Mi novia y yo hacemos una visita al Sex Shop I
Esta es una precuela del relato "Mi novia y yo jugamos con su nueva compañera de trabajo". De cómo una visita a un Sex Shop, con espectáculo de peep-show puede dar mucho de sí. Un Pequeño homenaje a esas cabinas que ahora ya están en desuso y servían a muchas parejitas para iniciarse en el morbo.
Me llamo Mario, tengo 31 años. Mido 1,85 y soy moreno, con los ojos marrones. Como digo siempre, no es que sea Christian Grey, pero me saco partido con las horas que hago de running, crossfit y pilates. Ya hace algún tiempo que conocí a un auténtico bombón llamado Sara. Ella es la típica pelirroja, blanca de piel y llena de pecas. Tiene 28 años y mide 1,65, sin ser demasiado atlética ni entrada en kilos. Lo que viene llamándose normal... Sara tiene los ojos verdes, preciosos. Unos pechos muy bien puestos que, sin ser ni demasiado grandes ni pequeños, son apetecibles al máximo. No lo he dicho todavía pero, actualmente, es mi novia. Otra de las cosas que más me gustan de ella es que tiene un culo carnoso pero muy bien puesto. Hace que quieras tenerlo siempre agarrado entre las manos y empujarlo hacia ti... Otras veces tú hacia él… pero eso ya es otra historia.
Nada más conocerla, lo que más me gustó de Sara, aparte de su simpatía, fue su boquita. Porque tiene unos labios súper apetecibles y que están rellenos de una forma indescriptible. Cuando ella te besa, hace que te pongas muy caliente e imagines escenas muy subidas de tono. De mí, lo que dicen que llama más la atención son mis piernas y mi espalda, ésta última porque es ancha. Yo creo que mis manos también son un punto a mi favor… Me encanta utilizarlas para dar un inmenso placer y eso es lo que hago cuando estoy con ella a solas. Porque, a Sara y a mí, nos encanta echarle mucha imaginación en la cama. No somos una pareja convencional, somos un poco "cerdos", por así decir. Nos encanta darnos placer, el uno al otro, de mil maneras. Decirnos cosas muy descaradas al oído para ponernos más cachondos. Otras veces, nos ponemos una película porno en el móvil y nos masturbamos mutuamente. Eso nos estimula bastante… Yo creo que sé lo que a ella le pone cachonda y ella sabe lo que a mí me pone realmente cachondo. Nos compenetramos muy bien, así que por eso llevamos bastantes años juntos.
A los pocos meses de conocernos, íbamos paseando de la mano por la calle de Atocha, en Madrid. Subíamos por uno de los laterales y nos encontramos el escaparate de un conocido Sex-shop. Tras comentar cuatro cosas acerca de este tipo de locales y nuestra experiencia en ellos, decidimos entrar. No porque quisiéramos comprar nada concreto, sino por recordar experiencias previas y vivir una en común. Vale… si comprábamos algo, para usar los dos juntos, podía estar muy bien, no nos vamos a engañar. Así que, una vez dentro, recorrimos todos los pasillos entre el olor a perfume de feromonas, la vista de estanterías con más de 2.000 películas de todo género, juguetes eróticos de cualquier clase y lencería sexy de mil colores. Algunos juguetes nos llamaron la atención por su desmesurado tamaño, pero lo cierto es que tenían de todos los tipos y tamaños: consoladores discretos, vibradores grandes... anillos gruesos, arneses simples, dobles, plugs pequeños, bolas chinas... Era imposible no encontrar algo que se adaptase a los gustos de cualquiera que pasease por allí. Nos llamó la atención, especialmente, un vibrador negro, de silicona. Estaba en una de las vitrinas junto a otros que eran cromados o simplemente translúcidos. Éste no tenía la típica forma de polla rugosa, carnosa y llena de venas que tan popular ha sido desde siempre. En ese sentido, yo creo esos artilugios han evolucionado y han ido a mejor, aunque haya a quien le guste lo otro. El vibrador, en el que nos habíamos fijado, era discreto, femenino, moderno... Sí, “moderno” es la palabra que mejor lo definía.
Así que, avisamos a un vendedor para que nos explicara en qué consistía. Cuando se acercó, me fijé que recorrió a Sara de arriba a abajo con su mirada. El tío era el típico peripuesto de facciones duras, con ojos azules intensos. El pelo castaño, un poco largo, brazos bien formados, labios medianos. Vestía vaqueros y camisa sin mangas, dejando parte de sus pectorales al aire. Algo que a Sara tampoco le pasó desapercibido, porque la conozco y sé que es el tipo de tío con el que fantasea cuando se hace sus pajas. Diría que le recordaba un poco al protagonista de una serie ambientada en Escocia, pero no recuerdo su nombre ahora. Cuando se dirigió a nosotros, o más bien a Sara, posó una mano en su paquete y la otra en la vitrina. Habló sin dejar de mirarla a los ojos, lo cual, me pareció una osadía.
—¿Que os puedo ofrecer? —preguntó sonriendo.
—Queríamos ver ese vibrador de ahí —dije yo señalándolo en la vitrina.
—Uff, ese cacharro es una pasada... Vendo diez a la semana, por lo menos.
Lo sacó de la vitrina y se lo ofreció a Sara, que lo cogió en las manos. Ella, lo recorrió con mirada juiciosa y, a su vez, me lo enseñó a mí. Yo no quería desvelar si me impresionaba o no... El artilugio debía medir unos 25 cms. y su grosor sería de unos 5 cms. Después, le devolví una tenue sonrisa y asentí. Me parecía un tamaño proporcionado y la textura era curiosa; ni rugoso ni liso, algo intermedio. Le hicimos algunas preguntas al " Outlander" de pacotilla.
—¿Qué características tiene? —pregunté.
—Es absolutamente moderno. Funciona con un cargador USB y tiene una batería de litio que dura un montón.
—¿Se puede mojar?
—Se puede mojar y tiene 10 tipos de vibración. Está diseñado para que le alcance a ella el punto G extremadamente fácil.
—Ya veo... —comenté—. Pero eso tendrá su precio ¿no?
El cachas frunció un poco el ceño y me miró muy serio. Como si le hubiera ofendido al decir eso.
—Mira... ―me dijo, muy serio―. Cuando una chica escoge este vibrador, está comprando horas de placer. Horas que no tienen precio.
—¿A tí te gusta, cariño? —le pregunté yo a Sara.
—Ummmm, no tiene mala pinta.
—A ver, mi opinión es que este cacharro está muy bien pero no puede sustituir a una buena polla —dijo el cachas dedicándole media sonrisa a mi novia—. Una polla experta de verdad. Una polla musculosa, esbelta y ejercitada. Pero... sirve para cuando una polla normalita no puede cumplir —añadió, antes de mirarme a mí.
Ese comentario sonaba a ofensa y Sara también lo percibió. Una ofensa gratuita, llena de ego, presunción y desconocimiento. Tras meditar un rato, ella me dirigió una sonrisa malévola (que yo entendí como la clave de que se avecinaba una lección a ese chulo de pacotilla). Entonces, acercó su boca a mi oído y me susurró que le siguiera el juego. Después miró al vendedor e hizo gestos dubitativos antes de coger el vibrador otra vez en sus manos.
—Cariño —dijo ella, con voz clara—. ¿Seguro que no quieres que sea un poquito más grande? ¿Como el tamaño de tu polla? No sé… Piensa en el placer que me va a dar este cacharro entrando y saliendo de mi coño, mientras me clavas tu polla en el culo. Sabes que eso me pone muy cerda...
Acto seguido, Sara sonrió abiertamente mientras fijaba la vista en los ojos del vendedor. Yo la seguí el juego, como ella me había pedido.
—No sé, amor... Pensaba que sólo lo querías para pajearte bien el coño mientras veías películas de dos tíos follándose bien duro a una guarra.
El aprendiz de tonto, que era ese vendedor, cambió el semblante y tragó saliva.
—Mmmmmmm —susurró Sara, después me besó en los labios—. Me encanta ver ese tipo de películas e imaginarme que soy yo, sólo yo… la que está en medio de esas dos pollas.
—Y a mí me encanta que lo imagines así ―añadí.
—¿Ah, sí? ¿Esta noche me vas a follar el culo con ganas? ¿Mientras imagino que este cacharrito es la polla de un conocido nuestro? Sabes que lo voy a chupar muy despacito, para metérmela bien después en el coño y pajearme hasta que me corra —me pidió ella—. ¿Te parece mal?
—Horrible, cariño —respondí yo. Después le besé el cuello mientras ella miraba al vendedor del Sex-shop fijamente.
Obviamente, éste se quedó de piedra. Tanto con nuestra actitud como nuestro descaro. Había dejado de sobarse el paquete y, en lugar de eso, estaba cruzado de brazos, nervioso. Se llevó una mano a la barbilla y balbuceó algo ininteligible.
—Ehmm.. bueenn.. —dijo. No sabía dónde meterse, tenía el gesto incómodo.
—Vamos a dar otra vuelta… ―insistió Sara―. A ver si vemos algo más, algo que nos sirva para para esta noche.
―Si eres tan amable de dejar el vibrador en Caja ―dije yo―. Luego lo pagaremos
—Emmmmm, claro... —asintió él antes de cogerlo.
―Gracias ―dijo Sara.
―¿Si queréis que os enseñe algo m...? ¿Algún... gel lubr... o algu... prenda... lencería? —preguntó el vendedor.
—No te preocupes, cariño —respondió Sara—. De la manera que mi novio me va a follar, esta noche, no me hará falta lubricante. Nunca más... Porque ya estoy cachonda sólo de pensarlo.
Yo la agarré del culo y apostillé sus palabras.
―Además, la lencería que más nos gusta es la que le arranco al llegar a casa y dejo esparcida por todo el suelo —dije—. A lo sumo, una venda en los ojos, para que ella se imagine a quien quiera, comiéndole el coñito bien despacio.
Tras esta despedida, Sara le dedicó una sonrisa al vendedor y lanzó un beso al aire.
Después, nos encaminamos por la sala de los Peep show. Me imagino que el pobre vendedor, " Outlander" de imitación, se fue con el rabo entre las piernas. A contarle la escena a algún compañero o compañera. Y es que Sara tiene ese don, puede ponerte tan caliente, con su tono de voz, que te deja la entrepierna dolorida a la menor ocasión.
Al fondo del Sex-shop, encontramos una gran estancia que apenas estaba iluminada y era intrigante. Bajamos los escalones que la precedían y nos sumergimos en ella como si estuviéramos adentrándonos en un planeta desconocido. Como digo, casi no había luz o era muy tenue y el olor a feromonas se multiplicaba por cinco. Vimos varias cabinas donde ponían todo tipo de películas porno. Después, alcanzamos unos cubículos con puertas negras, de donde salían personas de vez en cuando. Hombres solos, parejas… Los dos intuíamos lo que podía haber en ellas, pero nunca lo habíamos experimentado en primera persona. Miramos los carteles junto a las puertas y comprobamos que, en cada estancia, un/una stripper o incluso una pareja te ofrecían un espectáculo en directo. A juzgar por la sonrisa de la gente que salía de cada cabina, dedujimos que podía merecer la pena investigar un poco más lo que se cocía ahí dentro.
―Quiero entrar —me dijo Sara, con mucha seguridad.
―No sé si sabes lo que puede pasar ahí dentro. ¿De verdad quieres?
—Tengo curiosidad por ver un espectáculo de éstos, en directo ―confirmó ella.
Agarré su mano con firmeza y entramos en una de las cabinas que quedaban libres. A juzgar por el cartel, actuaba una stripper que se llamaba Sandra. Por la foto tendría unos 24 años... Era joven. Cerramos la puerta con el pestillo de seguridad y yo me senté en el sillón de cuero negro que había justo delante de un cristal. Sara lo hizo encima de mi regazo, dándome la espalda para poder ver el espectáculo. Huelga decir que, estábamos un poco calientes… El ambiente, en general y el olor, en particular. Deseábamos que las chispeantes luces de la cabina se atenuaran un poco más, para poder sobarnos discretamente. Recuerdo que, ese día, Sara llevaba puesta una blusa verde sin mangas que se anudaba a la espalda y se la dejaba casi al descubierto. Vestía también una minifalda blanca, ajustada, que dejaba bastante pierna al descubierto. Y unas sandalias bastante veraniegas. Yo, por mi parte, llevaba unos vaqueros azules desteñidos y una camisa blanca con cuello oriental. Además de mis habituales zapatos náuticos de verano.
Tuvimos que echar unas cuantas monedas por una rendija para poner en marcha a Sandra. Ésta apareció detrás del cristal y al poco sonó una música para que ella empezase a contornearse, como una experta, delante de nosotros. Poco a poco, la luz se hizo más tenue y la música sonó sensual. Una música plagada de sonidos graves y relajantes. En estos casos, está muy bien pensada para cumplir con un cometido, el de ponerte cachondo a la mínima. Pero el sentido de la vista también acompañaba… Dentro de esa cabina, y sobre el tapete que hacía las veces de suelo, la piel de Sandra lucía morena, tersa y firme. Aunque no era muy alta de estatura, estaba bien proporcionada. Las tetas se la intuían grandes y naturales. Los brazos recios y las piernas bien ejercitadas. El culo perfecto, como dos bloques de mármol curvos y rellenos. Esos culos que cuando los palmeas piensas que te vas a romper la mano por veinte sitios. Sandra tenía una boca sensual pero los labios eran pequeños, pintados de un color muy oscuro, casi negro. Como la sombra de maquillaje que llevaba sobre sus ojos rasgados y casi asiáticos. El pelo lo llevaba recogido en una cola de caballo con una cinta roja; se intuía largo, fino y sedoso.
Verla tan de cerca hizo que nos pusiéramos todavía más calientes. No nos extrañaba que hubiese un cristal semi-tintado entre medias, porque daban ganas de comprobar si era real. Empezó con un strip-tease muy lento, en el que se deshizo poco a poco de un vestido negro, semi transparente, tipo camisón corto. Después, liberó sus grandes pechos, que estaban escondidos tras unas pezoneras algo cursis y se los manoseó durante un buen rato. Pellizcaba sus pezones con tanta habilidad que se le pusieron duros enseguida. Eran una delicia de pechos y ella le sacaba todo el partido que podía.
―Joder… qué buena está ―dije, fantaseando con magreárselos.
Al cabo de un rato, Sandra se había quedado con un tanga negro de remates perlados y unos zapatos de tacón alto, exclusivamente. Y he de decir que, a Sara y a mí, estos fetichismos no nos van mucho. Aunque, todo contribuye cuando el ambiente está cargado de erotismo y fantasía.
Nuestra stripper se descalzó, echando los zapatos hacia una esquina del tapete y luego nos dio la espalda, mientras se contorneaba como una diosa, antes de acabar poniéndose a cuatro patas. Al hacerlo, abrió las piernas lo justo para que intuyéramos el bulto que formaba su vulva. Nos fijamos en eso y en la curvatura de su espalda, que era bastante femenina para lo ejercitada que estaba. Mi chica y yo también nos admiramos con su soberbio culo, sobre todo, cuando lo sacudió varias veces, con esa técnica que ahora llaman “twerking”.
―Qué culazo ―dijo Sara, que tenía sus ojos fijos en ella.
―Y qué espalda… ―añadí yo―. Está para comérsela a besos.
De alguna manera, Sandra supo lo que estábamos pensando de ella. Porque, aunque no pudiera vernos a través del cristal, nos dedicó una amplia sonrisa. Entonces, retrocedió lentamente, de espaldas a nosotros. Y movió su culo perfecto muy sinuosamente, como si estuviera fingiendo follarse a un desconocido.
―¡Buffff! ―exclamé―. Qué calentón me está entrando…
―Yo estoy igual, cariño… ―dijo Sara.
Después, Sandra utilizó el hilo del tanga para recorrerse la vulva de arriba abajo, repetidamente. Como si estuviera limpiando su intimidad con esa “nada” que era el trapo que llevaba. Luego, acabó retirándolo por completo, hacia un lado… para enseñarlos lo que, a todas luces, era un coño precioso. Una mata de pelo muy fina y bien arreglada en la parte superior permitía ver el resto bastante bien. Se tapó su intimidad con una mano y movió hilo del tanga hacia un lado y hacia el otro para que también nos fijáramos en el agujero de su culo. Y esto nos puso muy cachondos, porque lo hizo volteándose hacia nosotros, como si nos estuviera mirando. Su cara era la de una sumisa complaciente. Por último, se tumbó boca arriba sobre el tapete de la cabina, levantó el culo y se quitó el tanga completamente. Esto fue antes de acercar su coñito, lo más cerca posible del cristal, para que lo viéramos bien de cerca.
—¿Te gusta lo que ves? ―me preguntó Sara. En su tono había un rastro de calentura muy especial.
¿Gustarme? ―pensé. Yo estaba gozando del espectáculo, ofrecido por una stripper que estaba desnuda delante de mí… Y menudo cuerpazo de escándalo que gastaba mientras se mostraba desinhibida. Además, tenía a mi novia, sentada encima de mis piernas, allí conmigo. No iba a tardar mucho en meterla mano para paliar mi calentón. ¿Cómo no me iba a gustar la escena? Estaba paladeando lentamente el momento. Mientras tanto, mi polla estaba creciendo con descaro bajo mi bragueta, aunque también con cierto placer.
―Me encanta lo que veo ―le susurré al oído.
Entonces, Sandra cogió discretamente un pequeño frasco de aceite, que tenía escondido bajo una toalla. Lo abrió, se esparció un pequeño chorro sobre sus grandes pechos y se los masajeó con ganas, en círculos. Después de dejarlos bien embadurnados, sacudírselos a nuestra altura y mostrarlos más de cerca, nos dedicó otra sonrisa imaginaria a través del cristal. Luego, se centró en su coño, que abrió completamente con los dedos para que viéramos mejor cómo era. Sin duda, parecía precioso, con esa pequeña mata de velo en la parte superior y el resto bien depilado. Los labios algo oscuros, pero muy finos y poco pronunciados. Sandra se masajeó el capuchón de su clítoris, lo estiró con delicadeza y distinguimos una bolita de color rosáceo que iba adquiriendo tamaño. Contrastaba bastante con el resto de su intimidad vaginal.
―¿Qué piensas? ―me preguntó Sara.
―No sé… cariño ―contesté―. Pienso que me gusta mirarle el coño mientras te tengo aquí.
―¿Intentas ponerme celosa? ―siguió preguntando ella.
―¡No, cariño! ―respondí― Porque sé que a tí te pone cachonda que se lo mire.
―Mucho… ―respondió ella―. Me pone muchísimo.
Mientras tanto, Sandra había cogido un poco más de aceite y había empezado a tratarse el coño con maestría, abriéndose los labios con los dedos de una mano y masajeándose el clítoris con la otra. Entonces, sin dejar de lado la fenomenal paja que se estaba haciendo, sacó un pequeño vibrador de debajo de la toalla, lo encendió y lo paseó alrededor de sus pezones, Como ya he dicho, yo no suelo ser nada fetichista, pero reconozco que me encanta ver a una mujer haciéndose una buena paja, con todo lujo de detalles. Sandra sabía hacer muy bien su papel, lo reconozco. Se notaba que intentaba poner calientes a sus espectadores y no hacía falta ver que, incluso así, parecía que disfrutaba haciéndolo. De las tetas pasó al coño y mi polla comenzó a protestar bajo la bragueta de nuevo.
Sara debió notarlo, porque no tardó ni un minuto en sobarme el paquete. Como era normal, estaba muy abultado y se dedicó a restregar la palma de su mano hacia arriba y hacia abajo. Yo hice lo propio con una de sus piernas, que acaricié hasta que ella misma se subió un poco más la minifalda.
―Joder, qué calentón tengo ―me susurró.
―Yo voy a explotar si no me toco la polla aquí mismo ―respondí. Entonces, pasé la otra mano por encima de su blusa y sobé la teta que tenia más a mano.
―¡Uffff! ―gimió ella cuando sintió mi mano, acariciándola lentamente. Luego, noté el pezón, luchando cada vez más por librarse del sujetador.
Mientras tanto, Sandra seguía pajeándose y metiendo velocidad al aparato. De vez en cuando, chupaba el vibrador y se lo volvía a meter en el coño. Dicho sea de paso, éste brillaba ya con tantos jugos vaginales rezumando por la entrepierna. Era muy morboso, porque se deslizaban lentamente y caían hasta el orificio de su culo.
—Me encanta sobarte el paquete por encima del pantalón ―dijo por lo bajo Sara―. Porque noto como tu polla está calentita y dura.
―La tengo a punto de estallar...
―Sácatela ―me sugirió Sara―. Quiero acariciarte los huevos con total libertad.
—¡Joderr! —gemí―. Me encantaría que lo hicieras. Entonces, alargué una mano sobre mi paquete y me saqué la polla del pantalón como buenamente pude. Sara la acarició con la palma de su mano y me estrujó los huevos un poco. En este punto, tengo que aclarar que no ando mal de virilidad. Calzo una polla muy decente y sé sacarle todo el partido. En ese momento, estaba grande y palpitante, por la vista que tenía delante y la caricia que Sara me estaba proporcionando.
Por mi parte, liberé a Sara del sujetador y desabroché la blusa que enclaustraba sus tetas
―¿Qué haces? ―me preguntó ella―. ¿Y si nos está viendo?
―Seguro que no puede ―aclaré yo.
Entonces, me dediqué a sobarle las tetas sin restricciones. Unas tetas blanquitas, medianas y firmes. Perfectas para acariciarlas en cualquier momento del día cuando ella se deja. Y ese era un momento perfecto para dejarse; los dos estábamos muy cachondos mirando a Sandra mientras ésta se pajeaba con total libertad. Podíamos oírla gemir, de placer, a través de un pequeño altavoz situado en un lateral de nuestra cabina.
―¿Te gusta lo que estás viendo? ―preguntó Sara―. Porque a mí me gusta cómo lo hace, estoy tomando buena nota del resultado a través de tu polla.
—Pues sí, me encanta ―respondí yo. La miraba y pensaba que se pajeaba como si no hubiera un mañana.
―A saber de dónde saca la inspiración para hacer todo eso cada vez que se mete ahí dentro.
―Seguro que piensa en la cantidad de tíos buenos que puede follarse cada vez que quiere ―suspiré.
―Mmmmmm… Pues llénate los ojos ―me pidió mi novia―. Porque estoy a punto de chupártela aquí mismo.
―Nada me gustaría más, ahora mismo ―respondí. Yo estaba a punto de estallar. La insinuación de una chupada de polla, por parte de Sara, era el remate. Sin embargo, traté de contenerme. Estaba convencido de que, si nos poníamos manos a la obra, el espectáculo iba a acabarse en el peor momento posible. Dejándonos a los dos con un calentón de narices.
―¿Te imaginas que fueran sus tetazas lo que estás sobando y no las mías? ―me volvió a preguntar Sara.
―Me estallaría la polla ahora mismo…
―¿Crees que puede vernos?
―No lo sé ―respondí. El cristal se veía transparente desde ese lado pero lo normal sería que estuviese ahumado por el otro.
—¿Y te gustaría que pudiese vernos?
―Podría veros, si quisiera… ―dijo una voz a través del altavoz. Era Sandra, dirigiéndose a nosotros. Al parecer, lo que ocurría dentro de nuestra cabina se oía desde donde estaba ella.
―¡Joder! ―exclamamos mi novia y yo al unísono. Acto seguido, nos empezamos a abrochar las pocas prendas que nos habíamos desabrochado, torpemente.
―Por favor, no os asustéis… ―dijo Sandra―. Hay un micrófono siempre conectado, para que los clientes me pidan cosas concretas. Es algo absolutamente normal, incluso deseable, a veces.
―Pero, ¿esto es así? ―pregunté yo, en voz alta―. ¿Sólo micrófono, sin cámaras?
―No, en absoluto… No hay cámaras ―dijo Sandra, quien no cejó en su empeño de pajearse en ningún momento―. Sólo este cristal que puedo bajar a voluntad. Ahora mismo no puedo veros, porque como bien has intuido, está ahumado por este lado.
―¿Me lo prometes? ―preguntó Sara.
―Sí… Llevo un rato oyendo vuestra conversación y me estoy poniendo muy cachonda, en contra de lo que suele ser habitual con otros espectadores. Me encantaría bajar el cristal y ver lo que hacéis, pero necesito vuestro permiso, claro.
(continuará...)