cantándole al oído una canción. Pasé mi brazo a través de su cuello y lo atraje contra mí. Podía sentir su frescura, propia de haberse pegado una ducha, y su aroma a jabón. Le di un beso en la cabeza. Él se apoyó en mi pectoral, descargando sus lágrimas sobre mi maraña de pelo rizado y ligeramente cubierto por mi sudoración y las largas horas de trabajo.
Venga, tranqulizate, que estoy aquí para todo lo que necesites. Acaricié con mi otra mano su pelo rubio, metí mi mano en su maraña de pelo y rasque suavemente su cabeza. Él seguía sollozando. Pasó su brazo alrededor de mi abdomen y me apretó. Yo sentí una enorme sensación de paz. Mi niño y yo siempre juntos, pensé. “No llores nene” - le susurré.
Estuvimos así unos minutos, en el silencio roto solo por sus suspiros. Él empezó a tranquilizarse y a mover ligeramente su mano, recorriendo mi torso con suavidad, acariciando mi vello, deteniéndose con parsimonia en mis pectorales. Yo le dejaba hacer. Me puse más cómodo en el sofá, apoyando toda mi espalda en el respaldo. Él seguía jugando con mis el vello de mis abdominales, mientras yo acariciaba su pelo, e inhalaba con profundidad su sensual olor a jabón recién duchado. Su mano se paseó por mi costado, subiendo casi hasta rozar mis axilas. Volví a aspirar una bocanada de aire y pude sentir mi propio olor corporal. Estaba sin duchar todavía. Hugo se detuvo en mi ombligo, y jugó con los vellos que nacían en él para irse adentrando en mi pubis. Mi polla marcaba ya entonces un leve crecimiento y empezaba a ejercer una presión considerable contra los vaqueros, justo apuntando hacia él. Mi polla estaba reaccionando a las caricias. Intenté apartarle pero retiró su mano y cogió mi brazo para que siguiera abrazándole, subiendo a lo largo de mi antebrazo y biceps, y bajando, muy despacio. Yo le volví apretar contra mi pecho sintiendo una enorme paz y tranquilidad.
Empezaba a tener un sentimiento un tanto embarazoso. A mí no hacía falta apenas nada para ponerme cachondo, e incluso hablando o jugando con mi chaval podía empalmarme. Pero esta vez era diferente, empezaba a sentir un cierto deseo de seguir abrazándole, de poseer a mi niño, de utilizarle. Tenía un sentimiento de posesión. Él era mío y yo podía disponer de él. Estos pensamientos cruzaban rápidamente mi cabeza, sin detenerse, mientras mi pene empezaba a babear dentro del calzoncillo. Empecé a percibir, mezclado con mi sudor y su olor a jabón, el olor de los calzoncillos sudados. Quizá la atmósfera que se estaba creando, el contraste entre la candidez de mi chico y la lefada descomunal que tenía delante estaban ejerciendo en mí algún tipo de control. El sexo era el sexo, siempre lo había pensado, y cuando uno está cachondo tiene que llegar al final. Yo era un animal de instintos y me movía por impulsos, sobre todo, sexuales.
Aparté a Hugo al mismo tiempo que mis pensamientos. Y le miré. Me miraba con ojos de ángel, con cara de tranquilidad. Había dejado de llorar y estaba más tranquilo. ¿Estás bien, peque? Le dije dándole un beso en la frente.
Si papá, lo siento. La he cagado, no quiero que te enfades conmigo ni decepcionarte- dijo separándose de mi y mirando mi abultado paquete, percatándose de que sus caricias, intencionadas o no, habían causado un efecto en mi inmediato. La bragueta de mi vaquero iba a reventar.
“Está bien, cuéntame qué es lo que ha pasado esta tarde. No pasa nada, no estoy enfadado” - le dije para que se animara a contarme la historia.
“Pues..” dudó un momento y sus mejillas se enrojecieron
“Venga hijo, ¿es que no confías en tu padre?” - le dije insitiendo.
“Si papá, no es eso.... claro que confío en ti” - me contestó contrariado.
“Entonces puedes contarme cualquier cosa, ya sabes que yo te respeto ante todo y te quiero” - le animé
“Estaba en casa viendo porno” empezó a contar “cuando vinieron a traer la lavadora unos tíos que conozco del barrio...” -dijo pensándose la respuesta.
“¿Quiénes eran?” pregunté interesándome por los nombres.
Uno era Raúl, el hijo de la tienda de los electrodomésticos señaló con convicción.
Ah sí, le conozco, es buen chaval, pero muy macarra y un poco bestia.
“Lo sé papá, pero a mi me tiene mucho aprecio, le conozco del colegio y del barrio y siempre se ha portado bien conmigo...” aseguró mi chaval. “El caso es que hacía mucho calor, no podían sacar la lavadora, les ofrecí una cerveza y empezamos a contar paridas, a reírnos y demás, y al colega se le ocurrió que nos cascáramos una paja delante de un vaso de cristal, la cosa se desmadró y acabamos pringando mi libro y esos calzoncillos que se han dejado aquí”- dijo señalando los slips sucios que estaban encima de la mesa de cristal y que empezaban a parecer un ambientador por el olor que dejaban en todo el salón.
“Bien, ¿y no hubo nada más?” le pregunté interesándome por lo que pudo haber pasado y que a juzgar por los mordiscos de su espalda, delataba.
“No papá, no hubo nada más, nos pajeamos y se fueron cuando llegaste... sé que es una cerdada pero en ese momento no pensé lo que estaba haciendo”- dijo Hugo a modo de excusa.
¿Te intentaron forzar? ¿Te pidieron algo que no querías hacer? Dije en tono serio, preocupandome por mi chaval.
No papá, nada que no quisiera hacer -dijo intentando zanjar la conversación. Sólo unas pajas.
¿Entonces, los mordiscos que tienes por toda la nuca y espalda, eso de qué es?. Estás rojo como un tomate, como si te hubieran dado una paliza, le pregunté, sabiendo que algo me ocultaba.
Mi hijo se mostró preocupado. Se veía que intentaba encontrar respuesta. Ya me imaginaba lo que había pasado, probablemente habían intentado forzarle o quizás habían practicado sexo, pero no estaba seguro. ¿Alguno te intentó follar? - solté sorprendiéndome a mi mismo por la pregunta.
“Bueno papá, intentamos hacerlo porque tengo curiosidad por saber lo que se siente, pero no pudieron” - dijo casi sin pensar a mi pregunta a bocajarro.
La idea de dos tíos intentando metersela a mi niño me puso furioso. Apreté el puño contra la rodilla. Quería salir, buscarles y matarles a ostias. Él debió notarlo porque me miró fijamente, curioso, por mi reacción.
Pero no pudimos hacerlo, así que no te preocupes, me quedaré con las ganas de saber lo que se siente- dijo intentando tranquilizarme con cierto tono de resignación.
¿En serio me lo dices? - le pregunté. ¡Una cosa es follar y otra que te hagan el amor! - le dije convencido de mi respuesta. Tú tienes que buscar a un chico de tu edad que sea como tu, que tenga los mismos intereses e ir probando hasta que encuentres tu sitio. No me parece bien que vengan extraños a casa e intentes eso ¿tantas ganas tienes? -pregunté sorprendido.
-Bueno papá- dijo Hugo inocente. Todos mis amigos ya no son vírgenes y algunos hasta han tenido más de una relación. Yo todavía no sé lo que es el sexo, y me gustaría tener alguna experiencia. El día que encuentre al chico perfecto no quiero ser un inútil en la cama, no saber donde ponerme o qué hacer, qué decir, cómo actuar, no tengo experiencia -dijo convincente.
La revelación de mi hijo me produjo cierta impotencia. El chaval quería saber lo que era el sexo y nunca había tenido oportunidad de probar. -Ya sabrás que tienes que hacer cuando te toque- le dije, intentando quitarme las ideas que rondaban mi cabeza y que poco a poco estaban despertando en mi instintos animales. El tenía una mirada de cierto desafío, como retándome. -¿No te parece?- le pregunté intentando confirmar mis, cada vez, más pobres argumentos.
-Pues no, papá, no me parece- me dijo desafiante. - Soy un analfabeto sexual- me dijo, claramente enfadado.
-¿Analfabeto?- No lo creo, te lo he enseñado todo, dije intentando convencerle-
Si, papá, hemos hablado de cosas generales, pero cuando se trata de follar, no tengo ni idea- me espetó con cara de pena.
Eso se aprende con la práctica- le contesté rápidamente.
Si, estoy de acuerdo papá. Práctica que no tengo- me dijo con cierto tono desesperado. No sé nada del tema, excepto que, según tú, tengo que esperar a la persona ideal. Mis amigos no han esperado a las “personas ideales”. Me dijo reprochándome mis argumentos anteriores.
Bien, ¿Y qué te gustaría saber, Hugo? - le dije para ver si podía ayudarle a desentrañar esas dudas tan importantes que parecían angustiarles.
Me gustaría saber qué se siente follando - dijo con resignación.
Medité un tanto la respuesta. Sabía que entraba en un terreno complicado, yo no sé si podría aconsejarle sobre el sexo entre hombres. A mí me gustaban las mujeres.
-Supongo- contesté - que depende de qué te guste hacer- le dije explicándole lo poco que sabía. En el sexo entre tíos hay uno que da y otro que recibe. ¿Me entiendes? Le dije un poco avergonzado del lenguaje que estaba empleando. Proseguí: “En una pareja uno tiene que dar placer al otro, siempre buscando su máximo placer, dependiendo de lo que le gusta. Por ejemplo, si yo tuviera sexo con otro tío me gustaría que me mamaran la polla y que me dejara follarme su culo, básicamente lo que me mola hacerle a una tía y que me hagan- continué explicando más detalladamente -eso entre hombres se llama ser activo o pasivo, los hay que les mola dar por culo y los hay que disfrutan mientras se los follan- acabé aclarando.
Hugo cambió su mirada, miró al vaso donde estaba el semen acumulado de sus amigos y me miró a mí.
-Papá, yo creo que a mi me gustaría saber qué se siente cuando un tío te folla y qué se siente al comerle la polla- me espetó sin miramientos.
-Entonces, chaval, eres pasivo, lo que buscas es un tío que te de rabo- le dije con cierto tono de colegueo.
-¿Sí, tú crees? -Dijo inocentemente.
-Claro, peque, para que haya tios activos, tiene que haber tíos pasivos. Asi funcionan las parejas, fundamentalmente, si encuentras a un activo, probablemente sabrás que eso es lo tuyo- le dije con claridad.
Me fijé en que mi paquete se marcaba ya una buena erección y él tampoco era ajeno a esa situación. La atmósfera que se había creado, sus caricias mientras sollozaba en mi pecho y la conversación estaban teniendo sus efectos.
-Y cómo sé que me gustaría- me dijo sacándome de mis pensamientos -nunca he probado con un tío-
Pues no sé, Hugo, eso se sabe, ¿cuando te la cascas en qué piensas? -le pregunté interrogándole.
Normalmente pienso en que me folla un chaval que conozco del insti, que es un malote, pero una cosa es pensar y otra sentirlo de verdad.
Tengo una ídea, le dije intentando darle una solución, porqué no pruebas con algo, tus dedos, no sé, un consolador- le sugerí.
Si claro, lo que me faltaba, que mamá encontrara una polla de goma en mi habitación para acabar de rematar la semana - me contestó riéndose.
Yo me eché a reir, la verdad es que dicho así sonaba bastante disparatado. Entonces se me ocurrió algo. -Espera un momento- le dije, mientras me levantaba e iba a la cocina. Aquí hay algo que podría valer para probar. Entré en la cocina y abrí la nevera. Había dos pepinos que habíamos comprado para el gazpacho. Elegí el más grande, empujado por una especie de instinto animal sexualizado que no me dejaba pensar con claridad. Por un lado quería ayudarle y por otro me ponía cachondo la idea de imaginarme al chaval metiéndose objetos por su culo, y a falta de algo mejor, eso tenía la forma perfecta de una polla.
Entré en el salón y estaba despatarrado, solo con una toalla cortísima tapándole la cintura. Le lancé el pepino desde la distancia y cayó encima de su toalla y dio un respingo, al notar el golpe seco y pesado de la hortaliza.
-Joder papá, que coño haces- se quejó- ¿y esto para qué es? me preguntó intrigado, cogiendo el pepino entre sus manos.
-Para que pruebes, es lo que más se parece a una polla- le dije convencido, diviertiéndome por lo surrealista de la escena.
Entonces se levantó y se quitó la toalla. Su polla, que todavía era una polla adolescente, dió un respingo, brillante, circuncidada y completamente dura y apuntó al cielo. Yo me tiré en el sofá esperando ver qué hacía. Se echó a un lado, cerca de mi, y con esfuerzo empezó a pasarse el pepino, verde y frío, por la raja de su culo. Empezó a hacer esfuerzos, mientras yo miraba atónito como intentaba meterlo sin éxito. Lo sacó, se ensalivó una mano, lubricó bien su ojete y lo puso a las puertas de su ano, volvió a intentar meterlo y dio un pequeño quejido.
-Espera- le dije excitadísimo, incorporándome en el sofá y acercándome más a él- Colócate a cuatro patas. Él obediente se puso a cuatro patas, ofreciéndome una vista de su ojete rosadito, como el chochito de una novicia, coronado por dos nalgas duras y respingonas. Lancé un escupitajo bien cargado de saliva que se dió en la diana perfectamente, y acaricié con mis dedos su raja. Lanzó un largo suspiro que entendí como una aprobación. -Cierra los ojos y relájate- le dije en voz baja, sin atraverme a escuchar mi propia voz por lo que estaba haciendo. Entonces, metí mi dedo índice y jugué en su interior. Me sentía completamente hipnotizado con ese culazo y ese ojete. Mi dedo desapareció hasta el fondo. No podía creer que ese fuera un culito virgen. Mi experiencia me decía que por ese niño ya había pasado más de una polla. Entonces ensalivé dos dedos y los metí, intentando dilatar las paredes de su ano. Él gemia placidamente, disfrutando de la masturbación anal que le estaba dando.
Dirigido por alguna clase de locura temporal, rocé mi polla admirando su culo. Estaba ya completamente dura y empujaba por salir del pantalón. Mi pollón era gordo y largo, moreno, con un buen capullo que lo coronaba. Estaba cachondísimo y seguro de que la facilidad con la que se escondían mis dedos en su interior no iba a ser la misma que si intentaba meter mi polla. Entre sus gemidos, mis pensamientos se amontonaban en mi cabeza. Voy a follármelo hasta que me pida que pare, pensaba. Le atravesaré con mi polla y verá lo que es que se lo folle un macho, me decía una y otra vez.
Liberé mi polla de la bragueta, y sin bajarme el pantalón, acerqué mi capullo a su ojete dilatado por mis dedos. Para entonces mi rojo e hinchado glande estaba ya babeando como si fuera a acabar su existencia. Mi excitación hizo que pasara mi capullo por su rosado ojete. Él notó la suavidad de la cabeza de mi polla y movió su culo unos centímetros hacia atrás, como buscándolo. Así que tiré al suelo el pepino que intentaba meterse sin éxito, y le agarré con fuerza la cintura, atrayéndolo su ano contra mi polla dura y tiesa. Quería ensartarlo en mis 22 centímetros de carne incandescente, como si de una putilla se tratara. Completamente ido por la excitación, presioné con fuerza y mi glande desapareció, quedando abrazado completamente por su ojete.
El crío respiraba con fuerza, aternando gemidos suaves entre sus respiraciones. Lejos de apartarse, intentó que entrara algo más. “Este tiene de virgen lo que yo de cura” pensé. Mi barra dura empezaba a desaparecer en su interior. Allí, en el sofá, me estaba follando a mi propio hijo, completamente loco por el placer que estaba dando a mi polla.
Cuando hubo desaparecido casi la mitad de mi rabo en su interior, noté como las paredes de su ojete abrazaban con presión mi rabo. Noté el calor que desprendía su interior y quise quedarme siempre ahí dentro. Esperé unos instantes mientras se acostumbraba al grosor de mi polla y desde la altura, dejé caer abundante saliva de mi boca para lubricar el resto del tronco que quedaba fuera. Él pasó su mano suavemente por mis cojones, animándome a que siguiera adentrándome en su interior. “¿Virgen? Menudo gol que me ha metido por toda la escuadra. ¡Tiene más experiencia que yo!.
Para entonces ya estabamos empezando a sudar copiosamente. Mi olor corporal a hombre sudado se podía sentir con más intensidad. Todo el día trabajando tenía un precio. La atmósfera invitaba a que le diera caña a ese culito, ajeno a que era mi propio hijo el que me estaba prestando su ojete para darme placer.
-¿Te gusta? Le pregunté, animado por la presión que ejercían sus caderas sobre mi polla.
Si, no pares, por favor - me suplicó con voz entrecortada
-¿Parar? Ni loco, esto es el paraíso le dije, metiendo gran parte de lo que quedaba fuera en su interior.
Entre sus nalgas duritas y respingonas desaparecía todo el tronco de mi polla, yo las apretujaba y las magreaba con fuerza, haciendo que se enrojecieran. Mi chaval, del placer que sentía, tenía la piel de sus muslos de gallina, lo que me animaba a ir más allá. Quería que toda mi polla desapareciera en su interior. Así que de un último esfuerzo, en toda su dureza y longitud, le clavé. Emitió un sollozo quedo, como si le hubieran clavado una polla tan grande que ni su propio ojete hubiera podido imaginar. Ahora mi excitación mandaba y mis impulsos hacían que únicamente pensara en mi placer, así que llevé mi mano hasta su nuca, y a cuatro patas como estaba, empujé su cara contra el acolchado del sofá, ahogando sus lamentos. Pensando que, en cuanto empezara a dar caña a ese ojete, iba a berrear como un corderito recién nacido.
Así, en esa posición, sin dejarle opción a moverse, saqué casi hasta mi capullo todo el largo de mi rabo y se volví a meter, dejando un ojete más diltado. Con un ritmo más o menos pausado lo repetí tantas veces como quise, hasta notar que mi polla entraba y salía sin ninguna dificultad de su culo. Él ahogaba, obligado por mi mano, sus gemidos en el sofá. Yo aceptaba que disfrutaba, y en cierto sentido me daba igual, porque era tan grande el placer que sentía en mi rabo y en mis cojones que no me importaba en ese momento como se sintiera. Nunca había sentido mi polla tan dura. Comenzé a encularle con más energía, enculadas más cortas y bien profundas, para que notara la potencia de mi follada. De vez en cuando su cadera se levantaba como intentando escapar de mi enorme miembro, pero yo hacía presión con la mano para colocarla bien expuesta a mis embestidas. Gotas grandes de sudor resbalaban por mi torso y caían por mis muslos. El calor era insoportable. Volví a bombearle con fuerza, dando caña a ese culito, que hasta ese momento pensaba que era inexperto. Alivié la presión de su nuca y liberé su cabeza, quería ver si le estaba gustando.
-¿Te gusta lo que sientes? - le pregunté cachondísimo, parándome en seco para ver su reacción.
No pares por favor- me volvió a suplicar.
¿Qué no pare? Te has tragado 22 centímetros de polla tu solito, chaval - le dije, con mi rabo apunto de salirse de su ojete, sólo sujetado por las paredes de su ano que presionaban mi glande en todas sus dimensiones.
Entonces, hizo algo que me volvió loco, con todas sus fuerzas se metió el solo mi polla hasta el fondo y una vez la notó bien adentro, empezó a bobearse mi rabo dentro de su culo él solito. Bien adentro, una y otra vez, acercándome y alejándose de mi rabo, hasta que desaparecía y volví a aparecer. Se estaba follando él solo mi polla.
El enorme placer que sentía, de verle bombearse mi polla en su interior, era increible. Aparecía y desaparecía al propio ritmo que marcaba mi chaval. Incansable, insaciable. Mi rabo alcanzó su máximo de dureza. Yo le dejaba hacer, embelesado viendo mi tronco moreno y gordo perderse en su interior, mientras él suspiraba de placer y yo bufaba como un toro.
Joder nene, me vas a matar de gusto- le dije completamente fuera de mi viendo la escena.
Así estuvo un rato, él solo, dándose placer hasta que sacó mi rabo del todo y se giró totalmente, abalanzándose sobre mi polla y dándome una mamada de infarto.
Uff niño, como la mamas. Nunca me la maman del todo porque dicen que es muy grande, pero a ti te cabe entera, cabrón- le dije entre suspiro y suspiro.
Algo cansado de la postura que teníamos, me tiré en el sofá y se acurrucó entre mis piernas. Comiendome los huevazos llenos de leche caliente esperando para salir y lamiéndome el rabo desde su base hasta mi capullo, que estaba a punto de reventar. Yo cerré los ojos y me dediqué a disfrutar mientras mi chaval se ponía morado, glotón de mi polla. Entonces se incorporó, colocó mi rabo bien ensalivado mirando al techo, y se subió encima de mí. Se metió toda mi polla y empezó a saltar sobre ella. Si el tiempo se hubiera detenido en ese momento, hubiera sido el hombre más feliz del mundo. El placer de la follada que me estaba metiendo el niñato era impresionante. Nunca me imaginé que mi chaval fuera a ser capaz de hacer semejante cosa por su padre. El tamaño de mi polla, para él, no era un problema. Y eso me hacía sentir feliz, porque muchas relaciones pasadas se habían visto truncadas porque mi rabo era demasiado grande para muchas muchachas del pueblo que, cuando intentaba follármelas, acababan pidiéndome que lo dejara para otro día. Pero él, era un campeón. Mi rabaco entraba y salía como si estuviera acostumbrado a follarme de toda la vida.
Giré la cabeza y vi el vaso con la lefa de los repartidores. Y una idea se cruzó por mi cabeza. Rápidamente agarré de la cintura a mi chaval y lo volteé, cambiando de posición. Ahora estaba yo arriba y él debajo, aguantando mis embestidas animales, con tanta fuerza que dudo que una mujer hubiera aguantado. Me miraba fijamente, ido complemtanete por el placer que le estaba dando. Sin pensarlo, cogí de la mesa el vaso con el semen de los repartidores y lo vertí completamente acerqué completamente a su boca. Solo de pensar que en ese vaso estaba la leche de Raúl, el hijo macarra de mi compañero del equipo de futbito, me puso más cachondo si cabe. -Abre la boca- le ordené. Y él, obediente como un buen chico, abrió. Dejé caer todo el contenido en su boca, mientras bombeaba con fuerza su culo. Cogí los calzondillos sucios y los apreté contra su cara, mientras enculaba a punto de correrme. Él con su culo expuesto, solo dejó que hiciera, mientras apretaba los calzoncillos del repartidor sobre su nariz, se pajeó hasta correrse sobre mi abdomen.
La excitación pudo conmigo y me le embestí completamente empapado en sudor, como un animal en celo, hasta que descargué toda mi lefa en su interior. Me tiré encima de él, jadeando como un poseso. Sin duda, era el polvo más morboso que había echado en mi vida. Aguanté unos minutos encima de él, con mi polla dentro, mientras perdía dureza. La saqué y un buen chorro a presión de mi lefa salió de su culo, manchando mis muslos. Él se incorporó y lamió delicadamente mi polla y los restos de su lefa de mi abdomen. Luego repasó la lefada de mis muslos hasta dejarlos limpios.
Nos quedamos en silencio un buen rato, intentando reponernos. Él no dijo nada. Se levantó, cogió la toalla, se acercó su boca a mi mejilla y me dio un beso.
Gracias papá- y se fue a la cocina a sacar la pizza del horno como si nada. La trajo, comió una porción mientras acaba de ver el partido, así, desnudo y recién follado. Yo me levanté y cogí otro trozo. Quise decirle algo, como disculpándome por el trato que le había dado tan duro. Sentía que en parte había abusado de él. Pero no tenía ningún sentimiento de culpa. Era algo que él había disfrutado tanto como yo. Cuando reuní las palabras, se levantó del sofá, se puso frente a mi y me dijo:
-Te espero en tu habitación.
Y desapareció en las escaleras. Un latigazo de morbo recorrió todo mi cuerpo y mi polla, aunque se acababa de descargar, dio un respingo.
Esta iba a ser una noche muy, muy larga, pensé. Si el niño quiere más, hay que darle más.