Mi marido es mi amo, Lucía mi dueña II

La aventura de una noche se transforma en sumisión definitiva a Lucía.

Así fueron pasando los días y los meses. Las charlas de café con Lucía se fueron haciendo cada vez más frecuentes y  más difícil la espera para la siguiente. Las ocasiones en las que quedábamos para seguir nuestra relación secreta en su casa podían ser perfectamente comprensibles debido a nuestra relación laboral y a que dos amigas siempre tienen cosas que hacer sin levantar ningún tipo de sospecha. Mi marido en ese aspecto era como casi todos los hombres. Aceptaban cualquier situación que no cambiara su rutina y no conllevara más obligaciones o tareas.

Mi relación con Lucía fue evolucionando desde el primer momento. Nunca sabré si fue algo aceptado tal cual vino por ella o fue premeditado desde el principio, pero la verdad es que su firme personalidad, su seguridad y su sinceridad me cautivaron. Me sentí segura y deposité en ella toda mi confianza. Por tanto, ella llevó siempre las riendas de la relación y yo me limitaba a aceptar todo lo que ella proponía. Al principio nuestros encuentros eran continuos descubrimientos para mí. Lucía me iba mostrando sutilmente todos los secretos de una vida sexual llena de satisfacciones. Un mundo desconocido en los que intervenían todos los sentidos. Me enseñó todo tipo de juegos y juguetes. Técnicas que usaba en mí y que luego yo practicaba en ella, adquiriendo una habilidad que ni yo me creía capaz de lograr. Me mostró las diferentes formas de sentir un orgasmo. Descubrí el famoso punto G de mi vagina y lo gratificante que puede ser el sexo anal si se sabe estimular bien. Poco a poco fue influyendo en mi manera de vestir, en mi manera de hablar y hasta en mi manera de andar. Mi vestuario fue adaptándose a su criterio y a mi condición. Fui abandonando los pantalones y retomé mi gusto por las faldas, aunque algún modelo especialmente cómodo de pantalón sí era aceptado por Lucía. Aquel que le permitía un rápido y cómodo acceso a mi sexo. Mi pelo, mi maquillaje, mi ropa interior, todo era aprobado por ella. No era especialmente aficionada a los tangas y me sentía más cómoda con bragas, especialmente las de talle alto. En eso mi preferencia coincidía con la opinión de Lucía de que me favorecían más. La condición era que fueran elásticas y con mucho encaje y blondas. Lucía era una adicta al encaje y le encantaba acariciar mi sexo por debajo de la tela sin que hubiera excesivos impedimentos. Sin embargo, también creyó conveniente para mí que cuidase mi silueta y un día que estaba hojeando un catálogo de moda por correo, decidió que debía irme acostumbrando a vestir ceñidos corsés que realzan la figura. También me eligió algunos bodys de diseño retro que realzaban mi busto a la vez que comprimían mi cintura y mis caderas. Mi marido seguía aceptando los sutiles cambios porque realmente, me sentaban bien y además, me veía más feliz y vital. Digamos que el cambio, aunque no era consciente de las verdaderas razones, le convenían. Así pues se fue creando una situación de dependencia emocional entre las dos. Cada vez, de manera totalmente natural, no premeditada, pero sí voluntaria, fuí cediendo a Lucía mi voluntad y mi libertad de acción. Me sentía bien así. No es que quisiera eludir responsabilidades, sino que comprendía que ella, con más experiencia, era más adecuada para asumirlas. Fui sometiéndome a ella y aceptando cada vez más mi condición sumisa. Evidentemente nuestros encuentros sexuales fueron evolucionando. Fue introduciéndome poco a poco, casi sin darme cuenta, en el mundo BDSM. Lo hizo de modo muy sutil. Del mismo modo, me recomendaba ciertas lecturas o me enviaba información sobre el particular. Iba provocando situaciones en las que me ofrecía la opción de elegir. Esa elección, sin que yo fuera muy consciente de ello, significaba dar un paso más, siempre sin retorno posible, en mi condición de sumisa. Un día me proponía que desde ese día, usara un tipo de calzado. Otro día era que siempre que nos viéramos la recibiera con el mismo saludo o que llevara un determinado artilugio como unas bolas chinas o algún estimulador eléctrico. El siguiente que la llamara o que contestara a sus mensajes de un modo concreto. Más adelante que usara un tipo de medias o que mantuviera sentada una determinada postura. Yo aceptaba todas sus indicaciones e iba aprendiendo e interiorizando algunas pautas. No sólo porque me parecían bien, sino porque cada una de ellas hacían que me excitara. Empezaba a gustarme la situación y a ser consciente de en lo que me estaba transformando.

Llegado el momento que ella creyó oportuno, me citó en la cafetería de siempre, muy cerca de su casa. Allí volvimos a charlar como siempre, como dos amigas que toman café, pero esta ocasión iba a ser distinta. Esta vez iba a cambiar para siempre mi vida.

Lucía empezó la conversación haciendo un resumen de nuestra relación, recordando los momentos más destacados y mi evolución como amante. Mi sincera y franca disposición y mi extraordinario progreso desde una anodina esposa a la lujuriosa adicta al sexo en la que me había convertido gracias a ella. Esa situación, estimaba ella, no tenía mayor evolución si no se daba un paso más. Un paso muy importante que cambiaría totalmente la relación, mi vida y mi matrimonio. No se trataba –me tranquilizó- de romper con mi marido, sino de la relación con ella. Me planteó, sin más rodeos, la posibilidad de que aceptara ser su esclava. Como siempre había ocurrido desde el principio de la relación, ella proponía pero era yo quien debía aceptar. El que no accediera no suponía nada. Simplemente que daba por terminado mi “aprendizaje”. Mantendríamos nuestra relación en los presentes términos o en los que yo decidiese. Tras guardar unos segundo de silencio, meditando las consecuencias de lo que iba a decir, le contesté que siempre había confiado en ella, que siempre había aceptado de buen grado sus sugerencias, que me sentía muy feliz de estar con ella y haber aprendido todo lo que me había enseñado. Me sentía plenamente feliz con ella y deseaba seguir creciendo personalmente en su compañía. Mi vida, actualmente, era maravillosa y ella me mantenía en una casi permanente excitación sexual. Mi relación con mi marido no había cambiado mucho desde entonces y no suponía que cambiase en el futuro si aceptaba la nueva situación. Por todo ello, accedía a su propuesta y me ponía en sus manos para lo que fuera. Le dije que me haría muy feliz si me aceptaba como su esclava.

  • Cariño-me dijo-, lo que vas a hacer conlleva una gran responsabilidad. A partir de este momento, si aceptas ser mi esclava, no habrás más vuelta atrás en algunos aspectos. No habrá disimulos ni medias tintas. Yo seré, con tu pleno consentimiento, tu dueña. Para todo. Deberás hacer lo que yo diga porque yo lo diga, sin réplicas. Se trata de obediencia ciega y férrea disciplina. Desde ese momento dejarás de tener voluntad y tu personalidad será eliminada. Me servirás en todo y yo te usaré como desee. Deberás confiar en mí, sin más garantías. Si aceptas, mi amor, estoy segura que llegaremos muy lejos, pero es exclusivamente decisión tuya.

  • Yo haré lo que tú me digas –contesté-. Nunca me has defraudado y confío en tí. Sólo espero ser digna de tu confianza y no defraudarte.

  • Bien pues, mi amor. Entonces que así sea. Ahora me voy a ir a casa. Quiero que en unos minutos subas. Toma este sobre. Dentro están las condiciones de tu nueva situación. No son negociables. Si antes de veinte minutos entras por la puerta entenderé que las aceptas. Si no llegas para esa hora, lo que hemos hablado y lo que hay escrito en ese sobre nunca ha sucedido. No volveremos a mencionarlo. Ahora te dejo.

Me besó las manos y se levantó. Su figura se alejó con paso firme, dejándome con el sobre que, una vez salió de la cafetería, abrí con nerviosismo. Leí rápidamente lo que con su propia letra me escribió en una nota sujeta con un clip:

“Hola mi amor. Me he permitido redactar en el presente documento las nuevas condiciones que me gustaría que aceptaras. Esto cambiará las cosas a partir de este momento. Piénsalo bien antes de aceptar. Te adoro. Lucía”.

El documento que adjuntaba, impreso en elegante fuente en un rugoso folio color crema de gran calidad, decía lo siguiente:

Condiciones de la esclava.-

1.- La esclava se dirigirá siempre a su Dueña con el nombre de “Ama”.

2.- La esclava no abrirá la boca más que para responder a lo que se le pregunte y terminando todas sus frases con un “…mi Ama”.

3.- La esclava obedecerá todas las órdenes de su Dueña rápida y diligentemente.

4.- Todo comentario dela Dueña, por insignificante que sea, será tomado por una orden si no especifica otra cosa.

5.- La esclava estará a disposición de su Dueña siempre que ésta lo requiera, las 24 horas de los siete días de la semana.

Terminé de leer el documento entre temblores de mis manos. Traté de contener los nervios y la emoción asimilando lo que acababa de leer. Era un texto muy breve pero decía mucho. Suponía, como ella había adelantado en la conversación anterior, renunciar a mi voluntad para entregársela a ella. Por momentos empecé a notar cómo se mojaban mis bragas. No podía decir que no. Doblé cuidadosamente el documento y lo volví a introducir en su sobre. Lo guardé en mi bolso a la vez que sacaba el monedero para pagar los cafés y me dirigí a la barra. Allí me ví reflejada en el espejo de una de las vitrinas donde se mostraban las botellas de licor y observé a una mujer decidida y orgullosa de dar un paso tan importante. Abandoné la cafetería y, con ágil paso, fui buscando el portal de la casa de Lucía. En el ascensor volví a mirarme dándome ánimos para no volverme atrás. Cuando paró el piso correspondiente, abrí la puerta y, más despacio, caminé hasta su puerta. Dudé en llamar o abrir con la llave que hacía unos meses me había dado Lucía. Tras unos segundos me decidí por lo segundo y, después de una profunda inspiración para relajarme, introduje la llave y abrí la puerta. Entré lentamente, intentando adivinar dónde se encontraba la que desde ese momento era mi dueña. Agudicé el oído en busca de alguna señal que pudiera darme alguna pista. No obtuve respuesta, así que me adentré hasta el salón. Ella no estaba allí, pero sí una caja con una nota. Dejé el bolso sobre el sofá y me dispuse a leer la nota: “Desnúdate y tráeme el contenido de la caja”. Me dispuse, pues, a obedecer mi primera orden como esclava. Me quité el abrigo y la chaqueta de punto. La continué con blusa y la falda. No tardaron en seguirles las medias, el sujetador y las bragas. Abrí la caja y encontré un bonito collar de piel con una simple argolla. Lo cogí entre las manos y me dirigí a la puerta. Llamé con los nudillos y Lucía me autorizó a pasar.

Estaba recostada en la cama con un precioso salto de cama negro, que no conocía. Debía haberlo comprado recientemente. Me quedé frente a la cama con las manos presentándole el collar.

  • Acércate – ordenó cálida pero firmemente.

La obedecí llegándome hasta el borde de la cama donde ella se encontraba. Me arrodillé y volví a ofrecerle el collar.

  • Aprendes rápido. Me gusta y te conviene -Me dijo-.

Me miró mientras yo mantenía mi mirada en la alfombra del suelo. Tomó el collar que mantenía entre mis manos extendidas y, con voz firme y serena, me dijo:

  • Este collar que me ofreces es el símbolo de tu nueva condición. Al venir hasta mí has aceptado todos los términos del documento que te ofrecí. Por tanto, al colocarte este collar, me cedes todo tu ser. Desde ahora me perteneces. Yo velaré por ti. Te agradezco tu infinita generosidad.

Tras sus palabras, me colocó el collar y lo cerró alrededor de mi cuello con un candadito que escondía en su mano. Observé que alrededor de su cuello colgaba de una cadenita dorada un pequeño llavín. A continuación me besó tiernamente en la frente mientras trababa una traílla a la argolla del collar. Agarró el otro extremo de la cadena  y me dijo:

  • Desde ahora eres mi esclava. Durante todo el tiempo que llevamos juntas he ido conociéndote y descubriendo en ti tu verdadera personalidad. Desde que lo hice, he ido dirigiendo tus pasos y preparándote para este momento. Soy feliz al comprobar que no me equivoqué. Creo que eres mejor que cuando nos conocimos. Te he enseñado casi todo lo que sé y conozco del sexo. Lo que te queda por aprender, lo irás conociendo desde tu nueva condición de esclava. No temas, no soy una sádica que disfruta con el dolor. Sé que disfrutas con el sexo, que ahora vives para el sexo; que tú eres, en fin, el sexo. Y yo disfruto como una loca con ello. No quiero una sirvienta, una cocinera o una fregona, aunque alguna vez te ordene que recojas o limpies algo. Quiero un juguete sexual. Te convertiré en la reina del vicio para mi placer. Me gustan las mujeres y quiero una mujer para mí. Serás mi instrumento para mi propia satisfacción. Vivirás, respirarás y sentirás sólo para darme placer. Y aprenderás, ya lo creo que aprenderás, a servirme. Desde ahora, en esta casa, siempre estarás en mi presencia como ahora, de rodillas y con la mirada en el suelo. Mantendrás, como alguna vez hemos comentado, siempre las piernas abiertas, para que siempre recuerdes que ese coñito tan rico es mío y que me gusta verlo. Si no digo otra cosa, permanecerás en mi presencia desnuda.

Conforme me hablaba, mi excitación iba creciendo. Como en tantas otras ocasiones, mi coño empezaba a segregar sus propios jugos y en pocos segundos se saturaría. Seguí escuchando a mi Dueña.

  • No te preocupes por tu marido. Seguirá sin saber nada y en el trabajo mantendremos la compostura. Seguirás con tu vida conyugal tal y como hasta ahora. Ahora bien, desde ahora, sólo te follará cuando yo lo permita. Cuando yo te requiera, dejarás todo para venir junto a mí. Estés donde estés, haciendo lo que estés haciendo. Me encargaré de que no poner en evidencia tu condición si no nos conviene. Fuera de esos entornos, en la calle, en cualquier otro lugar, en mi presencia guardarás silencio y estarás pendiente de mí. No harás nada sin pedirme permiso o sin que yo te lo indique. Si andando te agarro del brazo o de la mano, caminarás a mi lado. En caso contrario, lo harás siempre un paso detrás de mí. No te sentarás si yo no lo hago. En casa, siempre en el suelo junto a mí. Espero haber sido suficientemente clara y que hayas comprendido todo lo que te he dicho.

  • Sí, mi Ama.

  • Ahora, levántate –me ordenó.

Obedecí rápidamente y me incorporé.

  • A partir de este momento, cada vez que te quiera inspeccionar, pondrás las manos detrás de la nuca y mantendrás las piernas abiertas y la mirada al frente. “Quiero verte” será la orden. ¿Has comprendido?.

  • Sí, mi Ama –respondí mientras me colocaba como acababa de ordenar.

Palpó mi vulva, pasando los dedos por el vello púbico e introduciéndolos ligeramente en mi vagina.

-Como esperaba, tu nueva condición te pone muy cachonda. Eso es lo que quiero de ti a partir de ahora. Que estés permanentemente mojada pensando en lo que pueda ordenarte o requerir de ti. Serás mi rico coñito mojado. No quiero perder ni un momento en conseguirlo. Quiero que ya esté húmedo en cualquier momento para disfrutarlo al instante. Pensar en mí, en mis gustos, en mis deseos y en cuando quiera usarte, debe ser motivo suficiente para que ese chumino gotee. Como ahora. ¿Entendido?.

  • Si, mi Ama –volví a contestar mientras, con la mirada fija en la pared, sentía sus dedos enredados en mi vello púbico y tirando ligeramente de él. Lucía retiró su mano de mi coño y se llevó los dedos a la boca chupándolos con deleite sin quitar la vista de mí. Tras unos segundos de silencio y con una sonrisa maliciosa, me dijo:

  • Por cierto, desde mañana mismo quiero ver ese coño totalmente rasurado. Y ahora, para celebrar este feliz acontecimiento, ven aquí y haz que tu dueña se sienta orgullosa de tí  haciendola gritar de placer.

Tiró entonces de la cadena obligándome a subirme a la cama y me acercó a su cara. Me agarró del pelo con la mano que tenía libre y me besó lujuriosamente introduciéndome la lengua hasta la campanilla. Tras unos segundos me rechazó y me dijo:

  • No dejes ni un solo poro de mi piel sin acariciar. Quiero que la zorra que hay dentro de tí me haga temblar y lo quiero ahora.

Me entregué pues a la labor empezando por los hombros de mi dueña mientras le quitaba el precioso salto de cama. Besé y lamí sus manos, sus codos y sus axilas acercándome a sus pechos. Los tirantes de su breve y sugerente camisón fueron retirados con toda la dulzura de la que fueron capaces mis labios, mientras mis manos empezaban a acariciar sus senos al tiempo que le soltaba los lazos del camisón. Después de unos pocos minutos continué lamiendo su vientre y su ombligo. Ella aferraba la cadena y dejaba solamente la mínima porción de cadena que necesitaba para que pudiera cumplir sus órdenes. Llegando a sus bragas, lamí la tela como a ella le gustaba que hiciera y fui recorriendo sus muslos lentamente hasta llevar mi lengua hasta su vulva. Cuando empecé a presionar mi lengua en su entrepierna, ella se las bajó ligeramente y me dijo.

  • Desde ahora, cada vez que me quites las bragas, quiero que limpies con tu lengua toda la tela que haya mojado, hasta que estén tan limpias que solo haya que tenderlas para que se sequen. ¿Entendido?

  • Sí, mi Ama –respondí instantes antes de pasar la lengua por el interior de la prenda. Siguiendo su orden, me entretuve introduciéndome en la boca la parte del refuerzo de las bragas, agradeciendo la elasticidad del material con el que estaban hechas. Cuando había salivado suficientemente y pasado y repasado la lengua por esa porción de tela, mi dueña me requirió para que se las quitara del todo y siguiera con mi obligación. Tiré, pues, de ellas y arrodillada como estaba, se las deslicé por las piernas hasta llegar a los tobillos. Entonces ella levantó las piernas y doblando las rodillas, elevó sus pies pegando las bragas a mi cara. Adivinando su intención, mordí la tela mientras ella volvía a colocar sus piernas sobre la cama. Tras dejar la prenda a un lado, recorrí sus piernas entre besos, mientras con mis manos les daba un ligero y sutil masaje. En el momento en que acercaba mi boca al venerado monte de Venus, ella me ordenó que pusiera mis manos a la espalda. Debería permanecer así hasta que ella dijera. Tuve que acomodarme para, apoyada solamente en mis rodillas, poder respirar mientras satisfacía a mi Ama. Lamí con fruición la vulva de mi Dueña, sus labios, su clítoris y todos y cada uno de los pelos de su recortado y cuidado vello. Chupé y besé infinitas veces su botón e hice de mi lengua ariete para penetrar su vagina. Recorrí su perineo y, tal y como me había enseñado, me entretuve en su ano lamiendo cada uno de los pliegues de su esfínter. Todo el caudal que, para esos instantes, segregaba ese coño adorado, lo degusté como la más rica de las mieles. Lucía tiraba de la cadena de mi collar intentando dirigir el ritmo de mis embestidas a la vez que incrementaba sus movimientos de cadera. Sus movimientos, cada vez más convulsos anunciaban un inminente final. Inspiró profundamente, me alejó de su coño de un tirón de la cadena y se encogió entre espasmos en lo que deduje era un intenso orgasmo. Permanecí quieta, de rodillas, con mi trasero apoyado en mis talones y la mirada fija en la cubrecama. Después de unos momentos, mi dueña recuperó su presencia de ánimo y tirando de la cadena me acercó a su boca. Me besó en los labios y me dijo:

  • Creo que he mojado la colcha. Soluciónalo.

Efectivamente, en el lugar donde habían descansado sus caderas aparecía una evidente mancha de humedad que me afané en limpiar con la lengua. Tras unos segundos en los que ella me observaba entre complacida y divertida, se sentó en el borde de la cama y se dispuso a levantarse. Sin soltar la cadena se dirigió al cuarto de baño, obligándome a seguirla. Después de aliviar su vejiga, volvió a dirigirse a mí:

  • Límpiame.

Algo desorientada, me dispuse a tomar una porción de papel higiénico para secar el coño de mi ama tras la micción, pero ella, con sonrisa maliciosa, tiró de la correa antes de que llegara al rollo y me dijo:

  • No mi amor, eso ya lo puedo hacer yo. Lo que quiero es que lo hagas con tu lengua.

Sorprendida por su inusual petición, quedé quieta y con expresión dubitativa. Ella entonces volvió a tirar de la correa hacia su pubis mientras, con tono impaciente me espetó:

  • ¿A qué estás esperando?

Obedecí su orden y, arrodillándome a sus pies, procedí a limpiar su vulva de los restos de orina que hubieran podido quedar entre sus pliegues, esmerándome especialmente en el vello, probando por primera vez el salado sabor del caliente líquido. Cuando consideré terminada mi labor separé mi boca de su pubis y volví a agachar la cabeza. Entonces ella volvió a hablar.

  • Así es como harás desde hoy. Cada vez que tenga necesidad de orinar, me acompañarás para dejarme bien limpia. Siempre que sea posible, en el trabajo o en cualquier restaurante o cafetería. En cuanto a tí, por tu parte, siempre que las circunstancias lo permitan,  lo harás en mi presencia y nunca en el cuarto de baño. Aquí en casa, tendrás preparado un recipiente para ello. Lo harás siempre de pie y, cuando hayas terminado, te limpiarás con la mano. Solo después de haber limpiado la mano con la boca, podrás lavarte las manos. ¿Ha quedado claro?

  • Sí mi Ama –le respondí-.

Ella salió del cuarto de baño tirando de la correa, obligándome a seguirla a cuatro patas hasta el salón. Se acercó a uno de los cajones del mueble principal y extrajo de él uno del los plugs con los que me había enseñado las maravillas y los secretos del sexo anal. Se acercó a mí y me lo acercó a la boca. Sabía lo que debía hacer. Lo lamí y salivé para darle una ligera lubricación. Unos instantes después, mi Ama me dió nuevas órdenes.

  • De cara al televisor. A cuatro patas. Muéstrale a tu dueña tu apetecible culo.

Mientras le daba la espalda, me ponía en la posición ordenada y, apoyando la cara en el suelo, me dispuse a abrir con mis manos los glúteos para ofrecer mi ano. Lucía, se había sentado en el sofá. Allí pudo contemplar a su esclava en la mejor postura que podía estar, ofreciéndole mis dos agujeros para que dispusiera de ellos a su antojo. Se inclinó hacia delante y procedió a introducirme el plug. No había escogido el más grande de los que ya había tenido la oportunidad de alojar en mi ano, así que no tuve muchas dificultades para recibirlo en mi intestino. Para esos momentos, mi excitación empezaba nuevamente a hacerse evidente. Mi coño volvía a brillar debido al flujo que había conseguido salir de entre mis labios vaginales. Tras unos breves instantes contemplando el espectáculo que ofrecía, se levantó y se entretuvo sacando algo de una caja. Como mantenía la cara pegada al suelo, no podía ver lo que ocurría, pero sí oír que mi dueña manipulaba algún objeto que había extraído de la caja sin poder identificar el origen de los ruídos que escuchaba. Poco tardé en salir de dudas, pues sin decir nada, se colocó detrás de mí. De un empellón nada sutil fui penetrada por un falo de tamaño considerable mientras ella me agarraba por las caderas. Se trataba de un estrap-on que mi Ama acababa de adquirir y que se había colocado. Mientras comenzó un rítmico movimiento de caderas, fue intruyéndome.

  • Esta es la manera en que obtendrás tu premio si me satisfaces, mientras no diga otra cosa. Cumple todas mis órdenes y deseos y te follaré así, a cuatro patas, como una perra, hasta que chilles de placer. Tú sabrás como lo haces, pero tendrás que ingeniártelas porque cuando tu marido quiera follarte,  sólo tienes mi permiso para ofrecerle tus cuartos traseros. ¿Queda claro?

  • Sí mi Ama. Gracias, mi Ama. – respondí con voz temblorosa por las sacudidas.

Por primera vez, era penetrada por mis dos orificios a la vez. En anteriores ocasiones, me había penetrado por el ano con un consolador o un plug, mientras me estimulaba el clítoris. Ahora la sensación era muy agradable, pues me sentía llena, plenamente estimulada. Las paredes de mi vagina se habían adaptado a las generosas magnitudes del falo gracias a la abundante secreción que rezumaba mi coño, a la vez que sentía la estimulación del plug en mi ano a cada embestida de mi dueña. Mis sentidos se estaban saturando. En ese momento, Lucía tomó la cadena  y tiró de ella, obligándome a echar la cabeza para atrás. Cuál rodeo del viejo oeste, mi Ama estaba montando a su yegua. Tratando de complacerla, me lancé al galope y, en pocos segundos, me corrí salvajemente.

Cuando cesaron mis espasmos, mi Ama extrajo el consolador de mi chorreante coño y me ordenó que me diera la vuelta para limpiarlo. Siempre lo hacía así antes de guardar cualquiera de los juguetes que utilizaba conmigo. Repasé concienzudamente toda la extensión del generoso  aparato saboreando mis propios jugos, a los que ya me había acostumbrado, disfrutándolos y, cuando hube terminado, me lo restregó por las mejillas para secarlo.

  • Gracias, mi Ama, por su generosidad.

Lucía se levantó para guardar el nuevo juguete junto al resto de aparatos en el cajón del mueble. Yo permanecí en la misma postura en que había quedado, arrodillada delante del sofá. Ella regresó al mismo lugar y tras sentarse, recogió la cadena y jugueteó con ella, dándome ligerísimos tirones mientras volvía a hablarme.

  • Espero que esta tu primera experiencia haya sido gratificante para tí. Seguirán muchas como éstas y aún mejores. Si te comportas como la perra viciosa que eres, disfrutaremos mucho ambas. Has asumido una gran responsabilidad y espero mucho de tí. Jugaré contigo y trataré de llevarte lo más lejos que quieras llegar. Iremos aprendiendo juntas, pero aquí soy yo la que dispone y tú no tienes más opción que obedecer. Unas veces te gustará más y otras menos, pero no podrás negarte nunca. Me aprovecharé de ti, querida. Has aceptado que disponga de tu hermoso cuerpo como me plazca y a fe que lo haré. De modos que no imaginas, exprimiré toda tu sexualidad hasta que tu chumino haga charco en el suelo. Eres mía y me pones cachonda.