Mi padre, Koldo. (II)
Koldo vuelve a requerir de los servicios de su hijo. Un adolescente siempre dispuesto a satisfacer las necesidades de su bien dotado padre.
Una semana después volví a encontrarme a mí mismo espiando a mi deseado progenitor a través de una puerta entornada. En esta ocasión la del cuarto de baño, nuevamente aprovechando que mi madre no estaba en casa. Mi padre se estaba duchando, extraña y oportunamente, con la cortina descorrida y habiendo dejado la puerta entreabierta. “Reconócelo, cabrón, te encanta que tu hijo te mire. Te pone cachondo ponerme cachondo”.
Pensé en pajearme ante la visión de semejante hombretón desnudo y sensualmente empapado. Pero, tras contenerme, me limité a contemplar cómo enjabonaba ese cuerpo peludo y fornido de albañil mientras sentía mi polla endurecerse paulatinamente bajo el pantalón corto del pijama.
Sus más de veinte años de duro trabajo en la obra –así como su afición por el remo y ocasionales partidos de fútbol con sus compañeros de trabajo– se veían reflejados en unos recios y bronceados muslos, en unos hombros y bíceps marcados que a sus cuarenta y seis años seguían siendo la envidia de muchos jovencitos adictos al gimnasio. Un vello –que mojado aún parecía más oscuro y abundante– cubría enteramente su torso, sus robustas piernas, y también ese culo firme que en vaqueros ajustados atraía la mirada de muchas y también de muchos. No cabía la menor duda de que mi barbudo padre, Koldo, era un atractivo ejemplar norteño de los pies a la cabeza.
Cuando al fin salió de la bañera pude comprobar que, a pesar del agua fría que solía usar para ducharse en verano, su impresionante verga parecía a medio engrosar. Tan morcillona la tenía que aquel kilt que improvisó cubriéndose con una toalla siguió marcándole paquete en la entrepierna. Mortificándome de nuevo con ese bulto tras haber censurado la mejor parte de él.
– Entra, chaval. No te quedes ahí plantado –. Pareció ordenarme frente al espejo del baño, mientras afianzaba en torno a su cintura aquella toalla blanca con la que acababa de secarse. Simplemente obedecí, ruborizadas las mejillas tras haberme dejado claro que sabía que estaba observándole desde el pasillo.
– Mamá… Mamá tenía hora en la peluquería –. Le hice saber mientras entraba cabizbajo al cuarto de baño, tratando de hacerle creer que sólo pretendía informarle de ello y disimular ante el hecho de que hubiera vuelto a pillarme espiándole. – No volverá hasta el mediodía.
Mi padre echó un fugaz vistazo al más discreto bulto de mis pantalones y luego me sonrió con lascivia a través del espejo, pareciendo haber interpretado mis palabras como un “tenemos vía libre”. Entonces se giró hacia mí y dejó caer la toalla a sus pies descalzos, revelándome aquel miembro descomunal con el que hacía una semana follara salvajemente mi boca. Seguía sin estar erecto del todo, pero aún así logró de nuevo amedrentarme en la cercanía con ese pedazo de pollón que el cabronazo calzaba.
– Usa sólo las manos –. Decretó mi padre con un intimidante tono de voz que no daba pie a réplica. Al ponerme de rodillas, solícito, sentí empequeñecerme ante semejante coloso. Mi padre quería que le tocara, que le masturbara, y no tenía intención de hacerle esperar demasiado.
– Me jodería mucho que tu madre llegara en cualquier momento y tuvieras que dejar la paja a medias, pero… Me cabrería aún más si interrumpiera una mamada.
Le sonreí con complicidad antes de obedecer a su mandato, empuñando su virilidad para deleitarme con su grosor, con el relieve de sus venas, y sentir como éstas palpitaban calientes al ejercer yo una mayor presión. Podía sentir como su rabo crecía aún más entre mis dedos, endureciéndose lenta pero inexorablemente. Con la mano libre acaricié sus velludos abdominales, deslizándola hasta sus testículos de toro, turgentes y cálidos.
– Así… Juega con ellos. ¿Te gustan los cojones de tu padre, verdad?
Asentí con una sonrisa pícara, sin interrumpir lo que estaba haciéndole. Su propia erección le había descapullado, exhibiendo ahora un glande jugoso cuya humedad traté de extender por toda su longitud para lubricarle. Pero aquello sólo funcionaba a la hora de pajear penes más pequeños –como el mío–, por lo que le pregunté si deseaba que empleara algún tipo de crema o aceite para hacerle más cómoda y placentera la paja.
– ¿Quién coño te crees que eres? ¿Una puta de lujo? No me seas marica y sólo escupe –. Me recomendó entre divertido y crítico, tras resoplar exasperado al oír mi sugerencia. – ¿Es que nunca te la has machacado?
Sin perder el tiempo respondiendo a su pregunta, acerqué mi boca a la cabeza de su polla y escupí sobre ella, con tan mala puntería que prácticamente toda mi saliva fue a parar al suelo de mármol. Escuché a mi padre maldecir entre dientes pero también reír por lo bajo. Entonces se inclinó un poco hacia mí para tomarme con rudeza de una muñeca y escupir en la palma de mi diestra al más puro estilo cowboy. Tras recuperar su postura erguida se atusó su poblada barba de pirata y colocó ambos brazos en jarra, adquiriendo un viril porte de patriarca.
Trabajé aquel rabo con esmero, utilizando mi mano con su saliva para terminar de endurecerlo mientras con la otra amasaba sus huevos. Al sentirla plena entre mis dedos no pude más que asombrarme ante las dimensiones de ese garrote de carne que, tal y cómo comprobé, eclipsaba su ombligo si lo colocaba en vertical y pegado a su vientre. “Dios… ¿Cómo pude tragarme eso?”
– Al tajo, chaval. Que no tenemos todo el puto día –. Me instó Koldo con la tosquedad que le caracterizaba, la de un capataz de obra acostumbrado a ser obedecido.
Frente a tamaña envergadura requerí de ambas manos para pajearle, sintiendo como si empuñara un recio mandoble. Durante cinco minutos el rostro de mi padre permaneció impertérrito, no perdiendo detalle de como su retoño le masturbaba prolijo, sin cambios de ritmo ni pausa alguna en la estimulante oscilación de mis puños. Pero fue a partir del sexto minuto cuando los músculos de mi padre comenzaron a tensarse, al igual que la piel de su escroto. Su respiración se agitaba por momentos, derivando en esporádicos gruñidos que me ponían a cien, fruto de las punzadas de placer que hacían que su rostro se crispara y que en ocasiones se llevara los dedos a sus ojos como si se le nublara la vista.
– Mierda, me corro. Me co…
Pude ver como sus muslos y abdomen se tensaban ante la inminencia de la corrida anunciada, por lo que aceleré el movimiento exprimidor de mis puños tras acercar mi boca abierta a su glande. En esta ocasión no pensaba desaprovechar la oportunidad de probar su leche, de la cual me privara en mi propia cama cuando, tras follarse a horcajadas mi cráneo, el muy cabrón decidiera regarme con ella la cara en lugar de dármela de beber.
– Sí, papá. Dámela toda –. Le alenté con la mirada puesta en su rostro, haciéndole sentir mi cálido aliento en la punta de ese palpitante volcán de carne que era su polla. Me dolían ya los brazos debido a lo cansado de la faena, pero habría sido imperdonable que detuviera mi acción a escasos segundos del clímax.
Una primera ráfaga de su semen golpeó directamente en mi garganta “Tú sí que tienes puntería, norteño”, erupcionando el resto de su descarga blanca sobre mi lengua extendida. La sentía espesa y caliente, pesada ya que había sido una corrida copiosa, y decidí tragármela antes de que ésta me hiciera toser y en consecuencia derramarla. Su sabor era salado y ligeramente amargo, deliciosamente masculino.
A punto estaba de lamer su polla, de lavarla con mi lengua, cuando mi padre me lo impidió retrocediendo un paso. Luego recogió del suelo la toalla y se la pasó un par de veces por su bosque de vello púbico, por la polla y el escroto, limpiando de esa forma cualquier rastro que hubiera podido quedar de su corrida. Al acabar me la arrojó con fuerza a la cara, más travieso que agresivo, sonriéndome de manera canalla después de hacerlo.
– Tú también la vas a necesitar –. Me dijo con su habitual tono arrogante, consciente de lo que su hijo pensaba hacer cuando él se retirara de escena. Y no se refería –o no exclusivamente– a que me diera una buena ducha. Yo también necesitaba desahogarme, descargar lo acumulado en mi entrepierna por el excitante servicio que le había prestado. Y eso fue lo que hice cuando el macho alfa de mi casa se dirigió en cueros a su habitación, cerrando tras él la puerta del cuarto de baño.