Mi odiosa madrastra, capítulo 1

Un chico de diecinueve años se ve obligado a convivir durante la cuarentena con su joven madrastra

¿Qué harían si se vieran obligados a convivir con una persona a la que detestan? En mi caso, hubo tres cosas que determinaron mi retorcido destino: En primer lugar, la prematura muerte de papá; en segundo lugar, la maldita pandemia ya conocida por todos; y finalmente, el rompimiento con mi novia Érica.

Papá había muerto a inicios del dos mil veinte, con apenas cuarenta y tres años. Le había agarrado un ataque al corazón mientras mantenía sexo salvaje con su pareja, Nadia. Desde que supe que la cosa con ella se ponía seria, tuve la certeza de que esa mujer iba a traerle puras desdichas, aunque jamás imaginé que lo iba a orillar a la muerte mediante un polvo.

A papá le había agarrado lo que acá en Argentina llamamos el viejazo . Una vez que pasó los cuarenta, se obsesionó con las chicas más jóvenes, pasando de relación en relación durante un par de años, pretendiendo con eso emular una juventud que ya no tenía. La verdad era que me daba un poco de vergüenza verlo detrás de las polleras de chicas de mi edad, pero si hubiera sabido que Nadia lo iba a convertir en un estúpido, hubiera preferido mil veces que siguiera alimentando su promiscuidad con adolescentes de dieciocho o diecinueve años antes que con ella. Nadia era más grande que las amantes promedio de papá, pero aun así era muy joven. El hecho de que me llevara menos años de los que papá le llevaba a ella, me daba mucho en qué pensar.

Por otra parte, a los pocos meses de la muerte del viejo, comenzaron las restricciones por la pandemia. Hasta el momento, yo la pasaba casi todo el día en casa de Érica. Ella fue un pilar importante en el que sostenerme ahora que me había quedado huérfano —mi madre había muerto cuando tenía ocho años—. Pero una vez que ya me estaba estabilizando emocionalmente, decidió terminar con lo nuestro.

— Estás obsesionado con ella —me dijo una mañana en la que amanecimos en su cuarto.

— ¿Qué? —pregunté, desconcertado—. ¿Con quién?

— ¿Con quién va a ser? Con tu madrastra —aclaró Érica.

— ¡Estás loca! Si estuviera obsesionado con ella, estaría en el departamento, que al fin y al cabo es mío. Pero prefiero pasar el menor  tiempo posible con esa víbora —me defendí.

Era cierto, tenía una enorme propiedad de tres ambientes en pleno Ramos Mejía, y sin embargo prefería pasar mis días ahí, con Érica, quien vivía con sus padres. Esperaba el momento en el que Nadia por fin se dignara a irse a otra parte. Ya se lo había dicho varias veces, pero ella siempre encontraba una excusa para postergar su mudanza.

— Pero es eso exactamente a lo que me refiero ¿Por qué no querés pasar tiempo con tu madrastra? ¿Te da miedo estar a solas con ella? —retrucó Érica.

Mi novia era una chica de diecinueve años, muy linda, delgada, de ojos azules, con un rostro de facciones algo aniñadas, y a la vez atractivo. Pero por algún motivo era extremadamente insegura, y Nadia siempre la intimidó.

— No digas estupideces, ¡Si era la mujer de papá! —dije—. Además, se murió por culpa suya.

— Ahora el que dice estupideces sos vos. ¿Me vas a decir que nunca la viste con otros ojos? Si ella es… es… —dijo Érica, sin terminar la frase.

— Ella no es nadie para mí. Sólo es una trepadora y oportunista, que agarró a papá en una época de debilidad.

— Está bien León, pero siento que siempre está presente, como si en verdad nunca estuviéramos solos. Nunca te faltan excusas para hablar de ella. Aunque sea para despotricar, no importa, la cuestión es que siempre está entre nosotros. La verdad… creo que lo mejor es que nos tomemos un tiempo.

De nada sirve que transcriba la patética discusión que siguió a eso. Por supuesto, cuando me estaba pidiendo un tiempo, era una manera amable de decirme que ya no me amaba. Lo de Nadia no era más que una excusa. Yo no estaba tan desesperado como para esperar a que ella se decidiera a si quería seguir conmigo o no, así que, técnicamente fui yo el que finalmente terminó con la relación. Pero sé perfectamente que lo que hice no fue más que tomar la decisión que ella no tenía la valentía de tomar. Que se vaya a la mierda, pensé en ese momento, aunque viéndolo en retrospectiva, me siento muy agradecido con ella por haberme apoyado en mi momento más difícil. Además, yo tampoco sentía lo mismo que cuando comenzamos a salir. El amor se había transformado en un cariño de hermanos.

Pero en fin, todo eso contribuyó a que yo fuera al departamento, ahora no para dormir ahí de vez en cuando, como venía haciendo hasta el momento, sino para pasar largos días encerrado junto a mi madrastra, aunque eso todavía no lo sabía.

Cuando le dije a Nadia que ahora iba a andar por la casa con más frecuencia, ella había vuelto del gimnasio. Hacía fitness, y tenía la costumbre de andar por la vida con un top y una calza corta de lycra. No tenía por qué darle explicaciones, pero prefería hacerlo, porque quizás de esa manera se daría cuenta de que ya estaba sobrando en la casa. Sabía que no tenía muchos familiares con los que mantuviera contacto, pero debería tener alguna amiga que la acobijara mientras terminaba de encontrar algo.

— Bueno, entonces vamos a pasar más tiempo juntos —dijo Nadia. Era una mujer rubia, con cuerpo de atleta, y en ese momento tenía la piel brillosa por el sudor—. Además, parece que ahora van a decretar el toque de queda, o algo parecido. Así que nos vamos a ver muy de seguido.

— ¿Y todavía no conseguiste ningún lugar para alquilar? —pregunté, sin rodeos, pues consideraba que ya le había tenido mucha paciencia.

— Estoy en eso, pero viste como es la cosa. Te piden muchos requisitos. Garantía, seis meses por adelantado, y muchas otras cosas más.

Ni loco le salía de garante a esa mujer que en realidad apenas conocía, y que, además, lo poco que sabía de ella no era nada bueno.

— Ojalá que consigas un lugar pronto —dije, sin pelos en la lengua—. Mientras tanto, te agradecería que no dejes tu ropa interior colgada en el baño.

Nadia no era una mujer particularmente desordenada, pero tenía ciertos detalles molestos.

— Claro —respondió—. A veces olvido los efectos que puede causar en los hombres una tanga usada colgando de una canilla —agregó, y como queriendo quedarse con la última palabra, se fue a darse una ducha, sin permitir que le contestara nada.

Lo cierto es que mi enemistad con Nadia no era una guerra declarada abiertamente. Yo me limitaba a pegarle donde le doliera cada vez que podía, solo si la situación lo ameritaba. Ella, por su parte, fingía que se tomaba las cosas a broma, y que no le afectaban en absoluto, pero cada vez que podía largaba su veneno de forma sutil. Estaba seguro de que ella era consciente de mi desprecio hacia su existencia, pero se hacía la tonta. Lo nuestro era en realidad una guerra fría.

Otra cosa que me tenía preocupado era la herencia. Recién me había avivado de que tenía que hacer la sucesión, y el abogado me dijo que era un trámite muy largo. Papá ganaba buena plata como gerente de una concesionaria de autos, pero más allá de su sueldo, de ese departamento, y de algunos ahorros que suponía que tenía, no había mucho más. Yo estaba dedicando todo mi esfuerzo a la carrera de economía, por lo que no me había molestado en conseguir trabajo. Era muy probable que tuviera que vender ese departamento para mudarme a una propiedad más económica e invertir el resto del dinero en alguna cosa que me generara rentabilidad, por más baja que fuera. Pero más allá de eso, para enfrentar los gastos del día a día había vendido mi moto, y ese dinero no tardaría en agotarse.

— Hoy a la noche vienen mis amigos. Vamos a estar jugando a la play —le comenté a Nadia, cuando salió de la ducha envuelta en un toallón.

— Claro, espero que no les moleste mi presencia —dijo ella.

Había esperado en vano a que tuviera la dignidad de salir con alguna de sus amigas y me dejara el departamento solo. Yo había sido exageradamente indulgente al darle privacidad durante tantas noches, sin estar seguro de a qué tipo de gente metía en la casa. Por lo visto, la cretina no me iba a devolver la gentileza.

Los pibes cayeron a eso de las diez de la noche. Abrimos un par de cervezas y nos pusimos a jugar y a hablar de cualquier cosa. Toni y Joaquín miraban pornografía en los celulares, mientras Edu y yo nos batíamos a duelo en el Mortal Kombat once.

— ¿Todo bien chicos? —escuché que dijo Nadia. Supuse que era demasiado pedir que se quedara en su habitación mientras estaba pasando el rato con mis amigos—. ¿Necesitan algo? —preguntó, a pesar de que a todas luces no precisábamos nada.

Los tres la saludaron. Toni y Joaco parecían estupefactos, con los ojos abiertos como platos. Edu, por su parte, si bien había mantenido la compostura, se distrajo lo suficiente como para que yo le ensartara dos golpes cruciales con Noob Saibot, cosa que determinó quién era el ganador del combate.

— No, estamos bien. Gracias —alcanzó a balbucear Joaco.

— Bueno, voy a estar en mi cuarto, cualquier cosa me avisan —dijo Nadia.

— Bueno, pero si querés quedarte con nosotros, acá te hacemos lugar —dijo Toni. Aunque lo había hecho cuando ella ya se alejaba, como bromeando entre nosotros.

— Leoncito ¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo Edu, dejando el Joystick a un lado.

— No me llames así, estúpido —lo reté. Odiaba la infinidad de apodos que la gente se inventaba a partir de mi nombre, y Edu era un experto en hacer eso.

— Bueno, Licenciado Leonardo —agregó después, en tono exageradamente solemne—. Dígame usted, ¿no le resulta, aunque sea un poco tentador, convivir con alguien como esa chica que acaba de dejarnos?

— ¿Qué decís? Era la mujer de mi papá —dije yo, indignado.

— Sí, sí, León. Pero acá estamos entre amigos… —apoyó Toni—. Podés decirnos la verdad. Nosotros no nos ocultamos nada. Como cuando Edu se chapó a un trasvesti en el boliche, pensando que era una mujer. Vos no estabas, pero te lo contamos ¿Ah que no?

—  Callate idiota, no me uses de ejemplo a mí —se quejó Edu.

— Déjenlo en paz —me defendió Joaco, quien, de los tres, era el más razonable—. ¿No se dan cuenta de que su papá se murió hace un par de meses, y ustedes le salen con estas pavadas?

— No te hagas el boludo —le dijo Edu a Joaco—, que vos también te quedaste hipnotizado, sobre todo cuando la viste de espalda.

— Bueno… sí, pero ¿qué tiene que ver? Tampoco estoy ciego. Pero León respeta la memoria de su padre.

— Pero acá no es cuestión de respeto —acotó Toni, a quien no solía tardar en hacerle efecto el alcohol—. Esto se trata de convivir con una mina con un culo macizo como la roca. Se trata de pasar día y noche con una hembra que haces fitness. Es decir, que dedica su vida a mantener su cuerpo en forma. ¿Vieron las piernas que tiene? Y ese pantalón le calzaba como guante… ¿En qué estaba? Ah, sí. Se trata de despertarte bajo el mismo techo con una de las mujeres más sexys de la tierra.

— ¿Sexy? ¿Quién usa esa palabra todavía? —se burló Joaco.

— Ustedes entienden —dijo Toni.

— Nunca la vi de esa forma —dije con sinceridad. Era cierto que la mina estaba muy bien, pero además de ser la mujer de papá, hasta hacía no mucho tiempo yo estaba perdidamente enamorado de Érica, por lo que no tenía ojos para ninguna otra mujer, y si a eso le agregamos el hecho de que no la consideraba una buena persona, no había mucho más que explicar—. Además, me cae mal. Papá murió por su culpa —agregué después.

Me miraron, incrédulos. Luego les expliqué las circunstancias de la muerte, cosa que hasta el momento sólo había hecho con Érica, pues temía que ellos no me comprendieran, cosa que de hecho sucedió.

— Pero leoncito, no se le puede atribuir la culpa de eso a nadie. Son cosas que pasan. Es increíble la cantidad de gente joven que tiene problemas del corazón sin saberlo. Además, me imagino que nadie lo obligó a encamarse con Nadia esa noche —explicó Edu.

Estaba claro que tenía su punto. Pero a mí Nadia me daba muy mala espina, y eso no había nadie que pudiera sacármelo de la cabeza.

— Si pudiera elegir una manera de morir, ya lo creo que sería después de cogerme a semejante mujer —comentó Toni.

— Callate bestia. ¿Qué parte no entendés de que era la mujer de su viejo? —lo reprendió Joaco, aunque a mí no me molestaban las tonterías que me decían. Ya estaba acostumbrado a ellas. Toni y Edu podían llegar a ser verdaderos idiotas, pero los conocía desde que éramos unos niños, por lo que siempre se tomaban la libertad de ser absolutamente francos. Eso podía ser muy molesto a veces, pero siempre era bueno tener amigos sinceros como ellos.

Por suerte, Nadia no volvió a asomarse durante el resto de la noche, ya que si lo hacía, no iba a poder evitar que los chicos se convirtieran en tres primates desesperados por llamar la atención de la hembra con la que se querían aparear. Ni siquiera Joaco mantendría la compostura por demasiado tiempo.

En ese momento no tenía idea, pero esa iba a ser la última juntada que tendríamos por un buen tiempo. La semana siguiente se decretó el aislamiento preventivo. Los negocios empezaron a abrir en horarios reducidos, y muchos otros directamente tuvieron que cerrar sus puertas. Las clases universitarias serían ahora de manera virtual, y los transportes públicos estarían destinados sólo a quienes eran considerados trabajadores esenciales . El mundo iba a cambiar, y aunque en principio se decía que las medidas serían por pocas semanas, la cosa se iba a alargar por demasiado tiempo.

En ese contexto, me encontré viviendo a solas con Nadia.

— No puedo creer que cerraron los gimnasios —dijo, indignada, una tarde en la que se había dispuesto a ir a entrenar.

— Sí, es que estamos en una pandemia, no sé si te enteraste —le respondí, como siempre, aprovechando cualquier oportunidad para dejarla como una estúpida.

Hizo una mueca de fastidio, pero enseguida la reemplazó por una sonrisa, como si lo que le acababa de decir fuera tomado a chiste.

— Bueno, espero que no te moleste que entrene acá.

Yo estaba leyendo un libro al lado de la ventana. Si hubiera estado el televisor encendido, hubiera tenido una excusa para negárselo. Pero por esta vez tuve que acceder. Saqué la silla afuera, en el balcón, y seguí leyendo el libro, mientras miraba de reojo las calles extrañamente desiertas. Está bien que eran las tres de la tarde, pero aun así había muy poco movimiento. El aislamiento se empezaba a hacer notar.

Nadia puso la música innecesariamente alta. Vestía, como de costumbre, un top —en este caso negro—, y una calza corta. Creo que debía tener veinte pares de esas prendas. Si por ella fuera, andaría así todo el día.

No tardé en perder la concentración por la lectura, cosa que no me gustó nada. Tanto la música, como los pies de Nadia chocando contra el piso, me impedían sumergirme en la lectura, o en cualquier otra cosa. Esperaba que algún vecino llamara a la puerta para quejarse por ruidos molestos. Después de todo, era hora de la siesta, y esas cosas no podían suceder. Sin embargo, nada de esto pasó.

Después de una hora, Nadia salió al balcón, totalmente transpirada, respirando afanosamente.

— Hermosa tarde ¿No? —comentó. Tomó un largo trago de agua que tenía en una botella. Noté en ese momento que el top estaba totalmente empapado y se adhería a sus tetas, al punto tal que sus pezones se marcaban en él. Gotitas de sudor se deslizaban por su cuello, y otras tantas ganaban la carrera, y ya se metían en el escote—. ¿Perdiste algo? —dijo después, cuando se dio cuenta de que tenía la mirada fija en ella.

— Nada. Es que nunca vi a una mujer tan transpirada —comenté, como para salir del paso. No me gustaba quedar en offside con esa tipa—. La verdad es que me da un poco se impresión, por no decir asco —agregué después, aprovechando el momento para propinarle un golpe.

— Sos curioso —dijo—. Creo que sos el primer hombre que se queja por verme así.

— Supongo que estás acostumbrada a que los hombres te alaben, incluso cuando tenés un aspecto deplorable —comenté.

— Bueno… puede ser. Pero siempre es bueno encontrar a alguien diferente, que no se quede estupididizado al verme.

— Eso es lógico. Si fuiste la mujer de papá… —retruqué, pues no iba a permitir que saliera airosa de esa conversación.

— Creeme, hay muchos hombres a los que no les importaría meterse con una mujer, aunque sea la pareja de su padre, o de algún amigo. Me alegra mucho que seas un chico con una ética inquebrantable. ¿O será que…? No, mejor no te lo pregunto.

— ¿O será que… qué? —quise saber, molesto de que haya logrado generarme intriga.

— No sé… quizás… No te gustan las mujeres —dijo.

El comentario me sacó de quicio. No tanto por su significado, pues el hecho de que alguien creyera que soy gay no me movía un pelo, sino por su desubicación. Dejé el libro a un lado, y me puse de pie.

— Para empezar, me parece un insulto a la memoria de papá el sólo hecho de que insinúes que sería normal que te viera con otros ojos que no sean los del hijo de tu pareja —me acerqué a ella, y la puse contra el vidrio de la ventana, colérico—. Y, además, que tengas la mentalidad tan pobre como para deducir que soy gay, solo por el hecho de que no me atraés... Siempre supe que eras vanidosa, pero esto ya es ridículo.

— Tranquilizate. Me estás asustando Leonardo —dijo Nadia, arrinconada, como un perrito a quien su dueño lo estaba castigando por hacer travesuras.

— Entonces medí tus palabras —dije. Pero inmediatamente después, aprovechando que tenía la excusa perfecta, agregué—. Esto me hace darme cuenta de que esta casa es demasiado pequeña para los dos. Sos una trepadora, y una oportunista, y quiero que mañana mismo te vayas de acá.

Nadia pareció sorprendida, pero no asustada, cosa que me alarmó. Algo se traía entre manos la muy zorra. Para colmo, después puso cara de tristeza. Pero no tristeza por lo que le acababa de decir, sino por algo que veía en mí. Casi parecía sentir lástima.

— Va a ser mejor que me dé una ducha y que hablemos tranquilos en la sala de estar, sin gritar —dijo—. ¿Podrías alejarte un poco por favor? Me estás lastimando—pidió después.

No me había dado cuenta, pero me había acercado tanto a ella, para ponerla contra la ventana, que estaba aplastando sus tetas con mi torso. Di unos pasos atrás y traté de tomar aire, para tranquilizarme.

— Yo no tengo nada que hablar con vos —dije.

— Creéme, sí que lo tenés.

Se metió adentro, meneando el culo. Parecía muy segura de sí misma, cosa que me inquietaba.

Después de media hora salió del baño, y por una vez se cubrió más el cuerpo. Aunque el jean que se había puesto de alguna manera la hacía ver desnuda. Como había dicho Toni, la prenda le calzaba como guante.

— Mirá Leonardo —dijo, una vez que tomó asiento, cruzando las piernas—. Hay ciertas cosas de Javier que no conocés —dijo, refiriéndose a papá.

— Tené cuidado de lo que vas a decir de papá —dije, indignado.

— Tranquilo. No te pongas agresivo. Escuchame, y vas a entender de qué te hablo.

— Bueno, hablá de una vez—la apremié.

— Bueno… te voy a contar una cosa puntual de Javier. Vos quizás no te diste cuenta, pero él era adicto al juego.

— ¿Cómo? Lo estás inventando —dije, instintivamente, aunque no estaba seguro de que mintiera. Me constaba que le gustaba jugar a los naipes con sus amigos. Y solía salir de noche. Si bien la mayoría de esas salidas eran por alguna cita con su chica de turno, a veces me comentaba, como al pasar, que había estado en el casino. De todas formas, no pensaba dar el brazo a torcer. Ella era la que tendría que demostrarme que decía la verdad, y yo no le ayudaría ni un poco.

— No estoy inventando nada. Era un ludópata. Estaba en serios problemas económicos. No hiciste la sucesión todavía, ¿no? No sé para qué te pregunto. Si la hubieses empezado, no dudarías de mi palabra.

— ¿De qué estás hablando? —pregunté, ya no alarmado, sino asustado.

— Estoy hablando de que, cuando abras la sucesión, te vas a dar cuenta de que Javier tenía más deudas que bienes. Es decir, su patrimonio era negativo…

— ¡¿Cómo?! ¡No puede ser! sus deudas no pueden ser mayores al valor de este departamento —grité, tratando de convencerme a mí mismo de esas palabras, pero en el fondo intuyendo que la muy zorra tenía la razón. ¿Para qué se inventaría algo como eso?

— Te sorprenderías de lo mucho que puede llegar a endeudarse una persona —explicó—. Además, llegó a meterse con prestamistas de los barrios bajos de Buenos Aires. Tipos a los que no conviene deber dinero. Así que tuvo que pedirme ayuda a mí.

— ¿Ayuda? ¿A vos? —pregunté, sorprendido.

— ¿Cómo te pensás que vivo sin trabajar? —preguntó ella ahora—. Vengo de una familia acomodada, y tengo mis ahorros.

— No me digas.

— Sí te digo. Y tuve que darle una buena cantidad de plata a tu padre, para salir de sus deudas, sobre todo de esas deudas que podían costarle incluso la vida. No me quejo, ojo. Lo hice por amor. Pero él también tuvo un acto de amor —dijo, y luego recorrió todo el departamento con la mirada.

— ¿Cómo? —dije, adivinando lo que venía, aunque esperaba estar equivocado.

— Este departamento... Lo puso a mi nombre —largó. Me pareció ver que sus labios insinuaron una sonrisa. Pero enseguida desapareció.

— No puedo creértelo —dije, aunque en el fondo, sabía que era cierto. Si fuese mentira sería fácil de demostrarlo, pues el título de propiedad estaría aún a nombre de papá—. Seguramente lo estafaste —dije después.

Mi cabeza no funciona tan rápidamente como hubiese querido en ese momento, pero ya estaba armando una teoría. El departamento valía por lo menos trescientos mil dólares. Dudaba de que ella le diera esa cantidad. Si tuviera tanto dinero, no manejaría el auto usado que tenía, sino uno cero kilómetro. Seguramente le había prestado un monto muy inferior a ese, y el imbécil de papá había caído en la trampa. Se había sentido tan agradecido, que le entregó la escritura de la casa. Una locura.

— No estafé a nadie. La puso a mi nombre no sólo por el préstamo que le hice, sino porque así evitaría que otros acreedores le embargaran su único bien, en el caso de que alguno de los jueces que llevaban el montón de juicios que había en su contra, así lo dispusiera. Por supuesto, el pobre no pensó que iba a morirse tan pronto.

— ¡Entonces reconcés que la casa vale mucho más de lo que le prestaste! —dije inmediatamente, agarrándome desesperadamente de esa pisca de esperanza.

— Sí. De hecho, si iniciaras acciones legales, seguramente te podrías quedar con el departamento. Pero eso tomaría mucho tiempo, y como te dije, las deudas son mayores a los bienes que dejó, por lo que esta propiedad iría directo a manos de los acreedores. Si no me creés, consultalo con cualquier abogado.

— ¿A dónde querés llegar?

— Lo que quiero decir es que. si querés que ponga esta casa a tu nombre, me vas a tener que dar todo el dinero que le presté a tu papá. Otra opción es venderla, y luego pagarme y quedarte con el resto. Pero ni sueñes que la voy a vender ahora, con las cosas como están. Así que es mejor que te hagas la idea de que vamos a convivir por un buen tiempo. Y si no te gusta, te podés ir cuando quieras. Pero si te quedás, tenés que dejar de maltratarme como lo venís haciendo hasta ahora.

— No puede ser… —fue lo único que alcancé a decir.

No tardé en consultarlo con el abogado que estaba llevando la sucesión. El infeliz no sólo le dio la razón a Nadia, sino que me dijo que tendría que agradecer de encontrarme a alguien tan honesta como ella. Que si fuera otra, se quedaría con el departamento, me echaría de una patada en el culo, y listo. Lo insulté, y le dije que buscaría un abogado más eficiente. Uno que no tuviera el título de adorno. Pero cuando, al otro día, busqué una segunda opinión, la respuesta fue igual de lapidaria. Lo mejor era que en un futuro ella vendiera la casa y me diera mi parte. Pero para eso había que tener demasiada paciencia. Primero habría que hacer la sucesión bajo beneficio de inventario, para no verme obligado a pagar las deudas del viejo, y recién después de eso había que poner el departamento en venta. Nadia también estaba en lo cierto en eso de que no convenía vender nada en el contexto en el que estábamos viviendo, pues no sacaríamos ni la mitad del valor que yo había estimado. Además, me dijo que me convenía llevarme bien con mi madrastra, cosa que ya ni siquiera me molestó, pues no había nada más que pudiera molestarme. O al menos eso pensaba.

Al otro día, como si me enviara un mensaje, dejando en claro que ahora la que mandaba era ella, encontré, colgada en la llave de la ducha, una bombacha tipo culote mojada. La agarré y la tiré en el tacho de basura. No se la iba a hacer tan fácil a la puta esa.

Para colmo, había pocas excusas para salir a la calle. Sólo podíamos ir al supermercado. Ninguno de los dos trabajaba, así que debíamos estar encerrados. Encima, vivíamos sobre la Avenida de Mayo, en pleno corazón de Ramos Mejía, y ahí siempre estaban los gendarmes haciendo controles, por lo que eso me quitaba de la cabeza cualquier pensamiento rebelde. De todas formas, siempre fui muy respetuoso y obediente de la ley. A falta de un padre sensato, yo mismo me construí una personalidad responsable y una ética inquebrantable. Pero esto de verme obligado a vivir como preso, aunque me dijeran que sería por unas semanas, me tenía de mal humor.

Ese mismo día en el que encontré la bombacha en la bañera, me encontré con Nadia, caminado desde la cocina hasta la sala de estar, con un vaso de jugo exprimido en la mano. Estaba claro que ya se sentía la dueña y señora de la casa, pues estaba semidesnuda, con una camisa blanca y una tanga como única vestimenta.

— ¿Hace falta que andes en culo por la casa mientras estoy yo? —pregunté.

— Bueno… vos vas a estar siempre, así que no veo por qué tenga que actuar de manera diferente ante tu presencia. Cuando estoy sola ando así. Es más cómodo, y hace mucho calor. Y como imaginarás, no podemos tener el aire acondicionado prendido las veinticuatro horas de día. Pero ¿Cuál es el problema? Sos de los pocos hombres heterosexuales que existen que no me violarían al verme de esta manera, así que tomalo como un gesto de confianza.

— Yo no ando en calzoncillo por la casa —dije.

— Por mí no habría problema —respondió.

No parecía haber manera de ganarle una discusión. Me resigné. Levantó las piernas desnudas, y las puso en el sofá. La camisa estaba con varios botones abiertos, lo que me dejaba ver su busto. Estaba claro que la zorra lo hacía para molestarme. Le gustaba provocarme. Pero yo no era el típico pendejo pajero que sucumbiría a sus encantos, además, le tenía mucho rencor, no sólo porque sabía que era una ventajera, sino por la bizarra manera en la que murió papá.

— Sabías que Ramona ya no va a poder venir a limpiar, ¿No? —preguntó, refiriéndose a la mujer que hacía de empleada doméstica tres veces por semanas.

— No lo sabía, pero lo suponía —contesté.

— Bueno, ahora con tantas restricciones, va a ser imposible que alguien venga hasta acá a trabajar. Vamos a tener que encargarnos nosotros. O, mejor dicho, vos.

— ¡¿Yo?! —pregunté. Ya empezaba a sacar las uñas la gatita.

— Bueno, creo que en las próximas semanas la que tendrá que hacer frente a todos los gastos de la casa seré yo. Así que lo justo es que vos seas el que más colabore con los quehaceres domésticos —dijo la muy descarada, para luego sorber un trago de jugo.

Así que así iban a ser las cosas, pensé para mí. La zorrita tenía su punto. Yo tenía que cuidar cada peso que todavía guardaba, así que al menos en principio, iba a tener que tragarme el orgullo y colaborar con los quehaceres domésticos. Pero ya se la devolvería. Ya lo creo que lo haría.

Continuará

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