Mi marido me engaña.

No estaba preparada para esto. Mi marido me ha estado engañando. Pero lo más increíble es saber con quién.

MI MARIDO ME ENGAÑA



No tenía mala pinta, no, pensé al verme el pubis depilado en el espejito. Me había recortado el pelo simulando una llama sinuosa y ahora admiraba mi trabajo sentada en la tapa del retrete. Sonreí imaginando qué diría Roberto cuando viese esta sorpresita, se quedaría encantado, seguro.

Joder, es que me había quedado de puta madre. ¡Pero qué artista estás hecha, Lucía! Pero no tuve tiempo de ensimismarme más en los pelos de mi coño, porque la alarma del horno pitó. Me cubrí con el albornoz para tapar mi desnudez y fui a paso vivo hasta la cocina. Saqué la bandeja y apareció una lasaña de cuatro pisos rellena de queso y carne de varios animales. Mmm, olía de muerte. Con el queso bien tostadito y la bechamel aun burbujeando. Esta era la otra sorpresa que tenía preparada a Roberto, su cena favorita.

Dentro de unos diez minutos aparecería por la puerta de casa con su habitual “Hola, chochito” y yo enfurruñada mirando detrás suyo al pasillo del rellano por si le habían escuchado. Ya solo faltaba que en la comunidad me llamasen la “chochito”. De seguro que si me nombraban, ya lo hacían así. Bueno, no importa, al menos hoy no me importa. Hoy Roberto me puede llamar chochito, coñito o putilla, porque tal y como le voy a recibirle es lo menos que se puede pensar de mí.

La verdad es que toda la tarde había estado muy atareada, preparando la cena y preparándome a mí. No era una ocasión especial, era simplemente porque me apetecía, para levantarme el ánimo. Hacía un mes escaso que había cobrado la última paga del paro y ahora solo contábamos con el sueldo de él. Mi trabajo de secretaria en un bufete de abogados se fue a la mierda cuando el bufete despareció. Efectos de la crisis, ya se sabe. Busca que te busca, me tiré así casi un año. Entre tanto, sacaba unas perras fregando portales, cuidando críos y cogiendo el bajo a los pantalones de medio vecindario; un certificado de escolaridad no da para mucho. Por supuesto todo sin alta en la Seguridad Social ni contrato. Lo hacía porque teníamos un pisito hipotecado, un coche financiado y dos bocas que alimentar, las de Soraya y Pablo, nuestros hijitos que esta noche se habían quedado con mi madre en su casa, la única que podía sospechar qué podría ocurrir esta noche.

Suspiré ante esta puta vida, pero no dejé que nuestros apuros económicos me amargasen. Si pensaba en que había meses que había que tirar de la tarjeta de crédito ni me hubiera levantado de la cama.

Total, que apagué el horno, chillé al ver que faltaban cinco minutos escasos para que Roberto exclamase “Hola, chochito”, corrí hasta el cuarto de baño y lo recogí todo a lo barullo, metiéndolo a presión en los armarios, barrí el suelo de toda la pelambrera que me había afeitado del coño (ya vendrían los picores mañana, ya, pero hoy no) y corrí hasta el dormitorio para colocarme el atuendo de putilla: un tanga trasparente y un salto de cama igual de sugerente. Ante el espejo asentí satisfecha al ver mis tetas perfectamente definidas a través de la gasa, con los pezones oscuros dominando el reflejo. Volví al cuarto de baño para constatar que mi peinado seguía estando perfecto. No, un mechón se había soltado, qué hijoputa. Volví a llevarlo hacia atrás y utilicé otra pinza para mantenerlo sujeto, de ahí no te mueves, amiguito. Último vistazo a la cara, seguro que Roberto ya estaba entrando al ascensor. Frente despejada, cejas definidas, sombra de ojos azulina, rímel en su sitio, pintalabios con el gloss aun brillante, pómulos colorados y gargantilla del cuello apuntando al canalillo.

A ver, el resto del cuerpo. Levanto los brazos, como si me encañonaran por detrás, ¡manos arriba! Axilas lisitas, antebrazos sin mácula. Me pongo de puntillas apoyando la ingle en el borde del lavabo, y me bajo el tanga. Ningún pelillo disperso; la piel aún está roja pero ya actuará la crema hidratante. La llama peluda en su sitio. Levanto las piernas, como haciendo aerobic; sin pelillos, todo bien por ahí. Nudo del salto de cama en el centro. Ombligo bien a la vista. Otra vez el puto mechón. No coloqué bien la pinza. Ahora sí. Bien.

Bien, Lucía, bien, me digo. Estás puta, puta.

–¡Ah! –exclamo. Los zapatos. Joder.

Corro hasta el armario del pasillo. Mierda, ya oigo el ascensor abrirse, diez segundos como mucho. Estampo las pantuflas en el fondo del zapatero de dos patadas en el aire, junto con el albornoz arrebujado y me calzo los zapatos de tacón de aguja. Las llaves, mierda ya oigo las llaves tintinear tras la puerta y yo en el pasillo, acuclillada, atándome la tira del talón de los zapatos, las tetas en volandas. Mierda, se me ha salido una teta del salto de cama, el puto mechón que se vuelve a soltar, el sudor empezando a causar estragos en las sienes y las axilas. Mierda.

–¡Hola, Lucía! –dice Roberto al abrir la puerta.

El tiempo se detiene, arrugo el hocico.

¿Cómo que “Hola, Lucía”, qué coño pasa, ay Dios? ¿Y mi “Hola, chochito”?

Se me queda plantado con la puerta abierta, mirándome pasar la tira del zapato por la minúscula hebilla, la teta fuera. Estoy en la posición de oír el disparo del árbitro para correr los cien metros lisos. Y me dice “Hola, Lucía”. Ni chochito, ni coñito ni putilla. Al menos un “Uy, cariño, tienes una teta fuera, espera que te saco la otra”. Ni siquiera eso me dice.

–¿Qué haces? –pregunta cerrando la puerta tras de sí, consciente que si los vecinos se asoman a la mirilla verán a su mujer con un teta fuera y con cara de gilipollas. Y con un mechón suelto. Para colmo me doy cuenta que el tanga ya no es tan elástico como hace años y se me ha deslizado a un lado, mostrando todo el asunto. Joder. Me lo coloco antes de levantarme y me meto el pecho dentro de la inútil prenda.

–¿Qué pasa? –añade para volver aún más absurda mi postura.

Que qué pasa, me dice.

–¡Sorpresa! –fuerzo una sonrisa que me sale mal dibujada, como la de mi hija Soraya en un dibujo que cuelga del frigo. Estiro los brazos y ladeo la cabeza, hombros y caderas en ángulo opuesto, piernas juntitas. Puto mechón de los huevos. Parezco una putorra saliendo de una tarta hueca lista para menear las tetas en una fiesta de solteros.

–Sorpresa de qué –dice con cara extrañada, dejando el maletín en el suelo, junto al radiador. Ya le he dicho muchas veces que no lo deje ahí, que el calor se comerá el símil-cuero, pero nada, erre que erre.

–¿No te llegó el mensaje que te envié? –mantengo aún la sonrisa, brazos en alto. Parezco idiota, ya no una puta, sino idiota.

Trastabillo al acercarme a él sobre los jodidos tacones y le abrazo colgándome de su cuello, como desfallecida, necesitada. Añoro un poco de cariño, papito, dame un poquito, anda. Joder, parezco mendigar sexo por un bocadillo, vaya mierda.

–Pues no, no me ha llegado nada, ningún mensaje. Lucía, qué pasa, ¿y los niños? –pregunta aún extrañado. Una alarma se adueña de sus ojos.

–Nada, están con mi madre, cariño. Dime, ¿no te gusto? –pregunto, poniendo cara de perrilla necesitada.

Roberto ya sonríe. Bien. Más sonrisa. Ojos brillantes, los entorna. Sonrisilla. Bien, bien. Me rodea con los brazos por la cintura. Baja las manos, papito, que debajo está mi culito bien desnudito, para que lo toques, lo goces todito. Desliza los dedos sobre la tira del tanga y me besa. Joder, cuánto has tardado en darme un beso, un poco más y tengo que meterme un pepino por el culo para que me hagas caso. Sus dedos reptan hasta las nalgas y aprietan con ternura. No, ternura no, Roberto, ahora no. Aprieta bien, coño, que no me he puesto un tanga para nada. Que aprietes, coño, que me presiones el coño con tu nabo, hostias. Bueno, al menos ya ha sacado la lengua de la boca. Vaya, ha fumado. Mira que se lo tengo dicho, que ahora ya no estamos para gastar en tabaco. Es que me lo pone difícil, el muy idiota. Además, estoy segura que el mensaje le ha llegado, si hasta recibí confirmación de recepción.

–Estás preciosa, ¿follamos? –me pregunta despegando sus labios de los míos. Ya había empezado a internar los dedos entre las nalgas, en dirección a lo desconocido, auxiliándose del cordón del tanga, como un espeleólogo para descender a una sima.

–¿Y la cena? –pregunto.  Pero luego pienso “A la mierda la cena”, aquí estamos a lo que estamos, que no follamos como Dios manda desde que nos fuimos de vacaciones, hace dos años. Luego calentaré la lasaña en el microondas y listo. Ahora necesito carne, pero no en mi estómago.

–Tú eres la cena –me susurra. Sonríe y me lame la garganta. Cómo sabe el malnacido decir la frase adecuada en el momento justo. Asiento a la vez que un escalofrío me recorre la espalda al sentir su lengua acariciarme el cuello.

Me coge en volandas y me lleva al dormitorio. Uuhh. Yo sigo agarrada a su cuello como un macaco de los documentales. Me deposita en la cama como si fuese una muñeca de porcelana y se queda desnudo en un santiamén. Yo le miro intentando no borrar la sonrisa bobalicona de mi cara pensando en la sorpresa de mi coño. Ya tiene la polla horizontal, ascendiendo hacia el vientre a trompicones, bamboleada como una vara de zahorí mientras se quita los calcetines. Su polla está buscando coños.

–Ya está contentilla –señalo con la mirada su pene.

–Como para no estarlo –confirma él–. Se la levantas hasta a un muerto–. Se sube a la cama y se arrodilla a mis pies para quitarme el tanga. Ya verás, ya, te vas a quedar relamiéndote hasta el juicio final. Le dejo hacer, deslizando el tanga por mis piernas y lo tira a su espalda, acabando sobre el sinfonier, al lado de las fotos de mis niños. Piernas recogidas, bien abiertas, inspección del sargento, ¡fiiiirmes!

–¿Te gusta? –sonrío mordiéndome el labio inferior cuando se queda anonadado viéndome el chumino. Joder, esto es peor que un examen, aquí no se pueden sacar chuletas, ni copiar a la compañera.

Vaya si le gusta. Dios, es como un niño con una piruleta enorme, la misma carilla. Ojos como platos, boca abierta, sonrisa de oreja a oreja. Si tuviese una cámara ahora… Roberto asiente con la cabeza varias veces. “Sí, sí, sí, Lucía ¿cómo coño no me va a gustar?”, murmura.

Se me lanza como un poseso, como un perro famélico devorando la comida. Desliza los brazos por debajo de mi culo levantándome la pelvis y con las piernas en alto. ¡Cuidado, que me desmontas! Zaca, al tomate. Separa con los carrillos los pliegues y llega hasta el meollo del asunto con una maestría digna de un experto, sin manos, solo con la nariz y los papos. Qué arte tiene mi niño. A mí me tiene doblada de mala manera, con las tetas apoyadas en la mandíbula, sosteniéndome sobre los codos como puedo. Pero, joder, que bien se pasan los males cuando tú chico te está comiendo el chumino. Y más éste, que sabe cómo hacerme correr en un tiempo record. Photo–finish, ganadora… Lucía Rejerosa, orgasmo en veintidós segundos y dos décimas.

Chillo histérica, hundiendo las uñas en la colcha de puro goce. Mierda, que hijoputa, como sabe hacerme gozar como una cerda. Y lo más gordo de la situación es que no puedo hacer nada para contenerme: es como un imán, su boca atrae mis orgasmos, es inaudito. Ni tiempo me ha dado de tocarme las tetas o clavarle las uñas en los hombros, hostia puta.

Emerge de las profundidades con la cara empapada de mi corrida, parece que se acabe de lavar la cara. Le cojo de las orejas y me lo como a besos. Has sido un niño malo, Robertillo, muy malo, retuerzo las orejas mientras le lamo toda la cara, hacerme correr así, a la seño, de buenas a primeras, como si fueses el puto amo, cabroncete. ¿No ves que me has dejado en ridículo, niño? Ahora verás, puto crío de los cojones, te voy a dejar seco el nabo.

Le tumbo debajo de mí y empuño su polla mientras le sigo secando la cara, bueno, mejor dicho, sustituyendo lubricaciones por saliva. Se la meneo con ganas, parece un borrón mi mano sacudiéndosela de lo rápido que la froto. “Para, animal”, me murmura, “que vas a hacer fuego como sigas así”. Yo ni caso, te voy a sacar toda la leche, hijoputa, ahora verás, hacerme correr como si fuera una novata, yo, que he parido a dos niños con una año de diferencia. Te la voy a dejar tan seca que el pis te va a hacer daño cuando salga, cabrón. Y como un león, oteo agachada el manubrio izado. Ay, mira una gacela, qué maja, pobre gacelita, tan tierna, tan joven, tan inocente… a la mierda la gacelita, ¡tengo hambre! ¡Ñam! Me lanzo comiéndomela de un bocado.

–Hostias –chilla Roberto dando un respingo en la cama.

Tiene un sabor raro, este trozo de carne no tiene el gusto que recuerdo. Me recuerda a las bandejas plastificadas de fruta que compro en el centro comercial. Qué curioso.

Bueno, a lo que estás, Lucía. Me recojo el maldito mechón pero poco después, mientras engullo y trago, arriba y abajo, arriba y abajo, se sueltan los demás mechones. Las pinzas saltan como a presión. Chiuuu, chiuuu, como balas.

–Ay, mi madre –gime Robertillo, y se sujeta en mi cabeza, deshaciéndome el peinado del todo, no para clavármela más aún, que ya la tengo en la garganta, sino porque el pobrecito ya se me viene. Me la saco de la boca y se la sacudo un rato. Todavía no, niño malo, quiero que surja una puta fuente, quiero ponerme perdida de leche por todas partes, joder. Todas las babas que me he dejado en la polla salen ahora despedidas por el aire al son de mis meneos. Plic, en toda la cara. Plic, en todo el pelo.

Sigo con cara de posesa. Giro la cabeza con una sonrisa de loca histérica, dientes apretados, ceño fruncido. Te vas a cagar, puto crío, vas a vomitar leche hasta quedarte seco como una momia. Varios mechones se me agitan como si fuesen látigos, algunos conservan en el extremo la pinza, dispuestos a sacarme un ojo a la mínima. Me los arranco de un zarpazo, fuera interrupciones, fuera despistes. Sigo agitando la gaseosa a punto de explotar. Roberto aúlla de placer, está fuera de sí. Ya llega, se le notan las piernas temblar, los dedillos de los pies arquearse tensos, ya se me corre, ni niño se me corre. Bien, bien. Acerco los labios. Venga esa lechecita, pollita mía.

Cagada.

Sale un chorrillo transparente, de leche nada. Tongo, tongo, que nos devuelvan las entradas. ¿Qué coño es esto, dónde está mi leche? Roberto sigue chillando, convulsionándose. Buen orgasmo, majete, pero donde está mi premio, ¿eh?

Esto no es normal. Roberto eyacula una cantidad importante de semen, y su polla solo ha escupido una mierda transparente que ni es leche ni es nada. Esto solo ocurre cuando se lo solía hacer a la tercera o a la cuarta vez, cuando sus huevos están ya vacíos. Mierda, ¿a ver si llego tarde y me tengo que comer los mocos?

Es entonces cuando husmeo el manubrio en busca de pistas. Como un puto perro. Algo me huele mal. Literalmente. Aquí huele a condón, ese era el sabor extraño de antes, ese, sí. Elemental, querida Lucía, es látex.

Fuera bromas. Esto es serio. Vasta de hacerte la payasa. La polla de mi marido huele a condón.

Ay, Dios. Qué has hecho, hijo de puta. Adiós calentón, adiós todo.

La suelto como si su polla me diese calambre. Se ha dado cuenta. Ya no jadea, ya no gime.

–¿Qué pasa, Lucía?

–Tu polla sabe a condón– informo con tono serio.

No le miro. Continúo en la misma posición, recostada a su lado, mirando su pene desinflarse. Joder, enterarte de que tu marido te pone los cuernos  de esta manera… saboreando el regustillo del condón que ha utilizado para no preñar a la desgraciada que se ha tirado… es que hay que ser gilipollas.

–Deja que te explique –empieza él.

Malo. No lo niega. ¡Por lo menos, niégalo, hijo de puta, me merezco eso al menos!

Me levanto. Aún llevo los zapatos de tacón, mierda. No, a ver si ahora, me rompo un tobillo. Cornuda y coja, qué cojones, para qué queremos más. Trastabillo sobre los zancos en dirección al cuarto de baño. La corneta toca retirada. Estoy a punto de soltar la de Dios. Me contengo. Todo sea por los vecinos. Queridos vecinos, qué majos son…

¡A la mierda con los vecinos, joder! Que me he afeitado el chumino para que este desgraciado me lo desprecie tirándose a otra.

–¡Hijo de puta! –exploto.

–Lucía, no es lo que tú… –intenta decir.

Es lo que faltaba. Que me tome por idiota, no te jode.

–A mí no, Roberto, a mí no –voy subiendo el tono–. A la otra te la tendrás camelada, pero conmigo ni lo intentes. ¿Qué coño me vas a decir?, que te has hecho una paja en la oficina y como acababan de hacer los baños, te ha dado pena y te has puesto un condón para no ensuciar, ¿no?

–No, espera… –no le dejo explicarse. Corro hacia el cuarto de baño y cierro la puerta tras de mí. Echo el cerrojo. Apoyada la espalda en la puerta me voy dejando caer. Ziiip, resbalo y me doy un señor culazo. Mierda, mi culo.

Lloro como la Magdalena, entierro mi cara entre las rodillas. Esto no se hace, Roberto, esto no se hace, que tienes dos hijos, malnacido. Qué coño te he hecho yo para que me hagas esto. ¿Quedarme en paro, es eso, eh? Quedarme en paro, sí.

Mierda.

–¿Lucía? –llama tras la puerta.

–¡Cabrón, déjame en paz! –chillo. Me golpeo la cabeza con la puerta una y otra vez. Pom, pom. Qué cojones has hecho, hijo de puta. Pom, pom. Qué has hecho, joder.

Roberto llama a la puerta con los nudillos, toc, toc, ¿estás bien?, pregunta. Nuestros golpes se superponen. Esto es surrealista, ahora van acompasados. Pom, toc, pom, toc. Vale, ya paro yo. Él también se detiene.

Me duele el culo, mierda. Y ahora también la cabeza. Siento el coño enfriarse en el suelo, aún está húmedo y estoy poniendo el suelo perdido. Me levanto como puedo, con los tacones, apoyándome en el borde del lavabo, y con un temblor de piernas que no sé yo si llegaré arriba entera. Llorando como una descosida. Qué idiota soy, pienso, mirándome los zapatos. Me los quito y los tiro a la bañera.

–Lucía, por favor –insiste Roberto detrás de la puerta.

–¡Qué te largues, hostias! –chillo con voz aguda.

Me miro al espejo, apoyada en el lavabo. Tengo el rímel corrido y los surcos grises de las lágrimas dibujan en mis mejillas una suerte de cicatrices, hasta la mandíbula, como si me hubiesen arrancado la cara y me hubiesen plantado esta otra. Ahora sí que tengo aspecto de idiota. Gimo secándome los mocos con el dorso de la mano. Tengo unas patas de gallo enormes, y unas arrugas de expresión que parezco el Joker de Batman como poco. Mierda. Me doy cuenta que aún llevo puesto el salto de cama. Las tetas caídas, desinfladas. A dónde quieres ir con estos melones, Lucía, que ya tienes casi cuarenta tacos, hija mía. Bajo la mirada y tras un vientre deslustrado de dos partos aparece el coño. Todavía no escuece, pero ya lo hará, ya. Y luego las cartucheras, el culo fofo, las piernas hinchadas… joder, ya no quiero ver más. Busco con la mirada dentro del armario el albornoz y solo encuentro el de Roberto. ¿Y el mío, dónde coño está el mío? Ah, sí, junto a las pantuflas, en el armario del pasillo, arrebujado, hecho un guiñapo. Como estoy yo ahora. Igualita.

–Se llama Daniel –me suelta de repente.

Creo que no he oído bien. ¿Ha dicho Daniel? Ay, mi madre.

–¿Cómo que Daniel? –pregunto en voz baja. Tanto que no creo que me haya escuchado.

–Sí, Daniel –dice. Oigo como se sienta en el parqué del pasillo, apoyándose en la pared.

Quito el cerrojo, abro la puerta. Ha recogido las piernas y mira al suelo, a sus pies. Sigue en pelotas, con el pene encogido, como las uñas de un gato.

–Te has follado a un tío –digo en voz baja, apoyada en el quicio de la puerta, mirándole con más asco del que puedo expresar –. Me has engañado con un tío.

No lo entiendo.

–¿Has metido la polla que he mamado en el culo de un tío? –pregunto sin saber si esto es una pesadilla o sigue siendo la puta realidad– ¿Desde cuándo me la pegas con un hombre?

Roberto gime como un niño. Ahora es él quien entierra la cara entre las rodillas.

–Desde que me violaron la primera vez.

Ay, Dios, que me caigo muerta. Me caigo muerta y de aquí me recogen por los pies. Esto tiene que ser una broma.

–¿Cómo que te violaron, idiota? ¿Quién te violó?

–En el ascensor, hace meses.

–¿Qué ascensor, el del trabajo?

Sorbe los mocos y niega con la cabeza.

–Aquí, en casa. Me violó un vecino. Daniel es el vecino del cuarto.

¿El del cuarto? ¿Quién, esa bestia de casi dos metros con brazos como troncos?

Reprimo un ligero temblor al pensar en la pedazo de herramienta que se gastará ese monstruo.

Pero no. Esto no puede ser real. Mi marido no, no señor. Mi marido se tira pedos y tiene pelos en el culo. Mi marido ronca y me araña con las uñas de sus pies en la cama.

Por Dios Bendito, joder, ¡mi marido es un gañán, es mi gañán! Esto no puede ser verdad.

–Si esto es una broma, te juro que… –advierto.

Roberto alza la mirada y me la clava con ojos enrojecidos.

Hostias, hostias, hostias. Conozco a Roberto como si le hubiese parido, mierda.

Me mira fijamente, con lágrimas desbordando sus ojos, cayendo en regueros por sus mejillas.

–¿Por qué no me lo has contado antes?

–¿Qué me violan sistemáticamente? ¿Qué no puedo dejar de llorar como un puto crío cada vez que me Daniel me la clava? ¿Qué cago sangre día sí y día no?

Jesús.

Me acerco al muñeco que aún yace arrebujado junto a la pared y hundo mis dedos en su cabello. Es mi muñeco, hostia puta, es mi muñeco y me lo han desgraciado.

Pero aún hay una cuestión en el aire.

–¿Por qué te pones condón?

Roberto rehúye la mirada y niega con la cabeza.

–¿No qué? –insisto, tirando ahora de su cabello.

Le tiemblan los labios, los mocos le resbalan por las comisuras, las lágrimas le corren como afluentes, como las putas cataratas del Niágara.

–Es que… es que me corro. Me obliga a ponerme condón para no manchar el suelo cuando me corro.

Flipo en colores. Hostia putísima.

–¿Cómo que te corres?

–Que me gusta, que disfruto.

–¿Pero qué dices, subnormal? ¿Te gusta tener el ojo del culo como una olla?

Roberto encoge los hombros. Y luego rompe a llorar como la Magdalena.

No, no, esto es peor. Mucho peor que ser mil veces cornuda. Mucho peor, sí.

Tengo un marido… un marido…

¿Pero qué coño tengo yo por marido?

Tomo aire y me levanto. Me apoyo en el marco de una puerta. Cómo me duelen los talones. Putos tacones, los odio, los odio con toda mi alma.

–Levanta –ordeno.

Roberto me miro desde abajo. Su mirada baja hasta mi coño llameado.

No cabrón, no, ni coños ni hostias, joder. Le suelto un sopapo. Noto la palma de mi mano mojada de sus lágrimas.

–¡Levanta, joder!

Se levanta a trompicones. Baja la mirada. No sabe dónde colocar sus brazos, ni qué hacer con las manos. Termina por abrazarse como una niña aterrada.

–Me has engañado, hijo de puta. Me has jodido de lo lindo, puto mamón.

Asiente débilmente.

Hijoputa.

Veremos si realmente dices la verdad, cabrón de mierda.

–De cara a la pared. Agáchate. No, así no, idiota. Sube el culo, abre las piernas. Más, más.

Tiene el ojete en carne viva. Dios Bendito.

Le meto tres dedos sin previo aviso, así, sin avisar.

Mi marido exhala un suspiro de placer.

¡Marrano de los huevos! ¿Con que disfrutas si te rompen el culo, eh?

Araño el interior de su culo. Noto un calor horroroso, un calor infernal en su interior. ¿Estará mi coño igual de caliente cuando me la clava?

Increíble. Su polla se hincha como si tuviese un resorte. Masejeo el interior y presiono bien al fondo, sobre la zona más almohadillada. Roberto gime angustiado. Me cago en la puta, mi marido goza como un cabrón. Yo, que no le he ofrecido mi culo ni por lo más sagrado, él me lo tiende como si de un caramelo se tratase.

Roberto menea el culo, arquea la espalda. Se remueve para clavarse mis dedos más adentro, más al fondo.

Y, entonces, se corre.

Hostia putísima. Se corre, el muy nalnacido se corre. Un chorro de semen surge de su palo hinchado. Salpica en la pared y el suelo. Se ha corrido, joder, se ha corrido. Me ha puesto perdido el parqué y el zócalo.

Mi preciosa leche, mi adorada leche, toda derramada, resbalando viscosa. Todavía caen hilos de la punta de su rabo.

Roberto cae al suelo, arrodillado.

Gime y me llora como un cervatillo. Temblando como una hoja al viento.

Me lavo las manos a conciencia en el lavabo. Cuando vuelvo, le encuentro en la misma posición.

–Levanta.

Me mira con ojos aterrados.

–Levanta, que nos vamos a emergencias y luego a comisaría.

Me niega con la cabeza, abre la boca patidifusa para protestar.

Exploto. A la mierda los vecinos, a la mierda los gritos, a la mierda todo.

–¡Nadie me viola al marido, me cago en la puta! ¿Entiendes? ¡Nadie! ¡Tu culo es mío, tu polla es mía, tu leche es mía, tú eres mío!



Ginés Linares



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