Mi historia

Os voy a contar una historia, la mía...

¿Habéis, alguna vez, andado bajo la lluvia? Lentamente, sin prisas, viendo a la gente pasar bajos sus paraguas, corriendo, llegando tarde a una cita que, muchas veces, poco les importa.

¿Habéis, alguna vez, paseado por una calle repleta de gente? Paso a paso, sintiendo el asfalto bajo la suela de vuestros zapatos, ajenas a ese tic-tac de ritmo rápido que gobierna nuestra sociedad.

¿Lo habéis hecho?

Yo sí.

Y me encanta.

Veo a la gente andando, cabizbaja, inmersos en sus pensamientos, hormigas obreras de una sociedad capitalista que gobierna este nuestro mundo.

Pero no estoy aquí para hablaros de mis ideas acerca de la sociedad humana en la que vivimos, de mi ideología política.

Estoy aquí para contaros una historia.

Una historia que , tal vez, no os guste, que os aburra y terminéis odiando.

Una historia que, es posible, os encandile, que os encante y améis hasta la última palabra, hasta el punto final.

Mi historia.

¿Dónde y cuando nací? ¿Dónde me críe? ¿Tuve una infancia normal?

Son datos irrelevantes. Datos tan nimios que, si queréis, podéis imaginar a vuestro antojo pues no van a afectar en ningún momento al siguiente relato.

Todo empezó en mi adolescencia.

Todo empezó con Laura.

Mi primera chica, mi primer amor.

Mis primeras lágrimas de dolor.

Me rompió el corazón aún sin saberlo, me lo pisoteó con nuestra falsa y dolorosa amistad heterosexual.

Tras ella llegó Luna.

Tan bella como el satélite con cuyo nombre fue bautizada, tan cambiante y mentirosa como nuestra Dama Blanca.

Luego fueron Victoria, María, Carlota, Ana, Julia, Eva... demasiadas y en demasiado poco tiempo.

Se puede decir que perdí el rumbo.

Y mi mapa fue ella, Samantha.

Sam.

Mi Sam.

Su Sam.

La conocí hace...bueno, hace tiempo, un día de lluvia.

Un día como este y, al igual que hoy, me dedicaba a pasear bajo la lluvia, observando todo sin ningún interés, intentando decidir a qué discoteca ir esa noche, rezando por no encontrarme con alguna de mis numerosas ex parejas.

  • ¡Ostia! -exclamó alguien cuando chocó contra mí.

Varios libros salieron despedidos por el aire y me quedé mirando a un ángel tirado en el suelo.

  • Lo siento, no te he visto -le dije, a modo de disculpa, al tiempo que me arrodillaba en el suelo para recoger los libros.

Y la niña con cara de ángel me miró a través de sus gafas y me sonrió.

Dios, esa sonrisa la tengo grabada a fuego en el corazón.

Llego a mi portal y entro, tras echar un ligero vistazo a la calle por la cual he venido, aún con la vana esperanza de verla aparecer.

Pero no.

Los sueños, sueños son, ¿no?

Suspiro y, mientras avanzo hasta el ascensor, una lágrima cae hasta el suelo. La primera de otras muchas.

Y mi espalda da contra el espejo del ascensor y caigo contra el suelo, sujetándome el pecho del dolor producido por esa profunda y larga herida que me ha causado el rechazo, el desengaño y la realidad de un amor imposible.

Es por esto por lo que salía con tantas en tan poco tiempo. No recordar sus nombres ayudaba a no enamorarse, y no enamorarse significaba no sufrir. Era como si mis numerosas conquistas me ayudasen a construir un gigantesco muro alrededor de mi sufrido corazón.

Y con una de mis conquistas bajo el brazo vi por segunda vez a mi ángel.

Fue en el portal de la chica a la que había acorralado contra la puerta y cuyas manos tenía en mi trasero cuando oí una tosecilla, precedida por su suave voz nerviosa pidiendonos poder pasar.

La verdad, me sorprendió reconocerla y, mientras la chica que había decidido ser mi rollo de esa noche se dedicaba a reirse de la situación, yo le hacía una pequeña reverencia a ese ángel que ni me reconoció ni me miró con muy buenas maneras.

  • Perdona -le dije, esperando entablar, aunque fuese unos segundos, una pequeña conversación con ese ángel.

Pero ella pasó completamente de mí y decidió dirigirse al ascensor, dándome la espalda y deleitándome, en su ignorancia, con una vista preciosa del movimiento de sus caderas y de su culo.

Buff, que culito tenía y tiene.

  • ¿Te gusta su culo? -recuerdo que me susurró mi conquista.

Creo que se llamaba Sandra, Sara o algo así. No sé, aunque tampoco importa mucho.

  • No más que el tuyo -le contesté, recordando el por qué de que estuviese allí.

Sin más, me abalancé a esos labios que me permitían tener una noche más de sexo salvaje y anónimo que saciase mi sed y me permitiese no percatarme de la ausencia de cariño y amor que me rodeaba. Y, sin embargo, la cara de ángel de esa chica de pelo castaño, ojos claros, gafas y a la que debía sacar un par de centímetros, no se me borró de la mente en toda la noche. Es más, persistió durante varios días, obligándome a saber más de ella.

El ascensor llega a mi piso y me obligo a levantarme del suelo; pero me es difícil, dado que mis piernas han decidido no mantenerse firmes por lo que, en zig zag y chocándome varias veces con las paredes, llego frente a mi puerta que abro con dificultad a causa del torrente de lágrimas que invaden mis ojos y que apenas me dejan ver.

Pero por fin entro, y me dejo caer sobre mi cama, a escasos metros de la puerta que, creo recordar, he cerrado despues de entrar.

Y su olor, impregnado en las sábanas de mi propia cama, me invade, clavándose como mil cuchillos en mi cerebro, en mi estómago. Una arcada de aviso me obliga a correr y abrazarme al inodoro, vomitando la poca comida que había ingerido hoy.

Un cansancio, físico y mental, me invade y creo quedarme dormida, o al menos inconsciente, en el suelo de mi cuarto de baño, medio abrazada al inodoro.

Y, entre sueños, veo su cara de sorpresa la tercera vez que me vió cuando me abrió la puerta y le tendí un ramo de flores.

  • ¿Perdona? -me preguntó.

Yo sonreí y le repetí mis palabras.

  • Soy de Mercurio Mensajeros y traigo unas flores para usted.

Seguía mirandome con el ceño fruncido.

  • Para... ¿Para mí?

  • Sí. Es usted Samanta Santos, ¿verdad? -seguía con mi pequeña actuación, rezando porque el nombre que había en el buzón sea el suyo.

Y dí gracias mentales a esa viejecilla que, tras contarle la pequeña mentira de que era una vieja amiga de mi ángel que había llegado hace unos días del pueblo y quería darle una sorpresa pero que lo único que sabía era que vivía en ese portal pero no el piso, me facilitó los datos suficientes para dar con ella.

  • Eh...sí, soy yo.

Uff.

  • Pues entonces estas flores son suyas -le contesté, poniéndole delante las flores que había comprado momentos antes a la gitana que había instalado su chiringuito en la esquina, y que ella me cogió y olió-. ¡Ah! Y esto también -continué, sacando de mi bolsillo un pequeño sobre en blanco, comprado en una papelería de esa misma calle, en cuyo interior había escrito una breve nota.

Su cara de sorpresa aumentaba por momentos y cogió temerosa el sobre que le tendía.

  • Vaya -susurró.

  • ¿Me firma aquí? -le pregunté, tendiéndole una de las hojas de entrega de la empresa de mensajería para la que trabajaba y trabajo.

Ella asentió y me firmó la hoja rápidamente, tras dejar las flores y el sobre en un mueble cercano.

Sabía que el momento de la despedida estaba cerca y aún no estaba satisfecha mi necesidad de saber más de ella, por lo que, cuando me devolvió el boli, le pregunté:

  • Tiene un admirador secreto, ¿eh?

Me miró, primero cautelosa, hasta que una tímida sonrisa apareció en sus labios.

  • Eso parece, sí.

  • Tenga cuidado, hay mucho loco suelto.

  • Por favor, trátame de tú. Debemos tener la misma edad.

Sonrío ante mi pequeño triunfo.

  • Sí, perdona. La costumbre.

Y nos quedamos calladas.

  • Perdona, tengo cosas que hacer y... -rompió el silencio.

  • Sí, claro. Yo tengo más paquetes que repartir. Pues nada. Disfruta de las flores.

  • Sí, gracias -me sonrió-. Hasta otra.

Y cerró la puerta, dejándome en mi tonta felicidad, en esa misma tonta felicidad en la que me dejaría cuando cerrase la puerta al día siguiente, y al otro, y al otro también cuando, al igual que esa vez, le llevase un pequeño ramo de flores de la gitana de la esquina, con una nota en un sobre de la papelería de esa misma calle.

Sí, esa era mi rutina.

Todos los días, en mi hora de la comida, iba a su calle en mi moto, compraba unas flores, comprobaba que llevaba la nota escrita con anterioridad y en la que ponía citas de grandes escritores y subía hasta su piso para dárselas. Y todos los días ella me sonreía y hablábamos cada vez más, hasta que me atreví a preguntarle si le apetecía que quedásemos un día fuera de esos roles de mensajera/clienta, intentando pasar a los términos de amiga/amiga.

Una sala de cine fue el lugar escogido para que pudiese verme sin mi "uniforme de trabajo", tal y como lo llamó ella. Una sala de cine en la que nos veíamos de vez en cuando, sin contar, claro, el momento "flores".

Y poco a poco me incluyó en su lista de amigos, quedando ya para ir a tomar algo y, tras convencerla, para salir de marcha.

Noto como alguien me acaricia la frente y, abriendo ligeramente los ojos, descubro a Jose, mi vecino y amigo, que me dedica una mirada cargada de preocupación.

  • Jose -susurro.

  • Hey, Noe, ¿estás bien? He visto la puerta abierta y he entrado a ver que pasaba. Me he llevado un buen susto al verte en el suelo.

¿Estoy bien?

Esa es una buena pregunta.

¿Estoy bien? No, ni de coña. Estoy mal. Estoy jodida. Estoy...no, ni siquiera estoy.

  • Dios, estás ardiendo de fiebre -me dice, con su mano en mi frente, y, ayudandome a levantarme, me susurra-. Venga, niña, vamos a la cama.

La cama, suave, cómoda, confortable; pero con esas sábanas que aún huelen a ella.

  • No -intento negarme, resistiéndome-. No, la cama no.

  • Sí, la cama sí -me responde Jose, cogiendome en brazos.

Y la debilidad de mi cuerpo no me deja poner más resistencia y me quedo medio dormida en brazos de mi amigo, sintiendo apenas como me deja en mi propia cama, tapándome un poco, cubriéndome con ese perfume que no es que me recuerde a ella, es que me parece tenerla al lado, envolviéndome de nuevo entre sus brazos.

Vuelvo a oler su perfume, como si lo oliera directamente de su piel, como cuando bailábamos juntas, cerca, provocando, riéndonos, en una de nuestras tantas salidas a discotecas a las que conseguí hacerla adicta.

  • Venga, ¿en serio no sabes quién es? -me preguntó una de esas tantas veces.

  • Nop -respondí riendome-, lo siento. No puedo facilitarte esa información. Es secreto profesional.

Se rió, y su risa me provocó un escalofrió de ternura y cariño que me encantó.

  • Venga, Noe. Noelia, dímelo -me dijo, dando pequeños tirones a mi camiseta-. ¿No soy tu amiga?

  • Sí, pero la persona que me paga por llevarte las flores todos los días da buenas propinas -respondí, bebiendo un trago de mi copa.

Volvió a reir y yo sonreí con cara de idiota al verla así.

  • Venga, jo -intentó convencerme, poniendo carita de niña buena.

Y alguien se entrometió donde no la llamaban.

  • ¿Noe? ¿Eres tú? -preguntó una voz cercana que no reconocí.

Y me giré, y supe que era una de mis conquistas cuyo nombre no me terminaba de sonar.

  • Ah... hola.

Si no recuerdo mal, recé a todos los santos para que esa chica se fuera y nos dejara de nuevo solas.

  • Vaya, vaya. Pero si es Noe, la más mujeriega de todas -me presentó la recién llegada, haciendo que la mirada de Sam se clavara en mí, interrogante-. ¿Y ella quién es? ¿Tu rollo de esta noche?

Me empezó a cabrear y mi sonrisa de cortesía desapareció.

  • Soy Samanta, Sam. Una amiga de Noelia -se autopresentó mi ángel, en un vano intento de evitar la tormenta.

Pero la tormenta arreció.

  • ¿Amiga? Vaya ¿Te quedan amigas? Y yo que me pensaba que ya te habías tirado a todo lo que tenía dos tetas en esta ciudad y si te he visto no me acuerdo.

  • Noe, vámonos -me suplicó Sam.

Pero la llama de la ira había prendido en mí.

  • No tienes ni puta idea -susurré, mirando fijamente a mi retadora.

  • Sí la tengo.

  • No, no la tienes.

  • Noe, por favor -me susurró la voz de Sam, extrañamente lejos del lugar en el que estoy.

  • Sé como eres, Noe. Te conozco perfectamente.

Apreté las mandíbulas, intentando tranquilizarme.

  • Noe, en serio -seguía intentando Sam-. Vámonos.

  • Eso, Noe. Vete con ella. Fóllatela y déjala tirada en su cama como un muñeco de trapo que ya no te sirve. Es lo que haces siempre, ¿o no?

Sé que mi puño salió disparado, pero no llegó a su destino.

Sam había sido más rápida y me había detenido de la mejor manera que había encontrado.

Besándome.

La suavidad de sus labios sobre los míos me dejó paralizada, sin saber qué hacer, con la mente completamente en blanco.

  • Vámonos de aquí -me susurró al separarse de mí.

Cogió nuestras cosas, me agarró del brazo y me obligó a seguirla fuera del local, hasta mi casa en la que, horas antes, habíamos quedado en que dormiríamos ambas, dada su cercanía con el local, puesto que Sam vivía al otro lado de la ciudad.

Y, una vez en mi casa, me sentó en la cama, colgó los abrigos del perchero y se situó a mi lado.

  • Vale, ahora cuéntame la verdad -me dijo.

La miré, sin saber de qué me hablaba, con mi cabeza aún vacía de pensamientos a causa de los efectos del beso.

  • Lo que ha dicho esa chica. ¿Es cierto?

No respondí.

  • ¿Te has tirado a muchas?

Asentí.

Y ella asintió, seria.

  • ¿Vas a follarme a mí tambien y abandonarme a mi suerte despues?

Fruncí el ceño y negué con la cabeza.

  • No -susurré, dolida ante la sola idea de que pudiera pensar eso.

  • Pero, ¿me deseas?

Volví a mi cara de sorpresa por esa pregunta, antes de bajar la mirada al suelo.

¿La deseaba?

Sí. Física y emocionalmente; pero, ¿me atrevería a decírselo?

Aunque sé que no hizo falta, que ella leyó en mi silencio.

Por eso me preguntó:

  • ¿Y cuando piensas decirme que mi admirador no existe? ¿Que las flores y las notas son tuyas?

Por unos segundos, mi corazón dejó de latir.

Por unos segundos, creí haber escuchado mal.

Por unos segundos.

Pero levanté la vista y me encontré con su mirada, y supe que me lo había preguntado; pero que ya sabía la respuesta.

  • ¿Cuando...? -pregunté con un hilillo de voz.

  • Todos los días, te veía comprarle las flores a la gitana de la esquina -me sonrió.

Esa sonrisa me tranquilizó, como lo hizo ese beso que le siguió y que nos hizo terminar abrazadas en mi cama, en mi propia cama.

Oigo voces, varias, pero soy incapaz de decir cuantas, por lo que ya, reconocerlas, es misión imposible.

Consigo entender retazos de una conversación en la que me sé centro de atención.

  • ¿Desde cuando...?

  • Doce horas y la fiebre no baja.

  • Dios.

  • No te voy a mentir. Estoy preocupado. Ha llegado a cuarenta y uno. La he tenido que meter en la bañera con hielos para que le bajara algo la fiebre.

  • Doy gracias porque tu padre sea médico, Jose.

Jose. Es Jose. Mi vecino. Mi amigo, el único que me queda.

Entonces, ¿la otra voz?

No consigo saberlo, el cansancio vuelve a vencerme, volviendo a sumergirme en mis recuerdos. En esos buenos recuerdos tras ese primer beso con mi ángel, con mi Sam, un año de besos, de caricias, de amor.

Un año en que abandoné completamente mi vida anterior, haciendome adicta a esa piel de dulce olor. Un año antes de ese día en que, al igual que el resto, acababa de comprar el ramo de flores a la gitana de la esquina y subí las escaleras casi flotando.

Tres toques en la puerta y esperé.

Y un hombre me abrió la puerta.

Miré la letra de la puerta y el piso.

Sí, ese era el piso de Sam.

De hecho, la misma Sam apareció por detrás y me miró, asustada.

  • ¿Qué quieres? -me preguntó el hombre, visiblemente alterado, aunque ni siquiera me paré a pensar en el motivo.

Miré al hombre y a las flores y dije lo primero que se me pasó por la cabeza.

-Soy de Mercurio Mensajeros. ¿Manuela López vive aquí?

  • No, lo siento, se ha equivocado.

Busqué algun dato en mi carpeta, como cerciorándome de algo.

  • Pues la dirección es esta. ¿Seguro que no vive aquí?

  • Mira, gilipollas. Aquí no vive ninguna Manuela, aquí sólo vive mi novia. ¡Y ahora lárgate de aquí!

Y la puerta se cerró.

Las flores cayeron al suelo, junto con mi carpeta y los pedazos de mi corazón.

¿Su novio?

Yo era su novia.

¿Quién coño era ese tío?

Su novio. No podía ser su novio.

No podía... pero lo era.

Bajé las escaleras corriendo y seguí corriendo por las calles de la ciudad, pasando de mi moto, sin percatarme de la lluvia que caía sobre mí, dentro de mí.

Y, cuando me quedé sin aliento de tanto correr, miré a mi alrededor, y fue cuando me puse a caminar bajo la lluvia. Cuando comencé a rememorar ese tiempo de engaño y falsa felicidad caminando bajo la lluvia; cuando, al volver a casa, me derrumbé en el ascensor, incapaz de sostenerme y, una vez en casa, volví a derrumbarme junto al inodoro, donde me encontró Jose.

Esa es mi historia, mi pasado.

Ahora estamos en el presente y yo estoy completamente jodida, tirada en mi cama, incapaz de abrir los ojos, consciente por momentos en los que consigo enterarme de los cuatro días que llevo con fiebre. Cuatro míseros días que me separan del día en que lo perdí todo.

  • Noe -oigo que me llaman.

No quiero.

Quiero seguir durmiendo, quiero seguir ignorando lo que pasa a mi alrededor.

  • Noe, venga -me sigue llamando una voz femenina que me suena de algo.

  • Mmmh -me quejo.

  • Te toca jarabe -insiste la voz.

Consigo abrir ligeramente un ojo y descubro a Alex, la novia de Jose.

  • Hola, enfermita. Mi chico me ha dejado al cargo y no puedo fallarle -me dice-. Así que tómate el jarabe.

Y me lo tomo, casi obligada, y comienzo a llorar como una gilipollas cuando, al incorporarme, veo una foto de Sam y mía en la estantería.

  • Ssshhh, tranquila -me susurra Alex, abrazándome, meciéndome y dejándome abrazada a la almohada hasta que vuelvo a dormirme.

Y vuelvo a despertar con el calor de un cuerpo pegado al mío.

Alex, o Jose, se habrán quedado dormidos cuidándome.

Sonrío, agradecida, y siento que mi cuerpo necesita ir al baño urgentemente por lo que decido dejar dormir a mi vigilante y, poco a poco, apoyándome en la pared, avanzo hasta el baño, del que salgo unos minutos despues. Y, desde el marco de la puerta, miro mi cama y creo tener una alucinación.

Sam.

Sam durmiendo en mi propia cama.

¿Sigo con fiebre?

Si, debe ser eso, la fiebre.

La cabeza me da vueltas y siento que me fallan las piernas.

  • ¡Mierda! -oigo a Jose exclamar, segundos antes de sentir como me coge, justo antes de que caiga definitivamente contra el suelo.

No quiero volver a esa cama. No quiero volver junto a Sam, junto a ella, junto a la novia de ese chico que me abrió la puerta cuando le llevaba flores.

  • Sam, ayúdame -le pide Jose.

Entonces es cierto, es ella, es...

  • Sam -susurro.

Y siento de nuevo como su olor me envuelve, como la suavidad de su piel me acaricia suavemente la cara.

  • Estoy aquí -me responde.

Sí, está aquí.

¿Por qué está aquí?

  • Noe, tranquila. Estoy aquí -la oigo a mi lado.

  • Tú...

  • No, Sam, no hables. Duerme un poco más.

  • Tienes... tienes novio.

No oigo nada más. No soy consciente de nada más.

No sé si ha callado o he vuelto a caer en la inconsciencia.

Sólo sé que, tiempo despues, consigo abrir los ojos y vuelvo a verla, sentada en una silla cercana, con la cara enterrada en sus manos, tan indefensa.

  • No quiero perderte -susurra-. Dios, Noe, no quiero perderte.

Su llanto me contagia y una lágrima cae por mi mejilla.

  • Y por qué no me dijiste que tienes novio -consigo decir con voz ronca.

Levanta su mirada, clavando sus enrojecidos ojos en mí.

  • No tengo novio.

Una punzada de dolor me atraviesa el pecho.

¿Por qué me sigue mintiendo?

  • Ese chico... -empiezo.

Pero no me deja terminar, me corta.

  • Ese chico era mi novio. Era, Noe. Corté con él tres días antes de que me llevases flores la primera vez. Era una relación a larga distancia sin futuro. Él en Estados Unidos y yo aquí.

Mi pulso se dispara.

¿Entonces...?

  • ¿Qué hacía en tu casa?

  • No aceptó que terminara nuestra relación. Durante todo este tiempo siempre intentó que volviera con él. Pero yo no estaba enamorada de él, no al menos como para esperar a que viniese a por mí desde Estados Unidos.

Habla con las manos.

Está nerviosa, por eso las mueve mucho, y eso me hace esbozar una tímida sonrisa.

  • ¿Por qué no me lo dijiste?

Sus manos se calman y baja su mirada hasta el suelo.

  • Los seres humanos somos complejos, demasiado. No sé por qué no te lo dije al principio. Tal vez porque no le daba importancia ya que eras solo una amiga. Y luego...

  • ¿Luego? -pregunto, incorporándome un poco.

  • Luego tenía miedo a perderte, miedo a que te alejaras de mí, miedo a que dejaras de quererme. Era demasiado tarde. Y de repente apareció, sin avisar. Cuando llegaste con las flores él estaba cabreado porque seguía dándole negativas, Noe.

Mi corazón vuelve poco a poco a la normalidad, aliviado.

  • ¿Dónde está ahora?

  • Ni lo sé ni me importa -contesta, aún sin mirarme.

El silencio se instala entre nosotras, impaciente.

  • Dios -suspira, volviendo a enterrar su cabeza entre las manos-, la he jodido, ¿verdad?

Callo, observándola sentada en la silla a un metro y medio de mí.

  • No, la estás jodiendo -respondo.

Me mira, confusa, sin entender a lo que me refiero.

Y yo sonrío, porque sé que la he perdonado, que no podía no hacerlo al verla ahí, sentada en mi silla, nerviosa, sufriendo.

  • La estás jodiendo dejándome sola en esta cama tan grande.

Su mejor sonrisa aparece en sus labios y unas lágrimas asoman en sus ojos.

  • ¿Puedo? -pregunta.

  • Si no vienes, iré a buscarte -susurro.

Y corre, pero no se dirige a la cama, viene hacia mí, y me abraza con todas sus fuerzas, dejándome casi sin respiración.

  • Lo siento, lo siento, lo siento -repite una y otra vez.

Me balanceo, con ella agarrada a mí.

  • Sssshhh, tranquila.

  • Dios, se me cayó el alma a los pies al verte frente a mi puerta, con él entre nosotras.

Le beso un hombro.

  • O cuando vine a verte, esa misma noche, y Jose me abrió la puerta y me dijo como te había encontrado, que habías llegado a tener cuarenta y uno, Noe. Me entró el pánico. Llevo estos cinco días aquí, salvo pequeños momentos en los que Jose o Alex se quedan cuidándote.

¿Cinco días?

  • Vaya, ¿tanto tiempo llevo enferma?

Se separa de mí y me acaricia la mano, con una ligera sonrisa en los labios.

  • Tú y tu manía de ir andando bajo la lluvia sin paraguas. Tendrías que comprarte uno.

Sus dedos recorren mi boca.

  • Acógeme bajo el tuyo, pues no me pienso separar de tí nunca más -susurro.

Y nuestros labios se unen, aliviados por el sufrimiento pasado, felices por nuestro futuro juntas.

Si esto fuese una película, este sería el momento en que la cámara se alejaría poco a poco, con nosotras en nuestro dulce y suave beso de reencuentro, saliendo por la ventana de mi cuarto y terminando con un plano de esa ciudad que ha visto nacer y crecer este amor que siente y sé correspondido.

Bien, pues esta es mi historia.

Como ya dije antes, tal vez no haya gustado, tal vez sí. Tal vez haya aburrido, tal vez haya provocado lágrimas.

Pero no me importa, no, en lo más mínimo; porque es mi historia.

La mía y la de Sam.

Mi Sam.

Mi preciosa y dulce Sam.

¿He dicho ya que la quiero?

Pues lo hago.

Con todo mi corazón.