Mi marido quiere mirar (4).

Rizamos el rizo quedando con dos parejas a la vez en lugar de una sola. Contiene dominación light, orgias, sexo con maduras,...

Han pasado seis meses desde que estuve con Rosa y Andrés y no volví a recibir noticias suyas. Tampoco sé nada de María y Antonio.

Yo sigo teniendo mis contactos con maduras con bastante frecuencia, pero desde que estuve con Rosa y Andrés no he vuelto a estar con una pareja.

Me daba un poco de pena no haber vuelto a tener noticias de ellos, sobre todo de Rosa y Andrés, porque esperaba que María me volviese a llamar cuando hubiera pasado su tiempo de asimilación, que sabía que es largo.

Por fin, cuando ya no esperaba nada me llamó Rosa.

— Hola, Jesús. ¿Te acuerdas de mí?

— Claro, Rosa. ¿Cómo podría olvidarte?

— Perdona que no te haya llamado antes, pero la verdad es que nos ha costado mucho asimilar lo que ocurrió entre nosotros tres. Andrés y yo le hemos dado muchas vueltas, hemos dudado mucho. En un momento estábamos deseando llamarte, a los dos días de lo que pasó, y al día siguiente nos avergonzaba hasta reconocer que había pasado. Ahora entiendo que nos dieras un plazo mínimo de cuatro meses antes de volver a contactar. Ha sido una montaña rusa de emociones. ¿Podemos tomar un café un día de estos?

— Claro. ¿Cuándo te viene bien? ¿Puedes mañana a las seis? ¿Venís los dos?

— No. En principio, preferiría ir yo sola, aunque lo hemos hablado y estamos de acuerdo en lo que queremos hablar. Pero para mí será más fácil decirlo si Andrés no está delante. A las seis está bien.

Le di la dirección de la cafetería en la que quedé con María la vez anterior y estuvo de acuerdo en vernos allí.

Al día siguiente, a las cinco y media ya estaba allí sentado, tomando un café y esperándola. Llegó un poco después de las seis. Apenas un par de minutos. Se acercó, me dio dos besos, sonrojándose un poco mientras lo hacía, y se sentó a mi lado.

— Me alegro de verte —le dije—. Estás muy guapa. ¿Qué tal Andrés?

— Estamos muy bien los dos. Ya también me alegro mucho de verte. Me he acordado mucho de ti.

Pidió un café y se quedó callada un tiempo, removiendo el café como si no supiera cómo empezar a hablar.

— No hay una forma fácil de empezar esta conversación. Lo mejor es empezarla y ya está —le dije—. Mejor empiezo yo. SI estás aquí, sentada conmigo, es porque de alguna forma os apetece volver a quedar, ¿no?

Rosa asintió al tiempo que volvía a enrojecer.

— Si. Es cierto. Como ya te dije después de nuestro encuentro fue una locura emocional, con altibajos continuos. Un día lo recordábamos con los ojos brillantes y al día siguiente no nos mirábamos a la cara porque los dos nos avergonzábamos de lo que nos habíamos dejado hacer. Poco a poco se fue normalizando y al cabo de un par de meses podíamos hablar tranquilamente de lo ocurrido. Seguíamos teniendo una cierta vergüenza, pero no podíamos dejar de reconocer que había sido la mejor experiencia de nuestras vidas. Cuando hablábamos de ello yo notaba que, pese a la vergüenza, yo mojaba las bragas instantáneamente y veía como a Andrés se le levantaba también y se ponía como un burro. A los tres meses Andrés me llamaba puta en la cama, en nuestros momentos de intimidad, y yo le llamaba cabrón consentido. Y las dos cosas nos ponían muchísimo.

— Me impactó tanto —continuó—, que, aunque no quería que María se enterase de que al final habíamos quedado, no me pude aguantar las ganas de comentarle lo que había pasado, una vez que quedamos, y le conté todo lo ocurrido. A María también la excitó lo que le contaba, según me dijo luego, y me comentó que estaba a punto de llamarte ella también para ver si querías quedar con Antonio y ella. Me dijo que ya había madurado vuestro segundo encuentro y que estaban dispuestos para el tercero.

— Después de mucho discutir y de sopesar los pros y los contras —continuó Rosa—, hemos decidido proponerte que volvamos a hacerlo si te apetece.

Yo me quedé pensativo un momento, procesando la información que acababa de recibir. Rosa malinterpretó mi silencio y me dijo:

— Comprendo tu silencio. Es evidente que tú no quieres ya quedar con nosotros. Está claro que para ti la experiencia no fue tan buena como para nosotros. No pasa nada. No hace falta que pienses una excusa para no quedar.

Yo me reí con sinceridad.

— No estoy pensando ninguna excusa para no quedar. Tengo claro que quiero quedar con vosotros. Lo que estaba pensando es en las condiciones del encuentro.

— Las condiciones podrían ser las mismas —dijo Rosa.

— Si has hablado con María sinceramente, ya te habrá contado que la segunda vez que quedé con ellos le cambié un poco las condiciones. Nada grave, pero al tener más confianza, me gusta tener más control. Y con mi control no os ha ido nada mal, ¿no?

Ahora se puso roja como la grana y comentó en voz baja, apenas un susurro:

— No, tu control fue lo mejor de la experiencia, eso es lo que la hace especial —sonrió al decirlo, con timidez—. La sensación de no tener ninguna responsabilidad sobre el placer de los demás ni sobre el tuyo propio —y continuó preguntando:

— Entonces, ¿te apetece quedar de nuevo con nosotros pronto?

— Eso lo tengo muy claro —contesté yo—, quiero quedar con vosotros. Pero con la condición de que yo asumo el control de los dos,  no sólo de ti. Tu seguirás teniendo el poder de pararme, pero ya sabes que si me paras, me voy para siempre. Tu marido ni siquiera tendrá derecho a veto. Tendrá que confiar, no en mí, sino en ti —de pronto otra idea cruzó por mi cabeza:

— Aunque lo que has dicho al principio me ha hecho pensar de pronto. Se me acaba de ocurrir una idea que puede ser muy excitante para todos.  Tú has dicho que María y Antonio pensaban llamarme otra vez. Vosotros también queréis quedar. ¿Qué os parecería si quedarais los cuatro juntos conmigo? Es solo una idea, no una imposición. Si no os apetece puedo quedar sólo con vosotros, pero me gustaría que lo pensarais y los  hablarais con María y Antonio. Creo que sería muy excitante  para vosotras y vuestros maridos.

Rosa se quedo callada, quieta, como paralizada.

— Nunca me había planteado algo así.

— Ya lo sé, pero me buscasteis a mí para probar vuestros límites. Esta puede ser una buena forma de ponerlos a prueba. Habladlo entre vosotros y con ellos si queréis. Si no os apetece, no hay problema. Me llamas y quedamos sólo los tres. Espero tu llamada.

— Te llamaré pronto. Eso te lo prometo.

Nos despedimos con un beso.

Al día siguiente me llamó María.

— Hola, Jesús.

— Hola María. ¿Qué tal estáis?

— Estamos bien. Te llamo porque acabo de recibir una noticia sorprendente. Rosa me ha llamado y me ha contado la propuesta que le has hecho. Me ha dejado de piedra. Ni se nos había ocurrido esa posibilidad, pero la verdad es que nos ha excitado a Antonio y a mí. Pero no lo tenemos nada claro. Déjanos unos días y te contestaremos a través de Rosa. Si no nos decidimos, pensábamos llamarte dentro de poco.

— Por supuesto, María. Podéis hacer lo que queráis. Quedar los cinco o sólo los tres. Yo estaré encantado de todas formas.

— Estupendo. Te he llamado hoy solamente para que sepas que lo estamos pensando. Un beso. Espero que nos veamos pronto.

—Yo también lo espero.

Rosa tardó un par de semanas en volverme a llamar.

— Hola, Jesús —dijo Rosa.

— Hola, Rosa. Me encanta oírte de nuevo.

— Te llamo porque tras mucho pensarlo todos, hemos llegado a la conclusión de nos excita la idea de estar contigo los cuatro, aunque nos da mucho miedo. Hemos pensado incluso que esto puede romper el buen rollo que hay contigo, pero por otro lado nos excita mucho la idea de intentarlo.

— ¿Lo habéis pensado bien? Tened en cuenta que quiero el control absoluto. Tan sólo las dos mujeres tendréis derecho a pararme, como siempre, pero en cuanto una me pare se acabó la noche para las dos parejas. Y además, la pareja de la mujer que pare no podrá volver a quedar conmigo.

—Nos imaginábamos algo así. Ya lo hemos hablado. Estamos de acuerdo.  Hemos pensado que podemos quedar en nuestra casa, que es más grande.

Yo había decidido endurecer las condiciones. Me daba mucho morbo pensar que podría hacer lo que quisiera con esas dos mujeres sin cortapisas de ningún tipo. Ahora estaba seguro de que aguantarían que explorásemos muchos nuevos límites.

— Por mí está bien. Pero, como ya sabéis, me gusta hacer algunos cambios. Ninguna de las dos sois novatas, así que conocéis las normas. No me voy a marchar si  dudáis en cumplir mis normas, siempre que las acabéis cumpliendo. Pero eso sí, cada vez que una de las dos titubee os castigaré, a una, a las dos, o incluso a los cuatro, como a mí me parezca bien. Si alguna no está de acuerdo con el castigo, podrá pararme cuando quiera, como siempre. Ellos no podrán pararme, por supuesto, pero podéis consultarles antes de decidir vosotras.

— En principio doy por supuesto que aceptáis los cambios. Había pensado en el próximo sábado. Si no me llamas antes, entiendo que no hay problema. Si no lo aceptáis, llámame antes. O mejor, llámame de todas formas cuando lo sepas, porque si estáis dispuestos a seguir, tengo que daros algunas instrucciones más sobre el funcionamiento de la sesión. Antes de decidir tened en cuenta que va a ser una sesión más fuerte que las anteriores.

Esta conversación tuvo lugar un martes. Rosa me llamó el jueves.

— Hola, Jesús.

— Hola Rosa, encantado.

— Nos hemos pasado dos días hablando María y yo y luego consultando con nuestros maridos, para luego volver a hablar. Cada vez nos pones condiciones más duras. La verdad es que lo de los castigos nos ha asustado mucho.

— De eso se trata —le contesté yo—, pero seguro que cada vez que pensáis las dos en los castigos que os pueda poner, al tiempo que os da miedo, os hace mojar las  bragas.

— ¡Qué bruto eres, Jesús! Pero lo que dices es cierto —reconoció Rosa—. No entiendo por qué cada vez que pienso en que me castigues me pongo como loca. Y creo que a María le pasa igual, aunque no me lo ha dicho ella. Cuando lo comentamos noto en su voz que se pone cachonda.

— De todas maneras, todavía no me has dicho si aceptáis o no, y el sábado es pasado mañana.

— Hemos decidido aceptar tus condiciones, pero queríamos preguntarte una cosa.

— Pregunta lo que quieras. Todavía no hemos empezado.

— Nos preguntamos si sería posible que si una de las dos paramos porque nos parece demasiado fuerte por estar los cinco, sería posible retomarlo con las dos parejas por separado otro día.

— Ya te expliqué mis condiciones —le contesté—. No voy a cambiarlas. Si una de las dos para, ese día hemos terminado todos, y no volveré a quedar con la mujer que lo haya hecho. No es negociable, así que pensadlo bien antes de hacerlo. Si no tengo el control absoluto esto no tendría ninguna gracia.

— Y ahora las condiciones de este encuentro —continué—, Esta vez no habrá picoteo ni copas antes de empezar. Yo llegaré a las nueve y media del sábado. Antes de que llegue empezaréis por vendar los ojos cada una a su marido con un pañuelo suave que comprarás para la ocasión si no tienes. También comprarás un rollo de cuerda suave, pero resistente. A continuación, os intercambiaréis sin que ellos se enteren y cada una deberá desnudar por completo al marido de la otra, haciéndoles mientras les desnudáis alguna pequeña caricia. Por fin los sentaréis en sendas sillas, les ataréis las piernas abiertas a las patas delanteras y las manos juntas por detrás y luego a las patas traseras. Ellos no deben sospechar que no es su mujer la que lo hace. Sólo deben saber que los tenéis que atar. Luego vosotras os desnudaréis la una a la otra. Ninguna podrá tocar sus propias ropas. Os colocaréis cada una de rodillas, delante de la silla de vuestro marido, de espaldas a la puerta, y os taparéis los ojos con otro pañuelo cada una. Aseguraos de no ver nada. A continuación debéis bajar la cabeza hasta tocar el suelo con la frente.  Debéis estar en esa posición a las nueve y veinticinco.  Cuando llegue, la puerta de tu casa estará encajada pero no cerrada. Sólo sabréis estas condiciones de inicio. El resto os lo diré sobre la marcha. Si no estáis de acuerdo con esto, llámame antes del sábado a las cinco y lo suspendemos.

— De acuerdo —dijo Rosa sin comentar nada a las últimas instrucciones.

Supongo que iba a hablarlas con María antes de decidir si aceptaban o no. Pero no tenía ninguna duda de que aceptarían, ya que las condiciones podían ser chocantes, pero no eran realmente duras. Por lo menos no las que le había contado.

Cuando llegó el sábado por la noche me vestí con ropa informal. Un pantalón de chándal y una camiseta.

Llegué a la casa de Rosa y Andrés a las nueve y veinticinco, pero no quise subir hasta las nueve y veintiocho. No quería llegar antes de tiempo y estropearles los preparativos. Aún así, esperé unos minutos más en el rellano, para que se fuesen poniendo nerviosos los cuatro. Sólo eran las nueve y treinta y tres cuando empujé la puerta, pero estoy seguro de que a los cuatro, al tener los ojos tapados, les parecería que había pasado media hora. Empujé la puerta y se abrió con suavidad. Ni siquiera chirrió. Entré sigilosamente hacia el salón y el espectáculo que me encontré era idéntico al que me había imaginado. Los cuatro desnudos y con los ojos tapados. Ellos sentados y atados y ellas arrodilladas cada una frente a su cónyuge, mostrándome sus dos espléndidos traseros. Como les había pedido, apoyaban la frente en el suelo. Esa escena me puso inmediatamente cachondo. Observé algunos detalles que me llamaron la atención.   Antonio y Andrés estaban desnudos cada uno en su silla, atados, pero lo más llamativo era que ambos presentaban una buena erección, y eso antes de que hubiese pasado prácticamente nada. Las dos mujeres, asimismo, tenían las piernas juntas, pero entre ellas asomaban sendas vulvas, brillantes por la excitación.

Me acerqué sigilosamente. Con mis zapatillas, estoy seguro de que no hacía ningún ruido. Dudé un instante si darles una palmada en sus fantásticos traseros, pero finalmente opté por acariciar suavemente y simultáneamente sus vulvas, empezando en el ano y bajando lentamente hacia el monte de venus. Ninguna de las dos pudo reprimir un gemido acompañado de un escalofrío. Había conseguido sorprenderlas. Los dos esposos se revolvieron inquietos en sus sillas al escuchar sus gemidos, pero sus ataduras no los dejaron moverse apenas.

— No quiero oír ni una palabra salvo que lo dejamos. Quiero obediencia total, sin titubeos. Si titubeáis os castigaré.

Volvieron a estremecerse. Pero no dijeron ni una palabra. Las vulvas se humedecieron más todavía. Ya brillaban como si estuviesen cubiertas de purpurina. Las acaricié de nuevo dos o tres veces, escuchando nuevos gemidos. Cuando consideré que ya estaban suficientemente excitadas las cogí de las manos y las obligué a ponerse en pie. Les dije:

— Ahora voy a poner música y bailareis entre vosotras.

Conecté mi teléfono móvil y puse una balada suave que había seleccionado y las coloqué abrazadas.  Al sentir el cuerpo de la otra ambas hicieron un intento de retirarse, pero les propiné sendas nalgadas empujándolas al mismo tiempo para que sus cuerpos se juntasen.

— Os dije que nada de titubeos. Es mi último aviso. Haced lo que os digo. Bailad, despacio.

Por fin empezaron a girar. Lentamente. Sus cuerpos estaban apretados el uno contra el otro mientras danzaban. Comencé a acariciarles los pechos por los lados, las espaldas y los glúteos a medida que pasaban junto a mí. Cada vez oía más gemidos al tocarlas.

—Ahora quiero que os rocéis los pechos suavemente mientras giráis.

Esta vez no dudaron. Se retiraron un poco. Como tenían alturas similares, los pechos, un poco caídos en ambas, quedaron a la misma altura. Los pezones estaban completamente erectos. Empezaron a girar los torsos al tiempo que seguían bailando. Al hacerlo, los pezones rozaban unos con otros, provocando exclamaciones de placer. Les empujé de nuevo en las espaldas, y siguieron frotándose, pero ya los pechos por completo. Le empujé a ambas por las caderas de forma que la pierna de cada una rozaba el pubis de la otra. La imagen era muy sensual. Ellas, evidentemente, estaban cada vez mas excitadas. Cuando sentí que estaban al borde del orgasmo, las separe. Y las empujé hacia las sillas donde estaban los maridos, pero colocando a cada una frente al marido de la otra, sin que se dieran cuenta por los ojos vendados.

— Vuestros maridos están muy calientes por lo que están escuchando. Pensar que os tocáis con otra mujer los hace sentir cornudos y excitados por partida doble, así que ahora se la vais a chupar para alegrarles un poco. Pero cuidado. Si uno de ellos se corre os castigaré a las dos.

Las dos se lanzaron a chupar como si no hubiese mañana. Rosa con menos arte que María, pero no con menos ganas.  María paró un instante, hizo un gesto raro, pero volvió a empezar rápidamente. Al parecer, María se había dado cuenta de que la polla no era de Antonio sino de Andrés. A pesar de ello siguió adelante. Rosa estaba tan excitada que no se dio ni cuenta.  Cuando vi que los hombres estaban a punto de reventar, les dije:

— ¡Apretadle fuerte los testículos! ¡Qué no se corran!

Las dos me hicieron caso inmediatamente. Los dos hombres dieron sendos gritos. El efecto fue casi inmediato. Los dos penes se cayeron de golpe, quedando a menos de media asta. Les ayudé a levantarse y fui acercando sus caras hasta que sus labios se rozaron. Instintivamente retrocedieron un poco, pero antes de que yo hablase, volvieron a juntar los labios, empezaron un beso suave, más bien una caricia. Los labios parecían aletear bajo la caricia de los otros labios. Poco a poco las manos buscaron el cuerpo de la otra. El beso se tornó violento, excitado, las manos recorrían el cuerpo de la otra, la abrazaban, la estrujaban, le acariciaban los pechos. Mientras lo hacían yo introduje las manos entre sus piernas, acariciando sus clítoris. Fue instantáneo. Sus bocas se soltaron y las dos gritaron sin poder remediarlo. Había sido muy rápido. Pero las dos habían inundado mis manos. Miré a los dos hombres y sus lanzas volvían a estar en alto. Ellas se dejaron caer al suelo, todavía abrazadas, pero ya sin pasión. Parecían exhaustas.

— Todavía no habéis hecho nada por vuestro señor, y ya parecéis agotadas —les dije con ironía.

— Ellas se incorporaron inmediatamente. Te haremos lo que quieras —dijo María.

— Lo que ordenes —dijo Rosa.

— Muy bien —dije yo—. Entonces quitaos las vendas de los ojos.

Me senté en una silla y continué hablando:

— María, tu vas a chupármela a mí. Mientras, Rosa te va a comer a ti el coño.

María se arrodilló ante mí y tomó mi pene entre las manos. Rosa se arrodilló detrás de ella, pero no se acercó a su vulva. María acercó sus labios, pero la paré.

— ¿Algún problema, Rosa? —pregunté.

— No, es que…

—Te dije que no iba a tolerar ningún titubeo. ¿Quieres dejarlo?

— No señor, no quiero dejarlo, pero a mí no me gustan las mujeres.

— No tienen que gustarte las mujeres. Solo tiene que gustarte complacer a tu señor. Te has ganado un castigo por dudar. ¿Estás dispuesta a recibirlo o quieres que paremos?

—No, quiero acabar. Aceptaré tu castigo —dijo ella.

Abrí entonces una mochila que había traído, en la que traía varios juguetes que pensaba usar.  Tomé dos trozos de cuerda largos, miré dos cuadros que había en paredes opuestas y, descolgándolos, até una cuerda a cada soporte. Luego puse a Rosa en medio de la habitación, la hice levantar los brazos y se los até con las dos cuerdas a las paredes. La hice abrir las piernas exponiendo todo su cuerpo. Después tomé una fusta y empecé a acariciarla.

Le acaricié los hombros bajando poco a poco hacia los pechos. Luego dirigí el extremo de la fusta a los pezones. Los acaricié suavemente. Rosa empezó a gemir. Levanté la fusta y la separé de su piel. La paré en alto frente a sus ojos. Ella me miró expectante. Volvió a gemir. La bajé propinándole un toque en el costado del pecho derecho. No fue un golpe fuerte. Apenas más que una caricia. Pero un poco si debió de picarle. Rosa, al sentir el golpe soltó un gritito, más por el dolor esperado que por el dolor sentido. Volví a golpear el costado del otro pecho. Luego seguí acariciando los pechos con la fusta, incidiendo sobre todo en los pezones. Dos nuevos golpes. Más caricias. Así fui castigando poco a poco la espalda, el vientre, las caderas,…

Sus gemidos eran cada vez más fuertes. Literalmente, los jugos chorreaban por sus piernas. Llegué al trasero. Hasta aquí, los golpes habían sido muy suaves, pero su cuerpo había enrojecido en las zonas donde había estado golpeando. Al llegar a los glúteos empecé a golpear con más fuerza. No usé una fuerza exagerada, pero sí significativamente mayor que antes. Los gemidos subieron mucho de volumen. Cada golpe iba seguido de muchas caricias con la misma fusta. Al subir la intensidad de los golpes, tras cada uno, Rosa contenía la respiración unos instantes. Por fin llegué a la zona más delicada. Empecé a golpear y acariciar en el monte de venus, más suave que en las nalgas, y por fin llegué a golpear la vulva y el clítoris. Esos últimos los di con mucha suavidad, pero a un ritmo constante, olvidando ya las caricias. El suelo estaba encharcado bajo sus piernas. Rosa empezó a gemir a un ritmo endiablado, explotando por fin con un grito que debió resonar en todo el edificio. Su cuerpo se vació con un chorro de flujo que parecía que se estaba orinando encima, y que resonó al caer en el suelo, mientras que ella se desplomaba casi desmayada, quedando colgada por los brazos por las cuerdas.

Rápidamente la cogí por las axilas y la alcé para que las cuerdas no le hiciesen daño y le pedí a María que la desatara. Luego, entre los dos la llevamos al sofá y la tumbamos. Estaba desmayada. El placer había sido demasiado fuerte.  Decidí dejarla descansar un poco y miré a María. Los jugos también chorreaban por sus piernas, aunque menos que los de Rosa. Le ordené:

— Ahora tendrás que chupármela tú sin que tu compañera te lo agradezca, pero necesita descansar después del castigo.

Mientras lo decía miré hacia los dos cornudos y comprobé que sus erecciones habían aumentado muchísimo. Incluso tenían un tono morado por el exceso de sangre. Al parecer los golpes y los gemidos de Rosa los habían puesto muy, pero que muy excitados.

María se arrodilló ante mí y me miró con lascivia cogiendo mi polla y empezando a lamerla y chuparla. Por fin se la metió en la boca y empezó una mamada espectacular. Nadie me la había chupado así nunca. Con la excitación que llevaba encima tardé pocos minutos en correrme, llenándole la boca de semen, que ella paladeó con fruición y se la tragó sin dudarlo. Cuando terminó, le ayudé a levantarse y la envié hacia los maridos.

— Hazles una buena paja a los dos cabrones. Les va a reventar la polla.

María no lo dudó. Se fue hacia ellos y cogiendo cada polla con una mano, empezó a acariciarlos y empuñándolas comenzó a subir y a bajar, con bastante dureza. Los dos hombres apenas tardaron unos segundos en comenzar a soltar grandes chorros de leche mientras jadeaban como salvajes.

Mientras ocurría todo esto, Rosa había empezado a recuperarse y se incorporaba poco a poco en el sofá en el que la habíamos tumbado. María y yo nos dirigimos hacia ella.

— ¿Estás bien, Rosa?

— Sí, estoy perfectamente.

— ¿Vas a volver a dudar sobre mis órdenes?

— No. No quiero que vuelvas a castigarme. Tengo todo el cuerpo dolorido.

— Pero no puedes negarme que has disfrutado como una perra.

— Si. Ha sido un orgasmo brutal, increíble. Nunca lo había sentido así.

— ¡Muy bien! Pues si no quieres que vuelva a castigarle vas a comerle el coño a María hasta que la vuelvas loca de placer a ella también. No es justo que tú hayas tenido ese orgasmo y ella no. Y recuerda o te retiras o no dudas.

Rosa en ese momento no titubeó. Parece que había aprendido la lección. María se sentó en el sofá, junto a ella, y Rosa se arrodilló a sus pies. Se acercó lentamente a sus piernas, pero no retrocedió en ningún momento. Empezó acariciándole las pantorrillas, cada una con una mano. Luego fue subiéndolas, poco a poco hasta las rodillas, siguió por los muslos, y por fin le acarició las ingles a ambos lados de la vulva. Luego empezó a darle besitos en los muslos y se fue acercando despacio hacia sus ingles. María estaba ya excitada y se removía inquieta. Rosa había pasado de no atreverse a comportarse como una perra en celo. Empezó a dar lametones sobre los labios mayores. Vi como se abrían solos dejando a la vista los labios menores y el clítoris, ya erecto y sin cubrir por su capuchón. Siguió lamiendo los labios menores, bajando hasta el ano y volviendo a subir hasta el clítoris. En un momento se paró en la entrada de la vagina y presionó con la lengua hasta introducirla un poco en dentro. María soltó un gemido mucho más alto. Luego empezó una serie de lamidas a lo largo de toda la vulva haciendo vibrar la lengua con mucha rapidez. Por último se lanzó a chupar el clítoris con fruición. Alternaba pequeños chupetones con chupadas largas y pequeños mordiscos. En pocos segundos, María gritaba como una loca y se corría depositando abundante líquido en la boca de Rosa. Rosa no dudó un momento en tragarse todo lo que salía de aquel coño.

— Para no haberte comido nunca un coño lo has hecho muy bien —le dije—. ¿Cómo lo has aprendido?

— No he aprendido nada antes. Sólo le he hecho lo que en mis sueños quiero que me hagan a mí. Y parece que también a María le ha gustado.

— Bueno, basta  de cháchara —dije de pronto.

Abrí mi mochila y saqué dos collares de perro con sus correspondientes cadenas que había comprado. Le di una a cada una.

— Soltadles las manos y los pies a vuestros cornudos, pero no le quitéis la venda de los ojos. Ponedles los collares y llevadlos a cuatro patas hasta el dormitorio. Luego subidlos a la cama y dejadlos a cuatro patas allí.

Luego cogí la mochila y me fui tras ellas que llevaban a sus maridos tirando de la correa. Los maridos estaban empalmados de nuevo. En su vida se habían empalmado tantas veces tan rápido. Los llevaron hasta la cama y los colocaron como yo les había dicho. Les señalé las pollas de ambos y les dije que las acariciasen suavemente. Nada de permitirles correrse. Ellas obedecieron y los maridos empezaron a jadear tan pronto como sintieron sus manos. Hice que María diese la vuelta a Antonio y lo pusiera en dirección contraria. Luego les hice tumbarlos a los dos mirándose frente a frente. La cabeza de cada uno quedaba frente a la polla del otro. Luego le di a cada una un vibrador pequeño que había traído para la ocasión. Les hice ponerles lubricante, que también traía. Luego les dije en voz baja:

— Ponedles lubricante en el culo y en vuestros dedos y empezad a acariciarlos por el ano. Cuando yo os haga una señal metedle el dedo, las dos a la vez.

María y Rosa, con cara de brujas empezaron a acariciarles los glúteos a los dos. Poco a poco fueron concentrando las caricias entre ellos, hasta centrarse por completo en el ano. Por fin les hice la señal y las dos a la vez empujaron con un dedo en el interior de los traseros. Los hombre dieron un respingo, por no esperarlo. Sus cuerpos se inclinaron hacia adelante como reacción instintiva, pero los habíamos colocado tan cerca, que los labios de cada uno chocaron con la polla del otro. Las mujeres los cogieron del pelo y les acercaron la cabeza al pene del otro. Yo les dije:

— Chupad, cabrones, que en el fondo se que os gustará chupar una buena pija.

Los dos intentaron echarse atrás, pero sus mujeres ya sabían lo que tenían que hacer y no les permitieron echar la cabeza hacia atrás.

— Si no sois capaces de chuparla, por lo menos metéosla en la boca. Si no lo hacéis os azotaré.

Con evidente cara de asco, pero obligados por mis palabras y por la presión de sus mujeres sobre las cabezas, cada uno acabó metiéndose la polla del otro hasta introducirse todo el glande.

— Si os la sacáis de la boca lo lamentaréis muchas horas.

Les indiqué a sus mujeres que pusieran en marcha los vibradores y empezaran a acariciarles el ano a ambos.

— Encendedlos, y empezar a acariciarles la zona anal. Luego vais metiéndolo poco a poco. Si veis que aprietan el trasero para impedir que entre, le azotáis las nalgas con la mano.  Si intentan sacarse de la boca la polla del otro, le dais más fuerte.

Empezaron a hacerlo y los dos hombres se resistieron, siendo corregidos por sendas palmetadas en el trasero. Esas palmetadas se repitieron varias veces hasta que ellos se acabaron relajando y dejándolas hacer. Cuando empezaron a meter y sacar los vibradores, ellos se fueron excitando. Sus caras de asco cambiaron y sus bocas ya no podían estar quietas.  En pocos segundos, cada uno de ellos se había animado y estaba chupando la polla del otro como si no hubiese un mañana. En menos de dos minutos los dos se habían corrido en la boca del otro. No fueron capaces de tragarse la leche y la dejaron que chorreara por las comisuras de sus bocas.

— Ahora separadlos y después, que cada una le dé un morreo a su esposo y le limpie toda la leche que les ha caído en la cara.

Al parecer, las dos se habían puesto muy burras viendo el espectáculo, porque no dudaron ni un instante en besar a sus esposos y chuparles la leche del otro que resbalaba de sus bocas. Cuando terminaron, continué:

— Ahora calentadlos de nuevo hasta que se empalmen. Apañáoslas como podáis, pero tenéis que hacerlo.

Ellas me obedecieron sin dudar. La verdad es que les costó un buen rato. Tuvieron que acariciarlas, empujarles, besarlos, chuparlos, y, al final, consiguieron una cierta erección que permitía seguir con mis planes.

— Ahora quiero que cada una se monte en la polla del otro marido. Os la metéis despacio, pero una vez dentro os quedáis quietas.

Las dos pusieron mala cara. Lo de follarse al marido de la otra no les gustaba, pero acabaron haciendo lo que les pedía. Las empujé hacia  adelante y les dije:

— Moveos suavemente para que no se les baje, pero  no los excitéis demasiado.

Ellas empezaron a mover las caderas haciéndoles una lenta paja con sus vaginas. Entonces cogí el lubricante y lo repartí por sus traseros. Mientras ellas se follaban al marido de la otra suavemente, yo empecé a lubricar los dos culitos deliciosos que tenía delante. Una vez que podía introducirle dos dedos a cada una, decidí empezar por Rosa. La sujeté por las caderas y le fui metiendo la polla por el trasero lentamente. Ella se paró un momento. Yo seguí empujando lentamente hasta el final. Ella soltó una exclamación de dolor. Yo me quedé parado un tiempo para que se acostumbrase.  Luego fue ella misma la que empezó a moverse de nuevo. Yo sentía el contacto de la polla de Antonio a través de sus paredes internas. Ella fue acelerando sus movimientos cada vez más. Vi que María empezaba a acelerar sus movimientos al escuchar nuestros gemidos. Le di una palmada en el trasero.

—¡Quieta hasta que yo te lo diga!

Por fin Rosa se corrió como una perra, gritando y gimiendo, sintiéndose llena de polla. Me salí suavemente. Rosa volvió a desmayarse encima de su marido.  Yo también estaba a punto de correrme. Para evitarlo, decidí parar un minuto a ver si me enfriaba un poco. Mientras tanto iba acariciando a María, que empezó a moverse nuevamente sobre la polla de Andrés. Le volví a abrir el culito a María con mis dedos y más lubricante y empecé a metérsela por ahí poco a poco. María soltó unos cuantos gritos alternados con jadeos, pero en ningún momento me dijo que lo dejara. Finalmente, cuando faltaba un cuarto por meter, la empujé de un arreón fuerte, lo que la hizo gritar. Vi que caían dos lagrimones por sus mejillas, pero no dijo nada. Luego yo me estuve quieto, pero ella siguió moviéndose, disfrutando de la sensación de tener atravesados los dos agujeros a la vez. Esta vez yo no pude aguantar ya mucho, porque cuando se la metí estaba a punto.  Pero tampoco hizo falta. Al sentir que le inundaba el culo de leche ella se dejó llevar también con un orgasmo que tuvo que despertar a toda la calle, por el escándalo que armó. Por fin se derrumbo a un lado de Andrés. Saliéndose de las pollas de ambos.

También quedó derrengada. Ninguno de los cuatro tenía muchas fuerzas, pero ellas estaban prácticamente desmayadas. Me dirigi a los dos maridos.

— Aquí termina la sesión. En cuanto yo me vaya podéis quitaros los pañuelos. ¡Ah!, y no olvidéis que tenéis que mandarme el relato de lo que habéis sentido cada uno como parte de la sesión.

Antes de marcharme eché un último vistazo a los cuatro en la cama, fijándome por casualidad en un efecto que no era premeditado. Los cuatro tenían el culo abierto y al parecer iban a tenerlo todavía un rato más. Me marché sonriendo y encajando el pestillo de la puerta, asegurándome de que quedaba cerrada antes de marcharme. Al día siguiente recibí los cuatro e-mails. Al parecer, habían quedado impresionados por la experiencia. Ya veremos cómo lo procesan después, cuando vayan integrando lo que han hecho y lo que les han hecho. De todas maneras, parece que han disfrutado mucho la experiencia los cuatro.