Mi marido me ofrece a un vagabundo

Y sentí una suave caricia en mi ya roja nalga. El mendigo había acariciado mi tersa y dura nalga. Mi marido le había permitido tocarme. Yo seguí quieta, expectante por lo que pudiera pasar. Pero cuando la mano se deslizó en la raja entre las nalgas noté cómo mi flujo aumentaba.

He tardado en volver a publicar, pero es que tengo poco tiempo libre, espero que me perdonéis y me premiéis con muchos comentarios. Besos perversos a tod@s.

Volvíamos de una fiesta, lo recuerdo perfectamente. Una aburrida fiesta de alta sociedad donde vas a que te miren y a que te admiren, sólo por cumplir con un compromiso de Javier. Champán y trajes de noche, canapés y poco más. Con grupos de mujeres que sólo van al gimnasio y a quienes las sirvientas les limpian y llevan los nenes al cole. Y hombres que sólo saben hablar de sus negocios o de su nuevo coche. Uffff... bueno, en fin, que me lo pasé... te lo puedes imaginar. Pero a veces hay que ir y dejar que me acaricien con sus miradas y que envidien un poquito a Javier y sonreír como una boba.

Volvíamos a casa. ¡Al fin! Aunque debo admitir que las miradas me habían encendido un poco y me apretaba del brazo de Javier rozándole algo más de lo debido mientras paseábamos a casa, tomando un poco el fresco de la noche envuelta yo en mi abrigo de piel y él en su blazer. Yo estaba cariñosa (por no decir algo caliente) y le mordía la oreja y rozaba mis pechos sobre él. Él estaba contento, durante la charla habían acordado algo y se le veía satisfecho. La noche había valido la pena.

  • Y ahora... ¿qué le regalarás a tu putita rusa a cambio de mi buen comportamiento? - Me miró sonriente y le besé. No sé si las copas le habían subido un poco o era la felicidad del trato o... pero esa noche se le veía más hombre. Sus manos me abrazaron bajo el abrigo recorriendo mi cuerpo y una de ellas me recorrió para ir a buscar mi pezón y la otra tomó mis nalgas. Allí en la calle pude notar su presión contra mí. El abrigo no lo disimulaba del todo. Él tomó mi mano y la coló dentro de su abrigo en su entrepierna y entonces noté lo excitado que estaba. Me gustó, me gustó que todavía sea capaz de excitarlo así, de descontrolarlo y hacer que su boca me recorra el cuello besándome y mordiéndome mientras estruja mi pezón o su mano busca la línea entre mis nalgas.

Yo me apreté más contra él mientras mi mano recorría ese sexo bajo los pantalones y me acaricié contra su cuerpo como una gatita satisfecha. Mi mano le recorría el sexo de arriba abajo y lo notaba palpitar y cómo su respiración se aceleraba. Me arrastró cerca de un portal y allí continuamos abriendo mejor los abrigos para explorar el cuerpo del otro. Mi mano bajó el cierre de su cremallera del pantalón y sus manos aprovecharon la raja lateral del vestido de noche para descubrir mis carnes. Sus manos se entretuvieron con las ligas que llevaba para sujetar las medias, una sorpresa que le reservaba para cuando llegáramos a casa, sorpresa que pude notar cómo le excitaba directamente en su recién liberado sexo entre mis deditos. Me agaché en el portal liberándome de él para darle satisfacción, pero aquello había sido demasiado para mi querido cuarentón y al abrir yo mi boca para tomar su sexo explotó sin poderse contener y me llenó la cara con su simiente. Tragué lo que pude, pero la lechita se esparció por mi cara y goteó en mi abrigo. Poco a poco sus espasmos cedieron y se relajó, pero cuando lo miré no estaba satisfecho. No se había podido contener y eso le había puesto un poco furioso. Me levantó y me hizo alzarme para contemplarme.

  • Cerda, estás bañada de lefa y has manchado este caro abrigo. Esto merece un castigo, ¡Quítate el abrigo! - Lo hice inmediatamente y él lo tomó en su brazo y siguió mirándome con cara seria. - Mírate, ahora sí vas bien puta.

Pude ver mi reflejo en la puerta acristalada del portal. Mi falda abierta dejaba ver mis muslos enteros, las ligas y hasta algo del minúsculo triangulito de mi tanga que yo me notaba totalmente empapada. Y entonces cometí mi error. Me encaré contra la puerta, con los brazos extendidos contra ella y le miré con una mirada pícara, con mi mirada más perversa. Una de mis manos bajó y descubrió mis nalgas de aquel vestido negro con reflejos y volvió a posarse contra la puerta acristalada.

  • ¿Me castigarás por ser tan poco cuidadosa? - Le reté.

Su mirada se oscureció un poco más, pero pude ver cómo su sexo volvía a saltar ante mi descaro. Su mano fue rápida y tajante, dejando escuchar un resonante azote y haciéndome brincar por la sorpresa y el dolor. A ese azote siguió otro y otro, pero no me hacía daño. Yo me recosté mejor, abriendo un poco mis piernas, exponiéndome a él, sacando todavía más mis duros glúteos, ofreciéndome sumisa.

  • Sí, Amo, castígame por haber sido mala...mmm... - Gemí jugando al juego del placer. Sabía que era incapaz de hacerme daño, que sus manos no irían más allá, me sabía segura. Yo orientaba mis nalgas para que su mano llegara a mi sexo y pronto cada azote le humedecía con mis fluidos. Su mano buscaba mi sexo y cada azote me excitaba más a mí. Mi sexo ya debía transparentar la fina tela y mis labios debían marcarse, inflamados, rezumantes...

  • ¿Gustas? - No entendí nada, y giré mi cara, pero él me azotó con furia esta vez, y volví a mi posición. Pero por el reflejo lo vi. Un indigente estaba a unos metros de nosotros. Ahora le recordaba del cajero automático de la esquina. Debía habernos oído y se había acercado. No me había fijado en él, tumbado en el suelo cubierto con harapos y cartones, pero ahora lo olí al aproximarse.

  • Sí, adelante, es mi putita, seguro que le encanta. Adelante.

Y sentí una suave caricia en mi ya roja nalga. El mendigo había acariciado mi tersa y dura nalga. Mi marido le había permitido tocarme. Yo seguí quieta, expectante por lo que pudiera pasar. Pero cuando la mano se deslizó en la raja entre las nalgas noté cómo mi flujo aumentaba. El extraño suspiró al pasar su mano sobre mi empapado sexo y la retiró como asustado.

  • Adelante, toda tuya. - Pero el vagabundo no estaba asustado, a través del reflejo pude ver cómo olía mi olor de hembra y le oí inspirar con fuerza y lamer su mano. Cuando se arrodilló detrás de mí tensé mis piernas, asqueada, pero a la vez curiosa de lo que pudiera pasar. Su olor se acentuó, pero el de mi sexo era todavía más penetrante. Cuando noté sus manos sobre mis nalgas y su lengua adentrándose entre ellas estuve a punto de explotar. Recorrió toda la longitud de mi raja desde arriba de las nalgas, bajando, pasando sobre mi orto (casi me corro) hasta llegar a mi almeja y recorrerla sorbiendo con los labios. Delicioso néctar que no debía haber probado en años si lo había hecho alguna vez.

Mi sabor pareció volverlo loco y sus manos forzaron mis nalgas para dejarle más espacio mientras comía de mí. La tela de la reducida tanga sólo le impedía la penetración directa, pero exploró con su barbuda cara, labios y lengua toda mi intimidad.

Dos veces me corrí mientras ese sucio vagabundo me comía como lo haría un perro, sorbiendo, lamiendo con una áspera lengua, manoseando y forzando mi culo. Con el segundo y profundo orgasmo casi me derrumbé, caí sobre su cara y él se apresuró a sostenerme tocando, por primera vez mis pechos. Los tomó a manos llenas y sus sucias manazas empezaron a estrujar y sobar, llenándome de su horrible olor. Se alzó para sostenerme con una mano en cada pecho y mis nalgas fueron a dar contra su vientre. Se produjo una pausa que se me hizo eterna. Miré al reflejo y sólo pude ver el de mi marido asintiendo. Uno de mis pechos fue liberado momentáneamente y entonces noté porqué. Había liberado su tranca de bajo los sucios harapos y trataba de empalarme mientras me sujetaba firme de mis dos melones. Lo quería todo a la vez, magrearme, penetrarme, sobarme... finalmente su sexo encontró un orificio. Era mi rosada flor posterior. Yo alcé la cabeza para negar, pero eso pareció asustar al indigente y se aprestó a agarrarme más firme todavía y empalarme fuerte, duro.

De una sola estocada me la introdujo totalmente forzando ano y llegó hasta mi estómago. Mis ojos se abrieron como platos y boqueé queriendo tomar aire para descubrir a mi marido con una expresión de total delirio de deseo, lujuria, masturbándose ante la escena.

El vagabundo no esperó a que me dilatara y ya trató de empezar a bombear. Su asquerosa y sucia piel se empezó a estirar dentro de mi esfínter y eso debió darle placer, porque siguió y siguió hasta que me acomodé lo suficiente, gracias a la humedad que ya tenía, para que su roñoso sexo empezara a entrar y salir de mi orto. Entonces empecé a sentirle y a notar como el vagabundo me estaba poseyendo por detrás. Sus manos olvidaron entonces mis pechos para tomarme de los hombros para tener un mejor aguante y poderme dominar mejor. Pero mis anteriores orgasmos me habían robado las fuerzas para oponerme. De hecho... debo reconocer que aquella situación asquerosa tenía su morbo.

Miré a mi marido y nuestros ojos conectaron y pude ver ese brillo de locura lujuriosa en él. Puse cara de completa viciosa y me dejé arrastrar pos la situación dando todavía más juego al indigente y empezando a jugar con mis nalgas sobre su sexo. Cuando empecé a gemir y sacudir mi cabellera el sucio homeless se corrió en mi interior. Mis nalgas estrujaron su sexo exprimiéndolo y pude notar cómo se convulsionaba contra mi como una serpiente derramándose en cuerpo y alma. Dejé de mirara mi marido para verle. Era un viejo barbudo, flaco con la cara angulosa que se sacudía explotando con el máximo placer que debía haber experimentado en toda su vida y, seguramente, que experimentaría jamás. Mis duras nalgas de gimnasio se contraían alargando su placer y él temblaba y se retorcía gimiendo quedo sin poderse creer lo que estaba viviendo. Se derrumbó sobre mí y cayó en la acera, con los ojos cerrados y una sonrisa en la cara. Al destapar su sexo mi orto se llegó a oír un sonido de sacacorchos y empecé a rezumar leche de vagabundo entre mis piernas.

Mi marido me recogió en sus brazo y me llevó a casa con una de sus manos entre mis piernas, notando el semen del indigente en mí mientras nos alejábamos de sus dulces ronquidos.

Besos perversos,

Sandra

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