Mi marido quiere mirar (3).

Quiero dedicar este relato a dos personas, a las que yo he llamado Rosa y Andrés (aunque estos no sean sus verdaderos nombres), y que me han inspirado su escritura. Lo que viene a continuación es lo que me hubiese gustado compartir con ellos.

Quiero dedicar este relato a dos personas, a las que yo he llamado Rosa y Andrés (aunque estos no sean sus verdaderos nombres), y que me han inspirado su escritura. Lo que viene a continuación es lo que me hubiese gustado compartir con ellos.

Cuando publiqué el capítulo anterior de esta serie, recibí un correo de una pareja a la que le había gustado el relato y me proponía hacer algo con ellos. Por desgracia, yo no soy el protagonista de los relatos, joven y apuesto, por lo que no quedé con ellos. Pero de todas formas quiero que sepan que les estoy muy agradecido, porque su propuesta me dice que mi relato había conseguido su objetivo, que no es otro que provocar algo en los lectores y que se exciten con su lectura y disfruten. Gracias por hacerme saber que al menos con ellos lo he conseguido. Un beso.

La siguiente llamada de María se produjo al cabo de un par de meses. Un poco pronto quizás para lo que yo suponía normal en ellos, que necesitaban un cierto tiempo para asimilar lo que habían hecho. Me extrañó  que María volviera a llamarme tan pronto. Pero la conversación no fue esta vez por los derroteros que yo esperaba.

— ¡Hola, Jesús! ¿Qué tal estás?

— ¡Bien! Como siempre, disfrutando de la vida —entré directamente al trapo—. Me sorprende que me llames tan pronto, pero estoy encantado.

— ¡No! Jesús, tu sabes que nosotros necesitamos un tiempo para asentar las cosas. El motivo de mi llamada es otro.

— ¡Vale! ¡Cuéntame!

— Tenemos unos amigos, Rosa y Andrés, que llevan casados veinticinco años. La verdad es que están bastante desmotivados con su relación e incluso han hablado alguna vez de separarse. Se quejan sobre todo de la monotonía de su pareja, de que ya no se excitan mutuamente. No paraban de quejarse durante una comida con Antonio y conmigo, Decían que no sabían qué habíamos hecho nosotros, que antes teníamos la misma cara de aburrimiento que ellos y que ahora parecíamos felices. Dijeron que observaban una complicidad entre nosotros, en las miradas, en las pequeñas bromas, en buscar el roce entre los dos por cualquier motivo sin importancia. Nos pidieron que les explicásemos que habíamos hecho para recuperar la complicidad de los novios recientes después de tantos años de matrimonio.

María hizo una pequeña pausa, tomó aliento, y siguió contando.

—  Cuando preguntaron esto, Antonio y yo nos quedamos un poco parados, pues no queríamos explicar que el motivo de nuestro cambio de relación venía de lo que estábamos compartiendo contigo. Les explicamos entre bromas que habíamos hecho algunos “pequeños” cambios en nuestras relaciones sexuales. Pero no estábamos dispuestos a explicar en qué consistían esos cambios. La conversación se quedó ahí, y no quisimos contar nada más.

Ella siguió con la narración.

— Al cabo de unos días, Rosa me invitó a comer, y quedamos en un bar del centro que nos gusta a las dos. Es una cosa que hacemos con cierta frecuencia de modo que no me extrañó que me llamara.  Fue una comida estupenda. Hablamos un poco de todo, de nuestras familias, de nuestros amigos, de nuestro trabajo,… Al final de la comida nos habíamos bebido una botella de vino entre las dos. No estábamos borrachas, ni mucho menos, pero sí que estábamos más relajadas. Ese fue el momento que Rosa eligió para abordar el tema que le interesaba:

— María, tienes que contarme que has hecho para recuperar vuestra complicidad. Mi matrimonio está a punto de hundirse.

María siguió contándome su conversación.

— Le dije a Rosa que se trataba de algo muy personal y que no era capaz de decírselo a nadie, ni siquiera a ella. Que no quería que me juzgase mal por lo que hacemos. Y que además, lo que hacemos nosotros seguramente a ellos no les serviría.  Rosa se puso muy insistente y yo, con las dos o tres copas de vino que me había tomado tenía unas ganas locas de contarlo, aunque me daba vergüenza. Por fin, le dije que si me juraba no contárselo a nadie, ni siquiera a su marido, estaba dispuesta a contárselo a ella por nuestra relación de casi hermanas, sobre todo para que entendiese que no era una solución para cualquier pareja, sino sólo para la mía por nuestros gustos personales. Acabé contándoselo todo, con detalles,  pero no te preocupes, que no le dije tu nombre.

María hizo una pequeña pausa y siguió con la historia.

— Rosa no dijo nada después de contarle lo que habíamos hecho. Cambió el tema de conversación y yo me quedé con la sensación de que nos consideraba unos degenerados y no quería volver a hablar del asunto. La verdad es que temí haber perdido a mi amiga. Pero ella siguió llamándome de vez en cuando como siempre, aunque este tema no volvió a salir. Por último, ayer me llamó para volver a quedar, esta vez para un café por la tarde, y una vez que nos lo sirvieron Rosa fue directa al grano. Me dijo que cuando le conté lo nuestro se había sentido asombrada, que no había podido asimilarlo. Ella esperaba algo con juguetes o esposas, algún jueguecito típico. Pero mi confesión la dejó bloqueada. En principio le causó rechazo. Le pareció repugnante que yo me acostara con otro hombre poniendo los cuernos a mi marido, y, sobre todo, sin engañarlo, estando él presente. Rosa no entendía cómo yo podía hacerlo así y sobre todo, no entendía cómo podía consentirlo mi marido.

Y por fin María acabó de contarme.

— Después de ese día tardé casi un mes en volver a tener noticias de Rosa. Por fin me llamó una tarde y me dijo que quería visitarme si estaba sola en casa. Yo la invité a venir y a un café. Por fin me contó el final de la historia. Me dijo que, pese a su promesa de no contar a nadie lo que yo le dije, no había podido resistir la tentación de contarlo a su marido y que, contra lo que ella esperaba, su marido no lo vio tan mal como ella esperaba, sino que le pareció una situación muy morbosa. Se pasaron casi un mes discutiendo las posibilidades y finalmente, a base de hablar de ello, Rosa había descubierto que ella se excitaba al pensarlo y al parecer, su marido estaba  también excitado por la idea. Me preguntó si podía ponerla en contacto contigo. Le contesté que no iba a dar tu contacto a nadie, pero que si podía preguntarte a ti si podía interesarte. ¿Tú qué opinas?

— La verdad es que me acabas de dejar descolocado —contesté yo—. No esperaba que me salieras con una proposición como esta. Yo pensaba que queríais quedar conmigo otra vez; me has dejado de piedra.

— Queremos quedar contigo de nuevo más adelante; no te vas a librar de nosotros. Pero ahora he pensado que si te interesa, podemos quedar un día para cenar, nosotros tres, Rosa y su marido, Andrés. Tener una cena agradable, charlar, conoceros, y luego cada uno a su casa. A partir de ahí, si os apetece, ya es cosa vuestra.

— No sé qué decir. Me has sorprendido... Pero bueno. No puedo negarme, sólo es una cena sin compromiso. Cenaré con vosotros y luego ya veremos.

María quedo en encargarse de organizar la cena el sábado siguiente, y al cabo de un par de días, me envió el contacto de un restaurante y la hora de la cita. Sábado a las nueve treinta de la noche.

Yo no tenía muy claro si aquello era una buena idea, pero pensaba que si veía que no había buen rollo, no quedaría con ellos y ya está.

El sábado me vestí con cierta elegancia, pero desenfadado y me dirigí al restaurante. Cuando llegué, miré dentro del comedor y localicé rápidamente a María y Antonio. Junto a ellos otra pareja madura. El hombre alto, de pelo cano, delgado, elegante. Ella muy atractiva. Pese a tener ya sus añitos, como a mí me gustan, tenía un cuerpo de escándalo. Delgada, pero con muchas curvas y muy bien puestas. Una cara atractiva y un pecho escandaloso. Aunque lo llevaba bien erguido, yo suponía que cuando se quitara el sujetador, se caería bastante. Un pecho tan grande se cae incluso a los veinte. Y Rosa ya no cumplirá los cincuenta. Pero eso para mí no es un problema. A mí me encantan las maduras y no me importa que se les caiga un poco el pecho. Cuanto más grandes, más se caen, pero también más me excitan.

María nos presentó.

— Jesús, esta es Rosa y este es Andrés — y volviéndose a ellos—, este es Jesús.

—Encantado de conoceros —dije yo.

— Nosotros también estamos encantados —dijo Andrés.

Andrés y Rosa me dieron la mano amablemente. Andrés, con un apretón firme. Rosa un apretón cálido, pero tímido. Vi como me echaba un vistazo apreciativo pero discreto de arriba abajo. Creo que ya os he dicho que no soy un Adonis, pero me mantengo en forma y no estoy mal. La cara de Rosa pareció apreciarlo. Nos sentamos a la mesa y empezamos a charlar. Al principio todos estábamos un poco tensos, pero después de un par de copas de vino cada uno, nos fuimos relajando todos. Yo ya había estado con María y Antonio antes de la primera vez, pero aquella vez los tres éramos conscientes de lo que venía después y estábamos tensos. Esta vez todos sabíamos que no iba a pasar nada inmediatamente y nos relajamos. Tuvimos una charla entretenida, que se fue distendiendo poco a poco. Todo el mundo contó anécdotas de cosas que les había pasado y yo conté también anécdotas de mis estudios en la universidad.

Una vez terminada la cena, todos estábamos contentos y sin tensiones. Entonces Antonio propuso que nos fuésemos a tomar una copa a una discoteca cercana. Aceptamos la proposición y fuimos allí. Debería haber esperado lo que me encontré. Era una discoteca especializada en música de los ochenta y noventa. Supongo que a ellos les gustaba precisamente por eso. El público que la llenaba casi por completo tenía más o menos la edad de mis acompañantes. Decidí apuntarme el lugar para próximas salidas solo. Allí había muchas mujeres en la edad que a mí más me gusta.

Seguimos charlando y tomando unas copas en una mesa libre que encontramos frente a la pista. Como suele pasar, al rato las chicas se cansaron de charlar y se fueron a bailar a la pista. Se pusieron una frente a la otra y empezaron con el baile. En poco tiempo ya tenían varios moscones alrededor, pero los ignoraron y siguieron bailando con complicidad entre ellas.

Al cabo de un tiempo el DJ puso música lenta, y las dos, Rosa y María, se vinieron hacia la mesa. Rosa se sentó en el banco, pero María se dirigió a mí y, tirándome del brazo, me sacó a la pista y me abrazó para bailar. Empezamos a girar, e inmediatamente, me di cuenta de que María se acercaba mucho a mí, pegándose a mi cuerpo. Pegándose demasiado, diría yo, para estar en un lugar público. Yo tenía las manos alrededor de su cintura, pero cuando estaba de espaldas a nuestra mesa ella me guió con las suyas hacia su trasero. En la siguiente vuelta, su marido y sus amigos vieron perfectamente como nuestros cuerpos estaban pegados y yo estaba acariciando su trasero. Cuando terminó la canción, María me condujo de nuevo a la mesa y, dirigiéndose a Rosa, le dijo:

—Yo ya he bailado. Ahora te toca a ti.

Rosa sin dudarlo se levantó y se fue conmigo a la pista. Ella no hizo lo mismo que María. Se cogió a mí, pero manteniendo una distancia entre los dos. Empezamos a girar, y en ese momento se me ocurrió que esa podría ser una buena forma de probar a esta pareja. Después de dar un par de vueltas, atraje a Rosa con determinación hacia mí abrazándola con fuerza. Ella hizo un amago de retirarse, pero finalmente se quedó pegada e incluso empujó más contra mi cuerpo. Yo fui bajando las manos y empecé a tocarle el trasero descaradamente. Cuando dimos la vuelta, vi como la mirada de los tres en la mesa se dirigía claramente a mis manos y observaban cómo se movían sobándola. Cuando sabía que todos veían mis manos bien, seguí con una de ellas en el trasero mientras subía la otra y le acariciaba el pecho. Entre el baile con María y ahora el sobo a Rosa, mi pene se había puesto como una barra de hierro. Rosa tenía que notar su presión sobre el vientre. Eché un vistazo a su marido y vi que no tenía cara de enfadado, aunque sí de extrañeza. Finalmente, cuando terminó la canción la acompañé a la mesa. Se acabó la música lenta y yo ya no volví a bailar, aunque ellas dos si lo hicieron un rato. Al cabo de un tiempo nos retiramos, cada cual a su casa. Yo, antes de irme, le di a Rosa una servilleta en la que había anotado mi número de teléfono, y le dije en voz baja:

— Si sigues queriendo que quedemos los tres, llámame. Puedes preguntarle a María. Solo hay una condición. Yo tengo el control absoluto. Tu marido no tiene la posibilidad de pararme. Tú si puedes en cualquier momento. Pero si me paras me iré y no volveré. Pensadlo bien antes de llamarme. Y, si no estáis de acuerdo con las condiciones, no me llaméis.

La verdad es que la idea de repetir con Rosa y Andrés lo que había hecho con María y Antonio me ponía mucho, pero no podía demostrarlo. Tenía que mantener el autocontrol para mantener el poder. Si me hubiera mostrado ansioso habría perdido el control. Nos despedimos con dos besos y un apretón de manos.

Rosa me llamó quince días después. Me dijo que lo habían discutido mucho y que finalmente habían decidido aceptar, pero que no había dicho nada a María porque le daba vergüenza.  Le dije que no tenía que decirles nada. Me dio su dirección y quedamos para el sábado siguiente. Decidí enfocarlo como lo había enfocado el primer día con María y Antonio. Podíamos empezar tomando un vinito o una cerveza para distender un poco el ambiente. Le dije a Rosa que si no le importaba, preparasen un pequeño aperitivo y un vinito o una cerveza.

El sábado a las nueve de la noche estaba llamando a la puerta de su casa. Se trataba de un edificio en la zona centro de la ciudad. Un edificio con pretensiones de nobleza. Mucha luz y mucho mármol. El piso estaba decorado con muy buen gusto. Los dos llevaban ropa informal, pero elegante. Rosa llevaba un vestido entallado junto a un tacón alto que perfilaba su cuerpo maravillosamente. Le faltaba sólo un detalle. Que se notaba por debajo la ropa interior, tanto el tanga como el sujetador. Ese vestido pedía a gritos el  atrevimiento de no llevar nada más.

Me saludaron con amabilidad. Se les notaba un poco más nerviosos que cuando nos encontramos en el bar. De alguna forma flotaba en el ambiente que este encuentro no iba a ser precisamente inocente.

Charlamos un rato y nos tomamos un par de vinos y unos aperitivos que habían preparado. Luego nos sentamos en los sofás para tomar un café. Yo sabía que había que romper el hielo, así que cuando habían puesto las tazas en la mesa baja y Andrés fue a por la cafetera. Yo le hice señas a Rosa de que se sentara a mi lado. Intento separarse, pero la cogí con suavidad y la acerqué todo lo que pude a mí. Cuando llegó Andrés y sirvió la cafetera, solo pudo sentarse en un sillón lateral que quedaba casi enfrente del sofá.

Mientras nos tomábamos el café yo deslicé mi brazo por la  cintura de Rosa. Mientras bebía con una mano, con la otra le acariciaba el costado contrario, subiendo y bajando sobre el vestido, llegando hasta la base del pecho por arriba y cerca del pubis por abajo. Seguí hablando como si no estuviera haciendo nada. Los ojos de Andrés se habían abierto bastante al ver que sobaba a su mujer mientras tomaba el café. Pero calló y no dijo nada.

Cuando vi que Andrés nos miraba, subí el brazo de nuevo adelantando la mano y acariciándole el pecho completo por encima de la ropa.

Decidí hacer la prueba definitiva. Solté la taza de café y le quité la taza a Rosa también y la dejé en la mesa. Luego le cogí la cabeza, la volví hacia mí y empecé un largo beso entre nuestras bocas. Al principio Rosa estaba tensa y sus labios permanecían cerrados, pero la suavidad de mis labios y las caricias que le hacía en el pecho y en el costado la fueron ablandando y entreabrió los brazos. Yo la besé con más intensidad aún, pero con calma. Por el rabillo del ojo veía a Andrés, que estaba sentado, apoyado en los brazos del sillón y con la cara muy tensa como si tuviera la mandíbula encajada. Pero no dijo nada.

Al mismo tiempo, sentí como Rosa iba perdiendo tensión y se iba relajando. Acabé el beso en los labios y fui dando besitos en la comisura de la boca y seguí por la cara para bajar después por el cuello. Yo era consciente de que al hacer eso Rosa miraba directamente a su esposo, y notaba perfectamente la tensión que él tenía. Ella se envaró por un instante, pero después volvió a relajarse. Entonces decidí forzar un poco la máquina. Ya la estaba besando en el cuello. Me dirigí a la oreja, y después de darle un mordisquito en el lóbulo le susurré al oído:

— Pon música suave. Y luego desnúdate lentamente ahí delante. Ve dando vueltas para que te contemplemos los dos.

Rosa empezó a protestar.

— Pero…

No la dejé seguir. La interrumpí.

— Ya os expliqué las condiciones de este encuentro. Puedes parar cuando quieras, pero si paras o no me obedecéis, me marcharé y no volveré. Y tan amigos.  Sin problema. Pero piensa si quieres pararme antes de hacerlo, porque entonces no habrá discusiones sobre lo que se hace o no se hace. Ni habrá una segunda cita. Tú decides.

Rosa se calló de golpe y palideció un poco. Se mordió un poco el labio y se quedó pensativa un momento. Yo pensé: “Aquí termina la historia”. Pero finalmente Rosa se levantó y abrió una aplicación en su móvil y en los altavoces bluetooth empezó a sonar una música suave. Ella se colocó en el centro de la habitación y empezó a bailar al ritmo de la música. Se movía con gran sensualidad, acariciando su propio cuerpo a la vez que bailaba. Iba dando vueltas suavemente, como yo le había pedido. Poco a poco fue subiendo el bajo de su vestido a base de acariciarse las caderas e ir subiendo sus manos. Primero mostró sus pantorrillas, luego las rodillas, poco a poco también los muslos. El baile resultaba de lo más sensual.

Andrés la miraba con los ojos desorbitados. Supongo que se preguntaba por qué estaba ella desnudándose. Estoy seguro de que él no había oído lo que yo le había ordenado. Primero la miraba a ella, luego me miraba a mí, con expresión interrogadora. Yo lo miraba impasible y volvía la atención de nuevo a ella.

Fue subiendo el vestido por encima de las caderas. En ese momento le dije a Andrés:

—   ¿Te das cuenta de la golfa que tienes en casa? ¿Desnudándose delante de un extraño?

Vi como los dos se sonrojaban a la vez. Él puso cara de enfadado. Pero no dijo nada. Finalmente Rosa acabó  sacándose el vestido por encima de la cabeza. Se quedó con el tanga y el sujetador. Y por supuesto el taconazo.

No soltó el vestido, sino que lo arrugó y se dedicó a acariciarse el cuerpo con él. Seguía dando vueltas lentamente, como yo le había dicho, mientras se recreaba frotándose el suave tejido por la piel. El marido la miraba cada vez más desorbitado. Ella se había metido en su papel. Se sentía sexy y lo demostraba. Era una hembra en celo intentando calentar a dos machos.

Finalmente arrojó el vestido sobre el sofá, y empezó a soltarse el sujetador. Se lo quitó lentamente. Como yo había supuesto, tenía las tetas un poco caídas, pero eran espectaculares, grandes y muy atractivas. A continuación siguió con el tanga. La llamé antes de que arrojase el tanga también al sofá.

—   Acércate. Déjame tocar ese tanga — ella me lo dio y yo lo cogí entre mis manos —. No está lo bastante mojado, ¡ven!

Ella se acercó más y yo, sin dudar ni un instante arrugué el tanga y lo metí lentamente en su vagina, que estaba totalmente mojada. El tanga ya estaba mojado cuando me lo dio, pero yo lo quería empapado. Además quería resaltar lo que hacía pensando en lo que iba a venir después. Ella gimió a medida que yo lo iba introduciendo.  Su marido nos miraba cada vez más asombrado. Por fin saqué el tanga de un tirón. Ella soltó un gemido más fuerte. Le di el tanga y le alargué también el sujetador. Luego le dije algo al oído para que no lo escuchara el marido. Ella se dirigió al dormitorio y volvió con un cinturón en una mano y el tanga y el sujetador en la otra. Se dirigió hacia el sillón donde estaba su marido, le acarició la cara, le cogió las manos y empezó a atarlas con el cinturón. El empezó un amago de retirarlas, pero ella se las volvió a coger  y se las acarició. Luego siguió atándolo. Él por fin se dejó hacer.

Una vez que tuvo las manos atadas, sujetó el otro extremo del cinturón a la mesa, inmovilizándolo. Luego cogió el tanga empapado con sus jugos y lentamente se lo fue introduciendo a Andrés en la boca, hasta que lo metió por completo. Luego, le puso el sujetador como una mordaza para que no pudiera sacarlo.

Le hice señas con la mano para que se acercara a mí. Mientras venía me desnudé yo también. Me acerqué a su oído y le dije:

—   ¡Quiero que me la chupes!

Rosa titubeó un momento, y empezó a retirarse de mí.

—   Muy bien, Rosa, Ha sido una velada muy agradable. Me marcho. Espero que nos veamos cualquier día y nos tomemos un café.

—   Pero… ¿por qué? —preguntó rosa.

—   Ya os dije que mandaba yo, y si no queréis, no hay problema. Me marcho y seguimos siendo amigos. Pero nunca volveremos a intentarlo. Estoy viendo que tu no estas dispuesta a obedecerme. No hay problema. Yo no estoy aquí para obligar a nadie.

Mientras decía esto yo había terminado de vestirme. Rosa me dijo:

—   ¡Espera! No te he pedido que te vayas.

—   No. Pero no has hecho lo que te he dicho. Ya os conté las condiciones. Hacéis lo que yo ordene y si no lo hacéis lo dejamos y ya está. Tan amigos.

—   Pero no quiero que te vayas. Miró a su marido, que todavía atado y amordazado, asintió con la cabeza. Es sólo que tu petición nos ha sorprendido. Nunca lo había hecho. Mi marido no me lo ha pedido nunca. Y yo no sé si me atrevo. Pero… por favor, no te vayas. Lo intentaré.

—   No se trata de  intentar nada. No es obligatorio. No pasa nada.

—   Pero es que quiero intentarlo. Estoy excitada. Estoy muy caliente, deseando que me ordenes. Dispuesta a entregarme a ti. Ha sido solo un impulso no hacerlo. Déjame que te lo demuestre.

—   Está bien. Te daré una oportunidad más. Pero la próxima vez que me desobedezcas e incluso que dudes, me marcharé y no habrá vuelta atrás. Además, destápale la boca al cornudo de Andrés. Quiero que él diga que está de acuerdo en seguir. Y por qué. Si él no me convence para quedarme, me voy.

Se dirigí a su marido y le destapó la boca. Yo le pregunté:

—   ¿Quieres que lo dejemos?

—   ¡No, por favor! —Contestó él.

—   ¿Por qué? —Pregunté yo.

—   Porque estoy excitado —explicó Andrés— porque me sorprende, pero me gusta ver como controlas a mi mujer. La deseo ahora como hacía años que no la deseaba. Quiero verla como una perra obedeciendo todos tus deseos.

—   Me has convencido —le contesté— Voy a quedarme un rato más, pero no habrá una tercera oportunidad hoy.

Volví a sentarme en el sillón. Rosa se acercó a mí e intentó bajarme los pantalones para chupármela. La aparté. Le di una palmada en el trasero y le dije:

—   Todavía no eres digna de chupármela. Eso ahora tendrás que ganártelo. Siéntate en el sofá y empieza a masturbarte. ¿Lo habrás hecho antes, no?

—   ¡No! ¡No lo he hecho nunca! Pero haré lo que tú quieras.

Se sentó a mi lado y, desnuda como estaba, empezó a acariciarse. Primero el pecho, pero rápidamente bajó hasta la vulva. Empezó un movimiento frenético. No parecía estar disfrutando, sólo cumpliendo órdenes.

—   No. No se trata de moverte como un autómata. Tienes que correrte.

Retiré su mano y la apoyé en el sofá, a su lado. A continuación, le cogí un pecho, lo empujé hacia arriba y lo besé y lo lamí, rodeando el pezón. Luego le acaricié suavemente el vientre, bajando hacia el triángulo venus. Luego comencé a acariciar su vulva, empezando con los labios mayores, luego separándolos poco a poco hasta llegar a los menores y el clítoris. Rosa había empezado a jadear suavemente, y, a medida que yo la acariciaba, se iba excitando más y más. Su marido la miraba y en su entrepierna, debajo del pantalón, se adivinaba un bulto bastante grande.

Cuando vi que estaba suficientemente excitada, le cogí la mano y se la llevé al pecho, la hice sujetar el pecho subiéndolo hacia arriba hasta que el pezón quedaba al alcance de su boca. Al tener un pecho grande, llegaba sin problema.  Ella empezó a lamerlo y a chuparlo con pasión. Yo seguía acariciándole la vulva, pero la solté, cogí su otra mano y la llevé hasta allí. La moví de la misma forma que había movido la mía durante unos segundos. Luego la dejé suelta. Pero ella ya había cogido el ritmo y siguió acariciándose cada vez más excitada. Poco a poco sus gemidos fueron subiendo de tono. Me levanté y me puse frente a ella, de forma que mi cara fuese lo que estaba viendo. Me quedé mirándola fijamente al pecho y a la vulva, para que fuera consciente de que la miraba descaradamente. Ella se excitó aún más al verme mirarla de esa forma. Le di un pellizco en el pecho, bastante fuerte, y el grito que dio coincidió con un orgasmo brutal, con una salida de líquido por su vagina que parecía un surtidor. Por fin, tras el orgasmo, su excitación fue bajando lentamente.

Le dejé un minuto para recuperarse, y le dije:

—   Ahora si me has obedecido y te has ganado el derecho a chuparla, pero no todavía la mía. He visto que el cornudo de tu marido está muy excitado, así que se la vas a chupar a él. Hasta que la tenga como un barrote. Pero no permitas que se corra.

Esta vez no titubeó. Se levantó y fue al sillón de su marido. Le desabrochó el pantalón y la polla le saltó como un resorte. Rosa, sin dudarlo un momento, se la metió en la boca y empezó a chupar, si no con mucho arte, al menos sí con muchas ganas. La cara del cabrón se transfiguró. Puso cara de estar en el cielo. Le dije:

—   No permitas que se corra. Apriétale los huevos.

Rosa me obedeció y el marido pegó un grito. Lo había bajado del cielo de golpe.

—   Pregúntale al cabrón como le ha sentado ver a otro magreando el coño de su mujer.

—   ¿Cómo te ha sentado ver como otro hombre me sobaba el coño? —preguntó Rosa a Andrés.

—   Me ha encantado. Me siento un sucio cabrón consentido —respondió Andrés—, y me gusta.

—   ¿Tienes algún lubricante? —le pregunté a Rosa.

—   No, no tengo ninguno.

—   Entonces vuelve a chupársela a tu marido, pero si ves que se va a correr, vuelves a apretarle fuerte.

Inmediatamente, Se aplicó de nuevo a la tarea. Yo salí de la habitación y busqué la cocina. Una vez allí localicé una botella de aceite de oliva. Lo he usado alguna vez como lubricante y me ha encantado. La llevé al salón. Rosa Continuaba con la mamada a Andrés, dándole un apretón de vez en cuando acompañado por un grito de Andrés. Le volví a ordenar:

—   ¡Fóllatelo!

Inmediatamente Rosa se incorporó, arrastró un poco a su marido hacia el borde del sillón en el que estaba,  y se metió la polla de su marido lentamente. Hasta el fondo. Me acerqué a ella y le dije:

—   ¡Despacio!

Mientras ella subía y bajaba lentamente, comencé a untarle aceite en el trasero. Ella estaba tan concentrada en lo que sentía, que ni siquiera se dio cuenta. Le fui untando todo el ano y después, lentamente, empecé a meterle el dedo. Al principio opuso cierta resistencia, pero finalmente, el dedo entró. Lo saqué un poco, puse más aceite y volví a meterlo. Se fue dilatando lentamente. Primero con un dedo, luego con dos y por fin con tres.  Cuando estaba bastante dilatado, le metí mi pene de un golpe. Rosa pegó un grito, pero no se resistió. Me limité a estarme quieto porque el movimiento que ella imprimía a su vagina para follar con su marido, hacía que también le entrara y saliera la mía.

Rosa, al sentirse follada por los dos agujeros, le dijo a su marido:

—   Este tío me está dando por el culo mientras follamos.

Los gemidos de los dos fueron subiendo de nivel. Yo notaba que estaban a punto de correrse. A mí todavía me faltaba, así que los dejé irse y cuando terminaron, le  toqué en el hombro y le dije:

—   Ahora si te has ganado el derecho a chupármela por haber sido una chica obediente.

Le di la mano y la acompañé al sofá. Me dejé caer, y acerqué su cabeza a mi polla. No tuve que decirle más. Me hizo una mamada fantástica. No muy bien ejecutada. Se notaba que no tenía experiencia, pero estaba poniendo mucho empeño y eso me excitaba muchísimo. Por fin acabé corriéndome en su boca. No se apartó, pero tampoco fue capaz de tragarse mi semen, así que lo dejo escapar de su boca. No quise decirle nada. Ya se había esforzado demasiado.

Decidí dejarlo aquí. Había sido una experiencia fuerte para ser la primera vez de ellos. Pero les puse deberes.

—   Como parte de esta noche, os dejo la tarjeta con mi e-mail.  Quiero que esta misma noche me escribáis un email cada uno contando lo que ha pasado aquí y sobre todo, como os habéis sentido. Es importante que lo hagáis si queréis que volvamos a vernos algún día de nuevo, si es que os apetece repetir en un tiempo. Si no me escribís los e-mail, no volváis a llamarme.  Si os apetece, llamadme de nuevo dentro de un tiempo razonable. No menos de cuatro meses. No quiero ser parte de vuestra familia. Pero si os apetece, esto puede ser muy divertido de vez en cuando.

—   Creo que te llamaremos. Todavía no lo sé.  Pero te garantizo que te mandaremos el e-mail. Esta noche hay que obedecerte en todo —me dijo con picardía.

Espero vuestros comentarios para tratar de mejorar.