Mi madre lo sabe
En algún momento había que decirlo todo claramente...
Saludo, amigo lector.
MI MADRE LO SABE
Estaba en mi dormitorio hablando por teléfono con Óscar cuando se abrió la puerta lentamente y vi asomarse a mi madre con una mirada y un gesto que conocía demasiado bien. Colgué sin terminar mi conversación, la miré con disimulo y seguí escribiendo mis tareas.
―Me tomas por tonta.
―¿Cómo? ―exclamé extrañado―. ¿Por qué dices eso?
―Lo sabes más que bien. Sabes que tu madre hace todo lo que puede por ti. ¡Me lo quito para que tú lo tengas!
―¡No he cogido nada tuyo, mamá!
―Sería lo que me faltaba por ver: que me robaras.
―¿Entonces? ―Nos quedamos mudos, mirándonos, durante unos segundos.
Entró como pidiéndome permiso y tiró de una silla para sentarse a mi lado. No cambió su gesto y no comenzó a hablar hasta que estuvo muy pegada a mí:
―Las madres, hijo, no solamente no somos tontas. Te he soportado nueve meses dentro, te he dado mi vida para que tengas la tuya y ahora… me haces esto.
―¡Lo siento, mamá! ―Me volví hacia ella muy asustado―. Si me lo dices así… no voy a saber de qué me hablas.
―Creo que lo sabes, David. Otra cosa es que quieras seguir ocultándomelo. ¿Para qué? Nunca seré abuela, ¿verdad?
―¿Qué estás diciendo? ―creí comprenderla y busqué excusas―. Cumplo mis obligaciones lo mejor que puedo, mamá. No puedes quejarte de mis notas. Yo mismo pagaré los gastos de mis estudios…
―No me vengas con rodeos, David ―Sonrió al fin―. Sabes que no hablo de dinero ni de robo alguno. Hablo de tu vida; de tus relaciones. ¿Vas a seguir ocultándome todo eso?
Me puse tan nervioso que dejé caer todos los papeles, los lápices y el teléfono. Cuando me quise agachar para recogerlos, me detuvo apretando fuertemente mi hombro.
―Venga, hijo ―confesó resignada―. No vas a perder a tu madre por algo así, pero quiero que sepas que estás equivocado. Me lo ha dicho la señora Ballesteros, que ha llevado a su hijo a un psicólogo. No le va mal… ¿Cómo he podido fallar en algo tan básico?
―¡No hay fallo ninguno, mamá! ―De nada servía ocultar la verdad―. La señora Ballesteros está equivocada. Ni su hijo ni yo estamos enfermos; no necesitamos un psicólogo ni terapia ninguna.
―Te equivocas tú. ―Me oía, pero no me escuchaba―. Nunca debí matricularte en una escuela sólo para chicos. Ahora, en la facultad, tienes que conocer a las chicas, como todos. Esa es la relación normal para formar una familia… ¡como todo el mundo! ―insistió sin enfado ninguno.
―Perdona, mamá. Yo no he decidido ser así; nadie me obliga a serlo y, además, quiero ser así. Tú me has dado la vida, por supuesto, pero has vivido la tuya; has tomado tus propias decisiones, te casaste… ¿Es que no ves la tele?
―Tú nunca te casarás si sigues por ahí ―se quejó―. No quiero tener a un hijo solitario y amargado de esos que se van los fines de semana a buscar… ¡Bueno está!
―No, no te entiendo. Tú tampoco sabes nada. Ni todo el mundo tiene toda la razón ni todo el mundo está equivocado. Las cosas no son como las pensamos; ni tú ni yo. No sé qué te habrán dicho ni lo que habrás leído, pero yo sí me he interesado por esto y he leído más de lo que imaginas. ¿O es que crees que no me sentía un bicho raro? Los otros, los… normales, se mofan de nuestros sentimientos. Y somos muchos, mamá. Más de los que jamás pudieras imaginar. No nos dedicamos a ir por ahí buscando lo que crees. Todos callamos porque somos humillados.
―¡Vaya! ―bromeó con cierto sarcasmo―. Veo que tus estudios sirven para algo. Me ha salido un muchachito que será un futuro arquitecto-filósofo.
―¡Espera, mamá! ―le pedí ilusionado―. Dame tiempo. Voy a demostrarte que esto no es nada anormal ni malo. Déjame mostrarte lo que hay detrás de unos sentimientos; sean los que sean.
―¿Acabarás vistiendo sujetadores y faldas? ―titubeó desconfiada―. ¿Piensas operarte o algo así?
―Pero, ¿qué estás diciendo? ―Me levanté tan asustado como impotente―. Estás hablando de otra cosa diferente. Yo no soy una mujer ni quiero serlo. ¡Soy un hombre!; tan masculino como Sebas el del gimnasio, aunque tenga otros sentimientos. ¡Los míos! No sé cuáles son los sentimientos de Sebas. ¿Le has preguntado? ¿Sabes qué hay debajo de esa coraza artificial de musculatura masculina? ―hice una pausa mirando sus ojos espantados―. ¡Sebas es gay! Quiso meterme mano en las duchas. ¿Te enteras? Le paré los pies. Yo no soy un muñeco de nadie; yo tengo sentimientos, no deseos perversos. ¡Pregúntale a él sus sentimientos!
―Tu seguridad me asusta, David. Está bien. Te daré tiempo. No sé cómo piensas hacerlo, pero estoy segura de que no me vas a convencer.
―Memoriza bien lo que acabas de decirme ―Me senté y le di un beso―. Quizá algún día te des cuenta de que nunca se acaba de aprender todo.
Había quedado con Óscar aquella misma tarde y, en vez de encerrarnos en un bar para guarnecernos del frío, paseamos bien abrigados por los jardines de su barrio y nos sentamos en un gélido y húmedo banco de hierro. Su mano bajo mi chaquetón me hizo sentir el reconfortante calor que da el cariño, enardeciendo el helor de noviembre.
―Tú conoces a tu madre mejor que yo, David. No seas pesimista porque esto tendrá una solución.
―Es que no la veo, mi vida. Se fía más de lo que le dicen que de lo que yo le argumento.
―Quizá… ―enmudeció meditabundo unos instantes―. Quizá lo que la convenza no sea un libro. ¿Estadísticas? ¡No, David! Tu madre lo que necesita son pruebas.
―¿Pruebas? ―exclamé mirándolo asustado―. ¿Qué coño dices? No sé qué pruebas voy a darle que sean para ella más fiables que todas esas habladurías.
Óscar me miró con una sonrisa casi diabólica; como si hubiera descubierto algún método para que mi madre comprendiera que no me pasaba nada especial.
―Podemos probar ―dijo muy seguro.
―¿Probar qué, tío? Los experimentos, con gaseosa; ya lo sabes. No quiero disgustos con ella y, si estás tú de por medio, menos.
―Me arriesgo, David. Estoy dispuesto a arriesgarme por ti. Lo que estoy pensando no es una tontería.
―No me pareces un tonto, la verdad…
Metió su otra mano entre mis ropas, alrededor de mi cintura, y quedó casi frente a mí, de tal forma, que su aliento me hacía entrar en calor. Alcé mi mano derecha y la puse sobre sus dorados cabellos rizados acariciándolos muy lentamente.
―Si ella comprendiera esto… ―susurré―. El amor es como el dolor, Óscar; no puede medirse. No puede decirse con palabras. Nunca sabrá lo que siento al tenerte junto a mí y saber que me amas.
―Quizá sí, David ―maquinó―. No podemos saber si a alguien le duele algo ni cuánto le duele… ¿Cuarentaicinco? ¿Cincuentaidós? ¿Cuánto me quieres? ¿Treinta? Sé que me amas porque me lo demuestras. ¡Mira esos ojazos! ¿Me equivoco?
―Supongo que no ―admití―. ¿A dónde quieres llegar?
―Al final, David, al final. El estado de salud, también se diagnostica. No sólo tenemos que descubrir cómo convencer a tu madre de que esto es amor puro; entre hombres… Podríamos descubrir cómo demostrar a alguien que esto no es una enfermedad; que es algo normal… ¿Qué digo normal? ¡Es algo maravilloso!
No pensó en que estábamos en la calle, me agarró con fuerzas, se pegó a mí y me besó con pasión. Dejé de ver todo lo que me rodeaba y sólo veía sus ojos bien abiertos y húmedos. Había oído muchas veces sus palabras, pero estaba viendo las señales con mis propios ojos y saboreando su boca dulce, al tiempo que saboreaba la mía. Aquello no podíamos usarlo como una demostración para que mi madre me creyera.
―¡No! ―continuó―. Ninguna pareja de novios demuestra su amor a sus padres besándose con pasión ante ellos. Incluso me parece que les resultaría soez. Mi hermana Maribel llevaba siempre a su amigo Falito a casa. A mi padre no le hacía ninguna gracia; a mi madre le daba igual. Después de un tiempo... era normal que pasara en casa todo el día. Ante todo eran amigos. Hasta que un día, mi hermana habló con mamá. Yo estaba delante, ¿sabes? Fue algo muy natural; sólo tuvo que decirle que quería a su amigo y que eran novios. ―Se retiró de mí y se echó a reír―. Lo único que le preocupó a mi madre fue que se quedara embarazada antes de tiempo.
―¡Joder! ―exclamé―. Ni tú ni yo corremos ese riesgo.
―Pues eso es, David. Tu madre no se asustará de que seas gay el día que hables con ella y le aclares que tu mejor amigo, Óscar, es tu novio.
―¿Me tomas por loco? ―repuse―. ¿Piensas que voy a decirle eso a mi madre? ¡Pero, por Dios! Si ella confunde a un gay con un travesti y con un transexual…
―Más tarde o más temprano tendrás que aclarárselo. ¿Vamos a estar toda la vida así? ―Pensó―. Es mejor que lo sepa. No es igual que piense que eres un pervertido a que sepa que yo soy también como tú y que somos novios. Mi madre se asustó por lo del embarazo, pero tu madre estará tranquila si sabe que estás conmigo; sólo conmigo. ¿Comprendes? Olvidará todas esas tonterías que le han dicho y dejará de pensar que eres un pervertido que vas a estar toda tu vida por ahí follando con cualquiera.
Me hizo pensar. En realidad, me asusté mucho cuando mi madre se enteró, pero fue porque no se lo había dicho yo. Quizá se lo dijeron con malas intenciones… Sin embargo, no me veía delante de mi madre diciéndole que Óscar era mi novio y tampoco me parecía la solución. Me pareció que no iba a convencerla.
Estaba en mi dormitorio oyendo música cuando creí oír el timbre de la calle. No esperaba a nadie, así que decidí que abriera mi madre si le interesaba. En pocos segundos oí unos golpes en mi puerta.
―¿Puedo pasar? ―resonó la voz de Óscar, qué apareció a media mañana por sorpresa.
―¡Entra!
Me sonrió teatralmente, se acercó a mí y me besó en la mejilla ―cosa que no hacía nunca en casa―. Lo miré extrañado.
―Pasaba por aquí casualmente y me dije… voy a ver a David y a Cloti.
―¿Ah, sí? ―inquirí con sospechas―. ¿Desde cuando pasas por aquí… casualmente?
―He venido a verte, David ―musitó―. Tu madre se alegra mucho de verme. Tenemos que salir ahí al salón con ella y hablar un poco. ¿No crees?
―Imagino que no te estás refiriendo a que yo le diga a mamá ahora que tú eres mi novio.
―¿Por qué no? ―argumentó convencido―. Ella es para mí como una madre; me trata como a un hijo. Si tú no te atreves a decirle nada…
―¡Eh, eh, eh! ¡Espera! Del tema que hablamos no quiero saber nada. No pienso decirle que tú eres mi novio y, así lo espero, tampoco tú le vas a decir nada de esto.
―¿Ah, no? ―insistió muy convencido―. Si no se lo dices tú, a tu manera, que es lo lógico, se lo diré yo. No quiero que piense que eres un enfermo y que acabarás siendo un degenerado. Lo peor es que acabará pensando lo mismo de mí. Lo hemos hablado. Te aseguro que esa es la forma.
Pensé en lo que decía. Si yo no le hablaba a mi madre claramente lo haría él. De todas maneras, siempre había pensado que Óscar sabía explicarse mejor que yo. Me había pillado en el peor momento y estaba dispuesto a aclararlo todo de una vez por todas. No quería enfrentarme a él en aquella situación.
Salimos al salón y la encontramos allí sentada leyendo un grueso libro. Levantó la vista y nos sonrió.
―¿Vas a quedarte a comer, Óscar? ―preguntó mirándolo por encima de las gafas―. Estoy preparando tu plato favorito: lentejas.
―¡Ah, qué ricas, Cloti! ―Se acercó él a besarla―. ¡Me encantan! Mi madre no las hace como tú ni por asomo. Tendré que aprender tu receta.
―El día que te cases, niño, tendrás que explicarle a tu pareja cómo hacértelas. No es tan difícil.
En ese momento, sin esperar más ni un segundo, sin pensar en cualquier otra cosa que pudiera pasar, me senté junto a ellos, miré a mi madre sonriendo y le hablé con sinceridad:
―¿Para qué tantos rodeos? Te he visto hacerlas muchas veces, mamá; y nunca me fijo cómo las haces. Tendrás que decirme la receta a mí. Yo se las haré. Creo que me explico lo suficiente.
―¿A ti? ―Pareció entenderme.
Miró a Óscar, pensó algo, cerró su libro y lo dejó en el asiento. Se levantó despacio para acercarse a su escritorio, cogió unos papeles y un bolígrafo, y volvió hacia mí:
―Lo he entendido, David. ―Extendió su mano con una libreta―. Ve tomando nota. Quizá algún día se las prepares a él tan bien como yo ―Volvió a mirar a Óscar.
―¡Verás, Cloti! ―le dijo Óscar cariñosamente―. No importa si le dices la receta a él o a mí. Algún día… Algún día las guisaremos nosotros, claro; pero cualquiera de los dos. ¿Comprendes?
―Creo que sí ―dijo poco convencida y resignada―. Voy a la cocina a darles una vuelta. Si queréis venir, os lo explico. No es nada difícil, aunque tiene su truco.
Mamá nos explicó con paciencia cuál era su receta; lo hizo paso a paso. Habíamos aprendido cosas más difíciles, así que no hubo que tomar notas. Conforme iba explicando su fórmula iba cambiando su rostro. Al final, cuando nos mostró el guiso terminado, nos miró sonriendo y nos hizo un guiño:
―Hoy, precisamente, me han salido muy ricas. No olvidaros de eso de «asustarlas». Es importante. ¡Venga, pareja de sinvergüenzas! Ahora os toca poner la mesa y, luego, recogerla y fregar. ¡Ah! Y hay que tender tu ropa limpia, David. Alguien tendrá que hacértelo, ¿no es así?
No podía creerlo. No se había trazado un plan complicado para llevarla a nuestro terreno. Una simple conversación, sin hablar para nada de una relación entre nosotros, había convencido a mi madre de que no podía oponerse a algo que, en el fondo, parecía no disgustarle demasiado.
Aquel día preparamos y servimos nosotros la mesa. Mamá no hacía otra cosa que mirarnos ir y venir. Había cruzado sus brazos sobre la falda y no volvió a decir nada hasta que acabamos el primer plato:
―¿Estaban como siempre? ―preguntó.
―¡Claro, Cloti! ―exclamó Óscar―. ¡Hasta más ricas! Además, ahora que sabemos la receta… me saben mejor.
―Bien ―se limpió los labios con la servilleta―. Desde hoy sois los amos de casa. Hay que levantarse temprano, hacer las camas, ir a la compra, limpiar, preparar la comida, fregar los platos, poner la lavadora…
―Gracias, mamá ―bajé la vista―. Tienes razón. Los dos llegamos a casa y nos lo encontramos todo hecho y… eso no va a ser siempre así.
―No, hijo; no va a ser siempre así ―refunfuñó―. Aunque, ahora, quiero aclararos dos cosas…
Óscar me miró un tanto asustado. Parecía que mamá había aceptado nuestra relación y que estaba a punto de ponernos a prueba poniéndonos condiciones.
Tomó la bandeja de ensalada que pusimos en el centro de la mesa, se sirvió y nos ofreció:
―Verás, David, cariño ―no parecía muy entusiasmada―. Mientras que vivas en esta casa conmigo, y mientras terminas tus estudios, las cosas de este hogar las voy a hacer yo. No quiero sentirme una inútil, ¿sabes? Sin embargo… tu obligación es terminar, de una vez por todas, esa carrera. Lo mismo te digo, Óscar. Nunca te va a faltar un plato de lentejas, o de otra cosa, en esta casa. Pero…
Hizo un silencio largo y misterioso intencionadamente. A los dos nos tenía intrigados y nerviosos. No sabíamos qué se le estaba pasando por la cabeza:
―Ya sois dos hombres para cumplir con vuestras obligaciones y decidir lo que queréis hacer. ¡No, no, no! No estoy de acuerdo con lo que estoy viendo, pero me dejaría más tranquila si… Me quedaría más tranquila si hacéis un compromiso, y que yo lo vea. Ahora existe una boda para vosotros, ¿no es así? ―volvió a mirarnos con seriedad―. Quiero ver ese compromiso.
Óscar y yo nos miramos disimulando nuestra sorpresa y nuestro estupor.
―Me alegro de que sea con Óscar. Lo que ocurre, queridos hijos ―continuó―, es que cuando dos personas se unen… tienen que formar su propio hogar. No todo es bonito; hay que cumplir ciertas obligaciones.
No éramos capaces de decirle nada. Se nos había adelantado en todo lo que teníamos pensado y comenzaba a atragantárseme la comida. Mi madre siempre había sido así.
―¿Les has dicho ya a tus padres cuáles son vuestras intenciones? ―le preguntó a Óscar sin expresión―. Es evidente que pensaréis vivir juntos… en vuestra propia casa, claro. Cada uno comparte sus intimidades. Eso sí… primero me acabáis la carrera. Ya he gastado demasiado dinero en darte una buena educación, David.
―Y… ―pregunté con temor―. ¿Cuál es la segunda cosa que hay que aclarar?
―Pues es fácil; como ocurre con todas las parejas. Esta casa tenéis que respetarla. No os quiero encerrados en el dormitorio a solas. Creo que se me entiende. El siguiente paso, por educación, es que nos reunamos con el resto de la familia… ¡Digo yo! Me gustaría hablar con mis futuros consuegros.
―No se preocupe… ―balbuceó Óscar―. Siempre hemos respetado eso…
Cambié la conversación y hablamos algunos detalles sobre los estudios y, sin embargo, no dejó de flotar en el ambiente una cierta tensión. Mi madre sabía lo que hacía:
―Estáis comprometidos ―sentenció.
Cuando nos vimos a solas en la facultad, por la tarde, Óscar se echó en mis brazos casi llorando:
―¿Y ahora cómo le digo yo esto a mis padres? ―gimió―. Mi madre puede que se lo trague… mi padre, no creo.
―La idea ha sido tuya, cariño. Terminaremos los estudios y cambiaremos nuestra forma de vida. Ya has conseguido que se lo diga a mi madre; ahora te toca a ti. Te ayudaré si te hace falta. Ya ves que no se acaba el mundo.
―Pero… otro día, ¿no? Tengo que pensar cómo hacerlo. Vámonos solos al estudio. Me apetece… estar contigo.
―Y a mí, querido, pero vete pensando cuándo y cómo o no te dejo que me roces un pelo. Lo peor que nos podría pasar es que a mi madre se le ocurriese llamar a la tuya antes de hablarlo.
―¡No, eso no! ―exclamó asustado―. Te prometo que esta misma tarde hacemos los planes. Con tu madre no ha salido tan mal, ¿no?
―¡Vamos al estudio, anda!
No le dije nada, pero estaba deseando tener a mi Óscar entre mis brazos, besarnos con pasión y amarnos. Saqué las llaves y encendimos las luces al entrar.
―¡Anda que si nuestros padres supieran para qué usamos el estudio! ―refunfuñó.
―No venimos aquí a follar nada más, Óscar. ¡Horas y horas hemos estado estudiando sin tocarnos!
―Ahora ya, tu madre, imaginará que este es el único sitio donde podemos hacerlo. Me avergüenzo solo de pensarlo.
―Ya has oído sus razones. En ningún momento ha hecho referencia a este estudio.
Me acerqué a él por la espalda y metí mis brazos por debajo de los suyos:
―¿Te quitas tú la chaqueta o te la quito yo?
―¡Hm! ―ronroneó como un gato―. Yo me la quito antes. Ve colgando tu ropa en esas perchas y yo en estas.
Nuestro estudio, pagado a medias por ambas familias, estaba muy bien montado. Sus padres y mi madre solo fueron a verlo al principio y no cuando ya instalamos nuestro dormitorio; que no lo usábamos tanto para dormir.
Cuando nos quedamos en calzoncillos, los dos nos sentimos raros:
―Seguro que piensas lo mismo que yo ―farfulló Óscar.
―Pues no lo sé, guapo, pero tengo un sentimiento de culpabilidad por dentro…
―No es que le dé toda la razón a tu madre, David, pero en parte la tiene. Les dijimos a nuestros padres que hicieran un esfuerzo para montarnos este estudio a medias y… ya ves a qué venimos.
―¡Oye! Que echamos más horas estudiando que follando, ¿no crees?
―Vamos a dejar eso aparcado ahora, ¿vale? ―dijo con tono seductor―. Necesito algo tuyo muy duro rozándome entre las piernas.
―Si piensas que por haber hablado de todo eso no voy a empalmar, te equivocas. Ponte las gafas si no ves mi bulto adecuadamente.
―A ver que lo toque ―susurró acercándoseme―. ¡Hm! Mojadito, como a mí me gusta.
―Mejor que nos vayamos al dormitorio, ¿no? ¿O es que hoy piensas follar encima de una mesa?
Me la agarró con fuerzas y tiró de mí para que lo siguiera. Cuando llegamos a la cama, se sentó, me miró con concupiscencia, y tiró de mis calzoncillos para ojear adentro:
―Todo esto ―dijo haciendo un círculo alrededor de mi entrepiernas―, me voy a comer ahora mismo. Todo esto.
―¿Me vas a dejar a mí mirando?
―Mira si quieres y ve pensando en lo que te apetece.
―Chupa ahora, anda. Esta tarde te voy a meter una lechería ahí dentro.
―¡Hm! ―gimió casi sin poder hablar por tener la boca llena―. Mi reino por esta polla. Por no perderla, soy capaz de llevarte a casa y hablarlo todo claramente.
―Pues ya lo sabes. Mama un poco pero yo te aviso. Hoy quiero ponerte el culo como a ti te gusta.
Seguí de pie porque me pareció su deseo. A veces, en ciertos movimientos con su boca, me daba la sensación de que iba a correrme enseguida, así que le hacía señas para que descansara. Una de las veces, cuando le advertí que estaba muy cerca, se apartó para mirarme, levantó la mano para que me esperara y, gateando por la cama, se echó en ella bocarriba levantando las piernas para que lo observara:
―Mi orto te espera ―dijo rozándose con el dedo―. ¿Tardas mucho?
―¡Nada! ―exclamé―. Vete abriendo que te voy a dar lo que más te gusta.
Tiró de sus piernas hacia arriba mientras me subía al colchón para llegar a él y, cuando vi aquel culo que me quitaba el sueño más de una noche, tuve que hacer un esfuerzo para no correrme.
―¿Qué te pasa ahora? ―protestó al ver que me quedé inmóvil.
―¡Un momento, un momento! No quiero correrme antes de llegar al fondo. Lo que quiero es que tú lo disfrutes.
―¡Ah, vale! Siendo así…
No esperé demasiado. Un poco de concentración, unas respiraciones profundas, y metí mis dedos para abrirme camino en aquella divina selva. Cogiéndomela con tino para apuntar a la primera, me salió perfecto; como un misil que da de lleno en el blanco. Gimió y clavó las uñas en mis brazos.
Apretando, poco a poco, supe cuándo era el momento de empezar. No me cabía la menor duda. Cerró los ojos y apretó los labios mientras fui follando rítmicamente; sin prisas. Lo que siempre me pasaba era que, al oír sus gemidos, se me aceleraba el orgasmo. Me encorvé del todo para besarlo y taparle la boca. No duró tanto como los polvos porno, claro, pero creo que cumplí con creces. Me corrí apretando con todas mis fuerzas una y otra vez.
―Te juro que no quiero perderme esto todos los días ―dijo jadeando―. Vamos a hablar con mis padres hoy mismo; cuanto antes. Ya hemos dado el primer paso.
―Me alegro de que pienses así ―musité intentando regular mi respiración―. Ahora te voy a sacar el jugo, que te lo mereces. Te prometí que si algún día nos separábamos no iba a mamársela a nadie como a ti; pero es que ya nos hemos comprometido delante de mi madre, así que vete preparando.
Dejó caer las piernas despacio mientras se las fui abriendo y me moví un poco para mirársela de cerca. Siempre me quedaba embobado mirándosela salir de aquella mata de pelos que la rodeaba hasta el ombligo. Tiré suavemente de su prepucio hasta abajo y empecé a lamer sin prisas.
―¡Ay, ay! ―susurró entre quejidos―. Nunca sabré cómo me lo haces.
Traté, como siempre y sin éxito, de tragarme todo aquel trozo de carne hasta que mis labios topasen con su pubis. Mi lengua hizo el resto. Cuando noté que temblaba, pasé a la segunda fase. Ya sabía cómo y dónde darle para que se corriera en segundos.
Retorciéndose agarrado a la colcha, dio unos gritos de placer y me llenó la boca de semen denso (algunas veces lo echaba más líquido). Me moví sobre él sin apartar mis ojos de los suyos y coloqué mi boca sobre sus labios, se abrieron y terminamos con un delicioso beso que duró hasta que no quedó rastro de su deliciosa crema.
―¡Pero yo cómo me voy a perder esto todos los días!
La mañana siguiente, ya sábado, me quedé en la cama hasta más tarde para recuperar un poco el sueño perdido. Me despertó mi madre tocando con los nudillos en la puerta:
―¡David! ―gritó no muy fuerte―. ¿Puedo entrar?
―¡Pasa mamá! ―respondí medio dormido.
―Te llama Óscar, tu…
―¿Óscar? ¿A estas horas y al fijo?
―¡Hijo, que nos son las seis de la mañana! Levántate y lo atiendes. Para eso tienes un compromiso con él.
Me eché abajo de la cama y, sin entender por qué me llamaba al fijo, salí al salón poniéndome los pantalones cortos:
―¿Sí? ―pregunté―. ¿Qué pasa?
―No pasa nada ―dijo en tono normal―. Te estoy llamando a tu teléfono y no contestas.
―¡Ah! Pues no sé… ―dejé de hablar un instante y recordé―. Me lo dejé ayer en el estudio, seguro.
―Pues prepárate porque tienes que venir a casa sobre las doce. Les he dicho a mis padres que vamos a hablar con ellos.
―¿Qué vamos a hablar? ―pregunté ya totalmente despierto―. Pero, ¿de qué?
―Tú ya lo sabes. A ellos les he dicho que vamos a esperar a que llegues.
―¿Hoy? ―exclamé asustado―. ¿Tiene que ser hoy?
―No pensarás dejarlos esperando, ¿verdad? Tengo la forma de decirlo sin anestesia, pero tienes que estar presente. No podemos dejar pasar el momento.
―¡Está bien! ―protesté―. Me ducho, me afeito, me visto y me voy para allá.
―Te espero, sé puntual. Chao.
Mi madre, que algo había estado escuchando, se aseguró de que no pasaba nada malo y le dije claramente que, igual que habíamos hablado con ella, íbamos a hablar con doña María y don Francisco, los padres de Óscar.
―¡Ah! Me parece muy bien ―respondió muy conforme―. Aunque no te hace falta, ponte guapo…
No tardé demasiado en prepararme y, con el tiempo suficiente, me fui para su casa.
―¡Buenos días, hijo! ―exclamó doña María al verme aparecer por su casa―. ¿Cuánto hace que no nos vemos? ¡Qué guapo estás, por Dios! Déjame que dé un beso. ¡Pasa, pasa!
Óscar los había preparado muy bien. Ya sabían que íbamos a reunirnos y habían preparado unos aperitivos con un vino y un almuerzo.
―Hoy comes aquí, David ―me dijo su padre mientras nos sentábamos a la mesa redonda―. Ya está bien de que siempre vaya mi Óscar a molestar a tu casa. Vamos a tener que darle una medalla a tu madre por su paciencia.
En cuanto se sentó doña María a la mesa y empezó a servir los aperitivos, comenzó Óscar con su plan:
―Ayer estuve allí almorzando, ¿sabéis? ―les dijo―. Nos ha enseñado a hacer las lentejas porque, como ella las hace, no las he comido en otro sitio.
―Y… ¿piensas hacerlas tú aquí? ―le preguntó la madre sorprendida―. A mí no me importa, desde luego.
―Es que… ¡Veréis! ―Se comió un canapé pequeño y sorbió algo de vino―. ¿Os acordáis de cuando entraba aquí el Falito como amigo de Maribel?
―¡Hombre, claro! ―prorrumpió su padre―. De eso hace ya unos años… ¿Qué edad tiene ya la pequeña, María?
―¡Espera, espera! ―interrumpió Óscar mientras yo no abría la boca―. David viene también aquí como mi amigo; lo normal, vamos…
―¡A su casa viene! ―dijo la madre mirándome embelesada―. ¡Faltaría más!
―Después… ―titubeó―. Un tiempo después, Maribel os dijo que Falito era su novio, ¿verdad?
Me pareció que los padres se miraban con una sonrisa temiéndose una sorpresa.
―¡Claro, hijo! ―dijo su padre un poco más serio y atento―. ¿Y qué tiene que ver eso?
―Yo no voy a daros ninguna sorpresa desagradable, de verdad.
―¿Qué estás insinuando? ―preguntó su padre mirándonos a él y a mí alternativamente.
―¡Calla, Francisco! ―protestó la madre―. Deja hablar a los chavales, que tendrán algo que decir.
―Eso es, mamá ―continuó mi amor―. Yo he pensado… no sé, tal vez sería ya hora de que David entrara aquí de otra forma. ¿Comprendéis?
―¿Estás insinuando que David y tú…? ―preguntó otra vez su padre con la cara cambiada.
―Verá usted, don Francisco ―intervine yo con prudencia―. Ya hemos hablado con mi madre y está conforme, aunque con algunas condiciones.
Se quedaron un poco pensativos y con cara de circunstancia durante unos momentos y fue la madre la que rompió el hielo:
―Cloti es una mujer hecha y derecha. Nosotros la queremos mucho. ¡Con todo lo que hace por ti, hijo! ¿Qué os ha dicho… sobre lo que estáis insinuando?
―No le hemos insinuando nada, mamá ―dijo Óscar sonriente―. Sabes que para mí es como otra madre… Ella ya lo sabe y no me gustaría que vivieseis engañados vosotros. Eso es todo.
Su padre, no enfadado pero sí más serio de la cuenta, se levantó de la silla rápidamente, se mesó la barba mirando a los lados y clavó la vista en Óscar:
―Eso que estás diciendo, niño… Lo que estáis diciendo, os lo tolero en esta casa porque me estáis hablando de Cloti. ¡Ya veremos si lo que dices es cierto, Óscar! Me va a dar un disgusto hoy el niño…
―¡Verás, mamá! ―le dijo mi casi-novio con paciencia―. A mí no me gustaría nada molestarla, pero sé perfectamente que si la llamas para ver si es cierto lo que digo, Cloti se va a alegrar un montón.
―¡Dios bendito, Óscar! ¿Y nos lo dices así? ¿Sin más? ¿Cómo si nada?
―¿No os alegráis? ―lloriqueó cómicamente.
―Yo no pienso molestar a esa gran señora por una cosa tan patética ―protestó su padre―. David, por supuesto, sigue teniendo aquí su casa, pero que yo no os vea desde ahora que os encerráis en el dormitorio porque…
―¡Calla, Francisco! ―farfulló la madre resignada―. Esto déjamelo a mí. ¡Dame tu teléfono, Óscar!
Doña María, tomando ya el teléfono encendido, pulsó segura para llamar a mi madre:
―¿Cloti? ¡Hija, qué alegría! ¡Cuánto tiempo sin vernos! [...] Sí, sí que están aquí los dos. ¡Qué guapo está tu David! […] ―Se echó a reír por algo que le dijo mi madre―. Sí, mujer, también, también lo está. ¡Los dos, los dos! Ya nos han dicho que quieren que entre David en casa de otra forma… ¿Tú sabes algo, no? […] ¿Ah, sí? ¡No me digas! ―Se echó a reír otra vez―. ¿Las lentejas? ¡Bueno, mujer! ¡Ya son mayores para que decidan por ellos mismos! Ya creíamos Francisco y yo que nos estaban gastando una broma…
Hablaron algo más sobre las lentejas, pero nada que nos extrañara. Cuando colgó, muy seria, extendió el brazo para darle el teléfono a Óscar y se sentó pensativa:
―¡Comprometidos! Bueno… ¿Qué le vamos a hacer? David, desde luego, es muy buen chico. ¡Las cosas, como son!