Mi odiosa madrastra, capítulo 5

La integridad de León es puerta a prueba nuevamente.

Tragué saliva. Mi madrastra me daba la espalda, y estaba completamente en pelotas. Había corrido las sábanas, como si estuviese a punto de irse a dormir, pero sólo hizo ese movimiento para que su trasero fuese cubierto, aunque sólo una pequeña parte de él fue ocultado. La mayor parte de sus carnosos glúteos estaban a la vista.

Se había puesto de rodillas sobre el colchón. Corrió su pelo hacia delante, para que su espalda se viera a la perfección, dejando también a la vista el tatuaje que había en la parte superior, casi al comienzo del cuello. El trabajado cuerpo de mi madrastra estaba erguido. Giró su rostro a un lado y cerró los ojos. Una de sus manos estaba en su cadera, aunque su postura parecía insinuar que se desviaría hacia la parte más voluptuosa de su cuerpo en cualquier momento. Con la otra mano se cubría las tetas. Cosa absurda, según pensé después, ya que de todas formas no se podrían ver desde esa postura. Pero en ese momento no podía pensar mucho. Apenas era capaz de sostener con firmeza el celular, y hacer de cuenta que no estaba enfocando a nada interesante.

Sentí que una gotita de transpiración se deslizaba por mi frente, para luego hacer una curva y atravesar lentamente mi mejilla. Nadia parecía realmente una escultura. Esa era la pose exacta en la que deseaba ser retratada. Pero su aspecto de estatua no se debía únicamente a su inmovilidad, sino a la firmeza de sus partes; a esa dureza, reflejada principalmente en los músculos de la espalda, y en su enorme y redondo orto, el cual parecía que jamás se vendría abajo, totalmente inmune a la fuerza de gravedad. Parecía una obra de arte tallada por alguien tan prodigioso como lujurioso.

Pasé mi mano por mi rostro, para secarme la gotita de sudor que no se decidía a caer. Respiré hondo. Saqué una foto. “Es solo un cuerpo”, pensé. “El cuerpo desnudo de una mujer que ni siquiera aprecio”, me dije. “La pareja de mi difunto padre, en pelotas, ante mis narices”…

Caminé unos pasos, haciendo un movimiento semicircular sobre la habitación, para captarla ahora desde otro ángulo. Traté de no pensar en su desnudez, en esa pose evidentemente sexual, que haría que cualquiera que estuviese en mi lugar se subiera a la cama de un salto para tomarla, aunque fuera por la fuerza. Tampoco quería pensar en la palidez de su piel, ahí donde ahora debería estar cubierta con la delgada tela de la tanga que en ese momento descansaba sobre el piso. “Qué más daba”, me decía a mí mismo, “Si de todas formas esa tanga la cubría apenas”. Verla ahora no debería ser muy diferente a todas esas veces que pasó a mi lado tan suelta de ropa. Y la muy tonta me había preguntado si yo jamás la lastimaría, si jamás la obligaría a hacer algo que no quisiese hacer. ¿Con quién pensaba que estaba tratando? Si yo no soy un primate como otros.

Mientras le tomaba otras fotos, pensaba, indignado, en lo creída que era esa mujer. Y todo porque contaba con ese cuerpo tonificado, de curvas exageradas, de carnosidades obscenas. Y esa boca… esos ojos claros, y esa cara de hembra alzada, pero contenida.

— ¿Y? —preguntó Nadia, rompiendo el silencio y trayéndome de nuevo a esa habitación semioscura, en la que sólo estábamos nosotros dos— ¿Salieron bien?

— Fijate vos cómo salieron —respondí, acercándome a la cama, no sin cierto recelo, para extender la mano y entregarle el aparato.

Nadia subió las sábanas, para cubrirse ahora hasta la cintura. Luego giró hacia mí. Agarró el celular que yo le entregaba. Al hacerlo, sus tetas quedaron nuevamente a la vista. Inevitablemente, quedé aturdido al ver ese par de pechos, que daban la sensación de ser increíblemente suaves. Las areolas de color claro, un tanto rosadas, apenas de una tonalidad más intensa que la piel, tenían pequeñísimas protuberancias, y los pezones estaban puntiagudos, como si estuviese excitada.

— No son operadas —dije, casi por inercia.

Fue lo primero que se me cruzó por la cabeza. Había quedado otra vez expuesto frente a ella, hipnotizado ante su desvergonzada desnudez, por lo que imaginé que lo mejor era hacer de cuenta que mi interés por sus tetas no era meramente lujuria, sino que las observaba porque realmente me había llamado la atención su forma, así como el hecho de que no parecían para nada artificiales.

— ¿Y por qué estás tan seguro? —quiso saber Nadia.

Por supuesto que no sintió la necesidad de cubrirse nuevamente. Más bien al contrario. Pareció ponerse en una pose en la que sacaba el pecho para afuera. Con mucho esfuerzo, desvié la mirada hacia abajo, sólo para encontrarme con su vientre plano, y las sutiles marcas de las abdominales. Más abajo, su pelvis, una de las pocas partes de su cuerpo que todavía era un secreto para mí. Aunque me pareció ver el nacimiento de un vello pubiano de color castaño, que dejaba en evidencia que el color de su cabello era, probablemente, lo único artificial que había en ella.

— No lo sé —respondí—. Es solo la impresión que me dan. Son redondas, y están firmes, sí, pero creo que las tetas operadas suelen tener una forma exageradamente redondas. No sé… No soy un experto en tetas, simplemente me dan la sensación de que son naturales.

Nadia soltó una risita.

— Sí, son naturales —afirmó.

Entonces agarró ambos senos, los levantó, para luego soltarlos. Las tetas de Nadia quedaron durante unos instantes sacudiéndose arriba abajo, en un movimiento espasmódico. Supuse que si fueran operadas no tendrían esa flaccidez. Eran tetas firmes, pero blandas.

— Bueno, con esto es suficiente —dijo, mientras miraba las fotografías—. Con esto la voy a romper. Seguramente tendré muchos suscriptores nuevos.

Al terminar de hablar, miró, de manera disimulada, a mi entrepierna. Me alarmé, imaginando que nuevamente había quedado expuesto frente a ella. Pero me negué a seguir la dirección de su mirada. Eso sólo incrementaría mi humillación. Lo que me deba ciertas esperanzas, era el hecho de que, de momento, no sentía que la tuviera dura. Me devolvió el celular. Di la vuelta y dejé la habitación de mi madrastra, mientras sentía los movimientos que hacía para volver a vestirse.

Apenas cerré la puerta a mi espalda, miré mi bragueta. Nada. No se me había parado. Había podido controlar la erección. Se sentía una leve hinchazón, sí, pero el pantalón que estaba usando en ese momento era lo suficientemente holgado como para ocultarla. Al fin una victoria, pensé.

Luego, en el baño, me di cuenta de que no había salido tan bien librado de aquella situación, tal como lo había imaginado en un primer momento. Me sorprendió mucho, cuando fui a mear, el hecho de descubrir que mi verga había largado una considerable cantidad de líquido preseminal, el cual había manchado mi ropa interior. Era la primera vez, al menos que recordara, que el presemen había salido a pesar de que no había tenido una erección. Y de hecho, había salido abundantemente. Pero pensé que, como ese detalle solamente lo conocía yo, no había motivos para renegar de la sensación de triunfo que había tenido en un primer momento.

Al rato Nadia me envió un mensaje de audio, pidiéndome que no compartiera las fotos con nadie. Si se filtraban antes de que ella las subiera a su cuenta, significaría una pérdida económica para ambos. No pude más que reconocer que tenía razón. Edu y los demás se quedarían con las ganas. Si la querían ver desnuda nuevamente, iban a tener que pagar. Eso les pasaba por pajeros.

Quizás por agradecimiento al favor que le había hecho —aunque no lo mencionó—, a la noche preparó unos tallarines con salsa, que estaban para chuparse los dedos.

— Y… ¿Hace mucho que trabajás en eso? —pregunté, antes de tomar un trago de vino, cuando ambos estábamos en la mesa.

— ¿Y para qué querés saberlo? —preguntó a su vez ella. Por primera vez la noté recelosa de su intimidad—. ¿Pensás que me vas a conocer mejor si sabés el punto exacto en el que decidí desnudarme para que me vean miles de pajeros que ni siquiera conozco?

— Sólo lo preguntaba para hacer conversación. De hecho, ahora que lo pienso, tenés razón. Fue una pregunta tonta. Como cuando alguien me pregunta de qué signo soy. Qué estupidez. Lamento haber caído tan bajo —respondí, algo irónico, cosa que hizo que Nadia riera.

— Perdón, es que hoy estoy de mal humor —comentó.

— Pero si estuviste de excelente humor durante toda la tarde —dije, recordando, de repente, sus senos movedizos cuando ella los dejó caer. Traté de apartar ese recuerdo de mi cabeza, y me concentré en la comida.

— Sí, tenés razón. Me alegró el hecho de que lo de las fotos saliera bien —comentó.

Estaba seguro de que cuando decía que “lo de las fotos salió bien”, no sólo se refería a que las fotografías eran buenas, sino a que, tal como ella lo esperaba, yo no había enloquecido al tenerla completamente desnuda frente a mí, y la había tratado con sumo respeto, casi como si fuera todo un profesional. Y eso que ella parecía hacer todo lo posible para provocarme.

— Y entonces qué te pasa —pregunté, casi obligado, pues era evidente que de todas formas me relataría lo que le pasaba. Si bien Nadia no era muy parlanchina, cuando se disponía a decir algo no había nada que la detuviera. Algo le había sucedido que la tenía con el semblante sombrío. Me daba cuenta de que lo que la ofuscaba no le producía tristeza, sino enojo.

— Ese Juan, es un idiota —largó Nadia, casi escupiendo las palabras, para luego llevarse el tenedor envuelto de fideos a la boca. Manchó su barbilla con un poco de tuco. Pero parecía no darse cuenta de ello. Le hice señas para que se limpiara.

— Qué pasa con Juan —quise saber.

Sólo había un Juan que conocíamos ambos. Se trataba del guarda de seguridad del turno noche. Un cuarentón canoso que se la daba de Richard Gere. Hacía años que trabajaba en el edificio. A mí me parecía algo arrogante y condescendiente, pero por lo demás, hacía bien su trabajo, que era lo que importaba, más aún en ese momento en el que debía ponerse firme para que todos los vecinos cumplieran con las normas de las restricciones. Yo mismo había presenciado cómo llamaba la atención de algún propietario porque no usaba el cubreboca dentro del ascensor, cosa que me hizo sentir aliviado, ya que contaba con alguien que instaba a mis vecinos a no transgredir las reglas que teníamos en ese peculiar momento. Además, era un tipo muy atento, que no dudaba en abrir la puerta cuando algún vecino llegaba con muchas bolsas del supermercado, e incluso los ayudaba a cargarlas en el ascensor. Sin embargo, me había dado cuenta de que su simpatía y atención aumentaban considerablemente cuando eran mujeres jóvenes y lindas quienes necesitaban de su colaboración. De esa manera deduje por dónde venía el tema. Nadia era, por lejos, la más atractiva del edificio. Y eso que había chicas bellas en él. Pero al lado de mi madrastra no tenían nada que hacer. Las que la igualaban en lindura, no la superaban en sensualidad, y las que rivalizaban con ella en cuanto a la sensualidad, no eran tan bonitas como Nadia.

— Nada… —dijo, mientras pasaba la servilleta por su barbilla. Sin embargo, a pesar de esa primera palabra, se dispuso a contarme de qué se trataba el problema que tenía con Juan—. Desde que estoy acá… incluso cuando estaba con Javier…

— Te quiere coger —terminé la oración por ella—. Y ahora que estás sola, habrá sacado toda la artillería pesada —agregué después, viendo cómo ella me daba la razón, asintiendo con la cabeza.

— Digamos que sí. Es de esos tipos que no entienden que no es no. Incluso cuando apenas habían pasado unos días de la muerte de tu papá, se acercó, primero haciéndose pasar por un amigo, obvio. Me mandaba mensajes, como pretendiendo consolarme, pero no perdía oportunidad de decirme lo linda que estaba y ese tipo de cosas. Me saludaba con besos en la mejilla, como si fuéramos amigos. Y además se piensa que soy estúpida, porque cada vez que me saluda, me tira el cuerpo encima, como para sentir mis tetas.

— Qué pajero —dije yo, indignado. Entonces resultaba que Juan era la clase de tipos a los que yo más detestaba. Esos que buscaban cualquier excusa para manosear a las mujeres—. Y a vos ¿No te interesa él? —pregunté después, pensando en que eso de que se creía una especie de versión argentina de Richard Gere no era algo exagerado de su parte, pues el tipo tenía su facha, y así como andaba detrás de las mujeres, no fueron pocas las veces que vi a alguna chica sonriendo como estúpida mientras hablaba con él. Por otra parte, Nadia me había dado muestras de sobra de que era la típica calienta braguetas, que le gusta provocar a todos los hombres con los que se cruza.

— Ni loca —respondió ella, tajante—. Y mi rechazo hacia él no es por su aspecto, sino por esa actitud de buitre que tiene. Es despreciable.

Por una vez encontraba algo en común con ella. Esos tipos que andaban revoloteando alrededor de la mujer que los atrae, esperando un momento de debilidad de ellas, en lugar de valerse de sus propias virtudes, me parecían unos imbéciles.

Aunque también me parecía raro que alguien que se dedicaba a lo que Nadia se dedicaba, tuviera ese rechazo que manifestaba por ese tipo de personas. Al fin y al cabo, mi madrastra dependía económicamente de esa clase de gente. Si no fuera por ellos, su profesión no tendría razón de ser, y se vería obligada a buscar un trabajo común y corriente, en donde no ganaría ni la mitad de lo que ganaba, y tendría que trabajar el doble. Y ni que hablar de que, el contexto en el que vivíamos en ese momento, hacía más que complicado conseguir un buen empleo.

— Pero hoy pasó algo más ¿No? —pregunté, ya que el hecho de que me contara sobre él en ese preciso momento, no podía ser casualidad.

— Sí —dijo ella, largando un suspiro—. Él siempre me busca charla. Saca tema de cualquier cosa. Es bastante pesado. A veces se para en la puerta del ascensor y no deja de hablarme de cualquier cosa. Siempre encuentra la excusa para decirme que estoy linda, y esas cosas… —se detuvo un segundo. Tenía la mirada perdida en el plato. Como si estuviera buscando algo entre los fideos—. Ya me cansé de rechazar sus invitaciones —continuó diciendo—. Cuando quiso acercarse a mí, tras la muerte de Javier, con la excusa de ser una especie de confidente en quien me podía apoyar en mis momentos de tristeza, tuve que ponerle un alto, porque sus intenciones eran obvias. No era tanto el tema de que se sintiera atraído por mí, sino la manera en que lo hacía ¿Entendés? Bueno, toda esta insistencia terminó por cansarme, y le tuve que poner los puntos. Pero desde hace unas semanas que me pidió disculpas. Empezó a hacerse el buenito. Como que era amable conmigo, pero esta vez respetando el hecho de que yo no me mostraba interesada en él. Y yo pensé: bueno, es alguien a quien veo casi todos los días, así que no está mal que nos llevemos bien, y si ya entendió que lo nuestro no se va a dar... Y sin darme cuenta, de a poco fue agarrando más confianza. Las charlas se hacían más largas, a pesar de que yo casi no le respondía, y mostraba apenas el mínimo interés por lo que me decía. Y también volvieron los piropos, las insinuaciones, las invitaciones a salir… Y hoy, cuando volví del supermercado, con las cosas de la cena, con la excusa de ayudarme, aunque apenas cargaba con dos bolsas, me acompañó hasta el ascensor, se metió adentro conmigo, y aprovechando la situación, me quiso comer la boca.

— ¡Pero qué hijo de puta! —dije yo, realmente indignado.

No es que sintiera la imperiosa necesidad de proteger a Nadia, quien era una mujer adulta, y con experiencia de sobra, y debía saber cuidarse de sí misma a la perfección. Sino que mi bronca era porque me daba cuenta de que Juan representaba todo lo que yo detestaba: una persona que no podía controlar sus emociones, y que perjudicaba a todo el que lo rodease debido a ello. Para colmo, era alguien que se dedicaba a mantener el orden. Y ahora resultaba que él mismo era el que caía en infracciones. Eso no podía quedar así. La imagen positiva que tenía de él se desmoronó por completo.

— Pero eso no fue todo —dijo Nadia. Llenó nuevamente la copa de vino, y se tomó casi la mitad de un solo trago.

— Qué más te hizo —dije, convencido de que el tipo había aprovechado el momento para manosearla. Era hasta casi obvio pensar en ello. Imaginaba a Juan agarrándola de la cintura, metiéndola dentro del ascensor, intentando comerle la boca, mientras sus manos bajaban lentamente.

— Hacerme, nada. Pero lo que dijo… — respondió Nadia, tirando mi teoría a la basura. Hizo silencio durante un instante, para luego seguir—. Me dijo: “¿Qué te pasa putita, no me digas que te estás cogiendo al pendejo ese con el que vivís?”.

— Qué razonamiento más básico —comenté yo, indignado, aunque no asombrado.

— Lo mismo pienso. En su pequeña cabecita se debe estar formando un montón de fantasías retorcidas, en las que yo soy la amante del hijo de mi difunto marido.

Lo cierto es que más de una vez pensé que en la pobre mente de muchos de nuestros vecinos y de los empleados del edificio, anidaban esas fantasías. Varias veces me encontré con miradas suspicaces cuando entraba al edificio, aunque no le daba la menor importancia. Era como un cliché en una película, o en un libro. Viuda extremadamente linda y joven conviviendo con su hijastro de diecinueve años. No serían pocos los que creerían que sólo era cuestión de hacer dos más dos para llegar a esa conclusión. Y si encima alguno se enterara de las cosas que hacíamos  últimamente en nuestro departamento, las habladurías no tardarían en llegar a cada uno de los otros veintinueve departamentos del edificio.

— Hay que denunciarlo con la administración —propuse, resuelto—. Lo tienen que despedir inmediatamente. Además, los ascensores tienen cámaras, así que tenemos pruebas contundentes de lo que hizo.  Mañana a primera hora envío un email. No estamos pagando a una empresa de seguridad para que anden besuqueando a las propietarias. Esto es una locura.

Sentía el calor en mi rostro. Seguramente estaba rojo. Mi rabia no era tanto por Nadia, sino por el hecho en sí mismo.

— No. No quiero que se arme un escándalo —me contradijo ella—. Hasta ahora vengo muy bien manteniendo el perfil bajo —agregó, a lo que no pude evitar reaccionar con asombro. ¿Ella perfil bajo? Sin embargo no dije nada—. Además… —siguió diciendo Nadia—, es un idiota, pero no sé si esto es como para que pierda su trabajo.

— ¿De qué carajos estás hablando? —me indigné yo—. ¡Claro que es para que lo echen!

— Es que… Yo debí ser más clara con él. No tenía que haber permitido que se sintiera con tanta familiaridad. Seguro que en su imaginación creía tener oportunidad conmigo. Creo que sería mejor hacerle pasar un mal momento, y listo.

— Ya me vas a salir con alguna de tus ideas raras —intuí yo, temeroso, aunque también intrigado.

— Todavía no se me ocurre nada —contestó, para mi alivio y decepción a la vez—. Hagamos una cosa: esperá hasta mañana a la tarde. No lo denuncies todavía. Ahora hasta me da lástima. Pero necesita un escarmiento, eso seguro.

Cuando terminamos de comer, levanté la mesa y me fui a la cocina a lavar los platos. Siempre trataba de colaborar con los quehaceres de la casa, asegurándome de ocuparme de las cosas más livianas, obviamente. De todas formas, tal como me lo había dicho la propia Nadia por la tarde, ella ya se había percatado de mi estratagema, y no parecía molestarse por ello. Sin embargo esta aceptación de su parte no era por tonta, más bien todo lo contrario. Al ocuparse de la mayoría de las obligaciones de la casa, y de las más difíciles, se aseguraba de que yo no pudiera negarme a esos favores raros que me pedía todos los días —pasarle el protector solar por su cuerpo, sacarle fotos—. Y ahora que me había contado lo de Juan, sospechaba que requeriría de mi ayuda de alguna forma u otra. Eso sí, si me pedía algo demasiado raro, me negaría, y me limitaría a dar aviso a la administración del edificio, tal como lo tenía pensado desde un primer momento. Luego no me podría acusar de no haberle dado una mano.

Mientras terminaba de lavar los platos, Nadia entró a la cocina. Se paró al lado mío, y se puso a secarlos con un repasador mientras yo seguía con los vasos y los cubiertos.

— Hace tres años que me dedico a vender mis packs —comentó, respondiendo a la pregunta que le había hecho al principio de la cena—. Pero no creo que eso sea relevante.

— No, por supuesto que no. Eso lo dejaste en claro, y yo estoy de acuerdo —respondí

Esa noche mi madrastra vestía una pollera verde de una tela bastante gruesa, y debajo de ella unas medias negras. No lo había notado, pero a pesar de estar entre casa, se había producido bastante. Llevaba el pelo recogido, y un suéter beige que, como diría Toni, le calzaba como guante.

— Lo que sí puede ser interesante que sepas, es el motivo por el que me dedico a esto.

— ¿Ah, sí? —dije, escéptico, pues en verdad, todavía no había llegado al punto de sentirme muy interesado por su historia de vida.

Sin embargo, ella me lo contó:

— En todos los trabajos que tuve, siempre había algún superior, o algún compañero de trabajo que se quería acostar conmigo.

— Algunos hombres son muy poco profesionales —comenté.

— El hecho de que me sucediera lo mismo en cualquier empresa a la que iba, empezaba a asquearme. Era como si el mundo me dijera que sólo valía por mi físico, que sólo podía escalar posiciones si me arrodillaba ¿Entendés de qué hablo?

— Sí, entendí la metáfora a la perfección —dije, casi ofendido.

— Y para colmo, nunca fui alguien precisamente brillante —confesó luego—. No pasé el curso de ingreso a la universidad, y siempre me costó mucho aprender las cosas. Así que, esto de que para los demás solo valía por mi belleza, parecía ser reafirmado por mí misma, ya que no tenía ningún talento, y no destacaba profesionalmente en mi trabajo. Tampoco es que era una incompetente, pero nunca lograba sobresalir más que por mi cuerpo. Y cada vez que conseguía un empleo, en la empresa corría el rumor de que me habían contratado porque tenía algo con el gerente. Y cada vez que cometía un error, era muy mal visto, porque a las mujeres como yo siempre se les exige el doble que a las demás, como si por ser linda estuviera obligada a ser la más eficiente de todas.

— Entiendo —dije.

Le entregué los vasos y los cubiertos, para que los secara. Nuestras manos se rozaron.

— Así que pensé —siguió contando Nadia—, que ya que parecía valer sólo por mi cuerpo, le sacaría partido a la situación. Y además, dejaría de ser usada por tipos que sólo sentían lujuria por mí y que no me valoraban como persona, y sería yo la que los usaría. Además, ahora gano mucho más de lo que ganaría en cualquier otro trabajo.

— Pero ¿considerás eso una victoria? —Pregunté, ahora con sincero interés—. Al fin y al cabo, pareciera que terminaste ocupando el rol que la misma sociedad te orilló a ocupar.

— Ya veo que no te la pasás leyendo todo el tiempo en vano —dijo ella, con una sonrisa triste—. Simplemente tomé la mejor opción que tenía. Además, no es que piense dedicarme a esto toda la vida. Que además el cuerpo no me va a durar así para siempre. No me da la cabeza para hacer una carrera universitaria, pero hice montones de cursos: maquillaje, cocina, liquidación de sueldos, y hasta algunos de computación.

— Ya veo. Es bueno querer superarse. Además, en la cocina sos muy buena —respondí.

Nadia guardó los vasos en la alacena. Al hacerlo, tuvo que ponerse de puntitas de pie. Vi cómo uno de los vasos se le resbalaba de las manos. Logró agarrarlo, apenas con dos dedos, pero se notaba que en cuestión de unos instantes caería al piso y se haría pedazos. Sin pensármelo mucho, di un paso en su dirección, y estiré la mano para agarrar el vaso. Al hacerlo, sin intención, empujé con mi pelvis a mi madrastra. Ahora mi entrepierna se frotaba con su enorme culo.

Ella quedó apretada contra la mesada, con el torso inclinado hacia adelante. Lo que me pareció raro fue que no hizo movimientos para salirse, simplemente se quedó ahí, con el trasero respingón hacia afuera. La agarré de la cintura, y me alejé un poco hacia atrás, para darle espacio y que se reincorporara. Cuando ella lo hizo, yo, torpemente, continuaba a su espalda, por lo que nuevamente mi pelvis sintió la firmeza de sus glúteos.

— ¿Estás bien? —le pregunté. La agarré de la cintura, como para evitar que perdiera el equilibrio, cosa absurda viéndolo ahora, pues si lo había perdido había sido por mi culpa. Me separé un poco, notando, irritado conmigo mismo, que mi miembro viril empezaba a empinarse.

Nadia dio media vuelta. Me estrechó los hombros, y acercó su rostro.

Quedé petrificado, sin atinar a hacer nada. Vi su boca avanzando lentamente. Su cuerpo estaba nuevamente muy cerca de mí. Sus firmes tetas se apretaron en mi torso, y si antes no lo había percibido, ahora seguramente sí sentía mi semierección.

Y entonces Nadia me besó… en la mejilla. Eso sí, me pareció que su boca tocó muy cerca de la comisura de mis labios. Y luego enterró su rostro entre mi cuello y mi hombro, y sus brazos ahora me rodeaban en un fuerte y franco abrazo. Sentía cada músculo de su cuerpo unido al mío. Sus muslos, su pelvis, sus senos, apretándose cada vez con mayor intensidad en mí. No parecía incomodarle en absoluto mi verga hinchada, que de a poco se endurecía.

— Me voy a dormir —me dijo después al oído.

Tardó unos segundos en separarse de mí. Vi, asombrado, que sus ojos estaban rojos y parecían haber largado algunas lágrimas, porque estaban brillosos, y debajo de ellos había una especie de sendero de humedad.

Nadia me dejó sólo en la cocina. Me dije que ahora sí, la convivencia iba a ser difícil.

Continuará

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