Mi instinto básico

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre crímenes. "Mi instinto básico" de NIEVES. Mucho más que una película de culto... Sharon Stone era el tipo de mujer que ella quería ser.

Fue el año en que había llegado al Instituto tras ser fulminantemente expulsada del colegio de monjas por besarme con el profesor de Inglés. Yo era una adolescente problemática y la película "Instinto básico" no me redimió precisamente, aunque fuera una revelación para mí. Amplió mis horizontes. Me confirmó la existencia, puertas afuera del pacato paisaje de mi entorno, del mundo apasionante y pecaminoso que entreveía en mis fantasías.

Me encantó el cruce de piernas de Sharon –siempre me ha gustado exhibirme- y me propuse copiar cada gesto de aquella obra maestra. Ensayaba frente al espejo. Ya no tenía cuerpo de niña. Mis muslos eran largos y llenos. Cuando creí mi técnica lo suficientemente depurada hice, como al descuido, mi primera actuación en el Instituto ante un grupo de compañeros. Fue un éxito y un fracaso. Éxito porque me miraron, claro que sí. Los chicos se desojaron colando por entre mis muslos miradas que se estrellaban contra las braguitas. Fracaso porque no me sentí la reina del baile. Fue al contrario. Era diversión de los demás, no desafío. Cavilé y cavilé hasta caer en la cuenta. El cruce de piernas de Sharon era un medio, no un fin. Lo fundamental no era separar más o menos los muslos, sino la expresión de dominio de sus ojos y esa media sonrisa que despreciaba y al tiempo atraía a los mirones. Decidí volver a ver la película. Deseaba estudiar cada detalle de expresión, el movimiento de cada músculo, el brillo exacto de la mirada, la posición de la cabeza. Ese era el secreto. El cruce de piernas era anzuelo, Sharon, pescadora y los policías, atunes.

Ocurre algo extraño cuando se ve una película por segunda vez. La pantalla muestra idénticas escenas y planos, pero se aprecian de otro modo. En el primer pase me impresionó que Sharon clavara una y otra vez el punzón de picar hielo en la espalda desnuda de su amante ocasional, aunque la cosa no pasó de ahí: una fuerte impresión y punto. Ahora sentí distinto. Sabía lo que iba a ocurrir y, segundos antes de que Sharon asiera con fuerza el picahielos para clavarlo en el cuerpo del hombre, experimenté un erizamiento de pezones y una desazón en la entrepierna de lo más. Apoyé una mano en el regazo y oprimí fuerte el jean a la altura de mi monte de Venus. Las piernas se me abrieron solas y froté la mano, ahora hecha puño, justamente por donde estáis pensando. Sharon hincaba el punzón en la piel desnuda de su pareja y, a cada nuevo golpe, pulsaba mi sexo, se humedecía más y más mi entrepierna y el sofoco casi me impedía respirar. Luego, cuando, ya avanzada la película, Sharon se estremece en los brazos de Michael Douglas, da la vuelta en el lecho, se sienta sobre él, se abre a su empuje, y le anuda las muñecas a los barrotes de la cabecera de la cama, yo hacía fuerza, a pesar de ser consciente de la inutilidad del empeño, para que Sharon embutiera el picahielos en el pecho del policía.

Al finalizar la proyección ya no pensaba en cómo levantar la cabeza o en cómo sonreír. Me sentía avergonzada por mi excitación de minutos antes. Cuando llegué a casa no me atrevía a mirar a mi madre a los ojos.

A los quince años me masturbaba con frecuencia; bueno, ahora también, que a nadie amarga un dulce, pero entonces más. Lo que más me excitaba antes de ver "Instinto básico" era imaginarme en el interior de una casona antigua y desconocida con decenas de salas repletas de muebles cubiertos con sábanas. Estaba allí sin saber cómo había llegado ni por qué. Se abría una puerta acristalada de doble hoja y entraba un hombre alto y fuerte. No alcanzaba a verle la cara. Se me acercaba, me arrancaba la ropa de un manotazo y luego me amasaba los pechos con manos pesadas y duras. Tras ver la película desparecieron de mis fantasías la casona de muebles resguardados y el desconocido grandón. Imaginaba ahora hombres que me espiaban y pretendían atropellar mi intimidad con miradas hambrientas. Yo separaba mis rodillas, ahuecaba el escote, olvidaba cerrar la ventana mientras me desnudaba, saboreaba en la piel el tacto de sus miradas sucias y calientes.

Mentiría diciendo que esa fantasía erótica se esfumó la segunda vez que vi "Instinto básico". No lo hizo. Me seguí –he seguido- excitándome al imaginar que me miran, aunque confieso que me he agarrado a esa idea por temor a engolfarme con lo que me pone de veras a mil: el pinzón de picar hielo. Yo en la cama, el punzón bajo la almohada, un hombre sobre mí, su verga se abre camino en mi interior a favor de jugos y de empuje, me pesa su densa humanidad, su pecho, amplio y poderoso, aplasta los míos, le abrazo con las piernas los costados para abrirme más todavía a su fuerza, pero donde las dan las toman. Me penetra, se hunde en mi carne y yo quiero también hundirme en la suya. No tengo verga, pero sí punzón. Lo clavo en su espalda una y otra vez, es una ruleta rusa, puede chocar en la dureza de las costillas o colarse entre ellas y horadar vísceras, seccionar músculos y arterias, encastrarse en su carne y abrir grifos de sangre. Saboreo entonces la inigualable sensación de sentirme poseída por su agonía, de que me sacudan las entrañas sus estremecimientos instintivos, los tics espasmódicos de la vida que se resiste a abandonarle, pero que escapa sin remedio.

Faltan palabras. Nada me excita tanto como esa fantasía: Gemidos de amor, gemidos de muerte; la esencia es la misma, solo muda el paisaje. El alma no pesa. Científicos del siglo XIX intentaron averiguar si lo hacía y erraron. Ocurre al contrario: el alma es gas ligero que hurta peso al cuerpo. Cuando se va, la carne se vuelve plomo. Me sentía, en mi fantasía, atrapada bajo el cuerpo del hombre, incapaz de liberarme de su masa inerte. Las heridas de su espalda manaban sangre que goteaba en mi piel pulsada por los últimos e irregulares latidos de un corazón que se resistía a morir: Eros y Thanatos, la antigua fábula del amor y la muerte.

Cuando me masturbaba –cuando me masturbo- con esa fantasía, quedo luego exhausta, sudorosa, agotada, febril. Me cuesta trabajo volver en mí, recuperar la sensatez, retornar a este lado de las cosas. Lucho contra mi fantasía, siempre lo hecho, pero es pelea perdida de antemano. Ocurre al contrario. Cada vez se me apodera más. He estado años reprimiéndome y retrasando lo inevitable. Un día me dominó un algo que no era mío ni sano, y me lancé a la calle dispuesta a comprar un punzón de picar hielo. No se encuentran con facilidad en España. Me costó mucho hacerme con uno. Cuando lo conseguí, jugueteé con él, probé el peligro agudo de su punta en la yema de un dedo, presioné hasta agujerear mínimamente la piel haciendo nacer una gota de sangre y produciendo al tiempo una telúrica explosión de desazón en mi vagina.

Todo se fue a paseo: El tema de Psicología Aplicada, el programa de televisión que me había propuesto ver en un descanso del estudio, la llamada telefónica a Paco…Olvidé lo cotidiano y me centré en la urgencia de masturbarme. Me quité la ropa y, desnuda, paseé el punzón por mi piel, por la parte del mango, trazando caminos sin destino aparente, laberintos del gusto con paradas en pezones y clítoris. Un hombre, me hace falta un hombre, triste sucedáneo es esta almohada, me abracé a ella, la encajé entre mis muslos, la tela de su funda contra mi monte de Venus, y comencé a frotarme, el punzón en la mano derecha y la mano oculta bajo el embozo, como si la almohada tuviera ojos y le hurtara la visión del arma. Me pellizqué los pezones imaginando que quien lo hacía era un hombre destinado a la muerte. Manipulaba la almohada con el fin de que fuera de aquí para allá y, al hacerlo, friccionara mi carnoso botoncillo de placer. Me faltaba el aire y subí y subí hasta la cima. De golpe descubrí que la mano importante en mi masturbación no era la que, al oprimir la almohada, me apretaba, a través de ella, el clítoris ofrecido, sino la otra, la derecha, la que empuñaba el punzón, la mano que, independiente y ajena a mi voluntad, quería matar y tenía el poder de hacerlo. Me estallaban en la vagina instintos que eran viejos antes que la humanidad existiera: el ansia de la hembra por matar, la necesidad de devorar al macho que la cubre. Millones y millones de años atrás se pusieron los cimientos de este momento mágico. La mano empuñó el punzón y trazó una curva en el aire. Luego lo clavó en la almohada frenando fuerza para no atravesar la muelle textura del cabezal y no herirme la piel. Un golpe en la almohada, dos, tres. Tenía los párpados cerrados y veía una inmensa bola de fuego. Arqueaba la espalda, los riñones se separaban de la sábana bajera. A cada golpe de punzón en la almohada crecía más mi excitación.

"Lo he de hacer" pensé "lo he de hacer. He de atreverme", estar entonces, estar ahora con un hombre fuerte, nervudo, primario, que me goza descuidado de mí y de mi placer, sufrir-disfrutar sus rudos envites, afrontar el envión de su rígida masculinidad; por fin me he atrevido, hoy sí, lo he conocido en un pub, yo estaba sentada en un taburete en barra y he hecho el cruce mágico de piernas de Sharon. Me ha traído a su apartamento, hoy sí. Cuántos años soñando con esto.

He conseguido esconder el punzón debajo de la almohada. El hombre me amasa la carne, me palpa, explora cada uno de mis pliegues y de mis rincones. Le dejo hacer. Me muerde la boca, clava sus dientes en mi labio inferior, sus manos son zarpas en mis costados. "Más dura será tu caída" me excito. "Muerde, rompe, rasga, daña. Soy una pobre mujer hecha para tu regalo". Sé que el punzón está ahí. Por el mango puede dar placer, en más de una ocasión lo he introducido en mi sexo, por la punta ofrece muerte. El hombre me penetra. Su verga entra fácilmente en mi vagina; nunca estuve tan lubricada como ahora. Respira fuerte, resuella, a cada golpe de riñones me aplasta más contra el colchón. Tanteo con la mano la almohada, introduzco bajo ella los dedos, toco el punzón. Es como tocar electricidad. Casi quince años aguardando, soñando, disfrutando a cuenta. Hoy sí. El hombre me pesa. Ni siquiera he querido saber su nombre. A él le he dado el primero que se me ha ocurrido. Ya. Le clavo el punzón, que entra limpiamente en la carne. Al pronto ni se entera, sigue poseyéndome. Vuelvo a herirle. Ahora sí. Retiene el ritmo y su rostro muda de expresión; pasa de la concentración al asombro. Un tercer ataque. Pulsa en mí el fuego, los músculos de mi sexo le estrujan la verga, no sé ni en qué planeta estoy, toma, toma, ten: un estertor, un gorgoteo, un ronco quejido de animal moribundo, y la bola del placer que cae por la ladera y se me va acercando, cada vez más densa y más gozosa, otra herida, otra más, y el hombre se derrumba sobre mí, su verga en mi interior, tal y como he soñado en tantas y tantas noches de masturbación, gracias Sharon, me mostraste el camino, gracias, maestra, hermana, gracias, gracias por todo, el placer, el placer, el placer, EL PLACER.