Mi odiosa madrastra, capítulo 3
Nadia le pide otro favor a su hijastro
El tercer día de cuarentena me quedé todo el tiempo que pude en mi habitación. No era que le tuviera miedo a Nadia. Pero no todos los días estaba de humor como para estar en un ambiente hostil. Eso resulta muy estresante. Además, yo seguía pensando igual que el día anterior. Aunque ella me saliera con esos aires de feminista, no iba a dar marcha atrás con lo que le había planteado.
En primer lugar, no iba a dejar que me trataran como un parea en el edificio, y en el barrio, por convivir con una mujer que no tardó ni dos días en romper las normas vigentes. Ni mucho menos permitiría que meta ese virus chino en casa. Y sobre lo otro… ¡qué carajos! ¿Cuánto tiempo tengo que esperar para tener sexo?, me había preguntado la muy zorrita, cuando insinué que no se iba a ver a una amiga, sino a un amante. La verdad es que no sabía cuánto era el tiempo prudencial que una mujer debía guardar el luto por su pareja, pero para mí, el cadáver de papá todavía estaba tibio. El solo hecho de que se le cruzara por la cabeza la idea de coger con otro tipo, cuando no se cumplían tres meses siquiera del fallecimiento de su pareja, me parecía algo completamente descarado. Aunque de ella ya no me sorprendía prácticamente nada.
Ese día me levanté con la típica erección mañanera. Una erección tan potente, que cuando fui a orinar, me tuve que sentar, ya que era imposible hacerlo de parado. En ese momento volví a extrañar a Érica. Aunque en esta ocasión no fue una cuestión sentimental la que me hizo añorarla. Nunca fui una persona con la libido muy alta, pero sí que estaba acostumbrado a mantener relaciones sexuales con cierta regularidad. Edu y los demás siempre me decían que mi aparente desinterés por el sexo era debido a que, como siempre tuve con quién hacerlo, no comprendía lo que significaba estar en abstinencia sexual. Daba la casualidad que en los últimos días, antes de mi rompimiento con Érica, no habíamos tenido relaciones, lo que, sumado a los tres días desde que vivía con Nadia, ya llevaba casi una semana sin coger, y sin masturbarme, ya que no solía realizar esas prácticas.
Recordé que algunas veces, mi exnovia, cuando estaba de humor, o cuando quería disculparse por alguna pelea que habíamos tenido, me despertaba, en esos días en los que yo amanecía con una potentísima erección, practicándome sexo oral. A mí me incomodaba que se comportara como una puta, pero el placer era tan delicioso que la dejaba hacer.
Y ahora, después de mucho tiempo, sentía en mi cuerpo la carencia de sexo. Por primera vez entendía por qué mis amigos se comportaban como unos primates cuando veían a una mujer atractiva. Ellos, pobres, seguramente habían pasado períodos mucho más largos que yo sin coger.
Pero bueno, qué le iba a hacer. Tampoco me iba a morir por eso. Estuve a punto de masturbarme en el baño, pero el ruido de la aspiradora recién encendida me recordó que Nadia andaba rondando por la casa.
Me lavé la cara. Vi unos videos cualesquiera en el celular, para distraerme y que se me bajara la erección. Luego de unos minutos lo conseguí. Me vestí y fui a la sala de estar.
Una imagen ridícula y grotesca me estaba esperando.
— Hola. Al fin te levantaste —dijo Nadia.
Se encontraba pasando la aspiradora en la sala de estar. Pero eso no era lo raro, de hecho, se había comprometido a hacerlo, por lo que resultaba lógico. Lo inusual era que llevaba puesto el uniforme de Ramona, la empleada doméstica que había dejado de ir a nuestra casa debido a la cuarentena. Nadia pareció notar mi confusión, lo que hizo que esbozara una sonrisa, y dijera en voz alta, para hacerse escuchar por encima del ruido molesto de la aspiradora:
— No quiero ensuciar mi ropa, así que…
— ¿Y pensás que ese uniforme es a prueba de suciedad? —señalé.
— Lo que quiero decir es que no quiero estropear mi ropa. Podría rompérseme, o mancharme con lavandina cuando limpie el baño, o… qué se yo.
En realidad, el uniforme no tenía nada de especial. Se trataba de un vestido azul oscuro con un delantal blanco en la parte frontal. Ramona insistía en usarlo, a pesar de que ni Nadia ni yo éramos tan estrictos como para exigírselo. Lo inusual era el hecho de que Nadia era varios talles más grande que la empleada, por lo que el uniforme le quedaba muy chico. Para empezar, debería llegarle hasta un poquito por debajo de las rodillas, pero a ella le quedaba unos cuantos centímetros más alta, por lo que sus muslos quedaban a la vista. No alcanzaba a ser tan corta como una minifalda, pero estaba lejos de cubrir todo lo que un sobrio uniforme como ese debería cubrir.
Sin embargo, eso era lo de menos. El largo del vestido era algo que incluso podría pasar desapercibido, si no fuera por el hecho de que la prenda se veía increíblemente ajustada en el exageradamente exuberante cuerpo de Nadia. La parte de atrás del vestido parecía más corta que la delantera, ya que su trasero enorme, y bien parado, hacía que le tela no pudiera caer como debería. Por otra parte, los botones blancos de la parte delantera parecían a punto de salir disparados, con la fuerza suficiente como para quitarle un ojo a alguien, pues apenas podían contener las explosivas tetas de Nadia. La prenda en sí misma daba la impresión de que podría hacerse hilachas en cualquier momento, si Nadia llegaba a hacer un movimiento mal calculado.
Más que una mucama, parecía una otaku haciendo un cosplay pornográfico. Definitivamente era una persona a la que le gustaba llamar la atención. Pero por esta vez no le diría nada, ya que si le señalaba lo ridícula que se veía, sólo serviría para demostrarle que había cumplido con su objetivo.
— De todas formas, tampoco es que te vaya a costar tanto limpiar el departamento —comenté, tirándome en el sofá. Por lo visto, en cuestión de minutos terminaría de pasar la aspiradora en ese sector, así que encendí el televisor.
— No me digas… —respondió ella, poniendo los brazos en jarra—. Ya me di cuenta de que la otra vez sólo limpiaste por donde pasa la suegra. Pero hoy pretendo hacer una limpieza general, y vos me vas a ayudar.
— No me jodas. Vos te comprometiste a encargarte de la limpieza —retruqué.
— Está bien. Quedate ahí mirando tus dibujitos animados. Pero a la noche te vas a encargar vos de la cena.
Desenchufó la aspiradora, pero no se fue de la sala de estar, sino que se dirigió a la parte en donde estaban los libros, en unos estantes que hacían de biblioteca y que se encontraban instalados cerca de la entrada.
La zorra me iba a joder. Debía habérmelo visto venir. En la heladera había algunas cosas como para preparar unos sándwiches al mediodía, pero para la noche no quedaba nada. Y no podía contar con un delivery debido a las malditas restricciones. Si Nadia no me cocinaba, me vería obligado a hacerlo yo mismo. No es que fuera una tragedia, pero si podía desembarazarme del asunto, sólo dándole una mano …
— Está bien, te voy a ayudar por esta vez, pero sólo llamame cuando haya algo que no puedas hacer sola —le advertí.
— Entonces vení ahora —dijo ella.
— No te pases.
— Es en serio. Te necesito ahora.
Con pocas ganas, me puse de pie y fui a donde se encontraba ella. Nadia estaba parada sobre una silla, con un plumero en la mano. Bajaba unos libros de la biblioteca, y le pasaba el plumero encima.
— Tomá, sostenelos un rato —me dijo.
Fue sacando, uno a uno, los libros del estante más alto. Una vez que se encontró vacío, pasó el plumero sobre él. Al hacerlo, su cintura se dobló levemente, y sacó culo. Si alguno de los chicos estuviera en mi lugar, no dudarían en husmear entre sus piernas y averiguar qué ropa interior llevaba puesta, cosa que no costaría mucho trabajo hacer. Sólo bastaría con agacharse un poquito y listo.
Cuando terminó con ese estante, me pidió que le pase los libros de nuevo, los ordenó, y siguió con el siguiente.
— Ya veo por qué te resultó tan fácil limpiar el otro día —comentó Nadia, mientras seguía limpiando.
Cuando tocó limpiar el estante más bajo, la silla ya estaba sobrando. Pero la tonta de Nadia no se percató de eso inmediatamente. Tuvo que inclinarse mucho para agarrar los libros. Al hacerlo, casi me saca un ojo con su duro trasero.
— Es mejor que te bajes ¿no? —le sugerí.
Ella soltó una risotada. La verdad, que con la apariencia que tenía, nadie sospecharía que podía ser tan torpe, y que además era dueña de esa risa tan irritante. Y no lo digo por su físico, sino porque solía tener un semblante serio, que inspiraba cierto respeto en quien no la conocía. Pero yo que la tenía de cerca sabía que era medio idiota.
Como para confirmar mis prejuicios, cuando quiso bajar de la silla, se resbaló. No se cayó desde esa altura de pura casualidad. En el último momento pudo mantener el equilibrio, al menos en parte. Pero se vio obligada a bajar de un salto. Cuando lo hizo, chocó su espalda contra mi cuerpo. Era increíble la fuerza que tenía la hija de puta, aunque también debo reconocer que yo nunca fui de estar en forma. Me pareció que se me vino encima una bolsa de cemento. Retrocedí unos pasos, intentando sostenerla. Pero ella llevaba consigo la fuerza del brusco movimiento que hizo al bajar de la silla. Yo me tropecé con mis propios pies, y fuimos a caer al piso. Nuestros cuerpos se desparramaron ridículamente, y quedamos pegados. Ella encima de mí.
— Ay, ¿Estás bien? —preguntó Nadia, conteniendo su risa por esta vez, quizás porque sospechaba que a mí no me hacía ninguna gracia la situación.
Sin levantarse, giró sobre sí misma, para colocarse boca abajo, y mirarme de frente. Al hacerlo, su carnoso orto se frotó, sin pudor, con mi pelvis.
— ¿Te lastimaste? —preguntó. Acarició mi mejilla con sus manos, con una ternura que simulaba ser maternal, pero que sin embargo estaba lejos de serlo, pues sería difícil tomar su gesto en ese sentido, cuando sus enormes tetas colgaban, suspendidas en el aire, para frotarse en mi pecho, mientras hacían un movimiento de hamaca . Se sentían suaves. Por primera vez dudé de si realmente eran operadas.
— Sí. No pasa nada. Ya te podés levantar —dije, lacónico.
Nadia se puso de pie. Esta vez sí, y sin siquiera proponérmelo, vi la bombacha blanca con pintitas rosas que llevaba debajo de ese uniforme, pues cuando estaba erguida, yo seguía en el suelo. Pero enseguida desvié la mirada. Se dio media vuelta y extendió la mano para ayudarme a levantarme. La tomé, solo para que no hiciera ningún comentario si me negaba a hacerlo. Cuando me puse de pie, comprobé que me dolían los glúteos, pues fueron ellos los que recibieron todo el peso de Nadia, a la vez que el de mi propio cuerpo. Traté de disimularlo, cosa que no fue fácil, pues el dolor era bastante intenso.
— Bueno, ahora es cuestión de limpiar el polvo que cayó en el piso, y después sigo con lo demás. Ya te podés ir a sentar —comentó Nadia.
Fui a apoyar mi dolorido trasero en el confortable sofá, mientras ella seguía con los quehaceres. Se notaba que estaba en forma, pues la brusca caída no le había movido un pelo. Lo que tenía de torpe lo compensaba con un excelente estado físico. No volvió a llamarme para que la ayudara, pero dudaba que fuera porque no lo necesitaba, sino porque se sentía avergonzada por lo que había sucedido. Aunque por otra parte, me parecía raro que a alguien como ella le quedara algo de pudor.
No obstante, la veía continuamente ir y venir con ese uniforme que le quedaba ridículamente chico. No se me quitaba de la cabeza que si pasaba a cada rato frente al televisor meneando el culo, era para provocarme de alguna manera. Su actitud era patética, pero he de reconocer que no pude evitar mirar, cada tanto, cómo me daba la espalda. En un momento se puso delante del televisor, para pasar un trapo sobre los objetos que se encontraban en el mueble del mismo, ya que parecía haberse olvidado de hacerlo antes. Se inclinó. Quebró la cintura, casi como si estuviera ofreciéndome su monumental culo. Noté que la bombacha se marcaba en la tela del uniforme, pues al estar tan ajustada a ese enorme trasero, los bordes de la prenda íntima quedaban en relieve.
Después de ese último intento por llamar mi atención, desapareció unos minutos y reapareció con unos guantes amarillos y un balde lleno de productos de limpieza, para luego meterse en el baño principal.
Pensé que toda esa pantomima había llegado a su final. Durante un buen rato desapareció de mi vista, y apenas noté su presencia, debido a los ruidos que me llegaban del baño. Una vez que terminó con ese sector, se metió en la cocina. De repente largó un grito:
— ¡León, vení! —dijo.
Escuché el ruido del agua que salía con mucha presión. Fui hasta la cocina, intuyendo lo que me iba a encontrar. Nadia estaba metida adentro de la bajomesada, que se encontraba con sus puertas abiertas. El agua empezaba a escaparse, y formaba un charco alrededor de mi madrastra. Sabía que justo donde estaba metida, se encontraba la cañería. Me acerqué. Me incliné, haciéndome lugar, pues ella ocupaba mucho espacio. Nadia tenía la mano en la cañería, intentando contener el potente chorro de agua que salía disparado de una abertura. Pero sólo lo lograba a medias. El uniforme de mucama ya se encontraba empapado, al igual que su rostro y pelo. Me quedé viendo unos segundos ese momento humillante para ella, hasta que por fin le expliqué:
— ¿Ves esto? Es una llave de paso —dije, para luego cerrarla, y de esa manera lograr que el agua dejara de salir por ese caño.
Por primera vez vi su semblante ensombrecido. Parecía que esta vez su estupidez no le hacía ninguna gracia. Y eso que dentro de todo no había sucedido nada grave.
El uniforme, ya de por sí ajustado, ahora mojado, estaba pegado a su cimbreante cuerpo. Sus pezones se marcaron en la tela, eran amenazantemente puntiagudos, lo que me hizo sospechar que no llevaba corpiño.
— Soy un desastre —dijo, y sus ojos parecieron a punto de largar lágrimas.
— No fue nada. Le puede pasar a cualquiera —dije, aunque ni siquiera estaba seguro de cómo había sucedido el accidente. No es que tuviera compasión por ella (o quizás un poquito sí), sino que no me quería ver en la embarazosa situación de que se largara a llorar como una niña.
No sabía nada de plomería, pero parecía algo fácil de arreglar, al menos de manera provisoria. Ya llamaría a un plomero cuando estuviera permitido hacerlo. Mientras tanto, metería una masilla en el tubo para cerrarlo. Me dispuse a secar el piso. Nadia apareció con la ropa cambiada. Ahora vestía un top tipo musculosa color verde, y uno de sus tantos diminutos shorts de jean.
— Dejá, yo me encargo —dije, pensando en que me convenía que estuviera dispuesta a cocinar en la noche. Nadia no dijo nada. Simplemente me dejó encargarme del desastre que había hecho en la cocina.
Fuera de ese accidente, se había ocupado bien de limpiar el departamento.
— León, me pasas una toalla seca por favor —la escuché decir después, desde el baño principal.
Por lo visto había entrado a darse una ducha y se había olvidado de la toalla. Fui a buscarla, y se la alcancé. Le golpeé la puerta, esperando que la abriera un poco y sacara solo la mano para que yo le entregara la toalla. Pero la puerta se abrió casi por completo.
A esas alturas ya no me asombraba verla media desnuda. En este caso llevaba el mismo top verde con el que la había visto hacía unos minutos, sólo que ya se había despojado de su short, por lo que otra vez tuve el extraño privilegio de encontrarme con su prodigioso culo entangado. Sin embargo, por primera vez sentí que no pretendía llamar mi atención. Estaba todavía muy seria, o más bien triste. Sospechaba que mientras yo estaba secando el piso de la cocina, finalmente se había largado a llorar. Agarró la toalla. Susurró un gracias, y después cerró la puerta.
Mientras se duchaba, arreglé de manera rudimentaria, tal como lo había planeado, la cañería. Después me hice un sándwich con una albóndiga que había quedado del día anterior, y le agregué unos huevos revueltos. Me aseguré de que quedara suficiente para ella. Después me metí un rato en mi habitación. Por esta vez le dejaría espacio.
Me pregunté qué carajos le había pasado. Estaba claro que el incidente de la cocina no había sido el motivo, sino más bien el desencadenante de algo que la molestaba. Quizás estaba relacionado con la cita que la obligué a cancelar la noche anterior. En todo caso, era problema suyo.
Me sorprendí cuando escuché que tocaba a mi puerta. Le dije que pasara.
— Sólo quería decirte que no te sorprendas si me ves con el humor muy cambiado de un momento para otro. Yo soy así —dijo.
— Okey, no hay problema. Mientras ese cambio de humor no implique que me mates a puñaladas —respondí.
— Claro que no. Es que… —dudó en terminar la frase, pero finalmente agregó—: es que, de repente, sin ningún motivo en particular, me acuerdo de Javier, y me pongo muy triste.
— ¿Ah sí? —dije, algo escéptico.
— Sí. Aunque no lo creas, nosotros nos amábamos. A nuestra manera, pero nos amábamos.
— ¿A nuestra manera? ¿Qué querés decir con eso? —pregunté, aunque casi inmediatamente me arrepentí de hacerlo. No necesitaba detalles sobre la relación que tenían.
— Quizás más adelante te lo explique —respondió ella, como adivinando mi desinterés.
— Okey, no hay problema —dije, y como para cambiar de tema, pregunté—. ¿Qué te parece si voy a comprar para que hagas unas milanesas con ensalada a la noche? Es algo fácil, no te podés quejar —y después, viendo la oportunidad, agregué—. Y para que veas que soy bueno, desde ahora me voy a encargar yo de la limpieza. No quiero que pases por la misma tragedia que hoy. Eso sí, lo voy a hacer siempre y cuando te encargues de la comida.
No lo había hecho con esa intención, pero al escucharme, su semblante triste desapareció, y esbozó una sonrisa que por esta vez no me pareció irritante.
— Ya veo lo bueno que sos. Vos te ocupás de algo que se hace día por medio, mientras que yo tengo que encargarme de lo que se hace a diario, y encima, dos veces al día.
— No te quejes, en el almuerzo como cualquier cosa, no hace falta que cocines al mediodía.
— Okey, consideralo un trato, pero que quede abierta la posibilidad de revisar las cláusulas —dijo ella.
Por ese día olvidé el desprecio que sentía por ella. A la tarde fui a comprar al supermercado más cercano. Vi que en el ascensor había un cartel pegado en el espejo que decía que los del séptimo B eran covid positivo, y sin embargo salían de su departamento como si nada. Me indignó la irresponsabilidad de esa gente. ¿Tanto costaba cumplir con el aislamiento? Pero por otra parte, la actitud vigilante de aquella persona que colgó el cartel, me produjo un miedo que no entendía de dónde provenía, pues yo mismo era extremadamente responsable, y era imposible ser blanco de una acusación como esa.
Sobre Avenida de Mayo había un camión de gendarmería. Los uniformados detenían autos y colectivos para verificar que quienes viajaban realmente trabajaban en actividades esenciales. Me había tocado vivir en una de las zonas en donde mayor control se ejercía. Por lo que me habían contado Joaco y los demás, en sus barrios, que estaban bastante alejados de las zonas céntricas, la cosa parecía más relajada, y los vecinos creían que podían hacer lo que quieran. Pero en mi barrio, al menos durante esa primera etapa, la cosa fue muy rígida. Hay que aplanar la curva, se decía una y otra vez en la televisión.
En el supermercado me tomaron la temperatura y me dejaron pasar. Cuando salí con la bolsa, caminé lo más lentamente posible. Apenas iba tres días de encierro, y ya resultaba muy pesado. Había comenzado el otoño, pero el clima veraniego aún persistía.
Cuando volví, Nadia estaba buscando algo para ver en el televisor.
— ¿Vemos algo en Netflix? —preguntó.
La idea de ver una película con ella se me antojaba muy extraña.
— No, tengo que hacer unas cosas en la computadora —mentí.
Me quedé un par de horas en mi cuarto. Le conté a Joaco lo que había pasado con Nadia. Enseguida me escribió Edu pidiendo una nueva videoconferencia. Le dije que no molestaran. Toni me mandó un mensaje jocoso: “dios le da barba al que no tiene quijada”, decía.
De repente sentí que la erección mañanera que había tenido, y que me había negado a descargar, reaparecía con más fuerza que nunca. Mi verga se había puesto tiesa como una piedra. Si no me masturbaba enseguida, sería muy difícil bajarla, y podría ser muy incómodo tener otra erección frente a Nadia. Además, el bulto que se me había formado cuando la apliqué el bronceador en su cuerpo, no era nada en comparación al que tenía ahora. Me miré en el espejo, de perfil. Me había contagiado un poco de la estupidez de mis amigos, pues me pareció muy gracioso ver a mi miembro viril parado a cuarenta y cinco grados. Me lo acomodé, pero aun así era muy notorio.
Me recosté en la cama. Desabroché el pantalón, y me bajé el cierre. Corrí hacia atrás el prepucio. El glande apareció con el infaltable líquido viscoso transparente. Mojé mi mano derecha con mi propia saliva, y froté en esa zona con las yemas de los dedos, con mucha suavidad. Un placer electrizante atravesó mi cuerpo, pero sobre todo, y de manera mucho más intensa, en mis genitales. La saliva mezclada con el presemen había formado una sustancia de una textura pegajosa y resbaladiza a la vez ¿Hacía cuánto que no me masturbaba? No lo recordaba, como así tampoco recordaba cuánto tiempo había pasado de la última vez que sentía esa imperiosa necesidad de eyacular. Deduje que pronto tampoco me alcanzaría con estas prácticas onanísticas, sino que necesitaría sentir el calor de una mujer nuevamente. Pero con el COVID19 todo resultaba más complicado.
Entonces Nadia golpeó la puerta.
— Puta madre —largué en voz alta, sin darme cuenta.
Recordando la vez que entró a la habitación sin siquiera tocar, me levanté rápidamente el cierre del pantalón y encerré a mi gusano.
— ¿Puedo pasar? —preguntó Nadia, al otro lado de la puerta.
Me senté en el borde de la cama, y me cubrí la erección con la remera.
— Qué querés —dije, con sequedad, con la esperanza de que me lo dijera sin entrar.
Sin embargo mis palabras fueron tomadas como una autorización. Nadia entró a mi cuarto.
— ¿Me harías un favor? ¿Me sacarías unas fotos? —pidió.
— ¿Y por qué no te sacás unas selfis y ya? —le pregunté.
— No seas malo, quiero hacerme algunas que no me puedo sacar sola. Además… No veo que estés muy ocupado. ¡Dale, vamos!
No encontré una excusa para no hacerlo. Además, esto de intercambiar favores hasta el momento iba bien. Me funcionó con lo de la comida. Quizás después de esto ella se consideraría en deuda conmigo. Por suerte, tras su intromisión, la erección había disminuido considerablemente. Aunque no había desaparecido del todo. La seguí, pero ella se perdió en su habitación. Unos minutos después salió.
— ¿Por qué carajos te pusiste eso? —le pregunté.
Su vestimenta consistía en una camiseta de fútbol de la selección Argentina. De la cintura para abajo no llevaba nada, salvo una diminuta tanga.
— Bueno, en estos tiempos más que nunca tenemos que estar unidos, y el patriotismo tiene mucho que ver con eso —dijo, totalmente convencida de sus palabras—. Ese es el mensaje que quiero transmitir.
— ¿Y es necesario mostrar el culo para eso? —pregunté.
— Eso es sólo el medio para el fin, Leoncito. Si no estuviera en tanga, no tendría ni la décima parte de vistas. Creeme.
Claro que le creía. Lo que no creía era que una chica con el culo escultural como ella podría enviar un buen mensaje en relación a la pandemia, y que además sirviera de algo. Sabía que tenía miles de seguidores en las redes sociales. Incluso conseguía muchas cosas de canje, sin tener que desembolsar un peso. Pero la mayoría de sus admiradores eran tipos con sobrepeso y trabajos mediocres, que se masturbaban pensando en mujeres como ella.
— Vení, vamos a la terraza —dijo.
Salimos a la hermosa tarde. El sol estaba radiante. Era difícil recordar que ya estábamos en el primer día de otoño. Nadia se apoyó en el balaustre de la terraza. Dio vuelta el rostro y sonrió, arreglándoselas para que su famoso orto también saliera. Le saqué una foto con el celular.
— Desde abajo —dijo. Yo no entendí a qué se refería, por lo que me aclaró—: ponete en cuclillas para sacarme la foto. Dale.
Se levantó una rica brisa. El cabello rubio de Nadia pareció bailar. No era un experto en fotografías, ni de lejos. Pero ese hermoso cielo despejado, el pelo de mi madrastra en movimiento, y ese enorme y terso culo en primer plano, podrían lograr que cualquier estúpido sacara una excelente fotografía.
Nadia miró al horizonte con expresión pensativa. Se levantó un poco la camiseta, para que sólo la cubriera hasta la cintura, pues era lo suficientemente larga como para tapar su lucrativo trasero. Los dos cachetes se veían perfectos.
— A ver cómo quedó —quiso saber ella—. Perfecta —dijo después, cuando vio la foto en mi celular—. Vení, sácame algunas más, y ya te dejo de molestar.
Se metió adentro. Se quitó la camiseta en un movimiento que me pareció increíblemente veloz. Era impresionante la facilidad que tenía esa chica para desnudarse. Ahora sólo quedó con la tanguita negra y el corpiño que hacía juego con ella.
— Una así —dijo.
Se había subido a uno de los sofás individuales, arrodillándose en él. Me daba la espalda, y se sostenía del respaldar. Su voluptuosa figura estaba cubierta apenas con las tiritas de la tanga y del brasier. Agachó la cabeza, con una expresión que me pareció de sumisión, y dejó caer su lindo y abundante cabello rubio a un lado. De repente, sentí que mi verga palpitaba.
— Bueno… —dije.
Pero ella me interrumpió.
— Sólo una más —dijo. Se bajó del sofá de un salto y me agarró de la muñeca, para luego llevarme a rastras hasta su habitación.
Se colocó encima de la cama. Primero en una pose de perra, como si estuviera a punto de ser penetrada. Pero como dándose cuenta de que sería una foto muy vulgar, irguió su cuerpo, extendió una de sus piernas, mientras que la otra quedaba flexionada, y giró para ver a la cámara con gesto provocador.
— Así estás perfecta —largué, sin pensármelo mucho.
Mi abstinencia me hizo una última mala jugada. Mi miembro viril se endureció nuevamente. Estaba seguro de que ella lo había notado, al igual que la vez anterior. Aunque estuviera tapado por la remera, no quedaba oculto a una mirada experimentada como la suya.
— Bueno, ahora te las mando por WhatsApp —dije, dándole la espalda.
Estoy casi seguro de que largó una risita mientras me iba. Ahora sí, no pensaba posponer más mi autoalivio. Me metí en el baño para hacerlo. Pero contra mi voluntad, mientras masturbaba mi verga frenéticamente, no pude evitar pensar en mi tonta y odiosa madrastra.
Continuará
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