Mi marido, mis chicos, mis vacaciones y yo

Una pareja se marcha de vacaciones dejando a los niños con los abuelos. Ella conoce unos pescadores con los que bailará en la discoteca y la ayudarán a llevar a casa a su marido, medio borracho. Pero al día siguiente volverán y la empalarán por todos sus agujeros en un trío explosivo, en presencia del marido.

Y después de tres años por fin unas vacaciones. El trabajo, los niños, la economía, todo había actuado de forma que se había hecho imposible coger esas semanas de relax y descanso que todos necesitamos de vez en cuando. Pero nunca es tarde. Habíamos alquilado un apartamento en Garrucha (Almería), en la zona de Vera, sólo una semana, pero suficiente para matar la rutina que nos acompaña durante el año. Los niños se quedaron con mis suegros en su vivienda de veraneo donde ya mantienen su círculo de amigos y de donde a pesar de nuestra insistencia no pudimos sacar. Solos una semana mi marido y yo, parece increíble. Yo me llamo Yolanda, soy una mujer de 32 años como la mayoría. Trabajo de administrativa en una Gestoría. Mi marido, Luis, es dos años mayor que yo. Trabaja en la administración. Se cuida un poquito, es alto, no está mal pero no para tirar cohetes. Y yo, la verdad, el paso del tiempo se ha dejado notar. Mido 1,60 y de jovencita tenía un cuerpo de escándalo, con unas curvas perfectas y unos pechos chiquitos pero bonitos que todavía mantengo junto con algunos kilos más (pocos) que el tiempo me ha regalado. El apartamento estaba en el Malecón del puerto, un lugar precioso. Por las tardes podíamos ver el regreso de los pesqueros que venían de faenar. Decenas de barcos regresaban escoltados por cientos de gaviotas ávidas de los pequeños peces que siempre se enganchan a las redes y que no son aptos para la venta. Es un espectáculo digno de ver. Luis es un fanático de la pesca con cañas desde la costa y ya desde el primer día aprovechaba el baño matutino para lanzarlas en la playa mientras tomábamos el sol. Pero sin suerte. Una de las tardes, paseando por el puerto, pregunto a unos marineros que le explicaron que la mejor zona de pesca estaba un par de kilómetros más al sur en una zona rocosa y que el momento era la tarde y noche. A partir de ese día , Luis desaparecía en busca de sus preciadas doradas sobre las 6 de la tarde, hasta las doce de la noche. Yo me dedicaba a pasear por el puerto sola cuando regresaban los barcos para observar las capturas y comprar de vez en cuando algo de marisco.

Después de dos días simpaticé con una tripulación de un barco llamado "Virgen del Mar". Tanto es así que conseguí que me subieran al barco para verlo por dentro. Eran siete los pescadores. El patrón, un hombre cincuentón muy curtido, me mostró todos los entresijos del barco, camarotes, sala de máquinas, bodegas para el pescado. Cuando terminamos dos marineros jóvenes, muy morenos por el continuo sol al que estaban expuestos me acompañaron y me invitaron a una cerveza en una marisquería del paseo. Eran chavales de 19 y 20 años del pueblo, sin muchas ganas de estudiar que habían terminado enrolados porque tampoco había mucho trabajo donde escoger, y a pesar de la dureza de la pesca, estaba bien pagado. Tras la cerveza nos despedimos y me fui a casa. Luis regresó a las 11,30, sin pesca, claro. A mí me apetecía salir un rato, así que lo obligué a ducharse y nos fuimos a tomar unas copas.

Después de unos tragos por los locales de la zona convencí a Luis para ir a bailar un rato a una de las discotecas más cercanas. Protestó un poco pero no le quedó más remedio. Hacía tiempo que no bailaba y cuando escuché la música me faltaron piernas, comencé a bailar sin parar. Él se quedó en la barra estudiando detenidamente a la camarera y a su copa. La música me daba igual, mi cuerpo me pedía movimiento y no paré no sé en cuanto tiempo. De pronto dos chicos se me acercaron saludándome. Con la poca luz , limpitos y bien arreglados no los reconocí hasta que los tuve al lado, eran los dos marineros del "Virgen del Mar". Su aspecto ahora era estupendo. Comenzaron a bailar junto a mí y nos reímos y divertimos durante un buen rato. Cuando me quisieron invitar a una copa los llevé a la barra donde estaba mi marido y se los presenté como Juan y Quique. Charlamos un rato en la barra, de pesca, cómo no, y volví a bailar. Poco después volvieron ellos dejando a Luis de nuevo en su barra con su enésima copa. El alcohol había hecho mella en mí y bailaba completamente desinhibida. Creo que los chavales se dieron cuenta y comenzaron a moverse cerca de mí. De vez en cuando notaba como rozaban sus cuerpos con mi trasero e incluso por delante con cierto descaro. Lo cierto es que me fue gustando el jueguecito y llegó un momento en el que yo ayudaba también a esos roces. Cuando bailábamos en tren, me colocaban entre los dos, aplastándome contra ellos agarrándome fuerte de los muslos y presionándome por detrás de forma que incluso sentía en mi trasero cubierto solo por un tanga y un fino vestido de seda, sus miembros bastante duros. El juego me excitaba, mientras Luis, ajeno a todo, continuaba con sus copas en la barra. La situación me puso demasiado nerviosa. Era la primera vez después de ocho años de matrimonio que el deseo, aunque fuera en forma de juego en una discoteca, me atraía con alguien que no fuera mi marido. Decidí dar por terminada la sesión y me despedí de los chicos. Cuando regresé a la barra a por Luis instándole a marcharnos casi no se tenía en pie. El apartamento quedaba cerca de la discoteca pero estaba completamente borracho, así que opté por pedir ayuda a Juan y Quique. Como pudimos lo llevamos al coche y lo acostamos en el asiento trasero. Yo no tengo carnet, así que Quique nos acompañó en nuestro auto mientras Juan nos siguió en el suyo.

Durante el trayecto los ojos del chico se debatían entre mis muslos, apenas cubiertos por el vestido, y la carretera. Los roces de su mano al cambiar la marcha eran continuos y yo no hacía nada por apartar mi pierna. Saber a mi marido junto a mí, rendido por el alcohol, y un chico joven insinuándose a mi lado me estremecía sobremanera. Cuando llegamos al apartamento fue necesario el esfuerzo de todos para poder subir a Luis al piso. Lo dejamos tendido en la cama y yo, no sin esfuerzo, acompañé a los chicos a la puerta para despedirlos y agradecerles la ayuda. Al besar a Quique en la mejilla éste me agarró de la cintura presionándome contra su pecho uniendo sus labios con los míos. Juan me tomó por detrás mordisqueando y besando mi cuello. No supe como reaccionar. Las caricias me recorrían todo el cuerpo y comencé a mojar mis braguitas como nunca lo había hecho. El pene de Quique se tensaba pegado a mi vientre. Lo sentía duro y cercano a pesar del vestido y sus pantalones. El miedo y la vergüenza me hicieron reaccionar, me aparté como pude y los hice marchar sin más explicaciones. A la mañana siguiente Luis despertó bien entradas las 12. Después de un baño en la playa decidimos comer de restaurante cerca de casa. Nuestra relación ha sido siempre normal. En lo referente al sexo siempre hemos sido también normales. Por mi parte nunca ha habido ningún tipo de infidelidad y creo que por la suya tampoco. Siempre nos lo hemos contado todo. Yo no podía mantener en secreto el episodio de la noche anterior, así que durante los postres le relaté pormenorizadamente lo sucedido aunque sin llegar a mostrarle las sensaciones que me invadieron. Luis se enfadó como nunca lo había hecho, incluso llegó a insinuarme que fue culpa mía, que fui yo quien los había incitado. Terminamos de comer sin hablarnos y marchamos para casa.

Tras la siesta Juan tomo sus cañas y me dijo que volvería tarde, no sin antes prohibirme que paseara por el puerto. De todas formas, yo no tenía intención de toparme con los dos chicos (bastantes problemas me habían causado ya).

A media tarde volví de tomar un poco de sol y un baño de la playa. Me di una ducha y me dispuse a relajarme frente al televisor. La noche anterior había sido larga y estaba algo cansada. Estaba medio adormilada cuando sonó el timbre de la puerta. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me encontré en ropa de faena a Juan y Quique que portaban una caja abarrotada de mariscos recién pescados. Después de un saludo un tanto forzado me explicaron que era su forma de pedir disculpas por lo sucedido. Como yo tenía la sensación de que también había sido culpable, les invité a pasar, realmente yo también había ayudado a crear la situación. Una vez en la cocina acondicionamos los mariscos en el frigorífico, les convidé a lavarse las manos y les ofrecí un café que aceptaron gustosos.

Realmente no sé que sucedió, quizá el enfado de mi marido o, tal vez, verme allí, sola, acompañada de dos jóvenes que sabía que me deseaban, pero el caso es que me fui calentando pensando en la situación en que me encontraba. Yo iba cubierta solamente por la toalla de baño y estaba sentada frente a ellos que sorbían el café sin perder detalle de mis piernas que, no se si voluntaria o involuntariamente, yo iba abriendo cada vez más, mostrando cada vez más y mejor mis muslos. La tensión crecía a medida que mi posible insinuación era detectada con mayor claridad por los dos chicos. Cuando observé que sus tazas estaban vacías, me levanté para llenárselas de nuevo. En ese instante Juan me tomó por la toalla arrancándomela y dejándome completamente desnuda ante sus ojos. Me cogió del brazo y tiró de él hasta que caí sobre ellos. Permanecían sentados en el sofá y me atenazaban acostada sobre sus muslos. Sus manos comenzaron a acariciarme por todo mi cuerpo. La boca de Quique tomaba mi lengua mientras sus manos se llenaban de mis pechos. Juan acariciaba mi sexo con sus dedos. No podía creerlo. Me estaba derritiendo de placer sólo con sus manos. No podía estar quieta, mientras me invadían las sensaciones mis manos retiraban torpemente la camisa de Quique. Juan había aprovechado para desnudarse completamente. Se había arrodillado en el suelo y su lengua recorría mi sexo desde el monte de Venus a mi ano, deteniéndose en el clítoris, que masajeaba con inusitada virulencia. Sus manos se agarraban a mis glúteos con desesperación casi brutal. No pude aguantar más y me corrí en su boca gimiendo como loca. Un pequeño descanso me permitió desabotonar y bajar los pantalones de Quique que dejaron al descubierto una estaca dura como el acero. No era mayor que la de mi marido pero su dureza y una enorme cabeza rosada la diferenciaban claramente. La introduje lentamente en mi boca mientras sentía los dedos de Juan abriéndose paso por mi ano. Mi mano y mi boca se fusionaron a la perfección en la verga de Quique que se estremecía cada vez con mayor intensidad a cada sorbo. Aceleré el ritmo acompasándolo a los dedos que sentía en mi interior hasta que explotó en mis labios dejando correr por mi barbilla ríos de leche espesa y ardiente. Juan no quería ser menos y me volteó dejando a escasos centímetros de mis ojos su verga. Siempre he sabido que todas no son iguales, pero mi poca experiencia me había impedido comprobar in situ la veracidad de esa afirmación. Mis ojos no daban crédito a lo que veían: una estaca gorda como un vaso de tubo y larga, muy larga, se presentaba observándome muy por encima de su ombligo. Las venas surcaban ese vasto pene marcándose como si fueran a reventar. La piel estirada hasta lo imposible presentaban una cabeza grande y amenazante, morada por la sangre que la recorría a borbotones. Casi veinticinco centímetros inacabables que yo no sabía si iba a poder acoplar en ningún hueco de mi cuerpo.

Aprovechando mi perplejidad Quique, que había recobrado rápidamente su erección se había acomodado colocando sus piernas entre las mías. Con un movimiento rápido me sentó sobre su pelvis penetrándome de una tacada hasta el fondo. Mi cuerpo sintió un profundo escalofrío que pronto se transformo en gemidos a medida que sus acometidas se volvían más fuertes y profundas. El impulso de las embestidas aceleró el ritmo con que la estaca de Juan llenaba mi garganta. Mis dos manos atenazaban la verga mientras mis labios incapaces de abrirse más se ajustaban al coloso en un esfuerzo inimaginable y doloroso. De nuevo mi cuerpo se estremecía en un clímax imposible que hasta ese momento nunca había saboreado. Mi corazón se aceleró sobremanera, todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo se volcaron hacia mis entrañas invadiéndome de un éxtasis salvaje e insoportable que dio paso a la relajación más intensa que halla podido vivir.

Pero sabía que todo no quedaría ahí. Dos cuerpos jóvenes, ávidos de lujuria me flanqueaban y era yo el objeto de su deseo y la encargada de descargar su virilidad y sus entrañas.

Mientras recuperaba el aire los chicos aprovecharon para llevarme hasta el dormitorio y tenderme sobre la cama. Los dos mantenían su erección, pero Juan, todavía inédito, no estaba dispuesto a esperar mucho tiempo. Aprovechando mi posición colocó su aparato en mi ya maltratado sexo y comenzó a moverse lentamente. La cabeza no tardo en abrirse paso entre mis gemidos entrelazados de dolor y placer. Centímetro a centímetro avanzaba en una ecuación imposible. Mis entrañas no podían dar cabida a un pedazo de carne semejante. Lentamente, entre dolor y excitación, mis paredes vaginales fueron albergando ese miembro imposible. Las embestidas se fueron haciendo más duras e intensas y mi cuerpo experimentaba sensaciones nuevas y únicas. El dolor y el placer se fundían en oleadas de calor que recorrían mi espalda. Cuando sobre mi culo sentí el golpeteo seco y rítmico de sus huevos comprendí que había sido capaz de albergar completamente su miembro. Mis flujos comenzaron a manar abundantes, amortiguando el intenso martilleo al que me sometía. Quique no quiso ser menos y aprovechó para arrodillarse sobre mi cara. Mi lengua recorría su escroto y perforaba cálidamente su ano, mientras mis manos completamente húmedas de flujos y secreciones recorrían su pene. El ritmo de Juan comenzaba a ser frenético y en cada embestida mi vientre reventaba sometido a un placer desconocido para mi. Quique, sobreexcitado por mis gemidos se corrió de nuevo en mi boca, que en esta ocasión no dejó escapar ni una sola gota del preciado jugo. Sobreexcitada por la corrida del chico y por el incesante castigo al que Juan me estaba sometiendo exploté en un orgasmo lento y profundo que se rompió transformándose en un placer sobrehumano cuando sentí la estaca de Juan convulsionarse y estallar en mis entrañas inundándome de esperma. Sentí perder el sentido y caer abatida sobre la cama. Un estado de semiinconsciencia me embargaba.

Pero Juan no había terminado. Situándose a mi lado introdujo su pene en mi boca limpiando así los restos de nuestras corridas. A medida que lamía el flácido pene, iba recuperando su esplendor natural. En pocos minutos volvió a ser imposible introducirlo más allá del prepucio. Quique, imagino que vencido por las dos corridas, se entretenía lamiendo e introduciendo sus dedos en mi ano.

Juan se tumbó cabeza arriba y me instó a sentarme sobre su vientre. Mirando a sus piernas coloqué su verga entre las mías. Presionándola sobre mi sexo la masajeaba humedeciéndola con mi saliva. Su cabeza erguida se posaba en mi vientre por encima de mi ombligo. Levanté mis nalgas colocándola en la entrada de mi sexo dejándome caer sin compasión sobre ella . Una sensación de desgarro me inundó y comencé a cabalgar furiosamente la estaca que me empalaba. Quique intentaba recuperar la erección masturbándose sin perder detalle del cuadro. Mi instinto se había desbordado y mi sed de placer se mostraba infinita. El sudor y el cansancio se fundían con los orgasmos que sobrevenían incontrolables.

En medio de la vorágine acerté a ver la figura de mi marido en la puerta del dormitorio observándome en estado pétreo. Pero no era capaz de parar aquella catarata de placer que me envolvía. Sus ojos me recorrían descubriendo cotas de satisfacción en mi, que ni en sus mas obscenos sueños él había logrado ni siquiera acercarme. Y yo no podía detener la experiencia que estaba viviendo y que posiblemente no podría repetir.

Los chicos no se habían percatado de la presencia de Luis y continuaban inmersos en nuestro juego. Juan decidió abandonar la cálida morada que ocupaba y me atrajo hacia si tomándome de los pechos. Quedé tendida sobre él mirando el techo. Su pene , ya liberado de su prisión, lo tomó Quique ante mi sorpresa lamiendo y recorriéndolo con su saliva. Juan tomó mis piernas por las corvas y las levantó hasta que mis rodillas toparon con mi pecho. Quique colocó la enorme verga de Juan en mi ano mientras continuaba masturbándolo. La cabeza comenzó a abrirse paso en mi estrechez. Quique untaba con mis jugos la colosal herramienta que comenzaba a taladrarme. El miedo y el dolor se apoderaban de mi. Mi marido continuaba observando la escena aturdido y sorprendido por mi actitud, e imagino también que por el monumental pene que me estaba sodomizando. Las caderas de Juan comenzaron a moverse acentuando la presión y llenando lenta pero inexorablemente mi culo con su aparato. El dolor se hacía insoportable. Sólo la presencia de mi marido observando cómo era sometida en una forma en que él no había logrado tomarme, y por un rabo que él hubiera soñado tener, mantenía mi excitación y el morbo suficiente para continuar sufriendo el dolor que me estaba infringiendo Juan. Pero el dolor estaba dejando paso a nuevas sensaciones. A medida que mi recto se acoplaba a su herramienta, placeres nuevos emergían de mis entrañas. Quique aprovechó mi posición para colocarse sobre mi y penetrarme por delante con ánimos renovados. Los movimientos acompasados de los chicos llenaban y vaciaban alternativamente mis cavidades logrando sumirme en un profundo orgasmo que no tenía fin. La verga de Juan se tensaba a medida que mis gritos llenaban la habitación. Ambos salieron de mí en el momento que sus descargas afloraban. Quique lanzó sobre mi vientre su semilla convulsionándose y aullando mientras descargaba. La polla de Juan, apoyada sobre mi sexo apuntaba al techo lanzado interminables borbotones de lava blanca que se depositaban sobre mi vello. Luis había abandonado su estado catatónico y se masturbaba excitado ante la escena.

Los chicos abandonaron el apartamento no sin antes despedirse de mí, y agradecerme la maravillosa tarde que habíamos vivido. Saludaron con un gesto corto a Luis que los dejó marchar sin levantar la mirada.

Lo que sucedió entre mi marido y yo es otra historia que, de momento, no viene al caso contar.

AUTOR: HERKULEO

Herkuleo@hotmail.com