Mi mujer y el bello desconocido del hotel

Este mismo verano un hombre al que acabamos de conocer, aprovechándose de nuestra confianza, se tira en un momento a mi mujer en la habitación del hotel donde nos hospedamos.

He dudado pero os voy contar lo que me sucedió este mismo verano, hace unos escasos dos meses

Venía con mi mujer de dejar a nuestro hijo en un campamento de verano y, como ya había anochecido y no teníamos ninguna prisa, paramos el coche en un hotel de una ciudad de tamaño mediano con el fin de pasar la noche y reanudar el camino a la mañana siguiente.

Antes de cenar nos dimos una pequeña vuelta por el centro y acabamos cenando en el mismo hotel donde nos hospedábamos.

Convencí luego a mi mujer para tomar algo en el bar del hotel. No había casi nadie y nos sentamos en una mesa donde pedimos un coñac para mí y convencí a mi mujer para que se tomara una crema irlandesa tipo Baileys, que la encantaba pero que nunca tomaba por que se le subía a la cabeza, pero, bueno, era de noche, podíamos dormir al día siguiente hasta tarde, y yo tenía en la cabeza que esa noche podría mantener relaciones sexuales con mi mujer y un poco de alcohol podía facilitar mis intenciones.

Nada más pedir las bebidas, un hombre trajeado que estaba solo en la barra tomando un cubata se nos acercó y, muy simpático, nos dio conversación y después de un rato nos pidió permiso para sentarse con nosotros.

No tuvimos ningún problema que se sentara en nuestra mesa ya que era agradable y de diálogo muy ameno.

Debía tener unos treinta y pocos años, más de un metro ochenta, de buena planta, atlético, con el pelo negro bastante largo y de rostro agraciado, como pude ver al observar la cara de emoción que puso mi mujer al verle.

Decía que era comercial y que estaba trabajando por la zona, pero que ya mañana tenía que estar en la empresa en la que trabajaba.

La conversación era tan animada que el tiempo se nos pasó rápidamente. Me quedé sin bebida y solicité otra copa de coñac para mí, ya que mi mujer no quería otra y el hombre todavía no había acabado la suya.

Mi mujer se disculpó indicando que estaba cansada y se iba a descansar. La indique que en una media hora me acabaría la bebida y subiría a la habitación.

Acababa de salir mi esposa del bar cuando el hombre, por su parte, se bebió su bebida de un trago y, alegando que tenía que madrugar al día siguiente, se marchó a paso ligero, dejándome con mi copa de coñac recién puesta y sin que yo pudiera ni reaccionar.

Por supuesto, yo solo en el bar delante de mi bebida me parecía una situación un poco tirante, pero bebérmela de un trago sin deleitarme de su sabor, me parecía un auténtico crimen, aún así no tardé ni diez minutos en bebérmela.

Al levantarme me di cuenta que estaba un poco achispado, pero aun así, me dirigí lo más dignamente posible al ascensor.

Una vez en el piso, según me iba acercando a la puerta de la habitación en la que dormíamos mi mujer y yo, me pareció escuchar unos gemidos, unos chillidos. Extrañado, me detuve en el pasillo a escuchar y me di cuenta que era una mujer la que estaba gimiendo, más bien chillando, y no era precisamente de dolor, sino de placer. Alguien se la estaba follando y ella disfrutaba del polvazo que la estaban echando.

Sonriendo, incluso riéndome en silencio, continué avanzando cachondo hacia la puerta de nuestra habitación.

Cuanto más me acercaba más nítidos y fuertes eran los gemidos de la mujer, hasta que, sorprendido, me detuve delante de la puerta. Los chillidos parecía que venían de dentro de nuestra habitación, de hecho estaba casi seguro que venían de dentro, pero no creía que fuera posible.

Con cuidado, utilizando la tarjeta que nos proporcionaron en recepción, abrí la puerta sin hacer ningún ruido, o sin que los que estaban follando se dieran cuenta.

Los chillidos venían de dentro de nuestra habitación, de nuestra cama de matrimonio, mezclados con un golpeteo continuo, pim-pam, pim-pam, pim-pam.

Perplejo entré dentro. Un amasijo de ropa y de calzado yacían desordenados en el suelo, a los pies de la cama, que no paraba de moverse.

Y allí sobre nuestra cama, primero vi unos pies, luego unas piernas, unos glúteos pequeños y fibrosos que se contraían una y otra vez.

Un hombre totalmente desnudo, tumbado bocabajo, entre las piernas completamente abiertas de una mujer, apoyándose en sus musculosos y extendidos brazos sobre la cama, se movía frenéticamente arriba y abajo, arriba y abajo, adelante y atrás, adelante y atrás. Su cipote erecto desaparecía y aparecía, una y otra vez, dentro del coño abierto de la mujer. Sus cojones, como pelotas de tenis, chocaban sin descanso contra el perineo de ella. ¡Era ese el ruido que se escuchaba, el pim-pam-pim-pam que se oía en toda la planta! ¡Se la estaba follando a lo bestia!

Paralizado me quedé contemplando cómo se la follaba, jadeando ruidosamente como un verdadero animal en celo.

Y vi a la mujer, tumbada bocabajo bajo el cuerpo del hombre. Sus brazos estirados y sus manos entrelazadas estaban atadas a la cabecera de la cama mediante una fina corbata roja, resaltando sus enormes tetas que, brillantes de sudor y de fluidos, se bamboleaban caóticas por las embestidas frenéticas del macho que se la estaba follando.

Y vi su cara, desencajada de placer, con los ojos cerrados y la boca abierta, jadeando, chillando de placer, pero ¡no la reconocí!, ¡no reconocí a mi mujer! ¡no era ella!, o ¿sí? ¿Era ella?

Dudaba. Estaba demasiado buena para ser ella, o al menos hacia bastante tiempo que no la veía tan sabrosa, tan entregada, tan sobreexcitada sexualmente.

Pensé en huir de ahí, en escapar tan rápidamente como me fuera posible antes de que me pillaran, como pillan a un patético mirón. Me di la vuelta despavorido y me marché tan rápido como pude y sin hacer ruido, cerrando la puerta a mis espaldas. Corrí por el pasillo, alejándome de la escena, para que nadie pudiera identificarme con el asqueroso voyeur que había entrado en una habitación para presenciar cómo mantenían relaciones sexuales.

Bajé deprisa las escaleras y, antes de llegar a la recepción, me detuve avergonzado. ¿Qué pensarían de mí, viéndome correr así? ¿Qué había robado, asesinado a alguien, o violado? ¿Violado?

El corazón, desbocado, me latía a mil. Sudaba. Sin tener conciencia de que alguien me observara, me apoyé con mis manos sobre mis rodillas rectas, intentando recuperar el aliento, y pensé que quizá huía porque la había identificado, había identificado a la mujer que se estaban follando, ¡era mi propia esposa!, ¡mi propia esposa!

Recuperado el aliento y contenido en lo posible el sudor que me anegaba, subí caminando las escaleras que acaba de bajar, pensando en lo que había visto y qué es lo que debía hacer.

Al llegar a la planta, nada más tomar el pasillo que conducía a la habitación donde se la estaban tirando, vi como la puerta de nuestra habitación se abría y un hombre salía de ella. Raudo salí del pasillo antes de que me viera. Escuché sus pasos amortiguados por la moqueta que se acercaban a donde yo estaba.

De repente, se abrió a mis espaldas la puerta del ascensor y una pareja de edad avanzada salió de él. Asustado pegué un brinco, y, en ese momento, el hombre que había salido de nuestra habitación, la de mi esposa y la mía, salió del pasillo y, al trote, se metió en el ascensor.

¡Era el hombre tan agradable con el que habíamos mantenido una animada conversación! ¡Era él, el que se había follado a mi esposa, aprovechando nuestra confianza y que yo no estaba!

Llevaba la chaqueta y la corbata, ¡roja!, en la mano, y su camisa desabrochada hasta medio pecho.

Sonreía ufano y, antes de que se cerraran las puertas, me vio, ampliando incluso más su sonrisa, una sonrisa de tiburón, y llevándose los dedos de una de sus manos a su boca, me lanzó un beso, exclamando eufórico:

  • ¡Buenísima!

Y se cerraron las puertas, dejándome aturdido y sin saber qué hacer.

Varios minutos estuve quieto, sin moverme, dubitativo, hasta que, poco a poco, me encaminé despacio y arrastrando los pies hasta la habitación donde se habían beneficiado a mi esposa. Delante de la puerta, me detuve, pensando que quizá lo había soñado, que nunca había ocurrido, que no se habían tirado a mi mujer.

No escuchaba nada al otro lado de la puerta, así que, con cuidado, abrí. Estaba todo oscuro. Encendí la luz de la entrada y pude ver qué la ropa que estaba tirada en el suelo ya no estaba. Cerré la puerta y, con cuidado, me acerqué a la cama, y allí estaba ella, mi mujer, tumbada de lado en la cama, tapada hasta la barbilla con las sábanas, como si durmiera.

Dudando de su estado, exclamé tímidamente, dirigiéndome a ella.

  • Ya estoy aquí. No he tardado mucho.

Entonces ella me respondió muy seria:

  • Más que suficiente.

No sabía muy bien qué responder, por lo que ella, tras una breve pausa, me dijo:

  • Duérmete que ya es tarde y estoy cansada.

Aquella noche no tuve relaciones sexuales con ella, ni se lo plantee, ni tenía ningunas ganas.

Poco dormí aquella noche y, creo que ella tampoco durmió mucho.

A la mañana siguiente tomamos el coche y volvimos a casa, como si no hubiera sucedido nada.

No he comentado esto con nadie, pero quiero avisar a toda pareja que vaya relajado como yo fui con mi mujer, que, como se descuide, puede encontrar a un desconocido entre las piernas de su esposa, follándosela como una bestia en celo en cualquier hotel. Seguro que mi mujer no fue ni la primera ni será la última a la que se folle un extraño en cualquier hotel de cualquier población.

Dudaba si etiquetar este relato como “No consentido” o como “Infidelidad”, pero, como conozco muy bien a mi mujer, sé que la violaron, que se la follaron en contra de su voluntad. ¿No pensáis lo mismo que yo?