Mi marido es mi amo, Lucía mi dueña I

Una mujer casada descubre su espíritu sumiso con Lucía, una compañera de trabajo.

Fue cosa del azar. Soy una mujer casada. Felizmente casada diría yo ahora. Lo que no sabría decir es con quién. Convivo con mi marido en nuestra casa, aunque mi situación no es la de una esposa al uso. Más bien es la de una esposa usada. Sí, usada, pues, en realidad, soy la esclava de mi amo, mi marido, al que pertenezco por deseo expreso de mi dueña. Puede parecer difícil de entender, pero es muy sencillo. Tras unos años de matrimonio, la relación con mi marido se fue enfriando. No deseábamos ni separarnos ni divorciarnos, pues siempre ha habido respeto y cariño, pero la pasión desapareció y yo la encontré fuera de casa. Una relación de amistad con una compañera se fue convirtiendo poco a poco en algo más, y terminé descubriendo en mi interior mi deseo por el sexo con otra mujer. La nuestra no iba a ser una relación amorosa lésbica clásica sino que ella fue deshojando, pétalo a pétalo, mi propio ser y dejando al descubierto mi, hasta entonces, oculta e íntima personalidad sumisa. Lo nuestro acabó siendo una verdadera relación de Ama y esclava. Una situación que mantuvimos en secreto, no sin algunas dificultades, hasta que mi ama decidió revelarlo. Un tiempo después, ella me cedió a mi marido, al que ahora sirvo y obedezco.

Mi vida sexual con mi esposo era lo que se puede definir como normal y rutinaria. Mi desconocimiento del sexo en general y mi vida de esposa atareada, hicieron que las ocasiones en la que hacíamos el amor cada vez eran más espaciadas y mecánicas. Ya ni recordaba cuándo le hice la última felación. Un polvo rápido en el sofá en alguna tarde de domingo aburrida o alguna escapada muy de ciento a viento eran toda nuestra vida sexual. Poco a poco mi desinterés y la frustración de mi marido ante ello, hicieron que se fuera apagando el fuego y las brasas empezaran a enfriarse.

Por todo ello, me fui refugiando en las conversaciones con mi amiga y compañera de trabajo Lucía. Al calor de unas tazas de café, en nuestras charlas poco a poco fuimos intercambiando confidencias. Y el tema del sexo fue siendo cada vez más frecuente. En ellas me reveló su lesbianismo y yo le confesé mi aburrida vida sexual. Entre fantasías,  consejos, anhelos y recomendaciones, fue despertándose mi libido de tal modo, que hasta en alguna ocasión regresaba a casa con las bragas húmedas. Cada vez confiaba más en Lucía y nuestra amistad fue fortaleciéndose con el tiempo. Ella era una mujer de mi misma edad, algo más alta que yo, esbelta, con una media melena que le favorecía mucho, independiente y muy alegre, que trabajaba en el departamento de marketing.

Teníamos, además, la oportunidad de salir, junto a otras amigas, a cenar. La clásica escapada de esposas y amigas sin maridos que se convierte en noche loca. En un momento determinado, en una de esas cenas, y con algo de alcohol de por medio, se presentó la ocasión de continuar ambas la fiesta en casa de Lucía. Como todavía era temprano, acepté la última copa. Ante mí se presentaron sensaciones y sentimientos hasta entonces desconocidos y ocultos. En seguida fui seducida por su franca sonrisa y su poderosa mirada. Sus ojos me hipnotizaron de tal modo que a los pocos minutos me encontraba, por primera vez en mi vida, besando con pasión los labios de otra mujer. Mi cuerpo se estremecía en cada caricia suya y mi deseo crecía sin control. Ya no había remedio. Sus manos hicieron todo lo que había que hacer para que una mujer se abandone y, sin ninguna prisa, fueron recorriendo todo mi cuerpo hasta que buscaron bajo mi falda sin resistencia alguna. Sabían lo que hacían. Lentamente fueron palpando, acariciando mis glúteos por encima del fino encaje de mis bragas y acercándose a mi entrepierna, lugar en el que sus dedos pudieron notar que estaban empapadas, incapaces de absorber más humedad proveniente de mi ardiente vulva. Mis sentidos se saturaban. Íntimamente sorprendida, no me creía capaz de sentir lo que sentía en esos momentos. Simplemente era lujuria. Lujuria y deseo. Puro deseo sexual con otra mujer. Mis efluvios impregnaban el aire y mi olor de hembra deseosa invadió el ambiente al mismo tiempo que sus manos se intentaban deshacer de mis ropas. Falda y blusa se alejaron de mí. Dejándome hacer, confusa porque las cosas iban más deprisa de lo que mi cerebro podía procesar, me ví entregada a la simple pasión. En el momento en que pude reaccionar, Lucía simplemente me dijo:

  • Tranquila. Yo te guiaré. Relájate y déjame hacer a mí.

Ese fue el momento en que, sin darme cuenta, decidí que ella sería mi guía y que yo, en esos momentos, la iba a obedecer en todo lo que me pidiera o me dijera.

Recostada en el sofá, desposeída de mi ropa, sólo con el sujetador y con las bragas mojadas, ella se detuvo. Se incorporó y tomando una ligera distancia, me miró y me dijo:

  • Estás preciosa, mi amor. Desde hoy voy a hacerte mía.

Así fue. Desde ese instante ella fue dándome indicaciones primero, órdenes más tarde. Se volvió a acercar a mí y simplemente me abrazó. Un abrazo firme e intenso, pero cariñoso. Un abrazo protector. Yo me sentí segura y confiada. Estaba en sus manos. Volvió a besarme. Sus besos eran ahora verdaderas caricias. Su lengua recorrió mi boca, rozando levemente mi propia lengua. Luego huyó y recorrió mis párpados, mi frente, mis lóbulos, mi barbilla, mi cuello.. ¡Qué se yo!. No podía más que seguir sus instrucciones y abandonarme a mis sentidos. Aquello era distinto a lo que hacía mi marido, siendo lo mismo. Yo no me había sentido así antes.

Poco a poco su boca fue recorriendo mis hombros. Sus dientes bajaron los tirantes de mi sujetador y se acercaron a las copas. Suave y lentamente liberaron mis pechos y después de besarlos repetidamente, su lengua se entretuvo en mis pezones. Jugaba con ellos como nunca nadie lo había hecho. En ese momento se introdujeron su manos bajo mi espalda y soltaron el sujetador. Tras deshacerse de él, volvieron a mis pechos mientras su boca viajaba por mi vientre, rebasaba mi ombligo y se acercaba a los límites de mi monte de Venus. Yo me estiraba y me revolvía abandonada al placer. No hacía nada más. Su boca mordió mis bragas y, entre besos y caricias, fue quitándomelas hasta las rodillas, donde sus hábiles manos acabaron la tarea. Me encontraba totalmente desnuda y abierta de piernas ante una verdadera diablesa que me condenaba al placer eterno. Inmediatamente fue lamiendo mis piernas hasta llegar a mi monte de Venus que pedía a gritos su presencia. Mi vello púbico se había ido  impregnando de abundante flujo y desprendía el olor propio de una hembra en celo, totalmente entregada. Su lengua fue lamiendo toda mi vulva sin dejar un solo recoveco sin caricias. Mis labios y mi clítoris fueron lamidos una y otra vez hasta que mis sentidos volvieron a saturarse. Sin remedio fuí fulminada por el más intenso orgasmo que había sentido nunca. Entre espasmos me corrí en su boca, aprisionando su cabeza entre mis piernas. Ella no se movió. Simplemente esperó a que me relajara para retirarse. Cuando abrí los ojos a los pocos segundos, me encontré su cara delante de la mía con su eterna y cálida sonrisa. Me besó nuevamente con sus labios impregnados en mis propios jugos. No lo había probado nunca y reconozco que no me desagradó. Era otra nueva experiencia. No tardaría en tener muchas más.

Lucía se incorporó y me preguntó qué tal me sentía, si me había parecido algo agradable y si tenía alguna duda sobre lo que acababa de ocurrir. Tras meditarlo unos momentos, le dije que me sentía muy bien, plenamente satisfecha, que tenía algunos sentimientos contradictorios, pero que con ella me sentía segura, aunque con algunas dudas y que había lo había sentido como una revelación. Terminé diciéndole que me gustaría saber cómo había que hacer para hacerla sentir lo mismo. Ella volvió a sonreír y con un tono muy suave y maternal, me dijo:

  • No te preocupes. Yo sabré enseñarte cómo hacerme sentir satisfecha. Si tú quieres, desde ahora mismo, te iré enseñando todo lo que tienes que saber. ¿Te parece bien?.

En esos momentos estaba impaciente por aprender todo sobre lo que acababa de descubrir. Acepté de inmediato.

  • Muy bien –dijo ella- de acuerdo entonces.

Me dio un nuevo abrazo y con su eterna sonrisa me miró y se incorporó. Me tendió su mano para que me incorporara. Tomándola, me levantó del sofá y me colocó cogiéndome por los hombros delante de ella.

  • Te voy a enseñar todo lo que una mujer debe saber para ser la mejor amante del mundo. Cosas que ni tú misma podrías pensar que eres capaz de hacer para dar placer. Pero como no se aprende todo en dos días, empezaremos poco a poco. Te iré dando pautas y consejos que tú deberás interpretar pensando en lo que a ti te gustaría que te hicieran, lo que a ti te gustaría sentir. Si tienes alguna duda, házmela saber. Intentaremos resolverla lo mejor que podamos. ¿Te parece bien?

  • Claro que sí.

  • Pues entonces, dame un beso y dame todo lo que seas capaz de darme.

Nos besamos mientras nos abrazábamos y nuestras lenguas volvieron a encontrarse. Al momento, me tomó de su mano y me llevo a la que era su dormitorio. Allí, me dijo:

  • Creo que no es justo que, con la temperatura que hace tan agradable, estés tu tan cómoda y ligera de ropa y yo no. ¿No te parece?

Efectivamente, ella no se había desprendido todavía de sus ropas, por lo que se mantuvo quieta y con una expresión de su cara que preguntaba a qué estaba esperando. Reaccioné rápidamente y me entregué a la labor de desnudarla. Entre besos y algo nerviosa, mis manos fueron soltando los botones de su camisa. Lentamente la deslicé por sus hombros y la dejé caer, dejando a la vista un precioso sujetador de encaje negro que escondían dos perfectos pechos. Mis labios fueron recorriendo sus hombros mientras soltaba los corchetes del sujetador. Mientras este caía al suelo mi boca había llegado a la areola de uno de los pechos y me entretuve en succionar su pezón, rememorando lejanas escenas ocultas en mi subconsciente. Mientras tanto, mis manos se habían dedicado a recorrer el firme trasero de Lucía por encima de los tejanos. Metí las manos en sus bolsillos traseros y la atraje haca mí. Ella se mantenía quieta acariciando mi pelo. Seguidamente me dediqué a soltar los botones de la cremallera de su pantalón y, a continuación, introduje mis manos por detrás volviendo a acariciar su culo, encontrándome con su tanga de encaje. Poco a poco fui deslizando el pantalón mientras me iba agachado y recorriendo su vientre con la lengua. En ese momento ella abrió un poco más las piernas, mientra dejaba que el pantalón llegara a sus tobillos. Con un ligero movimiento de su pié, alejó los tejanos mientras yo llegaba con mi lengua a sus bragas. Una preciosa pieza de encaje negro, que realzaba su figura y su vientre y que apenas podía ocultar su monte de Venus. Me dediqué, ya en cuclillas, a pasar mi cara por encima de su tanga, y a aspirar el aroma que desprendía, mezcla de olores de tejido y de mujer, mientras mis manos acariciaban sus glúteos desnudos. Sus manos, entretanto, sujetaban mi cabeza evitando que se alejase de su pubis. Pasé la lengua por encima de la tela, acercándola cada vez mas a la protuberancia de sus labios mayores y a lo que ya adiviné como impaciente clítoris. Ella empezaba a moverse ligeramente, mientras mi lengua pasaba por la tela buscando sus ingles. Entonces, viendo que sus bragas se habían humedecido de modo evidente y que empezaban a ser un estorbo, agarré la prenda por sus caderas y la deslicé por sus muslos, dejando ante mis ojos un pubis depilado hasta el mismo límite de sus labios mayores. Continué bajando su prenda más íntima y cuando llegaba a sus tobillos me dijo:

  • Lo has hecho muy bien, cariño. Aprendes muy rápido. Ahora ven conmigo a la cama. Estaremos más cómodas.

Me tomó, nuevamente de la mano y se recostó sobre la cubrecama de color pastel. Se tendió boca arriba, y abriendo lentamente sus piernas, me mostró su cuidado coño en todo su esplendor. El vello púbico cubría exactamente sus labios vaginales, mientras el resto del monte de Venus permanecía peladito. Siendo consciente de lo que tenía que hacer, me fui preparando para la nueva experiencia de disfrutar del sabor y el olor de una mujer. Me tendió las manos para que me acercara. Arrodillada al borde de la cama, fui recorriendo con mis labios la parte interior de sus muslos hasta llegar lentamente a su pubis. Lucía, entonces, volvió a tomar mi cabeza entre sus manos. Mientras tanto, besé con fruición los labios de su vagina, y mi lengua los abrió, saboreando su íntimo elixir, que empezaba a ser abundante. Su sabor era ligeramente más intenso que el mío, pero igual de agradable. Me dediqué a recorrer con la lengua la abertura de su vagina, penetrándola todo lo posible, mientras mis labios seguían pegados a su coño del que no me dejaba alejarme.

  • Así mi amor – repetía mientras se retorcía de placer- hazme gozar. No tengas prisa.

Sus piernas se abrían todo lo que era posible, revelando una elasticidad extraordinaria y sus caderas empezaban a moverse rítmicamente evidenciando una creciente excitación. Comprobando que el modo en que estimulaba el coño de Lucía era de su agrado, considerando que era la primera vez que lo hacía, continué la labor tomando su clítoris entre mis labios y estimulando muy levemente con la lengua su punta. Recibí su aprobación en forma de espasmos al mismo tiempo que presionaba mi cabeza contra su vulva. De ese modo mi cara toda quedó impregnada de su abundante secreción vaginal. Un instante después se corrió. Simplemente abrió sus piernas, inspiró profundamente y emitió un largo gemido. Yo me limité a quedarme inmóvil, con mis labios sobre su clítoris. Un par de tiernos besos y me incorporé. Me acerqué a ella, recostándome a su lado y poniendo mis labios sobre los suyos. Recibió mi beso con una sonrisa y me miró con esa serenidad que tanta tranquilidad me transmitía.

  • Has estado maravillosa, cariño. ¿Ves como no es para tanto?. Está claro que estás hecha para el placer. Solamente necesitas que te den un impulso y tú sola sabrás lo que debes hacer. Si lo deseas de verdad, yo te llevaré hasta donde quieras llegar.

La escuché arrodillada a su lado, con las manos sobre mis rodillas y con la cabeza ligeramente agachada. Sin darme cuenta, adopté una posición de respeto de la que ellas se dio cuenta, y quizás previendo lo que iba a ocurrir con el tiempo, o quizás premeditadamente, me tomó la cabeza y acariciándola como se hace con un perro cuando ha hecho algo bien y de modo protector me dijo:

  • Ven aquí y dame un abrazo. Desde hoy vamos a hacer de tí una verdadera diosa del amor.

Tras el largo abrazo, le hice saber los pensamientos que me invadían y las dudas que se me creaban. Estaba segura de que no quería renunciar a esos momentos de deseo y sexo. Había descubierto lo maravilloso que era el amor con otra mujer y no quería renunciar a ello. Pero tenía una buena relación con mi marido y tampoco quería abandonarle. En realidad, me resultaba en ese momento muy violento tener que reconocer ante él que iba a mantener una relación con otra mujer.

Lucía me tranquilizó. Ella no iba a ser ningún impedimento ni deseaba interponerse. No era excluyente ni posesiva en ese sentido. Le gustaba y le atraía, pero era muy pronto para pensar en otra cosa más comprometida. El tiempo iba a ser el que pusiera cada cosa en su sitio, sin forzar nada. Lo mejor iba a ser que siguiésemos con la misma relación, viéndonos cuando y donde quisiéramos. Sin más responsabilidad que la que cada una quisiera. Lo que sí planteaba era que, si yo aceptaba, iría enseñándome a ser yo misma, sacando al exterior todo aquello que ella intuía que permanecía oculto tras una apariencia formal. Acepté nuevamente su propuesta.

  • Bien, entonces. –dijo Lucía- Ahora, puesto que es ya tarde, vamos a dejarlo por hoy. Te vas a vestir y vas regresar a tu casa, junto a tu marido. Mañana, cuando te pregunte que tal lo pasaste, le dirás que disfrutaste como una loca con la loca de Lucía, pero sin dar más explicaciones. El no creo que pregunte más, pues se imaginará que una cena de mujeres casadas no dan para mucho más que un par de copas y bailes. ¡Hombres!... ¿Te parece bien?

  • Sí Lucía. Como siempre, tienes razón –repliqué-.

Me incorporé de la cama mientras ella pasaba la mano por mi espalda. Me dirigí al salón en busca de mis ropas y fui recogiendo las prendas. Recogí mis bragas y cuando iba a ponérmelas, Lucía, que me observaba desde la cama, me dijo:

  • No mi amor. Las bragas no. Si no tienes inconveniente, me gustaría quedármelas como un recuerdo de este día. Será mi tesoro. No te importa, ¿verdad?.

Me dirigí entonces hasta la habitación con ellas en la mano. Se las entregué con una sensación de estar interpretando un importante ritual. Con su mirada fija en mis ojos, tomó la pieza de encaje y se la llevó a su nariz. Inspiró profundamente y me dijo:

  • Conservaré tu olor toda la noche.

Regresé a por el resto de mi ropa y fui vistiéndome mientras ella no me quitaba ojo. Me arreglé un poco el pelo en el cuarto de baño y volví a la habitación para despedirme de ella con otro cálido y prolongado beso. Salí de su piso con una doble impresión de plenitud e inquietud, como si hubiera cometido una travesura de la que me sentía orgullosa. Me acompañaba, además, la extraña sensación de caminar por la calle, por primera vez en mi vida, sin bragas.

Tomé un taxi y me dirigí a mi casa. Como en otras ocasiones, silenciosamente me desnudé y tras ponerme otras bragas porque nunca duermo sin ellas y para no provocar preguntas incómodas, me puse el camisón y me metí en la cama. Di un beso en la mejilla a mi marido que recibió con un ronroneo y traté de conciliar el sueño sumida en los pensamientos y sensaciones vividas esa noche. Lentamente el cansancio me venció y me dormí hasta el mediodía siguiente.