Mi mejor polvo

No cabe duda que los mejores polvos son aquellos que surgen cuando menos lo esperas, pero si aparte de que no lo esperas, es el polvo más extraordinario, increíble e inimaginable, que puedes llegar a disfrutar, es digno de ser enmarcado y ser recordado.

No cabe duda que los mejores polvos son aquellos que surgen cuando menos lo esperas, pero si aparte de que no lo esperas, es el polvo más extraordinario, increíble e inimaginable, que puedes llegar a disfrutar, es digno de ser  enmarcado y ser recordado.

Puedo empezar diciendo que no soy una persona especial. Me defino como una persona ni alta ni baja; ni gordo ni flaco; ni feo ni guapo. En fin, soy uno de tantos. Mi nombre es Enrique, tengo treinta años, estoy casado con una guapa mujer y tenemos una hija preciosa de tres años. La única especial en esta historia, si se puede decir como especial su gordura, es mi querida suegra. Y es que está gorda, gorda. Sus más de cien kilos los tiene bien distribuidos por todo el cuerpo, aunque intenta esconderlos en su vestimenta holgada.

Sí puedo decir que a pesar de su obesidad, se mueve con bastante soltura y nunca pierde el buen humor. Las pocas veces que vamos a verla al pueblo, estoy más que encantado con ella. Me obsequia con sus mejores guisos y ella no se priva en acompañarme. Esto, claro está, con las continuas regañinas y reprimendas de su hija   pidiéndole que haga dieta, pero ella hace oídos sordos y sigue con su buena alimentación.

Pues bien, ese verano mi mujer quiso que pasáramos las vacaciones de verano en el pueblo y allí nos fuimos. Como no, mi suegra Concha nos recibió encantada. Viuda desde hace un montón de años, solo tenía esa hija que era mi mujer y podéis imaginar la alegría de tenernos junto a ella.

Los días de vacaciones iban trascurriendo tranquilos, algo que yo necesitaba para librarme del stress del trabajo, y en verdad que lo conseguía.

Una tarde, como era habitual en esos días, mi mujer junto a la niña se fue a la piscina municipal donde no regresaba hasta el atardecer. Ese tiempo yo lo aprovechaba para ir al bar, echar una partidita a las cartas y cuando el calor aminoraba, darme unos paseos alrededor del pueblo. Unos parajes encantadores, donde se podía llegar a masticar el aire puro del campo.

Esa tarde, hacía un calor espantoso que no se podía aguantar. No daban ganas de salir del frescor de la casa, pero me animé a salir porque si no me iba a quedar frito sentado en el sofá y no era plan. Si me dormía era peor, la siesta no era lo mío, siempre me despertaba con un tremendo dolor de cabeza y había desistido de esa costumbre tan española.

Como todas las tardes antes de irme, me despedía de mi suegra. Solía encontrarse en la cocina y allí me dirigí, pero no la encontré. El siguiente lugar, era ver si se encontraba en el patio interior de la casa y ahí estaba, reclinada en una hamaca durmiendo. Su postura era de lo más insinuante. Desabrochados casi todos los botones de su bata, una mano la tenía apoyada en uno de sus enormes pechos, y sus piernas completamente abiertas, dejaban al descubierto unos inmensos muslos hasta poder apreciar el comienzo de unas bragas negras.

Me quedé un momento observándola y parecía increíble que en esos exorbitantes muslos no se percibiese ninguna estría ni arruga. Se veían tersos como los de una jovencita. La vista tampoco perdió la ocasión para centrarse en la abertura de la bata a la altura de sus gigantescos pechos, para ver su nacimiento y contemplar como una de sus manos atenazaba uno de ellos. No duró mucho mi observación. Un resoplido y un abrir de ojos de mi suegra, acabó con la visión.

Lejos de cubrirse rápidamente, se limitó a quitarse la mano de ese pecho inmenso, cerrar las piernas y decirme:

-¡Uff!, con este calor me he quedado transpuesta. Tengo la boca como una lija… ¿Te importaría traerme algo de beber?

Di media vuelta, entré en la cocina y me dispuse a prepararle algo de beber. No se me apartaba de la mente la visión que me había obsequiado mi querida suegra. Me estaba entrando una tremenda calentura corporal y no era por el calor ambiental. Esos tremendos muslos, ese indicio de bragas negras, esos pechos que se me antojaban divinos, me excitaban y de que manera. En un momento preparé dos gin-tonic bien cargados de ginebra, para aplacar la sed de mi suegra y la mía propia.

Volví al patio y mi suegra ya tenía todos los botones de la bata en su sitio. Me senté junto a ella y le ofrecí uno de los vasos diciendo:

-Estabas más provocadora y tentadora cuando te he visto antes.

-Anda tonto, yo ya no estoy para provocar a nadie. Hace tiempo que se me ha pasado el arroz.

-Yo no diría eso, estás más que apetecible.

Se echó a reír y sin más se acercó el vaso a la boca y suponiendo que era agua con hielo, se dispuso a tomar un buen trago que no pudo acabar. Comenzó a toser  de una forma desaforada que me hizo acercarme a ella para darle unos golpes en la espalda. Fui abrazado con sus gruesos brazos y sin dejar de toser su cabeza se apoyó en mi hombro, hasta que se le pasó. Se separó y me miró sonriendo.

-¿Qué me has preparado, pillín? –preguntó.

-Algo para calmar la sed –respondí.

-¡Y qué más! Esto de agua no tiene nada, ¿intentas emborracharme? –me dijo, pero para nada mostrando enfado, más bien con regodeo.

Me iba animando y como mi suegra era muy de la broma, me atreví a seguir con indirectas hasta ver donde llegaba.

-Más que emborracharte, intento seducirte –le dije de forma insinuante.

-Y si me dejo, que me vas a hacer.

De todas las respuestas que esperaba esta no entraba en mis cálculos y me quedé sin habla. No se como me atreví; bebí de mi vaso, absorbí un hielo y me acerqué a  mi suegra posando mi boca en sus labios carnosos. Con mi lengua empujé el hielo hasta que de mi boca traspasó a la suya. Su reacción bien podía ser darme un bofetón, pero no. Se separó y todavía con el hielo en la boca me dijo:

-Tu manera de seducir es muy fresca.

No sabía si la frescura era por atreverme a besarla o por el hielo que estaba en su boca, pero me era igual. Parecía increíble que mi suegra me atrajese y desease poseerla, pero así era. Debía ser cauto, no fuera que mi atrevimiento me llevara a consecuencias nefastas. Aunque a veces por mucho que quieras dominarte, cuando el cuerpo está exaltado no hay nada que lo detenga.

-Mi querida Concha –le dije-. Y si te digo que mi frescura de seducirte, me lleva a decirte que desearía poseerte.

Una nueva risotada le entró a mi suegra. Mis palabras las tomaba como un juego.

-Mi querido Enrique, eso me haría a decirte que si no fuera broma me sentiría muy alagada, pero mejor cambiar de tema. Dime, que has puesto en la bebida.

-Concha –le dije cogiéndole una de sus manos-. No es ninguna broma lo que te digo. ¿No te gustaría que jugásemos a otra cosa que no fueran solo palabras?

Más risas de mi suegra. Separó su mano de la mía y me agarró el mentón diciéndome:

-¡Ay mi yernito que gracioso está hoy! ¿Qué ibas a hacer con una gorda como yo, que hace más años que matusalén que no ha estado con ningún hombre?

-Pues muy bien yo podía ser ese hombre que rompiese esa carencia de sexo –le contesté.

Su risa se borró de su rostro. Se estaba dando cuenta que mis palabras no iban de broma y que mis intenciones eran claras.

-¿De verdad quieres follar con esta gorda?

-Me encantaría y te puedo decir que en estos momentos es lo que más deseo.

Me miró, puso sus dos gruesas manos en mi cara, me dio un pequeño beso en los labios y me dijo:

-No sabes como te agradezco que me digas que provoco en ti deseo, pero aunque a mí me apetezca follar contigo, hay un problema.

-¿Qué problema?, si a ti te apetece como a mí, no tiene que haber ningún problema.

-¿Olvidas que soy la madre de la mujer con la que te has casado?

Claro que no me olvidaba, pero no le contesté. Mi deseo y ardor que provocaba mi suegra estaba por encima de cualquier recordatorio y me lancé. La abracé. Casi no llegaban mis brazos a abarcarla, pero era igual. Mis labios se unieron a los de ella y aunque en principio no participaba de ese beso, manteniendo cerrada su boca, no tardó en entregarse en un acalorado beso que nos quedamos sin respiración.

-¡Que estamos haciendo…! ¡Estás loco! –me dijo cuando nos separamos.

Y sí que estaba loco por follarme a mi suegra y fue de locura lo que pasó después. No duró mucho su titubeo y diciéndome: “¡que demonios!”, no tardamos en encontrarnos en su habitación.

Desnuda encima de la cama, su cuerpo se asemejaba a una montaña rusa con subidas y bajadas de infarto. Su gordura escondida siempre con vestidos amplios no era un engaño, estaba gorda, gorda, aunque su gordura no era repulsiva, al revés, no había un solo poro de su cuerpo que no fuera sugerente.  Su piel era suave y tersa. Solamente el peso de sus enormes pechos era lo único que no conseguía vencer la gravedad, pero aún así no eran unas tetas fofas. Me perdí entre tanta carne.

Mis manos y mi boca recorrieron sus gruesos labios, sus imponentes tetas, sus soberbios pezones, su inmenso vientre, su solemne vulva, sus grandiosos muslos, su todo…

Nuevas experiencias las hubo, como cuando estando de rodillas encima de mi suegra, mi pene en todo su esplendor se posó entre sus tetas y estas, apretadas con sus manos, lo aprisionaron. Fui desplazándolo entre la suavidad de esos fenomenales pechos y el goce y placer era inmenso. Más goce y placer, si cabe, cuando le anuncie que me iba a correr. Sin dilación introdujo el pene en su boca y después de unas breves mamadas, no pude por menos que descargar en su boca todo un torrente de esperma. Brutal, me temblaban todas partes del cuerpo y no era de frío.

Muchos años hacía que mi suegra no había follado, pero no tenía que recurrir a ningún manual de instrucciones. En poco tiempo hizo que mi pene se endureciese de nuevo y no perdió la ocasión. Se colocó encima de mí y aunque pareciese mentira, no notaba su peso. Eso sí, mi cuerpo se hundía en el colchón formando una uve y sudaba a mares.

Como digo, estando mi suegra encima de mí, agarró mi pene con su mano y lo enfocó hacia la entrada de su vagina. Ahí fue cuando note su carencia de sexo. Era como si tuviera cerrado el conducto vaginal y fuera su primera follada. Pero poco a poco fue engulléndolo hasta encontrar el tope de mis huevos. “Aggg…,aggg…, aggg…, aggg…”, eran los gemidos que emitía hasta oír un claro: “yaaa…, yaaa…, es mío…,  mío…,  mío…”

¡Como sudábamos!, pero eso no restaba para que nuestros movimientos se asemejases al traqueteo de un  tren de mercancías. Yo era el conductor y tenía por mandos de conducción dos imponentes tetas que no llegaba a poder abarcarlas con mis manos. Grandioso, impresionante. ¡Madre que follada! Gemidos, jadeos, resoplidos…, hasta que oí:

-¡Me corro, me corro, me corro, me corroooo…!,  ¡aaaaaaah…!

Pero no se acabó aquí con el gran orgasmo que tuvo, porque inmediatamente me dijo:

-¡Ay, ay, ay…, déjame cariño, me voy a mear!

No la dejé, mis manos se aferraron a sus muslos y a su: “¡me meo, me meo…, me meoooo!” respondí con un grito desgarrador. En mi vida tuve tanto placer y un orgasmo tan espectacular. Mientras una tremenda meada, que parecía no acabarse, bañaba mi entrepierna, mi suegra recibía mi descarga de semen en lo más profundo de su ya dilatada vagina.

Completamente extenuados, mojados, y no solo de sudor, nos extendimos en la cama para que nuestras tremendas pulsaciones procurasen volver a la normalidad. No tardó mi querida suegra en romper con sus palabras, el sonido de nuestras respiraciones que solo se escuchaba en la habitación.

-Me moriría si mi hija llega a enterarse de lo que hemos hecho…, pero en absoluto me arrepiento. Cariño…, me has hecho pasar los momentos más sublimes de mi vida.

-¿Lo volveremos a repetir, adorable Concha? –pregunté.

Se giró hacia mí y, como respuesta, su boca buscó a la mía para propinarme un apasionado y ardiente beso.