Mi marido es mi amo, Lucía mi dueña III
La relación de sumisión va progresando
Después de ese primer día, mi vida fue adaptándose a mi condición de esclava, de juguete sexual. En el trabajo manteníamos las distancias oportunas, aunque en alguna ocasión me ví en el aprieto de evitar algún comentario de compañeros en relación a la cada vez más estrecha relación con la gerente de marketing. Por su parte, mi marido seguía sin descubrir mi condición, aunque mi vida sexual con él vivió, desde ese momento, una renovada actividad gracias a mi coño afeitado, que tuve que justificar haciéndolo pasar como iniciativa propia para revitalizar nuestra vida íntima. También influyó la imposición de mi Ama de que sólo podía follarme a cuatro patas. Esto último se lo tomó como una original idea mía, a la que no puso ningún reparo.
Por otro lado, mi vida con Lucía me llenaba plenamente como mujer. Me sentía viva sirviéndola. Me adapté a mi nueva vida y me desvivía por complacerla en todo. Aprendí a anticiparme a sus deseos, a sus órdenes, a sus comentarios por banales que fueran. Ella por su parte fue introduciéndose en mí de tal modo, que acabó dirigiendo hasta los aspectos más sencillos y cotidianos de mi existencia. Me planificaba desde el punto de la mañana la ropa que debía vestir cada día, cuándo ir al servicio, qué juguete debía llevar insertado en el culo o en el coño cuando así lo disponía, cómo esperarla en su casa o qué labores ligeras hacer mientras ella llegaba. Le encantaba ordenarme fregar alguna cosa en la cocina y, llegando por detrás, meterme mano bajo la tela de las bragas y hacer que me corriera sin dejar lo que estaba haciendo, cosa que no tardaba en suceder porque, cual reflejo de Pavlov, en cuanto me ponía los guantes de goma, mi coño empezaba a humedecerse. Me enviaba constantemente mensajes SMS con instrucciones que debía cumplir en el momento, estuviese en el trabajo, en el mercado o en casa con mi marido. Cosas como “Deja todo lo que estés haciendo y vete a tocarte pensando en mí” o “mójate en cinco minutos”.Como era ella quien ordenaba cuándo podía follarme mi esposo, en mi casa era yo siempre la que lo proponía. Al principio de forma velada, con ciertas insinuaciones previas y algunas caricias preliminares, pero conforme pasaba el tiempo, era cada vez más explícita. Como normalmente era planeado por mi dueña con anterioridad, al llegar el momento requerido, simplememente me plantaba delante de él, me bajaba las bragas si las llevaba, y me ponía a menear el culo a cuatro patas, esperando que me montara. Ocasionalmente, y sólo por orden expresa de Lucía, tenía permiso para hacerle una felación. Por supuesto que si era él al que le apetecía, yo debía estar cansada, me dolería la cabeza o no tendría ganas. Ni que decir tiene que de comerme el coño nada. Eso era potestad exclusiva de su dueña, mi Ama. Así fueron pasando los meses, durante los cuales mi “doble vida” fue pasando sin problemas. En algunas ocasiones, por motivos laborales, mi marido debía viajar a alguna reunión o convención en la capital, de tal modo que pasaba una o dos noches fuera. Cuando me lo anunciaba, con algunos días de antelación, mi reacción era la previsible. Efectivamente, solamente el pensar que podía pasar la noche a las órdenes de mi dueña, hacía que mojase mis bragas. Entonces ella disponía de tiempo para preparar endiabladas actividades de doma y entrenamiento para mí, de las que ella disfrutaba como una loca. Me usaba de todas las maneras que se le ocurrían. Mientras ella se relajaba viendo algo interesante en la televisión, yo debía de hacer algún ejercicio de dilatación de mi ano o debía practicar ejercicios follándome yo misma con un consolador pegado a la pared. En ocasiones, si ella trabajaba en la mesa del comedor o revisaba facturas, me ordenaba permanecer, cómo no, a cuatro patas de cara a la pared. Otras veces, simplemente debía estar en posición de inspección con las piernas abiertas, mientras ella leía. Cuando debía pasar la página, humedecía su dedo en mi coño y pasaba la hoja sin inmutarse. Una de las actividades más frecuentes consistía en entrenar los músculos de mi vagina tratando de mantener alojado en su interior un cilindro metálico perfectamente pulido mientras andaba por la casa. También me ordenaba practicar con una bicicleta estática ligeramente modificada. En ocasiones incorporaba al sillín una protuberancia que estimulaba mi clítoris conforme pedaleaba. En otras, simplemente sustituía el sillín por un consolador. En cualquier caso, siempre pedaleaba ofreciendo mis cuartos traseros a mi Ama. Siempre la hora del baño, debía servir a mi dueña en lo que dispusiera. Debía enjabonarla, lavar y darle masaje en su bonita cabellera y, por último, secarla. Cuando lo requería, el secado era con la lengua. En el comedor, yo servía la comida y si me lo permitía, comíamos juntas, pero a la mínima indicación, me debía arrodillar debajo de la mesa entre sus piernas y, si lo ordenaba, lamer su vulva. A la noche solía dejarme dormir junto a ella si había quedado satisfecha al usarme. En caso contrario, dormía en el suelo, al lado de la cama, en un gran cojín. En cualquiera de los casos, encadenada al cabecero por el collar. En cuanto notaba que despertaba, debía encaramarme, acariciarla y masajearla hasta que me ordenara lamer su coño. Muchas mañanas, tras servirla, me ordenaba bajar a comprar el desayuno con algún vibrador insertado en mis orificios. En más de una ocasión he pedido al pastelero unos croissants con los colores subidos y en plena estimulación. Solamente tenía permitido correrme al regresar, ofreciéndole mi orgasmo a mi dueña a la vez que la bolsita con la bollería. A menudo se reía mientras hacía un comentario de doble sentido sobre ello.
Así fue pasando un tiempo. Mi vida me llenaba plenamente y mi formación como sumisa estaba llegando a un grado de perfección que enorgullecía a mi dueña. Por ello, un día de esos en los que mi esposo se encontraba viajando, me dirigí al apartamento de Lucía ilusionada, como siempre, por ponerme a sus pies. Del modo que se me ordenó el primer día, abrí la puerta y me dispuse a desnudarme. Mientras lo hacía, noté actividad en el salón y supuse que mi ama ya había llegado. Me coloqué el collar que siempre me esperaba en el primer cajón del mueble del recibidor, pasé mi dedo corazón por la abertura de mi ya excitado coño y me perfumé con ello detrás de las orejas y en el cuello. Acabado el ritual dirigí mis pasos al salón para postrarme ante mi dueña. Al traspasar la puerta me detuve en seco, petrificada. Mi ama no estaba sola. Se encontraba acompañada por una mujer a la que no conocía. En el momento en el que, instintivamente, iba a retroceder para ocultar mi desnudez, mi ama se dirigió a mí.
- ¿Es así como saludas a tu dueña? No te escondas y ven. No me hagas quedar mal delante de las visitas.
Ante la orden recibida y algo aturdida todavía por la inesperada situación, me recompuse de la sorpresa y caminé hacia mi señora. Me postré delante de ella y la saludé como había sido enseñada:
Buenas tardes, mi ama. Aquí me tiene dispuesta a servirla como desee.
Hola mi amor. Ven. Quiero verte.
Ante la orden recibida, me incorporé para adoptar la posición de revista. Como una autómata puse mis manos detrás de la nuca y abrí un poco más las piernas sin poder evitar ruborizarme ante la humillación que suponía declarar mi condición a una tercera persona.
- Esta es la zorra de la que te hablaba. –dijo mi dueña dirigiéndose a la otra mujer- La perra salida a la que he descubierto su verdadera personalidad sumisa. Le basta pensar en mí para que su chumino empiece a gotear. Compruébalo tú misma.
La mujer, algo mayor que mi ama, esbelta y agraciada sin llegar a ser muy guapa, de semblante serio y enérgico y cabello gris, fruto, sin duda, de un favorecedor teñido, sin levantarse, se movió hacia donde yo estaba y, sin mediar palabra, puso su mano derecha en mi coño abriendo ligeramente los labios de mi vulva.
- Magnífica hembra. Efectivamente, su coño está mojado. Creo que servirá.
Sus palabras me hicieron sentir cierta prevención. Aunque no debía hacerlo, miré a los ojos de mi dueña, buscando respuestas a la preguntas que las palabras de esa mujer habían provocado. ¿Servir para qué? ¿A quién? ¿Cómo?.
Mi ama me tranquilizó con su mirada y, con una sonrisa condescendiente, se dirigió a mí.
Esta es Marga, una gran amiga. Nos conocemos desde hace muchos años. Fuimos amantes. Ella me enseñó mucho sobre el amor y el sexo. Tiene mucha experiencia. Forma parte de un exclusivo y reducido círculo de amigos que viven y practican la dominación. Hemos hablado sobre tí y quería que te conociera. Quiero demostrarle lo que bien que te he educado, lo dócil y obediente que eres y lo que eres capaz de hacer a una orden mía. Me ha pedido permiso para ponerte a prueba y se lo he concedido. Desde este momento, le obedecerás a ella como si fuera yo quien te diera la orden, ¿Entendido?.
Sí mi ama –Respondí rápida y mecánicamente. Aunque en alguna ocasión me había hablado de ello y últimamente me había hecho alguna insinuación, nunca me había hecho a la idea de que ese momento llegara tan pronto. Asumía mi condición y confiaba plenamente en mi dueña, pero las dudas sobre si iba a ser capaz de estar a la altura me invadían y mis inseguridades volvían a aflorar.
Muy bien, querida –dijo Marga- tu dueña ha sido muy generosa al permitirme disponer de ti. Tengo un compromiso este fin de semana y ella se ha ofrecido a ayudarme. Sin embargo, necesito saber si tú accedes a ello.
En esos momentos yo mantenía la mirada al frente pero pude sentir sus penetrantes ojos que no perdían detalle de la expresión de mi cara. Las preguntas se agolpaban en mi mente. ¿Qué tipo de prueba?, ¿En qué lugar?, ¿Con quién?, ¿Cuánto tiempo?. Tras varios segundos en los que Marga había guardado silencio para que pudiera asimilar sus palabras, continuó con su propuesta.