Mi odiosa madrastra, capítulo 2

León se desconcierta cuando su madrastra le pide un peculiar favor

La restricción ya se estaba haciendo sentir en la calle. A partir del diecinueve de marzo se decretó la cuarentena obligatoria, y se determinó que las personas sólo podrían salir de sus casas para comprar alimentos y medicamentos. La verdad es que parecía estar viviendo, de repente, dentro de una película de ciencia ficción postapocalíptica. Pero la situación no me desesperaba. Incluso hasta me parecía interesante en cierto punto. Además, mi personalidad responsable y honesta, me llevaba a acatar las normas sin hacerme demasiadas preguntas. Por otra parte, en teoría, la cosa iba a durar solo hasta fin de mes. Está de más decir que eso finalmente no fue así, pero en ese momento era lo suficientemente optimista —o ingenuo—, como para creerlo.

El segundo día de cuarentena me encontraba en la cama, y eso que ya era el mediodía. No era de dormir mucho, pero la noche anterior me había quedado hasta tarde viendo unas películas de terror que había descargado en mi computadora.

Me di una ducha rápida. Me sorprendió el hecho de que no hubiera rastros de Nadia, ni en la sala de estar ni en la cocina. Pensé que también estaría durmiendo. Mejor para mí, pensé. Me hice un sándwich con unas fetas de fiambre que había en la heladera. El departamento se sentía enorme cuando me encontraba solo. Pero eso no me gustaba mucho, pues inevitablemente me traía el recuerdo de papá, cuando todavía estaba vivo. Inesperadamente sentí que extrañaba muchísimo a mi ex, Érica. Pero no iba a caer tan bajo como para escribirle. Tenía en claro que esa repentina nostalgia se debía únicamente a que me sentía solo. Me la tenía que aguantar, no me quedaba otra.

El día anterior Nadia me había dicho que tendría que colaborar con la limpieza de la casa. Me había indignado mucho al escucharla, pero tampoco podía vivir en un chiquero. Concluí que lo mejor sería limpiar, cada tanto, por cuenta propia, sin darle el lujo de que fuera ella quien tuviera que recordármelo. Además, el departamento no era muy difícil de limpiar. Apenas entraba polvo. Eso sí, ni loco me ocuparía de su habitación. De eso que se encargue ella, pensé.

En cuestión de una hora ya había terminado. En ese momento Nadia apareció, entrando por la puerta principal.

— ¿Dónde estuviste? —pregunté, molesto, pues se suponía que debería estar adentro.

— ¿Perdón? ¿Me estás controlando? Ni que fueras mi marido —respondió ella, irónicamente. Vestía un minishort de jean y una remera musculosa roja. Cómo le gusta andar por la vida calentando pijas, pensé para mí, pero no lo dije, obvio—. Fui a hacer unas compras —me dijo después, mostrándome una pequeña bolsa que llevaba en su mano.

— ¿Me estás cargando? Hace más de una hora que me levanté y desde entonces ya no estabas. O sea que estuviste afuera más de una hora. No podés tardar tanto en el supermercado.

— Es que fui al que está cerca de la estación, porque en el chino de acá no tiene la marca de shampoo que me gusta —aclaró ella, con total aplomo.

— ¡Tenés que ir al negocio más cercano! Así son las cosas. Sólo podemos salir para hacer las compras y volver rápido a casa. Si te para gendarmería, vas a tener problemas —le dije—. Tu domicilio está en tu documento, así que se van a dar cuenta fácilmente si estas en un lugar en el que no tenés que estar.

Nadia soltó una carcajada.

— Javier tenía razón. No te parecés nada a él —comentó—. No hace falta que seas tan estricto. No estamos en una dictadura. No creo que vaya presa por ir un par de cuadras más lejos de lo que supuestamente está permitido ir.

— Te agradecería que no nombres a mi padre —contesté, ya que cuando ella lo hacía, no podía evitar recordar que se murió en sus brazos, o mejor dicho, en sus piernas, mientras estaban cogiendo como dos adolescentes libidinosos.

— Bueno, era mi marido, no puedo evitar nombrarlo de vez en cuando —respondió Nadia. Su rostro se entristeció. No me cabían dudas de que sentía cariño por el viejo, pero eso no la hacía menos despreciable a mi vista.

En ese momento tuve una ocasión perfecta para humillarla, recordándole que en realidad no era su marido, pues nunca se habían casado legalmente. Pero por esa vez se la dejé pasar.

De todas formas, estaba molesto con ella. No entendía cómo es que no era capaz de respetar las nuevas normas vigentes. Si todos las obedecíamos a rajatabla, en poco tiempo podríamos volver a la normalidad. Además, por culpa de irresponsables como ella, las personas con mayor edad terminaban muriendo.

— Veo que limpiaste la casa. Me parece muy bien que hayas decidido colaborar. Te estás comportando de manera madura —dijo ella, cambiando de tema.

— Lástima que no puedo decir lo mismo de vos —retruqué, afilado—. Tu actitud rebelde es digna de una adolescente díscola.

Hizo de cuenta que no me escuchó, y se metió en la cocina para tomar agua, pues estaba sedienta.

Me adueñé de la sala de estar. Me quedé viendo la televisión, ignorándola por completo. Esperaba que se recluyera en su cuarto el mayor tiempo posible. Quizás deberíamos hacer un acuerdo sobre durante cuánto tiempo podía usar cada uno de nosotros el living, pero mientras ella no me dijera nada, yo aprovecharía para ocupar la mayor parte del departamento por el mayor tiempo posible.

Pero ella sólo se metió en la habitación durante unos minutos. Al rato apareció. No pude evitar quedarme mirándola durante un momento, pues no terminaba de acostumbrarme a lo suelta de ropa que andaba dentro de la casa. Sólo vestía un conjunto de ropa interior con encaje. Apagó el aire acondicionado, y se fue a recostar en el sofá más grande, desparramando su arrogante figura en él.

— ¿Qué estás viendo? —me preguntó.

No podía negar que tenía un cuerpo escultural, a la altura de mujeres famosas como Sol Pérez o Gina casinelli, dos hembras a las que seguía de cerca en Instagram, aunque Érica siempre se burlaba de mí por hacerlo.

— Sólo te miro porque no estoy acostumbrado a vivir con una mujer que anda medio desnuda por la vida —contesté.

Ella soltó esa carcajada estridente suya que ya empezaba a fastidiarme.

— Te hablaba de la televisión. ¿Qué estás viendo en la televisión?

Me puse rojo de la vergüenza, y ella me miraba con cara de odiosa, regodeándose en mi humillación.

— Nada. Es una película que ni siquiera sé el nombre —dije, tratando de hacer de cuenta que lo anterior no había pasado—. La próxima vez que quieras apagar el aire, primero avísame —dije después.

— Es sólo por un par de horas. Tenemos que ahorrar electricidad. No te olvides de quién paga las cuentas.

Se habría de creer una especie de diosa egipcia, recostada ahí, con ese cuerpo de belleza arquetípica. Un cuerpo ideal para poner fotos en Instagram y recibir un montón de likes y de comentarios obscenos que le inflarían el ego más de lo que ya estaba. Si Edu y Tomi la vieran, se volverían más estúpidos de lo que ya de por sí eran. Joaco también quedaría embobado, obvio, pero al menos tendría la dignidad de disimularlo de la mejor manera posible. Pero yo nunca fui el típico pendejo que se da vuelta a mirar cada lindo culo que se me cruza en la calle. No es que no disfrute del cuerpo femenino, pero para todo hay un momento, y sobre todo, me gustaba que me consideren una persona respetuosa. A la larga, eso me beneficiaba, pues las chicas maduras como Érica, no se ponían de novias con cualquier pajero.

Según Nadia, ella se sentía con la libertad de andar así por la casa, porque confiaba en mí, y tenía la certeza de que no me iba a propasar. En eso tenía un punto. No podía negar que cualquiera que estuviera en mi lugar, no tardaría más de dos minutos en tirarse un lance.  Pero algo me decía que lo que quería la muy zorra era provocarme, aunque no terminaba de cerrarme el motivo por el que lo hacía. Estaba claro que yo jamás ofendería la memoria de papá.

Me costaba concentrarme en la película, teniendo a mi madrastra entangada a unos centímetros de mí. Además, aunque yo no le prestara la menor atención, cada tanto ella me hacía recordar su presencia, haciendo algún comentario sobre la película. Por otra parte, no quería dar el brazo a torcer. Por esa tarde el televisor de cincuenta y cinco pulgadas y el living serían míos. Si a ella no le gustaba, que se esfumara.

Pero para mí alivio, fue ella misma la que me dejó solo, incluso antes de que terminara la película.

— Voy a aprovechar el sol —murmuró.

Se metió en su habitación, y enseguida salió, todavía en ropa interior, con una colchoneta y una manta en sus manos. Corrió el vidrio del ventanal, y salió a la terraza, cosa que me llamó la atención.

Lo malo de vivir en un edificio, es que no se cuenta con un patio. Pero como compensación, nosotros teníamos una enorme terraza que podíamos disfrutar de diferentes maneras. A mí me gustaba salir a leer. Era muy agradable sentir la brisa en la cara, mientras me zambullía en la lectura. Nadia, por su parte, tenía otra manera de disfrutar de ese espacio, y yo estaba a punto de descubrirla.

— Leonardo ¿Podés venir por favor? —gritó.

No tenía ganas de levantarme. Además, la película todavía no había terminado. La pesada tuvo que gritarme dos veces más para obligarme a salir. Más vale que sea algo importante, me dije a mí mismo.

— Te gusta llamar la atención ¿No? —dije, cuando la vi.

Nadia estaba apoyada en el balaustre de hierro, mirando la ciudad achicada por la distancia.

— ¿Por qué lo decís? —me preguntó.

— Porque estás en pelotas, al aire libre —dije, directo.

— No estoy desnuda. Además, desde acá no me ve nadie.

Eso era cierto a medias. En ese momento no la veía nadie. Estábamos en un semi-piso, por lo que la terraza del único vecino que teníamos en ese piso, daba al lado opuesto. Por otra parte, vivíamos en el piso once, por lo que era muy alto para que la vieran desde la calle. Pero sin embargo, algunos de los que vivían en los edificios de la vereda de enfrente sí podrían llegar a verla. Pero no dije nada. Estaba claro que a ella no le importaba eso. O más bien, le hubiese encantado que la descubrieran, y convertirse así en la conversación de unos tipos que tenían por mujeres a cuarentonas con sobrepeso, o quizás de unos adolescentes que nunca habían cogido, y que solo en sueños estarían con alguien como ella.

— ¿Qué querés? —pregunté.

— ¿Me harías un favor? —dijo, haciendo un gesto tonto para fingir simpatía—. ¿Me ayudarías a ponerme el protector solar?

— No me jodas —respondí.

— No seas malo. Si lo hacés, te prometo que…

— Que qué —dije yo, áspero.

— Que la próxima vez limpio la casa yo —dijo ella, y como vio que no lograba convencerme, agregó—: Y hoy te cocino algo rico.

La verdad era que yo no sabía cocinar más que unos huevos fritos y fideos hervidos. Papá siempre me malcrió en ese sentido, y en la casa de Érica, siempre cocinaba su madre, a quien le encantaba hacerlo. Me acordé también de que los deliverys no estaban permitidos, y de todas formas, era hora de empezar a ahorrar incluso en las comida. Entonces su propuesta no me pareció tan mala.

— Bueno, pero que sea rápido —accedí.

Nadia extendió la manta sobre la colchoneta que ya estaba acomodada, bajo los rayos del sol.

— No entiendo por qué esa obsesión de algunos con su cuerpo —dije yo, mientras ella se ponía boca abajo, sobre la manta.

— No es obsesión. Simplemente a algunos nos gusta vernos bien. Por supuesto que hay otras cosas más importantes, pero la primera impresión siempre es por los ojos —dijo. Yo no le respondí. No tenía ganas de ponerme a filosofar, mucho menos con ella—. ¿Sos de poco hablar, o es solo conmigo porque te caigo mal? —preguntó después.

— Un poco de ambas —dije, con franqueza.

Nadia rió, como si lo que acabara de escuchar lo hubiera dicho un niño que no estaba del todo consciente de sus palabras. Pensé que lo que seguiría sería un patético intento de congraciarse conmigo, pero por suerte me equivoqué.

Abrí la tapa del protector solar, y puse un poco en mi mano, para luego inclinarme.

— Esperá —me detuvo ella—. Desabrochame el corpiño.

— Pero ya tengo una mano llena de crema —dije.

La verdad era que ella podía desabrocharse el brasier por su cuenta. Era evidente que sólo lo hacía para molestarme.

— ¿Y no podés hacerlo con una sola mano? Veo que te falta experiencia con las mujeres —dijo, cizañera.

— Guardate tus comentarios —le contesté.

Agarré el broche de la prenda, e intenté separar sus dos partes, pero fallé en mi primer intento. Maldije para mis adentros. Estaba quedando como un tonto frente a mi detestable madrastra. Hice un segundo intento. Sentía mis dedos resbaladizos. Si lo soltaba de nuevo sería el colmo. Tardé varios segundos, hasta que por fin pude desabrocharlo. Los elásticos salieron disparados, en direcciones opuestas, dejando la espalda de Nadia totalmente desnuda. Se notaba un color más pálido en la piel, ahí donde había estado cubierta por las tiras del corpiño.

Tenía un físico privilegiado, sin ninguna dudas. Y no era sólo debido a lo disciplinada que era con los ejercicios, sino que la genética parecía estar de su lado. La combinación de ambas cosas daba como resultado el atlético y proporcionado cuerpo que tenía ahora frente a mí. En la parte superior de su espalda tenía un tatuaje con letras cursiva que no me molesté en leer, y en el brazo izquierdo había un dibujo de una flor, que me pareció de mala calidad y de pésimo gusto.

Unté la espalda con el protector, y empecé a desparramarlo, con la palma de mi mano, en toda su piel. Su espalda era angosta, pero se notaba que Nadia no ejercitaba sólo las piernas y los glúteos. Era una espalda que muchos hombres envidiarían. Me di cuenta de que había usado muy poco protector, por lo que me puse un poco más en la mano, y volví a pasarlo por su cuerpo.

— Veo que no sos tan malo con las manos como había pensado —dijo Nadia—. Serías un buen masajista.

No le hice el menor caso. Sus provocaciones no le valdrían de nada. Por primera vez se encontraría con un hombre al que no le movía un pelo, incluso si se acostaba casi desnuda frente a sus ojos. Eso resultaría un fuerte golpe para una chica tan egocéntrica y vanidosa como ella.

De a poco, iba cubriendo toda su espalda con el protector. Cuando bajé hasta la cintura, mi mano, involuntariamente, corrió unos milímetros la tira de la tanga. Me pareció oír que ella largaba una risita, pero no pronunció palabra alguna, y yo hice de cuenta que no pasaba nada.

— ¿Cuál es tu comida preferida? —preguntó Nadia.

— Albóndigas con puré —respondí.

— Dale, seguí con las piernas que a la noche hago unas albóndigas riquísimas. Le voy a pedir al carnicero que me pique la mejor carne. Nada de picada común.

No le contesté, pero en cambio sí continué con mi tarea. Al final, yo salía ganando con ese trato. Quizás ella se sentía la más viva del mundo, pero se estaba comportando como una tonta. No entendía qué era lo que quería probar con todo eso. No pensaba propasarme con ella. No le daría el gusto de poder afirmar que era capaz incluso de seducir a alguien que la detestaba.

Me puse más protector en la mano, y retrocedí un poco, para luego inclinarme y tener sus piernas a mi alcance. Si los chicos me vieran, no lo podrían creer. Empecé por las pantorrillas, y fui subiendo, poco a poco, hasta llegar a los muslos.

La verdad es que me sorprendió lo firmes y tersos que se sentían. Érica tenía un cuerpo muy bello, pero a sus diecinueve años, se notaba cierta flaccidez en sus partes, cosa que con Nadia pasaba todo lo contrario. Todo era tersura y firmeza. Esas gambas seguramente soportaban mucho peso.

No había estado con muchas mujeres en mi vida. Y no es que me avergonzara de ello, más bien al contrario. Pero nunca había tocado ese tipo de cuerpo. Como diría mi amiga Sabrina, una recalcitrante feminista, era un cuerpo hegemónico, el tipo de cuerpo que en la televisión y las redes sociales muestran como un ejemplo a seguir, un estereotipo de belleza ideal, pero que en muchos casos es prácticamente imposible de imitar. Sospechaba que las tetas de Nadia eran operadas, pero por lo demás, parecía fruto de su herencia genética y de su propio esfuerzo.

El sol estaba fuerte, y ya empezaba a molestarme, por lo que apuré mi tarea.

— Bueno, de lo demás podés encargarte vos —le dije, dejando el pote a su alcance, para luego ponerme de pie.

— Con la parte de adelante sí —dijo ella—, pero con lo de atrás tenés que encargarte vos. No digo que no pueda hacerlo, pero me resultaría muy incómodo.

— ¿Querés que te pase el protector por el culo? —pregunté, tratando de ocultar mi sorpresa—. No entiendo qué pretendés con todo esto. No vas a lograr que te quiera coger. ¿Cuál es tu plan? ¿Acusarme después por abuso? —dije.

Eso último se me acababa de ocurrir, pero no dejaba de tener su lógica. Últimamente la cosa estaba difícil para los hombres. Hacía poco había visto en un noticiero que muchos terminaban presos sólo por la palabra de la denunciante. Algo así como: sos culpable hasta que demuestres lo contrario. Una verdadera locura. Tener a alguien como Nadia, viviendo a solas conmigo, podía ser una bomba de tiempo.

— No seas boludo —dijo ella—. Ya te dije que confío en vos. Además, si quisieras propasarte, ya lo habrías hecho hace rato. Creéme, los hombres no aguantan ni la mitad del tiempo que vos estuviste poniéndome el bronceador, sin hacer alguna estupidez. Tenerte conmigo es como haberme sacado la lotería.

Parecía sincera, aunque por mi propio bien, conservé mi escepticismo. Era cierto que, para mujeres como ella, era muy difícil tratar con hombres, pues no existía macho heterosexual que no quisiera llevárselas a la cama. En cierto punto, sus vidas eran una mierda, ya que parecían valer solo para el sexo, como si fueran una cosa. Pero tratándose de Nadia, no podía sentir pena por ella. Ni dejaba de dudar de sus intenciones.

Miré su trasero, que estaba levantado, recibiendo los rayos del sol. La pequeña tela negra que lo cubría, se hundía entre sus pomposos glúteos. Apreté del pomo del bronceador, y dejé caer dos chorros en uno de ellos. La imagen me pareció algo pornográfica. Debía reconocer que, si no se tratara de Nadia, incluso alguien tan ubicado como yo, quedaría anonadado ante semejante orto. Como diría Toni, era un culo con carácter.

Apoyé tímidamente la palma de mi mano en él, y empecé a hacer movimientos circulares, esparciendo el bronceador en toda la circunferencia.

Si los muslos se sentían firmes, las nalgas eran ridículamente duras. Pero a pesar de la rigidez de los músculos, la piel era increíblemente suave y tersa. Se sentía tan bien como cuando acariciaba el asiento de cuero del BMW del papá de Edu. Por otra parte, al sentirlo con el tacto, me daba cuenta de que su trasero era mucho más grande de lo que podía parecer a simple vista. Con la palma completamente abierta no alcanzaba a cubrir ni la mitad de una de sus nalgas. El cuerpo de esa mujer era realmente intimidante para alguien como yo, acostumbrado a fisionomías más esbeltas.

Estuve unos minutos dedicándome a pasar la crema en el culo de mi madrastra. Si alguien me hubiera dicho, apenas unos días atrás, que estaría haciendo eso, no se lo creería ni loco.

Habiendo acabado con la parte más carnosa, me quedé unos segundos, dubitativo. La parte más profunda había quedado sin que le aplicara el bronceador. Se notaba que la piel que bordeaba la delgada tela de la tanga, estaba más pálida, al igual que su espalda, donde era cubierta por las tiras del brasier. Mi primera reacción fue detenerme. Pero después me di cuenta de que, si Nadia me había pedido que le aplicara la crema en el trasero, era justamente debido a esa zona, pues en los cachetes, ella misma podría habérselo aplicado sin problemas.

Sin pensarlo más, ahora me coloqué un poco de bronceador en la yema de mis dedos, y entonces, tratando de esquivar la telita de la tanga que se hundía en la raya del culo, para no mancharla, pasé la crema sobre esa parte tristemente pálida. Hice movimientos arriba abajo, varias veces. Quizás fue mi imaginación, pero me pareció que en un momento Nadia suspiró y su cuerpo se removió, como si hubiera sido víctima de un temblor. Cuando terminé con el glúteo izquierdo, continué con el derecho. Era debido a ese culo que papá había perdido la cabeza. Yo nunca fui tan básico en cuanto a mujeres, por lo que no podía comprender cómo es que mi viejo se había dejado engatusar por esa mina. Era obvio que le metía los cuernos. Alguien como ella tendría decenas, sino centenas de tipos deseosos de cogerla, y me costaba mucho creer que no se había sentido tentada en algún momento.

— Bueno, ya está bien. No hace falta que metas tu mano tanto tiempo ahí —dijo Nadia.

— Ah, claro, es que… no quería dejar ninguna parte sin protector.

— Por lo que pude sentir, no lo hiciste, así que quedate tranquilo —respondió ella—.  Bueno, voy a estar un rato así, y después cambio de posición. Gracias por tu ayuda. Aunque te hagas el osco, sé que sos un buen chico.

— No necesito que vos me confirmes que soy bueno —dije—. Y si no cumplís con tu promesa, nunca más voy a hacer nada por vos —dije después, recordando que se había comprometido a limpiar la casa en la próxima ocasión, pero, sobre todo, recordando las albóndigas con puré de papas que había prometido cocinar.

Me puse de pie y le di la espalda.

— Leonardo —me llamó. Interrumpió lo que iba a decirme, y se quedó mirando mi entrepierna, con una sonrisa burlona—. No te preocupes, eso es normal —dijo después.

Seguí su mirada, confundido, y después me di cuenta de a qué se refería. Mi verga había formado una carpa debajo del short.

— Esto… —dije, como un estúpido, sin poder terminar la oración.

— No seas tonto. No tenés que explicar nada —dijo ella.

Me metí adentro, enfurecido y abochornado. En mi habitación me bajé el short. La verga estaba hinchada, pero estaba muy lejos de tener una erección óptima. Era por eso que ni siquiera me había dado cuenta de lo que me pasaba. Me preguntaba si eso era lo que buscaba la muy puta. Ahora la engreída estaba convencida de que había logrado excitar a alguien que había jurado que no tenía ningún interés en ella. De nada serviría que le asegurase que lo único que había logrado después de que masajeara su culo, era una semierección. Pocos hombres heterosexuales en el mundo podrían haberse controlado hasta tal punto. Pero a sus ojos, mi verga se había empinado, y punto.

La hija de puta me había ganado otra vez.

……………………………………………..

— Se ve que esa mujer es un monstruo —comentó Edu, haciéndose el gracioso.

Le había contado a Joaco, por mensaje, de manera resumida, lo que había sucedido esa tarde. Los otros dos no tardaron en enterarse, y decidieron hacer una videollamada, para que les contara lo sucedido con mayores detalles. Toni soltó una risita, secundando a Edu en su ironía.

— No sean tontos muchachos, esta mina puede ser una loca peligrosa —dijo Joaquín, intentando ser la voz de la razón, como de costumbre.

— Sí, mirá qué peligrosa, dejándose manosear el culo, y encima a cambio le prepara la cena al niño —dijo Edu, siguiendo con su tono irónico—. Leoncio, ¿No querés que cambiemos de lugar? Yo voy a vivir con tu mamita y vos vení a vivir con la mía, que tiene cincuenta y cinco años, y sufre de gastritis.

— Que no me digas así idiota —le recriminé en vano, pues al imbécil le gustaba usar ese mote—. Joaco tiene razón. Yo le seguí la corriente, para que la muy puta se diera cuenta que no está tratando con un pendejo pajero cualquiera. Pero es obvio que trae algo entre manos.

— ¿Y ese algo no será simplemente querer cogerse a su hijastro? —acotó Toni—. Vamos, que todos nosotros tuvimos alguna fantasía con una mujer y con su hija ¿cierto? ¿Acaso las mujeres no pueden ser iguales de pervertidas?

— Pero si el viejo se murió hace apenas unos meses —se indignó Joaco.

— Lo que sea que pretenda, no lo conseguirá. Si piensa en denunciarme por abuso o algo por el estilo, para echarme del departamento, está perdiendo el tiempo —aseguré.

— Me parece que te estás haciendo mucho la película —opinó Edu—. Quizás solo está aburrida. O a lo mejor está siendo sincera, y no lo hizo con ninguna doble intención. A estas alturas debe saber que sos la personificación de la rectitud y la integridad, y seguro que le generás mucha confianza. Si no te la querés coger, al menos aprovechá el paisaje. ¿Sabés cuántos pibes morirían por ver de cerca todos los días a una mujer como esa en tanga? Qué locura. Y ahora que lo pienso, podrías mandarnos alguna foto, ¿no?

— No jodas —fue mi única respuesta.

— De todas formas, es mejor que andes con cuidado —recomendó Joaco.

De repente la puerta de mi habitación se abrió.

— Leonardo, ya está la cena —dijo Nadia.

— ¿Acaso no te enseñaron a golpear? —pregunté, indignado.

— ¡Hola Nadia! —saludó Edu, y después, dirigiéndose a mí, agregó—. Cabrón, enfocala.

Les di el gusto. Nadia apareció detrás de mí. Los saludó simpáticamente con las manos.

— ¡Mucha ropa! —se quejó Toni, pues ella vestía un pantalón y una remera. Seguramente tenían la fantasía de que apareciera en mi cuarto semidesnuda, lo que no sería algo descabellado, tratándose de ella.

— Bajá antes de que se enfríe —dijo Nadia, y salió de mi habitación.

— Eso es Leoncio —acotó Edu—. Andá a comer la rica cena casera que te hizo tu perversa madrastra, que anda por el departamento en tanga y se deja pasar la crema protectora por vos. La verdad es que te compadecemos.

— Váyanse a la mierda —les dije, y finalicé la videoconferencia.

Me puse las zapatillas, y salí de mi habitación. Me di un susto cuando vi que Nadia aún estaba ahí. Lo primero que pensé fue que había estado escuchando detrás de la puerta. Pero no le dije nada al respecto.

— Vamos. Seguro que te va a gustar —dijo ella.

Mientras caminábamos por el pasillo que daba a la sala de estar, noté que Nadia cambiaba el ritmo de sus pasos. Primero parecían ir veloces, para luego lentificarse de manera extraña. la segunda vez que lo hizo, me tomó desprevenido, haciendo que chocara con ella.

Me detuve justo a tiempo, pero mi pierna izquierda rozó su nalga. Me quedé viendo ese culo por el que mis amigos perdían la cabeza. No eran pocos los que no dudarían en hacer una locura para poder palparlo, tal como yo lo había hecho esa tarde. Ahora que la tenía de cerca veía cómo la costura del pantalón parecía estar violándola, pues se encontraba muy en lo profundo.

Ya atravesando el living se sentía el delicioso aroma de la salsa. Me senté en la mesa. Nadia puso música clásica. Por lo visto sabía que me gustaba mucho Bach. Había imaginado que la velada sería incómoda, pues asumí que ella querría hablar de alguna cosa, ya sea para sacarme información o para congraciarse conmigo. Pero apenas pronunció palabra. De hecho, en más de una oportunidad fui yo mismo el que estuvo a punto de romper el silencio, pues a veces tanto silencio es incómodo.

Había abierto una botella de vino tinto. No sabía mucho de vinos, pero estaba seguro de que esa era una de las botellas favoritas de papá, que guardaba para ocasiones especiales. La comida estaba muy rica. La carne era de excelente calidad, el puré con la dosis justa de leche y manteca, y la salsa bien condimentada, con abundante cebolla, tal como me gustaba a mí.

— No necesito preguntarte si te gusta, porque ya lo noto en tu cara —dijo Nadia.

— Está muy bueno —reconocí, pues me di cuenta de que, si alababa su comida, era posible que estuviera dispuesta a hacerlo de seguido. Además, también se me ocurrió proponerle que yo me dedicara a limpiar la casa, mientras que ella se encargara de la comida. Para mí sería un buen trato, pues la limpieza se me hacía mucho menos pesada. Pero aún no le diría nada, pues ella se había comprometido a limpiar la próxima vez.

— Que lo digas vos es muy importante para mí —dijo ella.

— ¿Y quién más te lo iba a decir? Si acá estamos solos —dije.

Ella soltó una carcajada boba.

— Me encantan los hombres que son graciosos sin proponérselo —comentó.

Tuve la cortesía de encargarme de lavar los platos. Después me metí en mi habitación. Ese día quizá fue la primera vez en la que me di cuenta de que, a pesar de la animadversión que sentía por Nadia, eso no quitaba que podíamos tener una buena convivencia. Quizás ella estaba más consciente que yo del tiempo que pasaríamos encerrados juntos, y por eso se esforzaba por conseguirlo. A su manera, pero se esforzaba.

Pero todo ese optimismo no tardó en venirse abajo. En medio de la noche, escuché ruidos en el departamento. Alguien había salido. O, mejor dicho: Nadia había salido. ¿Qué carajos? Estábamos en la etapa más crítica de la pandemia, con los niveles más rígidos de la cuarentena, y esta pensaba salir a medianoche ¿Acaso vivía en una burbuja?

Yo ya estaba en la cama. Di una salto, y salí disparado, sólo cubierto con mi ropa interior. Esperaba encontrarla en el pasillo, antes de que tomara el ascensor. Pero justo cuando iba a abrir la puerta, regresó.

— Me olvidé la cartera. Soy una tonta —dijo, como si nada.

— ¿Tu cartera? ¿Estás demente? ¡Vos no vas a salir a ninguna parte! —dije, agarrándola del brazo.

— León ¡Soltame! Me estás lastimando —se quejó ella.

— ¿Acaso vivís en un túper? ¿No sabés que estamos viviendo en una pandemia? Nadie puede andar por la calle solo por andar. Además, ¿Con quién te vas a ver a estas horas? —le pregunté, soltándola del brazo.

— En primer lugar, no tengo por qué decirte con quién me voy a ver. Pero te lo voy a decir, para que no pienses estupideces. Voy a visitar a mi amiga Romina. Hace mucho que acordamos vernos. Además, todo el mundo infringe la cuarentena. Sos el único que conozco que se toma todo al pie de la letra.

— Y una mierda —contesté—. En primer lugar, no te creo que vayas a ver a una “amiga”. En segundo lugar, no voy a dejar que traigas a ese maldito virus acá. Si cruzás esa puerta, no te voy a dejar volver. Y desde ahora, si tardás más de media hora en ir a comprar, te denuncio —le aseguré.

Ella lo pensó un rato. Pareció que algo de lo que le dije le entró en esa cabeza de chorlito que tenía.

— Está bien. Por esta vez me quedo. Total… la semana que viene ya no habrá tantas restricciones. Pero no me gusta nada que me hables así. Y mucho menos que insinúes cosas de mí que no son. Si fuese a ver a un hombre en lugar de a una amiga, no tendría por qué ocultarlo.

— No me extrañaría que ya tuvieras tus amantes, después de tan poco tiempo que murió papá.

Nadia me cruzó la cara de un cachetazo. No lo había visto venir. Fue un golpe débil, pero lo suficientemente fuerte como para herir mi orgullo.

— ¿Y cuánto tiempo tengo que esperar para tener sexo? ¿Eh, imbécil? —me dijo, indignada.

Se metió en su cuarto, dejándome con la palabra en la boca.

Continuará