Mi madre desnuda ante el espejo

(...) Se envolvió en la toalla, y salió del baño con parsimonia. “No estés mucho rato o te enfriarás”, repitió al salir. Yo me metí en la bañera. Noté el agua tibia en las piernas, y me senté despacio. (...) En torno a esas tribulaciones giraba mi mente, cuando mi madre volvió a entrar. Iba totalmente desnuda salvo por unas zapatillas viejas de estar por casa.

Aquel día fue horrible. Era enero, y desde por la mañana llovía sin parar. Fui a pasar la ITV a primera hora; tuve un examen de Derecho Civil por la mañana y otro de una optativa por la tarde; y por la noche me dejó Tamara. Era mi novia de la Universidad, y de la que estaba profundamente enamorado. Bueno, más que de ella, de la situación: era joven, estaba en cuarto de carrera y me iba bien, toda mi obligación era estudiar un par de meses al año, tenía una novia estupenda y un coche de segunda mano cojonudo.

Pero desde aquella noche, a mis veintiún años, todo me parecía una mierda: pensaba que no acabaría la carrera en mi puta vida, y si la acababa, nunca encontraría trabajo; el coche era una tartana que no iba ni patrás ; y mi preciosa novia me dejó con unas escasas palabras que nunca olvidaré: “ creo que deberíamos dejarlo ”. Mi inflado orgullo no me dejó luchar y decirle nada, tan sólo “ vale, que vaya bien ”; y darme media vuelta.

Recuerdo también las horas posteriores a la ruptura, cuando esa misma tarde les conté mis penas a dos amigos con los que fui a tomar algo tras los dos exámenes y la breve conversación con Tamara, que puso fin a la relación.

  • ¿Pero en serio que te ha dejado? –preguntó mi amigo Tito.

  • Como te lo digo –respondí.

  • Pero no puede ser que así, tan de repente…  y sin explicarte nada…  ¡Si hacíais súper buena pareja! –expresó mi otro compañero de fatigas, Javi.

Tomábamos unas birras en el Capitán Hook , una cervecería del barrio Actur .

  • Habla con ella, dale tiempo…  –aconsejó Tito–, seguro que ahora tiene la regla.

  • Que no que no, no quiero –sentencié, con la mirada fija en el vaso de tubo.

Mentía. Hubiera querido tratar de volver con ella y que mi vida fuera redonda otra vez, pero mis santos cojones me lo impedían. Ese era mi problema: el orgullo. Ella me había dejado y yo no iba a consentir pedirle volver; de hecho me costaría trabajo incluso saludarla. Y la situación no fue cómoda, porque posteriormente, cada vez que nos cruzábamos por los pasillos o coincidíamos en la cafetería de la Facultad, la tensión se cortaba con un cuchillo.

  • Venga anímate –me consoló Javi–, hay más peces en el mar.

  • Si ya lo sé, si no es eso… –dije, pensando que realmente no estaba enamorado de ella, sino de mi vida en esos momentos; y que ahora parecía irse rápidamente por el sumidero.

Entonces una joven en minifalda con unas piernas y un culo de escándalo pasó por delante de nosotros. Su manera de anadear, con un movimiento casi hipnótico de sus excelsas caderas, captó toda mi atención y me sacó del ensimismamiento.

  • Ahora te vas a hartar de follarte a tías así, ya verás –aseguró Tito, que había seguido mi línea de visión y descubrió el pibón que estaba observando.

  • A ver si es verdad –deseé, entre risas.

Al llegar a casa, iba pensando en los momentos buenos, y me dio un pequeño bajón. Abrí la puerta con los ojos vidriosos, recordando a Tamara. Fue mi primera novia, con quien perdí la virginidad. Y aunque esas cosas dicen que marcan a las chicas, también dejan huella en los chicos. Y en mí dejó una muy profunda.

Por suerte no estaba mi madre, y no me vería en ese estado. Me dirigí a mi habitación a dejar mis cosas, pero en ese momento se abrió la puerta del baño y salió mi madre, con una toalla enroscada en la cabeza y otra cubriéndole el cuerpo. Se acababa de duchar. Maldición, pensaba que estaba solo. En seguida advirtió mi estado de ánimo; es una madre, después de todo.

  • ¿Qué te pasa? –quiso saber.

  • Nada… –contesté, pero noté que me derrumbaba de un momento a otro.

  • ¿Cómo que nada? ¿Qué es lo que te pasa? –reiteró con cara de gravedad, acercándose a mí.

  • Que me ha dejado Tamara…  hace un rato… –pude decir casi entre sollozos.

  • Ay hijo mío, ven aquí –y me abrazó tiernamente–. Anda ven, cuéntamelo.

Me agarró de la mano y me condujo a su habitación. Se sentó en la cama e hizo un ademán para que me sentara junto a ella.

  • A ver. Cómo ha sido –inquirió.

  • Pues nada… esta tarde, hace un rato –comencé.

Me agarró ambas manos y me miró dulcemente a los ojos.

  • ¿Y sin más, te lo ha dicho? ¿Qué te dejaba?

  • Sí… ha dicho que debemos dejarlo. No me ha explicado nada más.

  • Pero vamos a ver, ¿algo más habrá dicho, no? Alguna razón te tendrá que dar.

  • Que no mama, y tampoco le he pedido más explicaciones. Me he encabronao y me he ido –expresé.

Me observó sin decir nada más, con una mirada llena de cariño y ternura. Se acercó, y abrazándome otra vez, me dio un sonoro beso en la mejilla.

Se puso en pie y se quitó la toalla que le cubría el cuerpo. Contemplé su cuerpo desnudo por enésima vez. Nunca lo ha escondido, desde que tengo memoria. Estoy acostumbrado a verla desnuda desde que tengo uso de razón. Y como se divorció de mi padre siendo yo muy pequeño, hemos vivido siempre los dos juntos y nunca ha habido ningún tabú en ese sentido. No es que estemos siempre en cueros por casa, sino que yo me cambio o me desnudo totalmente frente a ella sin problema, y ella muestra su desnudez ante mí sin ningún rubor. Por ejemplo, no es raro que ella se esté duchando, y yo entre al baño a lavarme los dientes o a orinar (no tenemos pestillo), mientras ella continúa con su ducha o se seca.  Simplemente me ha educado así. Es algo natural.

  • No te preocupes. Ya encontrarás a otra –mientras hablaba se secaba enérgicamente el pelo, y sus generosos pechos se bamboleaban de un lado al otro–. Con lo guapo que eres.

  • Es que me gustaba, porque estudia lo mismo que yo…  y no sé, es que era todo ideal –indiqué mientras ella seguía secándose el pelo con la toalla.

No es que me atrajera sexualmente ni que me estuviera excitando aquella, por otra parte, hermosa visión; pero no pude evitar pensar en la belleza de lo que veía: una mujer madura desnuda, secándose con brío la melena. Y es que a sus cincuenta y un años, mi madre estaba muy bien. Podría decirse que es una milf, muy guapa, con el cabello moreno cayendo en suaves ondulaciones sobre los hombros. Sus grandes pechos, de los que ya he hablado, por aquel entonces aún conservaban cierta firmeza, con los pequeños y oscuros pezones en el centro. No estaba delgada, pero tampoco tenía tripa. En esa época tenía el pubis descuidado y peludo, cubierto de denso vello negro. Aunque en otras ocasiones, sobre todo en verano, se lo arregla y afeita parcialmente, e incluso a veces se lo he visto rasurado del todo. Sus largas piernas siempre parecen suaves, como de adolescente, acabadas en unos finos pies que cuida con esmero. Ese día tenía las uñas pintadas de rojo; no sé por qué, pero nunca se me ha olvidado ese nimio detalle.

  • Cierto, y era una monada de chica, estudiosa y responsable –dejó la toalla sobre una silla, y abrió un cajón, buscando algo–. ¿Dónde habré dejado mi cepillo…?

Salió en dirección al baño, y un instante después regresó con un cepillo en la mano. Se puso frente al espejo y comenzó a peinarse.

  • Mira hijo, Tamara era guapa, buena estudiante, cariñosa…

  • Joder mama, me lo estás poniendo bien por las narices, para que no pase pena –le interrumpí.

  • Espera hombre. Digo que es una chica estupenda, pero que no la tienes que idealizar –me hablaba dándome la espalda, mientras se peinaba frente al espejo de su dormitorio.

  • Si eso ya lo sé… no la tengo idealizada –suspiré.

Sacó de un cajón el secador, y lo enchufó. Al accionarlo, el poderoso ruido se adueñó de la habitación. Dijo algo, pero seguía de espaldas a mí, con su redondeado culo apuntándome, y debido al estruendo no la escuché.

  • ¡Que no te oigo si no lo apagas! –exclamé.

  • Digo que en tu clase son casi todo chicas –repitió, al tiempo que apagaba el aparato y se daba la vuelta.

  • Sí, la mayoría, ¿y qué?

  • Pues que alguna ligarás, sobre todo cuando se enteren de que te has peleado –y volvió a encender el secador. Se pasó varias veces la mano por el cabello, mirándome con una sonrisa.

Por fin, terminó y dejó el secador en su sitio. Cogió una goma y se recogió el pelo en una coleta, para estar más cómoda.

  • ¿Has cenado algo por ahí? –preguntó todavía desnuda, mientras abría un cajón de la mesilla.

  • No, sólo lo que nos han puesto con la cerveza.

  • Pues ahora te preparo algo y cenas –sacó unas bragas marrones y se las puso; y a continuación se vistió con un camisón para dormir, de seda blanca–. Y si quieres esta noche duermes aquí conmigo.

  • No, da igual mama; esta noche quiero estar solo. Ya me entiendes.

  • Ahh vale, no te preocupes –concluyó sonriendo, y plantándome un beso en la frente.

Esos eran otros de los aspectos en los que tengo mucha confianza con mi madre: uno es que en ocasiones, si estoy enfermo, o deprimido, duermo en su habitación, como cuando era niño. Por eso me lo propuso, para que descansara tranquilo, no porque tuviera ánimo libidinoso.

El otro, es que siempre he tenido mucha libertad en el tema de la masturbación. Una vez, con unos trece años, me pilló cascándomela. Me dio tanta vergüenza, y me llevé un susto tan gordo, que mi madre se compadeció y me dijo que no era nada malo, que lo hiciera siempre que quisiera. Desde entonces, no es que me masturbe delante de ella, pero si está en casa le informo de lo que voy a hacer para no llevarme sobresaltos. Por eso se lo indico con frases como “quiero estar solo”, “necesito privacidad”, o “me voy a mi habitación, ya sabes”.

Me preparó un bocadillo de jamón con cebolla (otro detalle que no olvidaré), y hablamos un rato más del tiempo que había estado con Tamara. Ella sabía que esta chica me había calado, y trató de animarme y confortarme. Pero no tardé mucho en irme a mi cuarto, donde, tal y como le había insinuado, me masturbé desnudo en la cama, intentando borrar de mi mente cualquier rastro de mi novia de la Universidad.


El fin de semana siguiente, salí con mis amigos de clase. Tenía que despejarme y divertirme. Además ya había acabado todos exámenes y me lo merecía. Estuvimos cenando, y luego echando cubatas en un bar del centro. Pero me empecé a rayar y se me acabaron las ganas de fiesta, así que volví temprano, sobre las dos o las tres.

Mi casa, completamente en silencio, me daba vueltas debido a los cubalibres que me había bebido. Me metí en mi cuarto de puntillas, me desnudé y me tumbé en la cama. Mi intención era dormir, pero comencé a juguetear con mi rabo, que en seguida se puso duro, y fui acelerando cada vez más. Pero no quería correrme allí y pringar todo, así que salí en dirección al baño. Entré sin hacer ruido, cerré y me situé en el lavabo, frente al espejo. A veces me gusta ver cómo me masturbo, y cómo eyaculo sobre la fría loza. Mi madre a esas horas estaba ya dormida, así que no había peligro.

Me estiraba y empujaba la piel, cubriendo y descubriendo alternativamente el glande, que brillaba muy húmedo e hinchado. El subidón del alcohol hacía que tardara mucho más en acercarse el orgasmo, pero no me importaba porque la paja era realmente placentera. Apoyé los testículos en el lavabo, notando cómo el frío me excitaba más. Cerré los ojos, y no pude evitar imaginarme follando con Tamara, estrujándole sus pequeños pechos de piel pálida. No quería pensar en eso, pero era difícil olvidarse del sexo con ella. Recordé la primera vez, cuando éramos tan novatos e hicimos lo que pudimos en el asiento de atrás de mi coche; y las veces posteriores, mejorando cada día con la práctica. Me vino a la mente un fin de semana que pasamos en una casa rural, de la que no salimos hasta el domingo por la tarde, follando mañana, tarde, y noche.

Me entraron ganas de llorar y sentí pena de mí mismo, pero continué meneándomela. Subí el ritmo y sentí que el clímax se acercaba. De repente se abrió la puerta y apareció mi madre con su camisón blanco. El sobresalto me provocó un orgasmo que llegó antes de tiempo, y contraje la espalda mientras mi polla palpitaba de placer, soltando un chorrito de semen tras otro al lavabo.

  • Ah…  ah…  joder…  mama… –gemí abochornado, pero me seguí estrujando el rabo, primero porque la paja era realmente placentera, y segundo porque aunque sentía vergüenza, la situación ahora me daba morbo, a diferencia de cuando tenía trece años.

Mi madre se quedó mirando boquiabierta cómo me corría, sin reaccionar durante unos segundos, hasta que por fin se tapó los ojos con una mano y dirigió la mirada al suelo, justo cuando mi corrida llegaba a los últimos estertores.

  • Uy, perdón hijo, venía a hacer un pis, que me he despertado cuando has llegado –se disculpó–. Termina termina, que ya entro cuando acabes –y entornó la puerta.

Vaya panorama. Me volvía a pillar masturbándome, y esta vez ya de mayor. La situación era sonrojante, pero a la vez había tenido un puntillo morboso que no me lograba explicar. Me gustaba que mi Tamara me mirara tocándome, ¿pero que me viera mi madre? No lo entendía, y me sentí un poco depravado.

Abrí el grifo para quitar el esperma, y me limpié el miembro con un trozo de papel. No quería demorarme mucho y salí en seguida, desnudo, en dirección a mi cuarto. Mi madre todavía miraba al suelo cuando abrí la puerta del wc. En mi habitación, me puse unos calzoncillos, mientras oía el rumor del chorro de mi madre meando.

Escuché cómo pasaba andando a su dormitorio, mientras yo ya estaba en la cama intentando dormir. Pasaron los minutos y no podía conciliar el sueño; entre la rayada por Tamara, y la sorpresa de mi madre cazándome (¡por segunda vez en mi vida!) haciéndome una paja, me estaba comiendo el coco.

Necesitaba estar tranquilo y sentirme arropado, así que, tras sopesarlo brevemente, fui a su habitación. Como he dicho, no era la primera vez que iba a dormir con ella cuando estaba mal. Claro que sentía vergüenza, pero al fin y al cabo era mi madre, sabía que me tocaba a menudo, y no era la primera vez que me pillaba. Entré en su dormitorio y me tumbé en la cama despacio.

  • ¿Mama…? –pregunté en voz baja, para comprobar si estaba dormida.

  • Mmmmhhh… qué, hijo…  –dijo, con un tono adormecido.

  • Que me quedo aquí a dormir.

  • Claro…  –accedió, con la misma lánguida voz.

  • De lo de antes, cuando me has pillao …  –comencé.

  • Tranquilo hijo, no te preocupes…  no ha pasado nada –restó importancia.

  • Ya, pero…

  • Duérmete, que es tarde y tengo mucho sueño –me pidió.

Dado que ella no daba gravedad al asunto, yo tampoco lo hice. Siempre me servía ir a su habitación, siempre podía contar con ella. Y siempre me reconfortaba. Me acurruqué junto a su cuerpo, y ella metió una pierna entre las mías. Tranquilo y relajado (por la paja, pero sobre todo por yacer despreocupado con quien me dio a luz), no tardé en quedarme dormido.


Por la mañana desperté tarde, pero mi madre aún seguía dormida. Escuché unos minutos su respiración serena y acompasada. Estaba de espaldas a mí, y durante la noche se había destapado parcialmente. El camisón se le había subido hasta la cintura, por lo que le veía las piernas y el culo cubierto por unas bragas negras, que contrastaban con el blanco inmaculado del camisón.

Me recreé en la belleza de sus piernas, largas y siempre tersas. A pesar de su edad, como ya he mencionado, parecen las de una chica joven. Me apeteció muchísimo tocarlas y rozarlas, y era muy difícil contenerse, sobre todo teniendo en cuenta que estaba dormida. De modo que me acerqué más a ella, y le puse la mano cuidadosamente en la pierna. No se inmutó, así que se la acaricié suavemente, desde la cadera hasta la rodilla y luego hacia arriba otra vez. La finura de su piel era deliciosa, y seguí pasando la mano por su muslo una y otra vez, muy despacio. No quería separarme de ella, del exquisito tacto que me ofrecía su cuerpo. Ni siquiera intenté hacer algo que hubiera sido tremendamente fácil, tocarle el culo. Con acariciar una pierna me bastaba.

No tardé en tener una erección. Me sentí turbado, la misma sensación que experimenté cuando me pilló tocándome en el baño. Pero ahora mi confusión se acrecentaba: cuando me masturbé en el wc lo hacía a escondidas; en cambio ahora yo estaba buscando el contacto. Me estaba excitando muchísimo, y hubiera querido parar, pero no podía. Sabía que estaba mal, y que me estaba aprovechando de que mi madre se encontraba dormida, pero sencillamente no podía quitar mi mano de su cuerpo.

Aunque mi pecho y mi brazo estaban pegados a ella, separé mi pelvis para que no pudiera notar mi erección. Si se movía y me tocaba abajo, se hubiera dado cuenta del empalme y no era plan. En ese momento se despertó y me cogió el brazo. Aún de espaldas a mí, se puso mi mano en su regazo, para que la abrazara. Hice esfuerzos por separar la parte baja de mi cuerpo, e intenté meter la polla entre mis piernas para no tocarla con ella.

  • Buenos días, cariño –dijo con voz somnolienta.

  • Buenas, mama.

Se dio la vuelta quedando frente a mí, y vi su sonrisa a la tenue luz que se colaba por la persiana.

  • ¿Qué tal has dormido? –y me dio un piquito en los labios. No es que me diera picos con frecuencia, pero a veces, cuando me voy a un viaje, o vuelvo a casa después de unas vacaciones, me da un pequeño beso en los labios, carente de connotaciones sexuales. Este era uno de buenos días.

  • Bien, muy bien…  en esta cama grande siempre duermo de lujo –dije nervioso. Aunque el beso de mi madre no tenía segundas intenciones, en el estado de excitación en el que me encontraba, y con la polla dura bajo el calzoncillo, me había dejado algo aturdido.

  • ¿Ya estás más tranquilo esta mañana, tesoro? –se interesó.

  • Sí sí, mucho mejor –mentí. El deseo ardía en mi interior–. Me levanto ya.

Salí de la cama ocultando mi erección. Pero en lugar de ir a mi habitación a vestirme, fui directo al aseo. Me desnudé y me metí en la ducha. Allí, bajo el agua, me masturbé con furia pensando en el roce de las piernas de mi madre. Me sentía culpable por ello, pero al menos tenía el alivio de que dentro de la ducha no me pillaría cascándomela.


Los días siguientes intenté no pensar en las nuevas pasiones que parecía estar experimentando. Me decía a mí mismo continuamente que mi madre no me atraía en realidad, que sólo me refugiaba en la mujer más próxima tras haber roto con Tamara. Si hubiera tenido una compañera de piso, o una mejor amiga, me hubiera pasado lo mismo, razonaba.

Pero, casi inconscientemente, buscaba el tropiezo con mi madre, el verla cambiándose, o depilándose, o forzar un encontronazo en el baño.

No me hizo falta esforzarme mucho buscando ese encuentro. Apenas unos días después de esa noche con ella, me llamó desde su habitación. Cuando acudí, me la encontré desnuda frente al espejo de cuerpo entero de su dormitorio. Se estaba observando de arriba abajo.

  • Cariño, ven un momento…  ¿me ves más gorda? –preguntó sin apartar la mirada del espejo.

Me quedé shockeado al principio, no me lo esperaba. Sin embargo, me alegré de verla nuevamente sin ropa, y de no haber tenido que buscar ninguna excusa para hacerlo. Era ella la que me había llamado.

  • Mmmh no…  yo te veo igual –aseguré.

Se cogió los pechos con ambas manos, primero sopesándolos, y luego subiéndoselos hacia arriba. Parecía querer evitar el efecto de la gravedad.

  • ¿Estás seguro?

Mientras me hablaba no me miraba a mí, sino que no quitaba la vista de su imagen reflejada.

  • Que sí mama, de verdad. Yo te veo igual que siempre –aseveré, y era verdad.

Mi madre se dio la vuelta para verse la espalda y el culo. Se ponía de puntillas, y después apoyaba todo el pie, viendo cómo su figura se alzaba alternativamente.

  • Es que me he engordado un par de kilos. Qué te parece –me dijo, esta vez ya mirándome y sonriendo, “posando” con las manos en las caderas.

Me rasqué la barbilla pensativo. Le di varios repasos desde la cabeza a los pies. Ya que me pedía que juzgara si la veía más gorda, no iba a desperdiciar la ocasión y sacié mis ansias de contemplarla. Por supuesto, me detuve unas cuantas veces en las tetas, y en el coño, que seguía con abundante vello oscuro.

  • Pues o la báscula está mal, o no se te nota nada. Yo te veo igual –sentencié.

La había visto desnuda no a diario, pero sí con mucha frecuencia desde que podía recordar. Y jamás había me despertado el instinto sexual que se estaba apoderando de mí desde hacía unas semanas.

  • Bueno, te tendré que creer. Eres la única persona que lo puede valorar bien –comentó con una risa–. Voy a preparar algo de cenar, ¿te parece? –y se puso unas bragas limpias de su cajón, y el habitual camisón para estar por casa y dormir.

No sólo estaba mi interés por ella. Además, mi madre o bien se daba cuenta y alimentaba ese deseo, o bien parecía empezar a sentir algo parecido. Y no sabía cuál de las dos opciones era peor.


A partir de entonces empecé a tener menos escrúpulos, y dejé de intentar ahuyentar el deseo. Al contrario, ahora no sólo buscaba verla a ella sin ropa, sino que yo mismo me mostraba desnudo con el menor pretexto. El problema radicaba en que en una casa, las posibilidades eran escasas: cambiarme de ropa, e ir a ducharme, poco más.

No obstante, me lo monté bastante bien: cuando estaba yo en mi cuarto, y oía que ella se acercaba por el pasillo, me quitaba la ropa disimuladamente, como si en ese momento me cambiara. O me duchaba cuando ella estaba en casa, y me iba en toalla a mi habitación, donde me secaba siempre con la puerta abierta. Y mi madre no tenía ningún problema en acercarse hasta mi dormitorio en esos momentos, con cualquier excusa: si tenía ropa para planchar, por ejemplo.

Pero para mí eso ya no era suficiente. Por suerte, el destino me regaló otra ocasión para disfrutar de la visión de mi madre. Pero esta vez, no me llamó ella, sino que le eché algo de cara y fui yo a su encuentro.

Llegaba un domingo por la tarde de dar una vuelta. Escuché de fondo una música, y descubrí que provenía del cuarto de baño grande, el que está en la habitación de matrimonio y tiene bañera. Era mi madre dándose un baño y escuchando música, como hace algunos domingos. La puerta estaba entreabierta, así que sin llamar, asomé la cabeza.

  • Pasa cariño, me estoy dando un baño –me invitó al verme.

Como ya he explicado, no era la primera vez que ella estaba en el wc –ya sea duchándose, bañándose, lavándose los dientes o incluso haciendo pis–, y yo entraba como si nada (y viceversa). Pero sí era la primera vez que mis intenciones no eran inocentes. En ocasiones, ella se bañaba escuchando música o la radio, y yo pasaba a contarle cosas de chicas o de mis amigos durante un rato. Así que aproveché, entré, y me senté tranquilamente en el taburete, como otras veces.

  • ¿Qué tal, con quién has estado? –me preguntó con dulce voz.

No había espuma, y su cuerpo entero era visible bajo el agua. Su sexo de pelo negro atraía fugaces miradas mías.

  • Con algunos de clase –la verdad que la conversación me importaba bien poco, pero tenía que dársela para estar allí.

  • ¿Y había alguna chica? –dijo, mirándome perspicaz.

  • Una de clase, que se ha traído un par de amigas.

Bajó el volumen de la música, con evidente intención de seguir con la conversación.

  • Bueno, ¿y qué tal con ellas?  ¿Te gusta alguna?

  • A ver, no están mal…  pero gustarme…  –contesté con tono dubitativo.

Hacía calor, y el vapor empañaba espejos y cristales. La ropa ya me sobraba.

  • Seguro que tú a ellas sí, por eso la de tu clase las ha traído –sugirió mi madre.

  • Mama no te montes películas –respondí riendo.

Mi madre continuó preguntándome sobre mis amigos, mientras disfrutaba del baño. Así estuvimos un rato de cháchara, como si en vez de desnuda en la bañera, estuviéramos tomando el café en la cocina.

  • Y a Tamara, ¿la has vuelto a ver? –preguntó echándose suavizante en las manos, y aplicándoselo por el pelo con lentos y sensuales movimientos.

  • A veces…  en la facultad. Pero no me gusta, no es cómodo; me siento tenso.

  • Es normal, mi vida; ya se te pasará –observó–. Me voy a salir ya que me estoy arrugando del rato que llevo.

Se puso en pie y se enjuagó tranquilamente, delante de mí. La fragancia a suavizante se apoderó de la estancia; olía a limpio y fresco. Mis sentidos disfrutaban: la música, la magnífica visión de mi madre aclarándose, el aroma, el ambiente cálido…  Noté que mis pómulos subían de temperatura debido a la excitación. Y mi polla empezó a recibir mayor flujo sanguíneo.

  • Qué a gusto se queda una, tendría que tomar más baños –dijo mi madre, al tiempo que se agachaba para coger el tapón y que el agua se marchara por el desagüe.

  • ¡Espera! –la corté–. Que voy a aprovechar y me baño también –se me ocurrió esa idea de repente. Mientras lo decía ya me había descalzado y quitado la camisa.

  • Pero hijo, vacíala y llénala de agua nueva, que esta ya está sucia –objetó.

  • No no, si sólo son cinco minutos y me ducho, así aprovecho esta agua y no gasto una bañera entera –dije bajándome los pantalones y a continuación los calzoncillos, quedando desnudo como ella. Dejé la ropa en un rincón.

  • Bueno, como quieras, pero date prisa que se está enfriando y te pondrás malo –accedió–. Anda dame una toalla.

Alcancé una toalla del armario, y se la acerqué. La cogió y, apoyándose en mi hombro para no resbalarse, salió de la bañera. Apenas unos pocos centímetros separaban nuestros cuerpos desnudos.

Se envolvió en la toalla, y salió del baño con parsimonia. “ No estés mucho rato o te enfriarás ”, repitió al salir. Yo me metí en la bañera. Noté el agua tibia en las piernas, y me senté despacio. Mi pene había aumentado ligeramente de tamaño a la vista de mi madre, pero no me importaba. La situación había sido altamente erótica, tanto por nosotros, como por el contexto, un cuarto de baño húmedo y cálido.

Pero dudaba que mi madre lo hubiera visto así también. Tal vez para ella era algo normal, como había sido durante años. Estar desnuda, y verme desnudo. Nada más.

En torno a esas tribulaciones giraba mi mente, cuando mi madre volvió a entrar. Iba totalmente desnuda salvo por unas zapatillas viejas de estar por casa.

  • Vengo a por la crema de piernas, que nunca sé dónde la dejo –dijo sin mirarme, dándome la espalda.

Se agachó a buscarla, en el mueble del lavabo. Puso el culo en pompa, que pude contemplar en todo su esplendor. Por debajo, vi perfectamente la raja de su coño, cubierta de pelo. Algunas canas rompían la negrura reinante.

Tardó un rato en encontrarla, siempre agachada. No pude evitar tener una erección. Pensé en tocarme, pero me pareció demasiado fuerte. Al contrario, tapé mi erección con las manos; aunque fue innecesario, porque mi madre salió sin mirarme siquiera.

  • ¡Sal ya, que te vas a enfriar! –exhortó.

  • Vooooy –respondí cansino.

Me levanté y accioné el grifo. Me duché rápido; sólo tenía que aclararme un poco.

Salí y me anudé la toalla a la cintura. Ahora tenía que pasar por la habitación de mi madre, donde estaría poniéndose crema en las piernas. Más que crema, parecía que me ponía a prueba a mí.

Pasé a su habitación, y por supuesto, estaba desnuda en la cama. Se había sentado sobre la toalla, en el borde, y se ponía crema en las piernas. Me miró con ternura. En sus ojos yo no adivinaba seducción, era mi madre, siempre buena y cariñosa conmigo. Sin embargo, sus actos parecían indicar lo contrario: hasta yo sabía que no era normal darse crema en las piernas desnuda frente a un hijo. Pero estaba acostumbrado a verla así desde pequeño, de modo que me confundía. ¿Y si yo intentaba algo, y ella se espantaba y me rechazaba?  ¿Y si se estaba insinuando, y yo no me atrevía?

  • No estés así, vístete que vas a coger frío –dijo cuando yo ya casi salía de su alcoba. Siempre se preocupaba por mí.

  • Mama, ¿quieres que te dé yo la crema? –pregunté de improviso.

A decir verdad, no era la primera vez. De niño, yo veía cómo ella se echaba crema, y al final siempre me dejaba ponérsela a mí, y acababa haciéndole cosquillas en los pies jugando. Muchas veces estaba en pijama o camisón; otras en bragas y sujetador; y en ocasiones, como ahora, desnuda. De adolescente se fue perdiendo esa costumbre, aunque nunca del todo. Pero ahora hacía ya dos o tres años que no lo hacíamos.

  • ¡Claro! Anda ven aquí, mi vida –y puso la toalla en el centro de la cama, tumbándose encima.

Me senté en un lado, y me puse crema en las manos. Se la extendí desde la cadera hasta la rodilla, una y otra vez, subiendo y bajando. Al subir, en alguna ocasión le rocé el vello púbico, pero no pareció enterarse.

Pasé a poner la crema en las pantorrillas, disfrutando del roce de su piel. No me extrañaba que fuera siempre tan tersa y fina, las cuidaba mucho. Ella mantenía los ojos cerrados, sin duda deleitándose en el suave masaje que le estaba dando.

Me unté más crema y le amasé la pierna hasta el tobillo, y a continuación masajeé el pie.

  • Mmhhhh… qué gustito… –dijo sin abrir los ojos.

Yo también estaba gozando. Me encantaba tocar su piel, sentir su tacto y su calidez. Se me volvía a empinar levemente.

  • Un buen baño relajante y después un buen masaje, qué más se puede pedir –dijo en un tono meloso–. Quién quiere un marido teniendo un hijo tan bueno…

Sonreí para mis adentros, satisfecho. Me levanté para ir al otro lado de la cama y así empezar con la otra pierna. Pero al hacerlo, la toalla calló al suelo. La verdad es que no la había anudado muy fuerte, intencionadamente, con el objetivo de que pasara algo así.

  • Uy…  –dije al caerse, pero no añadí nada más, ni la recogí del suelo. Fui como si nada al otro lado.

Mi madre, que había abierto los ojos al levantarme de la cama, vio cómo se me caía, y cómo continué en cueros hasta sentarme al otro lado. Pero no pareció darle importancia, y cerró los ojos nuevamente.

Me puse con la otra pierna. Repetí el método de la anterior: primero el muslo hasta la cadera; y luego la rodilla y la pantorrilla, para acabar en el pie. Después de un rato dándole friegas, me puse una buena cantidad de crema en las manos y amasé las dos piernas a la vez, acercando mucho mis partes a ella. Bajé poco a poco hasta sus pies, y me regodeé masajeándolos. Le froté todos los dedos, uno por uno, y seguidamente la planta y el talón. Mi polla estaba prácticamente tiesa, pero desde el ángulo en el que estaba mi madre, no podía verla. Recordé entonces a Tamara, y cómo me gustaba chuparle y lamerle los pies mientras me la follaba. Los de Tamara eran jóvenes; estos en cambio, eran de una mujer madura, tan bonitos…  me entraron unas ganas casi irrefrenables de metérmelos en la boca, pero no cedí al arrebato.

En lugar de eso, le di un beso en cada pie, bajo los dedos. Entonces abrió los ojos y me miró divertida.

  • ¡Que me haces cosquillas! –exclamó riendo.

Yo reí también, y apresándole los pies, empecé a hacerle más cosquillas. Más que nada lo hice para romper la tensión erótica del momento, porque de seguir con las friegas, dudo que hubiera podido resistir mis ganas de follármela. El juego hizo que yo me relajara y mi polla también, volviendo a un estado más normal. Después de unos segundos revolviéndose en la cama intentando zafarse y liberar sus pies, la solté.

  • ¡Qué mala idea tienes, hacía mucho que no me torturabas con cosquillas! –gritó entre risas.

Me agaché y cogí mi toalla, cubriéndome de nuevo.

  • Tú vístete también, que no haces más que decirme que me voy a enfriar y la que se va a poner mala eres tú –le dije.

  • Pues tienes razón hijo mío –apuntó, y cogió su ropa para vestirse.

Aquel jugueteo, entre el baño primero, y el masaje después, me había puesto cardíaco. Por la noche, tras haber cenado, estábamos en el sofá, pero no tarde en irme a mi cuarto.

  • ¿Ya te vas, mi vida? –me preguntó.

  • Sí mama, estoy cansado…  pero no voy a dormir aún, ya sabes…  –le indiqué.

  • Entendido. No te molesto –dijo guiñándome un ojo con una sonrisa cómplice.

En efecto, me desnudé en la cama y me masturbé pensando en mi madre. En su cuerpo, en el masaje. Había pasado una gran tarde con ella, en el baño, y poniéndole crema como cuando era pequeño. Pero no podíamos seguir así. O me buscaba una novia, o la cosa iba a acabar como el rosario de la aurora.


Eso me propuse al siguiente fin de semana. Echarme novia, o al menos, ligarme a una y darle lo suyo. Quedé con los amigos de clase, para cenar e irnos de cubateo. La cena fue divertida, y en el bar donde bebíamos nos lo estábamos pasando genial. Pero al entrar a un garito donde la gente ya bailaba, me encontré con una desagradable sorpresa: era Tamara, hablando con un tío. No me vio, pero aún así me dolió tanto que no quería seguir allí.

Hice la bomba de humo y me fui sin despedirme. No era tarde, apenas la una y media o así. Caminé rayado hasta casa, sin apartar de la mente la imagen de Tamara con otro. No sabía por qué me seguía jodiendo, si ya hacía meses.

Llegué a casa deprimido y con un nudo en la garganta. Abrí despacio, pero me sorprendí al ver a mi madre en el sofá viendo la tele. Bueno, la verdad que no era muy tarde. Se sobresaltó al verme.

  • ¡Hijo! ¿Cómo vienes tan pronto? –preguntó sorprendida.

  • Nada es que…  –empecé.

  • ¿Qué?  ¿Qué pasa?  –dijo preocupada.

El llanto asomaba a mis ojos. Me creía fuerte, pero últimamente había llorado varias veces ya, a causa de Tamara.

  • He visto a Tamara…  con un chico…  –le informé, con algunas lágrimas escapándose ya de mis ojos.

  • Ven aquí, mi vida –y acercándose, me dio un fuerte abrazo que me reconfortó–. Ahora mismo te preparo un vaso de leche con colacao.

  • No, da igual… me voy a la cama. ¿Puedo dormir contigo?

  • Pues claro cariño; ves, que ahora mismo voy yo.

Me fui a su dormitorio, me quité la ropa y me metí en calzoncillos en la cama. A los cinco minutos, entró mi madre, se quitó el chándal que llevaba, se puso el camisón y se metió también.

  • ¿Estás mejor? –me preguntó, ya con la luz apagada.

  • Sí, algo mejor…

  • Bueno, pues ahora estate tranquilo y descansa.

Eso intenté, pero no había manera. No me podía dormir, estaba desvelado. Pasó un buen rato, puede que una hora, u hora y media. Bebí agua, y me cambié de postura, pero nada. Así que, lentamente, me incorporé para ir a mi habitación. Una paja era lo que necesitaba, me relajaría y dormiría. Pero cuando ya estaba levantándome, una voz me detuvo.

  • ¿Dónde vas? –preguntó mi madre, con voz somnolienta.

Joder, pensaba que ya dormía. Quería irme sin hacer ruido, pero ahora ya me había oído.

  • Pues…  es que no me puedo dormir –indiqué.

  • Anda túmbate y cierra los ojos; aunque no te duermas descansarás –propuso.

  • No no, es que… mejor me voy a mi cuarto –dije, nervioso.

En ese instante entendió. Se quedó unos segundos callada.

  • Pero… no tienes por qué irte –dijo al fin.

  • Hombre, mamá… –repuse.

  • Me dices casi a diario que vas a tocarte a tu habitación, y luego más veces que no me lo dirás. Muchas veces te tocas en tu cuarto y estoy yo en el salón, o más aún, aquí en la habitación de al lado. Sé lo que estás haciendo porque me lo dices. Y el otro día te pillé en el lavabo…

  • Mamá, no me lo recuerdes –le interrumpí.

  • Bueno, pero es lo que te digo. No va a cambiar nada que te vayas a tu habitación. Sé lo que vas a hacer. Puedes hacerlo aquí si quieres, no me va a molestar ni a dar asco –su voz ya no era de sueño, sino que transmitía confianza y seguridad.

Me invitaba a masturbarme en su cama, junto a ella. Esto ya era traspasar una frontera. Una cosa era no tener tabúes en cuanto a nuestros cuerpos, y estar desnudos uno al lado del otro sin problema, pero practicar el sexo, aunque sea con uno mismo, al lado de tu progenitora, era otra bien distinta.

Pero yo realmente lo estaba deseando. En mi cabeza no había ni rastro de Tamara, al menos desde hacía un rato, y el morbo me dominaba. Me bajé los calzoncillos y quedé desnudo. Mi polla estaba flácida, por los nervios. Pero estaba muy excitado y comencé a acariciarla. No tardó en ponerse dura.

Allí, bajo las mantas, y con la luz apagada, me estiré la piel muy despacio hasta arriba, y luego hasta abajo, descubriendo el glande. Sentía el roce de la sábana en mi miembro, que poco a poco iba soltando líquido preseminal.

Y mi madre justo al lado, quieta como una estatua. Ignoraba si tenía los ojos abiertos o cerrados, y si estaba atenta o trataba de dormir, ajena a mi actividad. Aún así, yo intentaba disimular, moviéndome muy despacio, como si así no fuera a darse cuenta. Era muy contradictorio: me masturbaba a su lado, excitadísimo por el hecho de hacerlo junto a ella; pero al mismo tiempo me daba vergüenza y procuraba que ella no lo notara.

Pero sabía que era inútil: pese a que procuraba ir despacio, era inevitable ir subiendo el ritmo, y con ello movimientos cada vez más fuertes y respiración más agitada. En un momento dado, la excitación superó al reparo y me la machaqué con fuerza, indiferente ya a que se diera cuenta.

El orgasmo se acercaba, y estaba deseando sentirlo. Yo continuaba bajo la manta, y mi madre permanecía impertérrita. Parecía que no estuviera allí. Sentí que el clímax llegaba, de modo que aceleré el ritmo para gozarlo todo lo posible. Por fin, me corrí, en un éxtasis maravilloso, que el estar junto a mi madre hacía mejor aún. Pringué de semen las sábanas y a mí mismo, cubriéndome de esperma la barriga.

  • Mmmmhh…  ufff… –no quería decir nada, pero no pude evitar emitir un par de gemidos durante la eyaculación.

Todavía sentí algún espasmo cuando quité mi mano pringosa del miembro. Me quedé allí tumbado boca arriba, relajado y contento. No esperaba que hubiera sido tan fácil. Me daba mucho apuro masturbarme junto a mi madre, pero finalmente me resultó sencillo y placentero. Sólo tenía que hacerme una paja como siempre, con el plus morboso de que ella se encontraba a escasos centímetros de mí.

Entonces, en pleno relax, se acercó y me dio un largo beso en la mejilla. Por lo visto sí había estado al tanto de todo.

  • Nunca te reprimas. El sexo no es malo –me susurró al oído.

Nuevamente lo había vuelto a hacer. Había llegado a casa de bajón, triste por ver a Tamara con otro. Pero sea como fuere, mi madre volvía a hacer magia y me dejaba en un estado de total bienestar. No tardé en quedarme dormido, tal como estaba, desnudo y manchado de mis propios fluidos.


Por la mañana me despertó la luz que entraba por la ventana. Serían las diez o así. Mi madre permanecía profundamente dormida. Había descansado plácidamente, como siempre que lo hacía allí. Pensé en la experiencia vivida por la noche, y aunque sabía que lo que había hecho era algo pecaminoso e inmoral, me regocijé con el recuerdo.

Al despertar ya tenía una buena erección matutina, pero mis pensamientos hicieron que se me endureciera todavía más. Así que, ya sin tantos prejuicios como en la madrugada, me agarré el pene. Empecé a masturbarme otra vez, bajo la manta. Pero que lo hiciera no significaba que quisiera despertar a mi madre, así que tuve cuidado y me toqué despacio y en silencio.

Era una gozada masturbarse en esa cama, junto a mi madre otra vez, sin sentir vergüenza ni culpa. Notaba el semen reseco en mi tripa y en la sábana. La verdad es que tenía calor, y aparté las mantas para liberarme. Me giré despacio para comprobar que mi madre siguiera dormida: ahora que estaba destapado, me hubiera visto de pleno si despertaba. Seguía con su respiración pausada y los ojos cerrados.

Me escupí en la mano y remojé el glande, trazando círculos con el pulgar. Me agarré los huevos y subí el ritmo, cada vez más caliente. Volví a lubricarme la mano; el capullo, de un vivo color morado, brillaba húmedo a la luz del sol matinal que se filtraba por la persiana.

Aceleré, sintiendo los tirones en el prepucio con cada sacudida. Me estaba encantando, era maravilloso el morbo de masturbarse procurando que mi madre no se despertara. Giré la cabeza, para ver que permanecía dormida. Pero cuál fue mi sorpresa al ver que estaba con los ojos abiertos, observándolo todo. Al girarme, volvió la mirada hacia mí y me miró a los ojos. Me quedé inmóvil, y dejé de pajearme por la impresión. Pero ella no dijo nada, simplemente volvió a dirigir la mirada a mi miembro, como indicando que siguiera.

No tenía sentido parar a esas alturas, así que continué con la paja. Ya sin trabas, puesto que a ella no sólo no le importaba, sino que parecía disfrutar mirando, volví a echarme saliva y a esparcirla por mi miembro. Realmente era la tercera vez que me pillaba, aunque en esta ocasión yo había asumido el riesgo, y prácticamente lo había buscado. Y sentirme observado era algo que aumentaba significativamente el placer.

Me giré hacia ella, que seguía contemplando con interés el espectáculo. Estaba seria, con la cabeza apoyada en la mano, pero se le veía complacida. Yo miraba alternativamente a mi polla y a ella, cada vez más ciego de excitación.

Estaba a punto de correrme, pero quería alargar la situación y seguir disfrutando. Así que paré unos segundos, y luego proseguí despacio; volví a parar, y volví a iniciar a un ritmo bajo. Mi madre comprendió lo que hacía y sonrió.

  • No te reprimas cariño, ya te lo dije anoche –musitó.

Aquellas palabras fueron como una señal para que una presa se abriera. Me corrí en abundancia, emitiendo un pequeño grito que no pude contener, mientras miraba a mi madre que a su vez observaba las sucesivas sacudidas y espasmos de mi miembro en pleno orgasmo.

Se acercó a mí, sin importarle mancharse con el semen esparcido por las mantas y sábanas. Esta vez me abrazó con fuerza, estrujando su cuerpo contra el mío desnudo, y me plantó un beso en los labios.

  • Así me gusta cariño, que no te reprimas –dijo.

¿Significaba eso que me podía pajear siempre que quisiera delante de ella? ¿O junto a ella, en su cama? No lo tenía claro. Lo que sí tenía clarísimo, era que ya no era suficiente masturbarme a su lado. Quería hacerle el amor. Sólo lo había hecho con Tamara, y nadie mejor que mi madre para que fuera la segunda persona con quien lo hacía.

Además, ella me repetía que no me reprimiese, ¿no? De manera que me puse a idear un plan. Tampoco podía ir y soltárselo directamente, que quería follar con ella. Eso no procedía. Tenía que expresárselo, pero a la vez ella tenía que dar un paso en ese sentido.

No podía ser cualquier noche, debía ser la noche adecuada. Repetiría el proceso del finde anterior: saldría, volvería pronto, aduciendo un indeseado encuentro con Tamara (esta vez ficticio), y ella me consolaría. Sí, así lo haría.

La semana se me hizo larguísima. Además no repetí la paja en su cama. Quería estar deseoso para el gran día y por eso no forcé la situación. Ella tampoco hizo nada que me invitara a hacer eso o algo parecido.

Llegó el sábado. Avisé a mis amigos de que me iría pronto, tomar algo y ya. Se quejaron y me echaron en cara la culebrilla de la semana anterior. Fuimos a echar birras a un par de bares, y en seguida se me hicieron las dos. Me despedí y me dirigí presto a casa. No sabía si me atrevería finalmente a intentar el sexo con mi madre, pero al menos las cervezas me envalentonaron.

Cuando llegué, como el sábado anterior, estaba viendo una película. Me preparé, me hice el compungido…  no se si coló realmente. Pero el caso es que vino a mí y me dio un fuerte abrazo.

  • ¿Qué pasa, mi vida?  No me lo digas…  ya lo sé –afirmó.

  • Pues…  igual que el otro día –intenté parecer muy afligido, pero creo que mi tono era más bien dubitativo.

  • Ay cariño mío, esa chica te va a destrozar.

  • No te preocupes mama, no pasa nada –traté de quitar hierro al asunto–. Me voy a dormir.

  • Ves a mi cama si quieres, en seguida voy yo –era justo lo que quería oír.

Entré y en un segundo ya estaba en calzoncillos metido en la cama. A los pocos minutos, llegó mi madre. Se quitó la ropa que llevaba, quedando en bragas, y se puso el camisón. Entró en la cama y me dio un beso en la mejilla.

  • Duérmete y no pienses más en esa chica, cariño.

  • Es lo que intento, mama –en realidad era a ella a quien no me quitaba de la cabeza.

Tumbado de lado, con mi madre dándome la espalda, me pegué a ella y la abracé, dándole un beso en la nuca. Ella metió una pierna entre las mías, y cogiendo mi mano, la puso en su pecho. Notaba sus tetas bajo la palma de mi mano. Se me puso dura inmediatamente, pero esta vez no hice nada por ocultarlo. La tenía pegada a su culo, y estaba seguro de que la notaba. Era el momento, tenía que decírselo.

  • Mamá…  –empecé, echándole valor.

  • Sí…

  • Quiero…  necesito… –dije, con su melena en mi cara.

  • ¿Qué pasa? –parecía alarmada.

Su tono me hizo dudar, no aparentaba darse cuenta de la carga sexual del momento. A punto estuve de dar marcha atrás.

  • Quiero…  quiero hacer el amor contigo –me arranqué por fin.

Se quedó callada, y no se inmutó. Entonces un repentino vacío se adueñó de mi cabeza, y me sentí como mareado; la habitación me daba vueltas. La acababa de cagar. Había traspasado una frontera.

Su silencio y quietud se prolongó un tiempo que me pareció eterno. Continuaba pegada a mí: su nuca en mi cara, mi mano en su pecho, y su pierna entre las mías. Mi polla seguía pegada a su culo.

Entonces me apartó y se movió entre las sábanas. Pensé que salía de la cama enfadada, y que se iba. Pero no. Entonces me di cuenta: se estaba desnudando, se había quitado el camisón y se estaba bajando las bragas.

  • Ven aquí, tesoro –me invitó.

Estaba boca arriba, con las piernas abiertas ya. Me coloqué encima de ella, corveé, y me acogió con cariño. Su cálida vagina albergó a la perfección mi miembro, que comenzó a entrar y salir muy despacio. Estar dentro de mi madre era una sensación fantástica, y es difícil describir con palabras lo que sentí en ese momento.

Hasta entonces, sólo había tenido sexo con Tamara, y me encantaba; pero penetrar a esta voluptuosa mujer madura, que era mi madre, estaba a otro nivel. Me apresó con sus piernas, empujando para que llegara bien dentro de ella. Me abrazó el cuello, y besé sus labios con pasión. Ella me besaba con ternura, como si lo que estábamos haciendo no fuera algo sexual, sino la mayor muestra de amor que una madre puede dar a un hijo.

Cogí sus tetas y las lamí, mientras ella ponía las manos en mi culo. Aceleré la velocidad, pero no quería terminar. Quería estar así toda la noche, toda la vida. Sólo pensaba en ella. En lo que la quería, en lo que había significado siempre para mí. Ni por un segundo pensé en Tamara ni en nadie más que en mi madre.

Quería verla. Estábamos a oscuras, pero quería verle la cara. Alargué la mano y accioné el interruptor de la lámpara de la mesilla de noche. Me miró sonriendo, pero no dijo nada. Yo intenté devolverle la sonrisa, pero mi cara era una mueca de esfuerzo. No quería hacer guarradas con ella, sólo hacer el amor. Entrar y salir, y notar la calidez que me envolvía.

Apoyé la cara en su pecho, y me cogió la cabeza con las manos, acariciándome el pelo y besándome en la frente amorosamente.

  • Venga cariño…  desahógate…  desfógate conmigo –me animó.

Me incorporé y la besé largamente. Traté de no gemir, pero me era imposible.

  • Desahógate, desahógate conmigo…  –repetía.

Entonces la miré a los ojos. Quería correrme mirándola. Aumenté el ritmo, buscando el clímax que era inminente. Unas pocas embestidas más, y ya lo tenía. Ella, adivinando mis tiempos, me agarró fuerte del culo, preparándose para recibir la eyaculación.

Por fin, me corrí en su coño, mirándola a los ojos, sintiendo el mayor orgasmo que había tenido en mi vida. Follar con Tamara era cojonudo, pero el clímax que estaba sintiendo estaba a años luz. No sé cuánto rato estuve sintiendo los espasmos y expulsando semen dentro de mi madre, pero desde luego mucho más que ninguna otra vez.

Finalmente, me desplomé sobre ella, exhausto. Había sido algo mágico, casi místico; no sólo por el increíble placer que sentí, sino por haber sido con mi querida madre. Había sido un acto de amor en toda regla.

Pasó un rato, yo seguía encima de su cuerpo y dentro de ella. Estábamos en silencio, mientras ella me acariciaba la cabeza y el pelo.

  • Mama, pero tú no…  –dije al cabo de unos minutos. Mi polla seguía dentro de su coño.

  • No hijo –contestó riendo–. Pero no pasa nada. Esto era para ti, para que te desfogaras.

  • Gracias mama.

  • No hace falta que me agradezcas nada, cariño –una tierna sonrisa dominaba su bello rostro–. Llevabas tiempo mal, y te hacía falta esto.

  • Te quiero, mamá.

  • Yo te quiero más. Siempre haré lo que haga falta por ti.