Mi juguete (I)

Relato de la educación y transformación de una mujer en mi nuevo juguete

Quizá fuese la cuarta o quinta mujer con la que hablé. Trabajaba cerca de un polígono industrial, al aire libre, soportando los días de sudoroso y agobiante calor en verano y refugiándose donde podía en las largas y frías jornadas del invierno por unos pocos euros. Según me contó delante de un café, no dependía de nadie y nadie dependía de ella. Aunque en el transcurso de los años la llamé por nombres distintos, para este relato de los hechos la llamaré María. Tenía 32 años y ella misma sabía que su cuerpo iniciaba el lento pero imparable descenso hacia las caídas de volúmenes y las arrugas, aunque aún era muy atractiva. La había escogido según mis gustos y tenía un cuerpo sensacional. El negro cabello le caía hasta la cintura por la espalda y perfilaba por delante unos buenos senos. Aun no mostraba demasiado vientre y las caderas marcaban una silueta muy femenina. Largas piernas resaltadas por unos tacones no muy altos y un culo grande sin ser excesivo. Tenia un rostro dulce de suaves líneas y unos ojos castaños y profundos. Se maquillaba con buen gusto, redondeando su atractivo incuestionable.

Ante mi silencioso estudio de su anatomía, me miraba curiosa y provocativa, por encima de su taza, mientras sus labios finos, de un rojo intenso, sorbían el líquido con cuidado. Mi automóvil y mi traje le sugerían que estaba dispuesto a pagarla muy bien por sus servicios. Tras algunas preguntas sobre su salud y hábitos, le di 1000 euros en efectivo para ayudar a disipar sus dudas. A petición mía, ambos nos dirigimos a unos grandes almacenes cercanos y allí le compré ropa según mis preferencias. Esto la alegró e hizo que, mientras nos mostraban un elegante traje negro que también le compré, me besara intensamente ante las miradas sorprendidas de los dependientes.

Con las bolsas de ropa en el maletero del coche, nos dirigimos hacia una clínica privada de mi selecto seguro médico. Le hicieron un chequeo general y los rápidos análisis no mostraron ninguna enfermedad. Volvimos al coche y conduje hasta mi chalet, a unos sesenta kilómetros de la ciudad.

Mi casa le gustó mucho y tras una hora de hablar y explicarle mis ideas, la noté más relajada y cómoda. No tenía nada más que un mísero cuartito en una pensión, en el barrio en el que trabajaba, y por tanto nada que perder y sí mucho que ganar. Mi oferta le aseguraba una vida de lujo y caprichos. A cambio ella debía estar totalmente a mi disposición las veinticuatro horas del día, para todo lo que yo quisiese. Sobre mis deseos le di pequeños indicios sin entrar en detalles.

En un momento dado, le pedí que se pusiera de pie a mi lado, mientras yo seguía sentado en el sofá. Metí mi mano bajo su falda vaquera sin que ella se inmutara lo más mínimo y le baje lentamente hasta las rodillas sus diminutas bragas negras. La llevé al baño y la duché meticulosamente. Al terminar, le pedí que se pusiera a cuatro patas dentro de la bañera y maravillado con la visión de sus grandes pechos colgando, empecé a controlar la temperatura del agua que salía del grifo. Cogí el recipiente y el largo tubo y llené el primero con unos dos litros de agua tibia. Le inserté la cánula profundamente muy despacio y abrí el pequeño grifo de plástico. El agua empezó a entrar en ella y  gimió débilmente al sentirla. Le acaricie el coño mientras su intestinos se inundaban y ella ronroneó de placer. Esperé a que todo el líquido estuviese dentro de ella y sacándole el inyector le dije que aguantara unos minutos. La taponé con un pequeño plug y me senté sobre el borde de la bañera esperando los efectos. Ahí estaba mi pequeña, desnuda, con sus tripas llenas de agua tibia, un tapón en el culo y soportando los retortijones y deseos de echar todo lo que le había metido. A los quince minutos me pidió permiso para evacuar y yo se lo negué. Le dije que si se quejaba la amordazaría. A los veinte minutos se retorcía de dolor. Dejé que pasaran cinco minutos más y la permití usar el váter. Cuando expulsó toda el agua, le limpié bien el ano con papel higiénico y agua y jabón y la llene con un nuevo litro que tuvo que retener 15 minutos. Volví a limpiarla, la sequé cuidadosamente, le metí totalmente un dedo para comprobar si estaba a mi gusto y la llevé de nuevo al salón. La tumbé sobre la mesa y exploré lentamente su vulva y su ano. Me gustaban sus formas y su sensibilidad. Sabía que había hecho una buena elección. Con todas las manipulaciones, ella estaba muy excitada y los labios de su vulva brillaban húmedos. La poseí largamente y con mimo. Ya había empezado a ser mi muñeca, mi robot, mi esclava sexual según yo quería y exigía.

Deje pasar un par de semanas para que se instalara en la casa y cogiese confianza. Su cuerpo desnudo y espléndido recibía el sol en la piscina, miraba la televisión y hojeaba revistas indolentemente durante todo el día. Por las mañanas, nada más levantarme, siempre a las ocho, ella tenía que estar de rodillas junto a mi cama, desnuda, para que yo le diese mi semen y ella lo tragara. Algunos días yo tenía ganas y otros no, pero ella debía estar allí esperando. Cuando yo sí tenía deseos, ella debía lamerme y chuparme el pene hasta obtenerlo. Mientras, yo le acariciaba los pezones o cualquier parte del cuerpo que me apeteciese. Hasta las diez de la mañana no podía tomar nada más ni lavarse la boca. Quería que mi sabor la inundara el paladar y se acostumbrase a él. Después le ponía sus dos enemas diarios. Uno para que evacuara y otro para dejarla limpia. No podía expulsar el agua sin mi permiso y solía dejarle el líquido unos minutos más cada día. Ella, sin decir nada, me miraba suplicante cuando le empezaban los dolores en el vientre. Yo la ignoraba y miraba mi reloj. Cuando le indicaba se ponía sobre el váter y esperaba mi permiso. A veces le dejaba que expulsara un poco y la ordenaba que retuviese el resto un poco más. Sudaba copiosamente por el esfuerzo. Quería entrenarla, someter su voluntad a mis caprichos y lo buscaba en múltiples actividades. Otros días la prohibía comer o la obligaba a que lo hiciese en un comedero para perros en el suelo. Solía tenerla desnuda o con ropa muy provocativa. Algunos desayunos eran con cereales y la leche, con la que los tomaba, era la que había expulsado de su culo segundos antes en un tercer enema que esos días le aplicaba. Cuando le anunciaba que ese día le tocaba comer cereales al principio hacía gestos de disgusto, pero pronto se acostumbró y directamente volvía rápidamente su trasero hacia mi. La llenaba con un litro y después de quince minutos de retención tenía que echar parte sobre los cereales de un cuenco y el resto en el inodoro. La primera vez cogió cucharadas de cereales y los llevaba a su boca con arcadas. Le exigía que los masticara bien y despacio y le obligaba a terminar con todo el cuenco. Tenía que beberse toda la leche que quedara.

Unas tres semanas después de llegar se atrevió a protestar cuando la vestí, sin bragas, solo con una minifalda minúscula. Le puse un gag y la tuve amordazada y atada con las muñecas atrás durante una semana. No iba a tolerar ninguna rebeldía ni desobediencia. Ella era mía para lo que yo quisiese y era importante que lo asimilara totalmente. Ese castigo la hizo dependiente de mi totalmente, al impedirle el uso de las manos, y me gustó tanto manipularla como una muñeca, vestirla, desvestirla, asearla, darla de comer directamente en la boca que abrió en mi mente la idea de la cirugía.