Mi lesbiana favorita
El curioso encuentro de una lesbiana con un hetero.
Mi lesbiana favorita
Imposible siquiera imaginarlo. ¿Hacerle el amor y además ser depositario de su preciado tesorito? ¡No! ¡Absurdo! Pero si ella es lesbiana incuestionable, probada y comprobada.
Mil veces hice la misma reflexión esa tarde al despedirnos y sin embargo, su declaración fue rotunda y sin lugar a interpretaciones. Marta quería que yo me la llevara al río y cuanto antes fuera, mejor. Estaba harta de ser virgen y le parecía ilógico que siendo lesbiana cabal anduviera por ahí tan campante con la membrana aquella y sobre todo a su edad. Su pareja se reía de la virginal condición de Marta, usándola como arma letal cuando reñían. Ni pensar siquiera que llegaran a enterarse las compañeras del Grupo Independiente de Lesbianas Irrebatibles (GILI), del que era socia fundadora y presidenta vitalicia.
En nuestra extraña relación una cosa eran los encuentros cariñosos donde me permitía todo menos "aquello" y una muy otra llegar al extremo de arrebatarle el tesorín que con tanto celo guardaba.
- ¡De eso, nada, monada!, me decía una y otra vez sin importarle mi grado de calentura.
-Pero, ¿por qué no? Date cuenta cómo estoy.
-Pues te aguantas. ¡Eso no y sigue en lo que estás! Y yo seguía en lo que estaba: sobando por aquí, estrujando por allá y pasando la lengua por donde se me permitiera.
Ella se corría luego de un frotamiento brutal y yo enseguida, gracias a su manipuleo porque tampoco la felación le gustaba. Decía que donde estuviera una buena abertura que se hiciera lo demás a un lado. ¡Y vaya que lo hacía a un lado! Tampoco quería que me acercara por la retaguardia. ¡Mucho cuidado con andar por ahí!, me advertía. En fin, para ella yo era menos que su objeto sexual.
Luego de tanto rozamiento mi pobre camarada quedaba hecho una piltrafa por unos días: agachado, resignado, dolorido y casi en carne viva. ¡El pobrecito! ¡Con lo bueno que me ha salido!
Durante un par de años aquello fue el protocolo en nuestras entrevistas. Yo no quería dejarla por ningún motivo. Era un bombón; una real hembra, además de tener una charla deliciosa. Ella tampoco deseaba cortar la relación; sabía que yo no la traicionaría y menos que haría mofa de su discutible sexualidad. Desde el principio nuestras calenturas se han complementado perfectamente y los dos nos hemos sentido cómodos así.
Bastaba una leve caricia en el pecho para ponerla en órbita y mejor aún cuando le bajaba las bragas. Eso sí que la complacía. Entornaba los ojos gimiendo y sin la menor consideración se me echaba encima como misionera y yo con la mirada en el techo.
Luego venía el refregón desmedido. Quejidos, murmullos, palabras a medias, ojos en blanco, miradas de cordero en vísperas y para terminar, el escándalo total con el grito constante de ¡Me muero! ¡Me muero! Era el acabose. Y yo ahí, mirando y preguntándome: pero, ¿ésta es lesbiana o no? ¿Le gustan o no los tíos? ¡Joder! No vaya a pensar que soy medio maricón. Los pelos se me ponían de punta nada más pensarlo. Así que apenas me encontraba en el baño me paraba frente al espejo para observar mi varonil reflejo, es decir, lo que se puede rescatar de un cuarentón escaso de pelo y generoso de carnes. El típico maduro, pero, eso sí, muy macho. ¡No faltaría más!
Por eso me extrañó tanto cuando me aseguró que si había de perder la pureza qué mejor que con un servidor, su amigo y confidente. La calentura y el morbo eran poderosas razones como para dejar pasar la oportunidad. ¡Una virgen en estos días! De no ser la Almudena no conocía otra.
El ansiado revolcón fue de antología. ¡Las que pasé solamente en el intento de entrar! Estaba impenetrable, dura y bien dura, por la tensión que experimentaba. Claro, tantos años de atavismos y el qué dirán de las compañeras del GILI le impedían relajarse.
El misionero ahora lo hacía yo con la presidenta vitalicia del GILI de piernas abiertas. No sé cuántas veces lo probamos y todas en vano. Finalmente, el rigor mortis de Marta y tanto esfuerzo inútil acabaron por ponérmela más blanda que el trasero de mi abuela.
La situación era embarazosa. Urgía una solución rápida para consumar la entrega. Marta sin pensárselo mucho tomó la iniciativa. Primero con la mano derecha, luego la izquierda. Al principio el subibaja era suave pero al no haber respuesta los manipuleos se tornaron casi frenéticos, y, claro, era tal su desesperación que los tirones y estrujadas en lugar de excitarme, causaron el efecto contrario y peor aún, dolorosos escozores que me llevaron a implorarle detenerse.
¡Ni hablar, ahora me cumples! ¡Que yo no he comprometido tanto para que ahora salgas con esto! Me decía enfurecida.
Espera, mujer, déjame tomar aire. Y la cruel miembra fundadora del GILI, ni caso. Ella seguía dale que dale murmurando, fuera de sí, "¡Ahora te paras, desgraciado!" "Que esto es una desconsideración." "Que ahora sí te la has ganado."
¡Piedad, Martita! Que me haces daño.
Más daño me has hecho tú.
¡Pero, qué dices, mujer! ¿Qué daño te he hecho yo?
¿Te parece poco?
No sé a qué te refieres, cariño, pero, por favor, para ya, que me tienes en un grito.
¡Todos los hombres sois iguales! ¡Y tú no me vuelves a ver, lo juro! ¡Ay de ti si se enteran en el GILI! Se vistió apresuradamente mascullando maldiciones abandonando atropelladamente la habitación.
A mí me tenían sin cuidado sus advertencias y lamentos, dada la deplorable condición de mi entrepierna. El dolor por la irritación que me había causado la distinguida miembra en el frustrado miembro, convertía aquello en escena para un filme de Mel Gibson: mucha pasión, sangre, sudor y lágrimas.
El caso es que acabé en la clínica más cercana donde me atendió una enfermera algo varonil por cierto, que muerta de risa por mi relato, parecía gozar ante mis muestras de dolor cada vez que me manipulaba la frankfurter para curarla, al tiempo que me animaba a seguir contándole mi aventura con todo detalle.
En una de esas, por si fuera poco aquel martirio, me ha dado tan fuerte apretón cuando le dije el nombre de la responsable de aquella masacre que casi me desmayo.
- Así que Marta. ¡Vaya por Dios! ¡Menuda tía de convicciones! Ya no hay valores- murmuraba. Pero sigue, sigue. ¿Cómo acabó todo?
Yo, sin entender una palabra de cuanto farfullaba, a duras penas le conté la historia completa mientras hacía la curación. Al terminar, me acompañó hasta la puerta del policlínico donde le dejé mi último lamento:
- ¡Joder! Y pensar que era mi lesbiana favorita.
No acababa de dar unos pasos hacia el taxi cuando la escuché gritarme:
- ¡Y la mía, so pasmado! ¡Y la mía!
Hasta otra.