Mi marido es mi amo, Lucía mi dueña VI

Lucía me empieza a instruir sobre lo que me espera con su amiga Marga.

Mientras ella se dirigía a su habitación, yo me fui al baño a lavarme las manos. Cuando, abriendo el grifo, empecé a escuchar el agua correr, sentí una enorme necesidad de orinar. Así pues, recogí el recipiente que tenía siempre preparado al efecto y me dirigí, como tenía ordenado, hacia la habitación donde se encontraba mi dueña. Una vez allí y, aunque la puerta estaba abierta, di en ella dos golpes con los nudillos para advertir de mi presencia. Mi ama se giró para mirarme y, sin decir nada, continuó indiferente guardando sus piezas de bisutería en el pequeño joyero que había sobre la cómoda. Mientras tanto, yo ya había penetrado en la habitación y ya me había colocado el recipiente entre mis abiertas piernas. Procedí, entonces, a la degradante tarea de orinar de pie y delante de mi dueña mirando al frente. La verdad es que nunca había entendido qué podía tener de interesante ver mear a una persona, pero desde que accedí a ser la sumisa esclava de mi señora, tenía que proceder de esa manera siempre que estábamos en su casa. Era una de sus formas de humillarme y someterme a su voluntad. Mi intimidad quedaba anulada con situaciones como esa. Cuando terminé, procedí a secarme el coño con una mano y, seguidamente, me limpié la mano pasando la lengua por la palma y chupando uno a uno los dedos, como si fueran los restos de nata del más rico de los pasteles. A continuación, y sujetando el recipiente con ambas manos, pedí permiso a mi señora para retirarme. Un leve gesto con su mano me autorizó a seguir con mi tarea pendiente, no sin antes volver al cuarto de baño a vaciar el recipiente y lavarme las manos a conciencia.

Mientras procedía a preparar la cena, y mientras escuchaba como corría el agua de la ducha, continué meditando sobre los acontecimientos vividos anteriormente. Había conseguido asimilar plenamente mi condición de esclava, pero en mi interior todavía coexistía un sentimiento de duda. ¿Estaba realmente preparada para someterme? ¿Asumía plenamente que mi futuro iba a ser el doblegar mi voluntad y cederla a otra u otras personas? ¿Quería, realmente dar ese paso? ¿Qué papel jugaba mi marido en toda esta aventura?. Entre hojas de lechuga y tallarines fui planteándome estas y otras preguntas mientras, al mismo tiempo, trataba de responderlas. La verdad es que desde que había iniciado este tipo de vida junto a Lucía, había experimentado, aunque pareciera contradictorio, un notable aumento de mi propia autoestima. Me sentía más dueña de mí misma cuanto más cedía mi voluntad a mi ama Lucía. Me sentía más realizada como mujer y como amante. En definitiva, cuanto más sometida estaba me sentía más libre y eso me daba una gran fuerza vital. Me sentía más viva que nunca. Pero sabía que no estaba enamorada de Lucía. Ella saciaba plenamente mi fuego interior, mi deseo puramente sexual, pero seguía queriendo a mi marido, aunque con él no consiguiese los niveles de placer y satisfacción sexual que con Lucía conseguía. Entre esos pensamientos, concluí mi labor y dejé preparada la mesa para cuando mi señora decidiera cenar. Así que me dirigí al cuarto de baño para asistirla en lo que pudiera necesitar. Golpeé con los nudillos y esperé respuesta.

  • Puedes entrar – se oyó al otro lado de la puerta.

Tras abrirla, en el mismo umbral, me arrodillé y me dirigí a ella con voz suave:

  • La cena está preparada, mi ama.

Lucía abría en ese momento la mampara de la bañera y se disponía a salir de ella. Rápidamente le ofrecí la toalla que sujetaba ya entre mis manos.

  • Sécame, por favor. –dijo con voz amable-.

Me acerqué, entonces, al lugar en el que se encontraba mi dueña y, arrodillada como estaba, procedía a cumplir su deseo empezando por la zona más cercana dada mi postura. Iba secando de abajo a arriba, con un suave masaje, desde los pies, pantorrillas, rodillas y muslos. La suave toalla iba absorbiendo el agua a cada movimiento de mis manos, que intentaban moverse del modo más delicado posible. Continué pasando la toalla por sus firmes glúteos mientras me recreaba en aquel adorado pubis, a escasos centímetros de mi cara. No pude contenerme y mientras hundía el absorbente tejido entre ambos glúteos para recoger cualquier resto de humedad, besé reverencialmente el cuidado y recortado vello púbico de mi señora. En ese momento, hubiera continuado homenajeando y rindiendo pleitesía a aquel mágico monte de Venus, pero mi ama no estaba por la labor y me apremió a que terminara lo que se me había ordenado, por lo que, con un par de leves movimientos, procedí a pasar la esponjosa toalla por la entrepierna de mi señora. Una vez mis brazos no alcanzaban con comodidad más allá de la zona lumbar, me incorporé para secar el resto de la espalda. En esos momentos, sin que mi ama se hubiera dado la vuelta para facilitar mi trabajo, nos encontrábamos cara a cara. El movimiento que  provocaban mis evoluciones, provocó que nuestros pechos se tocaran produciéndose un pequeño escalofrío, un chispazo de lujuria. Sus pezones, aún húmedos, estaban erectos, producto de su contracción por el cambio de temperatura del interior de la bañera al exterior de la misma. Los míos, en cambio, se mantenían relajados. El contraste me había producido una especie de estremecimiento, que no pasó desapercibido por mi Ama. Así que, tras secar sus brazos, axilas y hombros terminé pasando la toalla por esos turgentes, firmes y preciosos pechos. Mi dueña, entonces, sin decir nada, detuvo mis movimientos, me quitó la toalla de las manos y, por sorpresa, me abrazó y pegó sus labios a los míos, agradeciéndome mi trabajo con un largo beso tras el cual me separó de ella y me dijo con una sonrisa.

  • Vamos a cenar y hablamos. Tengo algo que decirte. Alcánzame el albornoz, por favor.

Descolgué la prenda de detrás de la puerta y lo abrí para que mi señora introdujese los brazos en sus mangas. Una vez se lo hubo anudado, esperé a que saliera del baño para seguirla. Una vez en la mesa, separé la silla para que se sentara y, cuando me disponía a servirla, me indicó que me sentara a su lado y fue ella la que sirvió la ensalada. Tras unos instantes de silencio, empezó a hablarme.

  • Supongo que estarás dándole vueltas a todo lo que ha ocurrido hoy. Quiero que sepas que entiendo que puedas tener dudas, no en vano es la primera vez que mostramos nuestra relación ama-esclava a otra persona. Sin embargo, puedes suponer que este es uno de los obligados pasos que tienes que dar para asumir definitivamente tu voluntaria sumisión. Vendrán otros, pero serás tú quien quiera darlos. Yo no te obligo a nada. Tu eres quien decide en cada momento si quieres continuar siendo lo que eres. Tu período de aprendizaje va completándose y estoy muy contenta por tus progresos. Se que te sientes feliz por ello porque te lo veo constantemente y hay cosas que no puedes ocultar. El brillo de tus ojos y la luz de tu cara te delatan. Por eso he creído que había llegado el momento de dar este paso y darte la oportunidad de tener nuevas sensaciones ofreciéndote a otras personas. No debes temer nada. Como te ha dicho mi amiga Marga, yo estaré allí, pero seré una más de las invitadas. Deberás servirla a ella y obedecerla como si fuera yo. Durante el tiempo que estés en su casa, serás suya y lo serás porque así lo quiero yo. Te adelanto que ella es una Ama más estricta y severa que yo. Es muy observadora y muy detallista. Es amante del orden y de la pulcritud. Nada se escapa a su control. Todo lo quiere perfecto y al momento. Si tienes en cuenta lo que te acabo de decir, no tendrás problemas con ella. Limítate a obedecer. Si se te plantea alguna duda sobre lo que te ha ordenado, más te vale pedirle que te lo aclare en el momento, porque si no interpretas bien sus órdenes, su castigo es ejemplar y al instante. Y no esperes ninguna condescendencia. Para ella, sus esclavas solo son instrumentos de su dominio, meros objetos. Ahora bien, también sabe recompensar a las buenas esclavas.

Conforme me hablaba, mi mente iba procesando sus palabras provocándome, nuevamente, una nueva sensación de desasosiego. Mis deseos de agradar a mi dueña se enfrentaban al reparo de enfrentarme a situaciones desconocidas, pero lo más sorprendente de todo es que la mezcla de esos sentimientos me excitaba sobremanera, de tal modo que, sin que mi cerebro pudiera controlar a mi sistema endocrino, mis glándulas de Bartolino se habían puesto en funcionamiento y empezaba a notar que mi vulva volvía a lubricarse y la humedad empezaba a manchar la silla en la que estaba sentada. En esos momentos era plenamente consciente de lo eso suponía. Me estaba convirtiendo, me había convertido en realidad, en una verdadera zorra salida que no esperaba más que la satisfacción sexual. Mi existencia y mi identidad como mujer se habían reducido al simple proceso de responder sexualmente a los estímulos que mi mente recibía del exterior. Voluntariamente estaba dejando de lado el pensar por mí misma y tomar decisiones en función de las conclusiones a las que pudiera llegar. La sensación de tranquilidad que me daba el trasladar esa responsabilidad a mi ama, acentuaba más mi capacidad sensorial, la cual se iba concentrando cada vez más en mis zonas erógenas. En realidad, estaba llegando al punto de diferenciar todo lo que afectaba a mi vida entre lo que me excitaba sexualmente y lo que no, perdiendo, por completo, todo interés por lo que no me hiciera mojar las bragas. En eso me había convertido. Y lo mejor de todo es que era feliz así.