Mi madre me enseñó a mamarla.

Eso, nuestra historia y un poco de algo más.

¡AAAAAAAAAAH! ¡AAAAAAAAYYY!

¡Nuestros suspiros, quejidos convertidos casi en susurrados gritos de amor y placer preanunciaron el clímax y en segundos se sucedieron su completo orgasmo y mi feroz eyaculación!. Me dejé caer sobre su cuerpo, feliz y rendido y sus brazos me apretaron contra su pecho, mientras nuestras bocas se buscaban una vez más. Primero fueron los labios que se rozaban en tierna caricia, como agradeciéndonos las mutuas sensaciones vividas, pero enseguida ella, insaciable como siempre, tomó de nuevo la iniciativa y su lengua se proyectó en mi boca buscando el juego con la mía; sus pequeños dientes la mordisquearon, en tanto su mano tomaba la mía y la apoyaba sobre sus pechos, reclamando, ávida, nuevas caricias. Mi pija seguía caída, apichonada, siempre yo necesitaba más tiempo que ella, pero eso no le importaba porque sabía que finalmente, en minutos nomás, yo estaría de nuevo buscando nuevas alturas para nuestro goce. Me deslicé hacia los pies de la cama, marcando con mi lengua el camino sobre su cuerpo, deteniéndome en sus pezones, besándolos con deleite, lamiéndolos goloso, mordiéndolos con dulce agresión, para continuar luego bajando por su vientre, su ombligo para terminar hundiendo mi cabeza entre sus muslos, para que mi boca anhelante y codiciosa se ocupara de los cálidos y húmedos labios de su vagina y mis labios jugaran en su clítoris erguido. Ahora si mi pija se manifestaba y ella la atrapaba con sus pies, prodigándoles hábilmente sus caricias. Mis dedos acompañaron a mi lengua, durante largo rato, mis besos llegaron hasta el ojo de su culo y retornaron a completar su labor en la mojada concha, dejando que mi mano se perdiera ansiosa, entre sus nalgas. Llegó el nuevo orgasmo y de inmediato con frenesí incontenible se apoderó de mi pija con sus dientes, con la lengua , con los labios, sus manos la aferraron, logrando que una vez más, mi leche se derramara en su cara, chorreara por su cuello y antes de que llegara a caer sobre la sábana, sus dedos lo evitaron, reuniendo las gotas que se deslizaban, para untarse con ellas sus pechos.

Me dejé caer a su lado y ella se acomodó entre mis brazos. Nos miramos largamente. Me erguí un poco, para contemplar su cuerpo desnudo. A sus treinta y tres años, mi madre no sólo era bellísima, sino que su cuerpo era un constante halago para la vista y una inducción permanente a la caricia.

Me recosté nuevamente, ella me besó y se levantó, para dejarme descansar. Era ya de mañana, pero yo estaba agotado y tal vez por eso mismo, no lograba pegar un ojo. Rememoraba el comienzo de la noche anterior. Me estremecí al revivir las horas que había pasado junto a mi madre, su amante y un amigo de éste, Daniel. Más tarde, ya a solas, mi madre había sugerido que me había enamorado de Daniel. Pero al mismo tiempo, me advirtió que eso no sería compatible con nuestra vida, por lo cual no debía cultivar ese sentimiento, si es que existía.

Debo aclararles algo. Nuestra historia, la de mi madre y mía, o mejor, mi reducción a la esclavitud por amor a ella, comenzó a mis doce años, aunque las condiciones que harían surgir en mi este amor desesperado, creo que nacieron conmigo.

Fui criado como una niña. No por nada en especial. Les contaré:

Ciertas nacionalidades mantienen tradiciones que desde Occidente son miradas como incomprensibles.

Una de ellas, la de mi origen, que por diversas razones no voy a identificar, conservaba hasta no hace mucho, la costumbre de criar y educar a los hijos varones, excepto al primogénito, de la misma manera que lo hacían con sus hijas mujeres.

Cuando nací, ya tenía un hermano mayor, además de tres hermanas de otra esposa de mi padre, de modo que sujeto a los mandatos de dicha tradición, y aunque mi madre era extranjera, de Occidente, pasé a ser parte del grupo que comprendía a "las hijas" de la familia que mi padre había formado. Por otra parte, mi madre al nacer yo tenía apenas catorce años.

Al cumplir yo los cuatro años, debimos emigrar a un país de América. Durante un tiempo fuimos poco permeables a la cultura de este país, por lo cual en la casa continuamos con las mismas costumbres que trajimos de mi pueblo de origen.

Es así como por ejemplo, mi padre y mi hermano se sentaban a comer juntos. Nosotros, mis hermanas y yo, porque mi madre a pesar de sus dieciocho años, pero más segura por estar entre los suyos, ya estaba empezando a rebelarse, debíamos ocuparnos de servirlos, y recién luego de que ellos se retiraban, nos era permitido comer a mi madre y las chicas. Ello naturalmente, si no éramos requeridas para atender en alguna necesidad a los dos varones.

Por supuesto, como mis hermanas, yo debía usar vestidos largos hasta los tobillos y llevar permanentemente un pañuelo en la cabeza, porque nuestro cabello no debía ser visto.

La familia no pudo mantenerse todo lo cerrada que mi padre tal vez hubiera deseado y lentamente comenzamos a "occidentalizarnos", por lo cual a las mujeres, yo entre ellas, les fue permitido adecuar su vestimenta a la de las chicas de aquí.

Tres o cuatro años después, mi madre se hartó de su marido y una mañana, llevándome a mi, tomó un tren que nos llevó a un lejano pueblo del interior.

Fuimos a vivir a la pieza de una pensión, donde naturalmente, dado mi aspecto, fui tomado por la niña. Y en realidad lo era. Salvo por mis genitales, mi forma de ser, mis conductas, me hacían pasar por la hija de la señora tan joven que había llegado allí, y así nos habituamos a vivir.

Queda para otra ocasión, o tal vez ni siquiera interese, el porque de la actitud o los sentimientos de mi madre que la llevaron a mantener esa mentira. Que en esa época a mi no me afectaba en nada, porque a todos los efectos de nuestra vida, yo era realmente una nena.

Mi madre trabajaba en casas de familia ocupándose de la limpieza y mientras ella no estaba, yo me ocupaba, a pesar de mi edad, de limpiar la habitación, lavar la ropa en el baño común, preparar la comida, en fin, lo que se esperaba que hiciera.

Un día, yo ya tenía doce años, mi madre fue traída a la pensión en un auto. Apresuradamente juntamos nuestras cosas, el hombre que la trajo cargó nuestras valijas en el baúl del auto y nos fuimos para siempre de aquella habitación.

Nuestra nueva casa era muy cómoda y linda, y yo dejé de dormir con mi madre porque ella lo hacía con Don Alberto y pasé a ocupar una habitación pequeña, pero que era para mi sola.

Don Alberto era un señor bastante maduro, se había enamorado de mi madre, y según ella me contó mucho más tarde, fue crudamente sincero. Sabía que no podía aspirar al amor de ella, pero tenía mucho dinero y quería encargarse de que ni ella ni yo pasáramos más privaciones. A cambio, mi madre le daría lo que pudiera si es que ella pensaba que él se lo había ganado. Nada le exigiría.

Se ocupó de mi educación poniendo profesores privados que venían a nuestra casa, y a mi madre no le resultó difícil ser agradecida. Tampoco a mi.

Una noche, estaba yo por acostarme, ya estaba vestido con mi camisón y una bata, cuando mi madre me llamó desde su habitación. Me apresuré a acudir. Estaban ambos acostados. Ella me dijo que entre las dos, le íbamos a procurar mucho placer a su amante. Para eso, yo haría lo que ella me indicara. No estaba preparado para tener sexo y menos con un hombre, pero me fascinó la idea de compartirlo con mi madre. Ella lo besó en la boca, y yo, inclinándome sobre la cama, hice lo mismo aunque con cierta timidez. Ella entonces me pidió que lo hiciera nuevamente, pero primero me besó a mi, para que supiera de que se trataba. Cuando lo hice con Don Alberto, las cosas fueron mejor, supe hurgar con mi lengua entre sus dientes y jugar con la suya y a partir de allí, primero fui imitando los gestos y movimientos de mi madre y luego, ya suficientemente excitado, pude dedicarme a acariciarlo, besarlo y enamorarlo por mi sola cuenta.

Mi madre tomó su pija, que estaba apenas erguida, y se puso a lamerla haciéndome gestos para que la imitara. Caliente como estaba no me resultó nada complicado, y les aseguro que fue una de mis inolvidables experiencias, chupar esa pija junto con mi madre, jugando al mismo tiempo con el encuentro de nuestras lenguas, aprovechando para besarnos, y luego competir por metérnosla en la boca por turnos. Fuimos incansables e insistentes, nos tocábamos y acariciábamos con mi madre porque no podíamos más con nuestra calentura, y logramos contagiarlo a nuestro amante, cuya pija por fin, se puso grandota y colorada su cabeza, con lo cual nuestro placer alcanzó ribetes excepcionales. Y cuando él por fin acabó, como dos perras en celo nos peleamos ante su mirada complacida por quedarnos con su leche.

Nunca cogió ni a mi madre ni a mi. No hubiera podido, pero nos cansamos de exprimirle el semen a pura lengua y pajas orales.

Don Alberto ya no me trataba como el hijo o la hija de su amante, sino como a "su princesa", como me llamaba. Me cubrió de regalos igual que a ella, joyas, perfumes, vestidos. Le encantaba cuando como parte de nuestros juegos nos vestíamos iguales, especialmente con nuestra ropa interior. Advirtiendo cuanto lo excitaba esto, nos deleitábamos eligiendo con cuidado que nos pondríamos y por supuesto, él contribuía y cada vez que viajaba a Europa, sus valijas regresaban llenas de sedas, gasas y satenes para nosotras. Y para él. Porque un buen día se nos ocurrió vestirlo a él también con nuestra ropa, y eso lo enloqueció. Y a nosotras. Morderle sus pezones por sobre el corpiño, me super excitaba, al igual que besarle la pija y hacerla endurecer por sobre la tela de la bombacha.

Aunque se resistió bastante, hasta logramos ponerle alguna de nuestras polleras o vestidos y hacerlo andar así por la casa. Y completamos la historia de todas esas variaciones, cuando mi madre, con un arnés especial colocado, lo violó mientras lo obligaba a lamerme el culo.

Don Alberto murió poco después y nos convirtió en sus herederas.

En nuestros intentos de aliviar la melancolía de su partida, aprendimos a amarnos y a disfrutar de nuestra mutua compañía. Mi madre llevó hasta sus extremos la dependencia de ella que mi pasión ocasionaba, y buscando nuevas sensaciones, encontró un goce sin paralelo, cuando descubrió la alternativa de alquilarme a hombres o mujeres para ser su esclavo a tiempo completo, durante todo el tiempo que pudieran pagar.

Mi trabajo, a pesar de llevar poco tiempo haciéndolo, me permitía conocer que era más frecuente realizarlo con hombres, porque las mujeres dejaban de gustarme en el mismo instante en que pretendían convertirme en sujeto activo. Otras que se conformaban con canalizar sus impulsos de sadismo, que les gustaba ser dominantes, humillar a su esclavo, degradarlo, encontraban en mi, quien les colmaba sus deseos y le pagaban muy bien a mi madre por disponer de mi. En cuanto a los hombres, naturalmente me gustaban también, siempre que se atuvieran a su rol de machos dominantes. Hacía algunas excepciones y podía también dominar, humillar y castigar a un esclavo sumiso, en tanto no deseara ser penetrado. Mi pija como órgano perforante estaba reservada solamente a mi madre, ella lo sabía, disfrutaba de eso, y no me pidió nunca que hiciera otra cosa.

En fin, que no sé si toda esta historia les puede permitir entender más sobre quien es el que vive los momentos sobre los cuales les cuento. Vuelvo entonces a la noche anterior, a Daniel. Desde el principio, no bien nos miramos, supe que se trataba de un tipo, además de singularmente hermoso, peligrosamente violento. Habíamos preparado algunos platos fríos, en fin, una picada enriquecida, y mientras comíamos, ¿de qué otra cosa podíamos terminar hablando sino de sexo?. Sobre todo, se entusiasmaron con los relatos que yo desgrané, acerca de los más extraños incidentes que había tenido oportunidad de vivir en el trato con nuestros clientes.

A veces, me parece que cuando rozaba el tema de la violencia como motor sexual, los negros ojos de Daniel parecían despedir rayos. Por momentos, debo confesar que llegó a asustarme, tanta parecía ser la cólera y pasión contenida, apreciables a simple vista en la dureza de sus músculos tensos, como los de un felino salvaje al acecho.

Terminamos todos en la cama en la más larga sesión de sexo que recordaba en mucho tiempo. El ritmo no se detenía, aún cuando uno o más de nosotros se detenía por minutos para recuperar deseo, excitación y energía, siempre estaba otro u otros o incluso alguien en solitario, manteniendo el clima erótico sin decaer.

Pero en toda esa mezcla de pijas, culos, lenguas, más la vagina de mi madre, cada vez que Daniel se apoderaba de mi, yo terminaba restañando alguna herida limpiándome en el baño. Podía ser porque algo que se iniciaba como un beso, terminaba en mordeduras que lastimaban en distintos sitios mi piel. O porque al cogerme, no encontraba mayor placer que concluir metiéndome algún objeto de tamaño anormal mientras se pajeaba y dejaba caer su leche en cualquier lugar de mi cuerpo. Mis pezones estaban casi en carne viva, mi espalda, mi pecho, mi abdomen, las piernas, ¡hasta los pies! Estaban cruzados por líneas sangrantes producto de los azotes que me había propinado con su cinturón. Tenía una fea herida en una nalga, como consecuencia del golpe de la hebilla. En cierto momento, mi madre se alarmó e intentó detenerlo, pero recibió el mismo trato. Sin embargo, todo continuó, porque en definitiva, aún al costo de terribles dolores, terminaba imponiéndose el placer. ¿Cómo negar que eyaculé ante el espectáculo del culo de mi madre del cual sobresalía una botella llena de agua hirviendo?. Su mismísimo amante no pudo menos que masturbarse, cuando Daniel envolvió la cabeza de mi madre con una bolsa de plástico y mientras la cogía, la sostuvo de ese modo, hasta cuando ya casi sin sentido por la falta de oxígeno, la libero por mi acción, golpeándolo con la botella en la cabeza. Luego de eso fue que recibí la parte más dura del castigo con el cinturón y quedé exhausto. No lo suficiente para no gozar con la boca de mi madre en mi pija, mientras mirábamos como Daniel violaba, pese a su resistencia, al amante de mi madre maniatado con el mismo cinturón con que había lacerado mis carnes.

Pensaba ahora que la insólita excitación de esa noche de irrepetible sexo, se prolongó tanto, que después de haberse ido los dos hombres, pudimos recuperar con mi madre la pasión con la que comencé este relato.

Más tarde, mi madre, desnuda a mi lado, dedicó horas a curarme amorosamente, aliviando la molestia de las huellas del maltrato, visibles en mi cuerpo. No obstante, cuando me levanté y me miré detenidamente en el espejo, resignado verifiqué que algunas de las cicatrices, probablemente tardarían meses en desaparecer, si es que lo hacían, particularmente la de la profunda herida de la nalga. Nos miramos con mi madre durante unos instantes, hasta que de pronto los dos nos echamos a reir a carcajadas. Terminamos uno en los brazos del otro, admitiendo que el placer había sido superlativo, pero que seguramente no volveríamos a permitirnos acceder a él. Y le juré a mi madre que ni por asomo se me ocurriría volver a ver a Daniel, aunque debo confesar, que la idea de una noche a solas con él, me producía cosquillas en el vientre.