Mi padre, Koldo.
Un adolescente consigue ver y experimentar lo mucho que su padre tiene por ofrecer cuando sus necesidades como hombre apremian y mamá no está en casa.
Mi padre regresó de comprar tabaco con una más que notable erección. Deduje que una vez más se habría topado en el ascensor con aquella vecina tetuda del tercero que tan cachondo le ponía, algo que siempre se esforzaba en disimular –inútilmente– ante mi madre. Quizás porque sabía que esa tarde ella no pasaría por casa, se permitió a sí mismo y ante mí el lujo de no coartar su virilidad, reflejada ahora en el impresionante bulto de sus pantalones. Y menudo bulto… Veinte minutos de televisión después seguía mortificándole, pues ni una cerveza fría –cuyo botellín mi padre había arrimado varias veces a su paquete– le había servido para desinflamar aquello que sus jeans aprisionaban.
– Voy a echarme un rato –. Me hizo saber tras levantarse del sofá, posicionando su palpitante hombría a la altura de mis ojos. Todo él parecía cansado, a excepción de aquel impresionante rabo que seguía duro, perfilado en el tejido vaquero. – Despiértame si llama tu madre.
Cuando se retiró, dejándome a solas en el salón, no pude evitar manosear mi propio rabo, ligeramente engrosado a consecuencia de tan poderoso estímulo visual. Mi padre, Koldo, siempre había sido el protagonista principal de mis fantasías más inconfensables. Era un norteño de cuarenta y seis años realmente atractivo, fornido y alto, con fuertes brazos de obrero y una barba oscura salpicada de canas que le conferían un aire guerrero de lo más seductor. Pese a todo su entrepierna seguía siendo terreno vedado para mí, ya que él siempre había sido bastante cuidadoso con su desnudez desde que empezara a intuir que su único hijo (o sea, yo) era gay. Únicamente recordaba su polla de ojeadas fugaces en urinarios públicos, pues desde niño me había apuntado a acompañarle cuando éste necesitaba desahogarse. Y siempre la había calibrado enorme.
Al dirigirme yo también hacia mi cuarto pude percatarme de que la que puerta de la habitación de mis padres no había sido cerrada del todo. Mi progenitor, extrañamente, la había dejadoentornada. “¿Estás tentándome, papá?”. No pude siquiera el plantearme pasar por alto aquella oportunidad de poder ver al hombre que me había engendrado en todo su esplandor, de modo que me acerqué sigilosamente con intención de poder ver al fin erecto ese rabo que única y vagamente podía recordar en estado de flaccidez.
Sentado a los pies de la cama, bajo una media luz crepuscular que le sentaba de fábula, mi padre se quitó la camisa directamente por encima de sus anchos hombros, sin molestarse siquiera en desabotonarla y exhibiendo para mi –supuestamente sin él saberlo– aquel torso bronceado y velludo que tantas noches en vela había deseado poder utilizar de almohada. Luego se descalzó apresuradamente y, tras incorporarse, sus manos hicieron el ademán de encargarse de la hebilla del cinturón. No obstante algo hizo que interrumpiera repentinamente su precipitado striptease, y ese “algo” era yo. Tan embelesado me tenía el imponente bulto de sus vaqueros que no me había percatado de que sus ojos negros apuntaban ahora hacia la puerta entornada, hacia mí.
Me retiré apresuradamente a mi habitación, balbuceando disculpas por el pasillo y sumamente avergonzado por lo ocurrido. También cabreado por mi torpeza de espía inexperto, ya que de haber sido más precavido quizás ahora andara gozando de la visión de mi padre empalmado desfogándose a gusto sobre el edredón.
Apenas me había tumbado, dispuesto a reflexionar y a fustigarme por lo insensato de mi voyerismo, cuando mi padre entró en la habitación precipitadamente, descamisado y bravo, con una expresión de animal indomable en el rostro que seguramente sólo mi madre –en la cama– había podido ver.
– Papá, perdona por…
No pude finalizar la disculpa, pues aquel vendaval hecho hombre se abalanzó sobre mí y me agarró con fuerza de las pantorrillas, lanzándome hacia abajo sobre el colchón. “¿Vas a pegarme o a follarme?” Tras colocarse a horcajadas sobre mi pecho, intimidante y fiero, se deshizo de su cinturón con el arrojo de un semental en celo. Acto seguido se desabrochó el pantalón ante mi mirada asustada a la par que expectante, revelando finalmente esa polla erecta que yo tanto había anhelado ver. Aquel pedazo de carne surgió ante mis ojos como impulsado por un resorte. Del mismo modo se separaron mis labios.
– Dime… ¿Es esto lo que querías ver?
Se me hizo la boca agua de tan sólo imaginarme aquel miembro incrustado en mi garganta. Debía medir unos veinte centímetros, quizás algo más, aunque lo verdaderamente intimidante era su venoso grosor. El eje era un jodido tronco, recubierto con una espesa mata de vello negro.
– ¡Contesta, joder! ¡¿Era esto?! –rugió inquisitivo, furiosamente cachondo, salpicándome el rostro con su saliva de hombre iracundo.
– S-sí. Sí, papá –. Alcancé a responder con un hilo de voz, tras unos segundos de silencio en los que mi temor inicial derivó en excitación.
– Puto marica... –. Masculló mi padre tras atusarse la barba, con un tono de voz resignado que parecía apiadarse un poco de mí pero que a su vez denotaba que estaba a punto de rendirse a sus más bajos instintos. Y eso fue lo que hizo. Con la mano derecha presionó decididamente mi nuca, gobernándome la cabeza, guiando mi boca hacia su portentosa verga.
– ¿A qué coño estás esperando? Ya sabes lo que quiero.
Obediente, como se espera de todo buen hijo, agarré aquel pollón con una mano y arremoliné mi lengua alrededor de la jugosa punta, sintiendo su pulso, tomándole temperatura. “Caliente… Muy caliente”. Luego envolví toda la longitud del glande con mis labios, chupándolo fuerte, saboreándolo, sin querer dejarlo escapar de aquella húmeda prisión que era mi boca.
– ¿Qué cojones estás haciendo? ¡Traga, joder! –. Vociferó mi padre antes de impulsar violentamente sus caderas hacia adelante, atragantándome con su glande cuando sentí que su vello púbico cosquilleaba mis fosas nasales y sus testículos chocaban pesados contra mi barbilla. El muy cabronazo me la había metido de golpe hasta la tráquea.
– Dios, sí… –. Susurró antes de iniciar su poderoso vaivén, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Se dispuso a follarme la boca como si no hubiera un mañana, gruñendo como un animal durante la cópula, y probablemente imaginando que ésta era el coño de la vecina que le había puesto a cien. No me importaba lo más mínimo mientras su polla me llenara a mí y no a ella.
– Sí… Que gusto… –. El placer manifestado por mi padre alimentó mi ego de chupapollas, haciéndome olvidar la parte de tormento que suponía el engullir aquel pedazo de hombre. Hasta el último recodo de mi paladar se había impregnado ya de su sabor a macho cuando empezó a dolerme un poco el cuello a consecuencia de lo incómodo de aquella postura, por no hablar de la maltrecha garganta por el ariete de carne que la taladraba. Traté instintivamente de empujar a la bestia en la que se había convertido mi padre, de librarme de su peso sobre mi pecho, de aquellas callosas manos de albañil y ese pollón suyo con el que violaba brutalmente mi cráneo, provocándome arcadas. Por fortuna todo intento fue en vano, pues lo último que deseaba era sacar de mi boca aquel suculento trabuco.
– Así… Que bien la comes, cabrón. Tu madre nunca ha podido tragarme entero, la muy…
Tras el incentivo de sus halagadoras palabras –no para mi madre– no hice otra cosa más que intensificar la succión, dejándome llevar por sus manos, sometiéndome al implacable mete y saca del hombre que estaba usándome para masturbarse. El efecto combinado de succionar y engullir, de rendirme entre sus recios muslos con los ojos llorosos, hizo que al poco mi padre empezara a erupcionar con movimientos salvajes. No quiso correrse dentro de mi boca, pues tras una última y profunda estocada deslizó su polla afuera y con una de sus manos remató la labor. Pude ver entonces como la babeada punta se expandía y explotaba. Cantidades generosas de semen se dispararon cuando empezó a gruñir de placer, golpeándome en la cara, en las mejillas y mi barbilla, goteando después sobre mi cuello como un rayo de calor.
– Límpiate eso antes de que llegue tu madre –. Se limitó a ordenarme mientras se retiraba de encima, incorporándose visiblemente más calmado, satisfecho, con su pecho musculado y peludo perlado ahora de sudor. – Y no esperes que esto vuelva a repetirse –. Sentenció tras guardar su magnífica polla en los pantalones, aunque su mirada y una media sonrisa lasciva que me dedicó ya desde el umbral de la puerta me dijeron que esperara más. Mucho más.