Mi historia con gabi

El apartamento de Gabi estaba en la misma planta del edificio que el mío, ojitos verdes de ensueño, melena hasta los hombros de tono castaño oscuro y cuerpo de infarto, siendo de dominio público su dedicación a la prostitución de lujo: Clientes muy seleccionados entre lo más pudiente de la sociedad madrileña; claro que los honorarios que cobraba por sus excelentes “servicios” de por sí imponían un filtro en la clientela difícil de superar a menos que se fuera muy, pero que muy pudiente

MI HISTORIA CON GABI

El apartamento de Gabi estaba en la misma planta del edificio que el mío, ojitos verdes de ensueño, melena hasta los hombros de tono castaño oscuro y cuerpo de infarto, siendo de dominio público su dedicación a la prostitución de lujo: Clientes muy seleccionados entre lo más pudiente de la sociedad madrileña; claro que los honorarios que cobraba por sus excelentes “servicios” de por sí imponían un filtro en la clientela difícil de superar a menos que se fuera muy, pero que muy pudiente. Era habitual de las discotecas más “chic” de la capital de España, aunque prefería evitar el famoso escaparate de la “gente guapa, el mítico Buddha, lugar de parada nocturna obligatoria para todo el “famoseo televisivo”; para chicas de menos trapío que ella podía resultar lucrativo, pero no para las tarifas que ella imponía que harían temblar las piernas de casi todos los noctámbulos que allí cada noche se reúnen. Luego ella prefería los bastante más elegantes, y sobre todo, de mucho más alto poder adquisitivo de New Garamond, Gabana o Shoko; también solía frecuentar las recepciones y bares de hoteles de super lujo y, cómo no, la terraza del Hotel “Puerta de América”, en el piso inferior al del restaurante

La cosa empezó el día que, coincidiendo con ella en el ascensor, se me ocurrió preguntarle cuánto me costaría disfrutar sus favores y, cuando me soltó la cifra en euros con un digital más alto que bajo seguido de tres ceros, repuse: “Vale. Cuando acierte una quiniela con pleno al catorce y con otro par de acertantes como mucho, vendré a pedirte una cita” Ella sonrió y me dijo que si la podía llevar a una fiesta en mi auto, pues el suyo estaba en el taller averiado. Está bien le respondí, pero creo que eso merece que me concedas algún punto para canjearlo en especie cuando reúna unos pocos. Desde luego, me dijo sonriendo.

Y así comenzó nuestra relación, por puntos; yo le hacía de taxista de vez en cuando, llevándola y trayéndola de alguna fiesta, discoteca u hotel; incluso a la casa de algún cliente que otro y ella me daba puntos que guardaba celosamente. Vamos, una relación más que nada comercial.

Con el tiempo también fui haciéndole otros “trabajitos” también puntuables, como cuidarme de su apartamento cuando ella salía de Madrid, cosa no infrecuente pues sus clientes solían invitarla a fines de semana en algún lugar más o menos romántico y, aunque no tan habitualmente, algún que otro viaje de turismo y amor mercenario en país extranjero. Hasta una vez me tocó entretener a un cliente. Aunque ella solía “trabajar” en hoteles y domicilios privados, no pocas veces también recibía en su apartamento. Los clientes la telefoneaban o contactaban por su página “web” y ella se administraba las citas de forma que no se le juntaran; antes bien procuraba espaciar una “visita” de otra a fin de tener tiempo para reponerse un tanto de la anterior, pues luego pude comprobar que a fe que se trabajaba el “servicio”. Bueno, pues en esa ocasión, por lo que fuera, le falló el tiempo que calculara de forma que atendiendo aún a un cliente en su piso me llamo al teléfono rogándome estuviera al tanto de la llegada del siguiente cliente, le metiera en mi apartamento y le entretuviera mientras ella acababa con el presente. Debía decirle que ella había tenido que salir urgentemente pero que no se preocupara, enseguida llegaba. Y allí le tuve, en mi apartamento, tratando de que el tipo, un individuo grueso y seboso que sudaba casi continuamente, no se impacientara demasiado con la espera, cosa que a mí me resultaba difícil de aguantar, amén de causarme enorme asco el “maromo”. Pero me compensaba, pues los puntos a devengar por el “trabajito” serían dobles.

Total, que en no mucho tiempo éramos más bien amigos y ella empezó a contarme cosas de su vida: Era de León, en esa España profunda, tradicional y católica a macha martillo. Pero había salido un tanto bastante “cabeza loca” amén de una adolescente algo más que rebelde, que un día se le ocurrió fugarse de casa con un novio muy moderno, muy “marchoso” y muy, pero que muy haragán que jamás dio palo al agua ni por equivocación. Con semejante “prenda” deambuló de aquí para allá pasándolas canutas pues apenas si veían un duro, hasta que el “gachó” le dio “el dos” al “ligarse” una señora no exenta de años, tampoco de kilos ni de figura un tanto cúbica pero menos aún de billetes de banco, que seguro fue el definitivo atractivo que su “ex” encontró en dicho “ligue”. Entonces Gabi, sola y sin recursos, decidió poner su cuerpecito serrano más en alquiler que en venta, pues, desde luego, ella no se otorgaba a nadie. Además, sabiéndose en estado de merecer, adoptó tarifas un tanto elevadas que después se convertirían en elevadísimas.

Y por fin llegó el día soñado, el primer canje de puntos en “especie”. Fue la primera vez que entré en su apartamento y quedé prendado de la exquisita decoración del mismo y el buen gusto que los atavíos evidenciaban. Pero si la casa me maravilló, cuando el canje de puntos se hizo efectivo la impresión ya se hizo inenarrable. ¡Qué manera de obrar, qué dedicación y entusiasmo empeñó en su comercial entrega! Comenzó por bailar ante mí, consumando un “streep teese” al ritmo de una música la mar de sensual; luego ese desnudo cuerpo que enloquecería al mismísimo sato Job pleno ante mí que casi me provoca el infarto y, por finales, la explosión de ese volcán de refinada lujuria que apabullaría al tío más bregado en las lides puteriles del mundo mundial. ¿Brasileñas?, ¿Caribeñas? ¿Lo más lanzado y apasionado del orbe femenino? Bah, aficionadas ante una auténtica profesional… Ni puedo recordar la cantidad de posturas con que me obsequió; vamos, el Kamasutra en edición corregida y aumentada. Cuando ella se ponía sobre mí ver bambolearse, bailar delante de mí la danza más erótica que pueda imaginarse de ese par de senos únicos, ni demasiado grandes ni tampoco pequeños, la magnitud justa para alcanzar la perfección; de blancura matizada en tono  sonrosado con aquellos dos “botoncitos” algo más oscuros rematando unas  aureolas tamizadas en color casi beige claro a los que me amorraba cual bebé a la teta materna. Y cómo sabía hacer para que yo me retuviera hasta lo indecible con lo que lograba que el glorioso momento se eternizara en pleamar de placeres insospechados. Pero todo en esta vida llega a “sé acabar e consumir” y aquel cénit de excelsa sexualidad no fue una excepción pues llegó el momento en que indefectiblemente mi “volcán” no tuvo más remedio que entrar en ardiente erupción que inundaba todo cuanto encontraba a su paso, es decir, aquel nido de excelencias orgásmicas. Cuando la “erupción” acabó de consumirse yo caí derrengado en la cama, con los latidos coronarios algo más que desbocados, la presión arterial ni se sabe y el corazón en la garganta que apenas si me permitía respirar… Pero feliz y satisfecho, pleno de dicha, como nunca antes me sintiera. Y entonces, cuando yo estaba que no podía ni con mi alma y hacía esfuerzos por resollar al menos, resultó que ella no se levantó de la cama sino que se mantuvo allí, pegadito al mío su desnudo cuerpo de diosa griega más que de odalisca, susurrándome al oído palabras melosas que apenas si alcanzaba a entender, tal era mi estado de destrucción y dedicándome caricias llenas de ternura y besos suaves, antes tranquilizadores que erotizantes… Así pasó un rato, no sé; siete u ocho minutos… Puede que más, hasta que mi respiración empezó a acompasarse un tanto. Entonces fue cuando Gabi se levantó y, dirigiéndose al cuarto de baño, desnuda aún, con mucho tacto pero también con absoluta firmeza me rogó que, por favor, abandonara su apartamento y regresara al mío. Yo aún permanecí algún minuto tendido en la cama, buscando boquear algo más, hasta que por fin me levanté, me vestí y, golpeando quedamente en la puerta del baño para despedirme de ella, llamada a la que no respondió pues lo más seguro es que el rumor del agua en la ducha le impidiera oírme, abandoné aquél piso que para mí, y durante bastantes más minutos de los que en principio esperara, fue palacio del más electrizante sexo. Pues, finalmente, aquello sólo fue eso, sexo, sexo y deseo carnal. Del sexo más exquisito, eso sí, pero sexo al fin y al cabo, sin mezcla alguna de sentimentalismo o implicación personal que valiera…

Aquello fue el principio de mi más que calentura, locura sexual. Prácticamente vivía para acumular “puntos”, ansioso por un nuevo “canje”. Desde que aquel primer día que la llevara en mi coche a donde ella me pidió yo había pasado a ser su chofer particular, pues aunque en pocos días su auto estuvo reparado y a su disposición, ella prefirió seguirme llamando casi a diario para que la llevara y trajera de aquí para allá y, luego, de vuelta a casa. Gracias a Dios, las horas en que Gabi solía demandar mis servicios de “taxista privado” coincidían con mi tiempo libre pues nunca era antes de las siete de la tarde y yo, como digno “chupatintas” y poco más que “mileurista” en las oficinas centrales de una entidad bancaria, solía estar listo para lo que hiciera falta a todo lo más las 16 horas, tras comer un plato combinado, a veces el menú del día si así lo demandara el estómago, en una bastante popular cafetería-restaurante sita a tiro de piedra del edificio bancario. Lo malo eran las muchas madrugadas que me daban con los ojitos más bien abiertos que cerrados, aunque a decir verdad, no tan abiertos pues lo normal era que la espera la pasara durmiendo en el coche, pues probar la cama por la noche durante toda la temporada de “taxista” se hizo algo parecido al lujo asiático, pues el normal horario de “trabajo” de Gabi solía ser, como poco, de ocho de la tarde a las tres-cuatro de la madrugada, cuando no hasta las seis, con lo que cada día me dirigía al banco bastante más dormido que despierto, lo que provocaba que la mayoría de los días cometiera fallos garrafales en mi menester de “chupatintas” de oficina, que todavía me maravillo de que el banco no me despidiera a lo largo de toda aquella temporada de duermevela continua. En fin, que lo cierto es que por lo normal, las solía pasar canutas de verdad, pero qué queréis, quien algo quiere algo le cuesta, y yo vivía para y por canjear los “puntos” que ella me otorgaba. Bueno, también he de reconocer que alguna que otra vez, cuando llegaba por fin al coche tras acabar el “trabajo” del día y me encontraba más muerto que vivo, al menos de sueño y de cansancio, pues no sabría decir cuál de los dos estados me pesaba más, Gabi se sentía magnánima y, quitándose las bragas nada más sentarse, me las entregaba diciéndome

  • Toma “salido”. “Pélatela” a gusto unos días. ¡Pero me las devuelves limpias!

Y qué queréis que os diga: Que yo, sin decir esta boca es mía, al instante me las guardaba como oro en paño, pues allí estaba el aroma de sí misma, el calor de su cuerpo, incluso sus fluidos más íntimos que a veces eran más íntimos aún, amén de también más abundantes, pues Gabi era, en cierta medida, una vocacional de su profesión que disfrutaba la relación cuando el cliente lo merecía.

En fin, que la relación amistoso-comercial que entre Gabi y yo surgiera se fue desarrollando a través del tiempo hasta marcarse una línea de separación entre lo amistoso y lo comercial, pues los lazos de amistad entre esa Diosa del Sexo y yo se fueron afianzando hasta hacerse poco menos que fraternales. Sí, en no pocos aspectos llegamos a tratarnos con la confianza, el cariño casi, de dos hermanos. Bueno, la verdad es que por mi parte ese cariño casi fraternal devenía en, digamos, incesto pues para mí Gabi, ante todo y sobre todo, era lo más excelso del placer sexual y mi obsesión por reunir puntos y acumularlos para acortar los lapsos de tiempo entre canje y canje no hacía más que crecer. Vamos, que la apreciaba de verdad como amiga, pero mucho más como la espléndida mujer que era, adornada además por la aureola de su suprema profesionalidad en las artes del llamado “Oficio más antiguo del mundo”. Pero por parte de Gabi, desde luego, esto no era así, pues la relación amistosa la llevaba manteniendo las distancias, y que ni se me ocurriera traspasar las fronteras por ella establecidas, ni tan siquiera intentarlo. Aunque esto no significaba que a veces no me tomara el pelo a modo, pues mis encendidas miradas, en nada fraternales por cierto, eran a veces tan evidentes, tan candentes, que provocaban sus carcajadas, con comentarios que de veras me avergonzaban; esos del estilo de “¡Jobar tío! ¡Que me vas a violar con la mirada!” o, “Carlitos, que de aquí a poco te me comes con la vista” o “Anda Carlos, pégate una buena ducha fría no te vayas a derretir con el calentón que llevas. ¡Pero qué “salido” que podrás ser, tío!”… Yo enrojecía de vergüenza, pero cuanto más colorado yo me ponía tanto ella más se me reía en las barbas. La mataría en más de una de esas ocasiones. Ah, y ni se me ocurriera pasar a su casa fuera de cuando ajustábamos un canje o adelantamiento de puntos. Claro, también cuando me dejaba las llaves de su piso para cuidárselo durante sus ausencias erótico-comerciales a expensas de clientes algo más que “millonetis”, pues no veas cómo se cobraba la Gabi esos servicios extras: Casi a tanto por hora. Y es que, día sí día no como mucho, Gabi ingresa más euros en su cuenta que yo devengo tras todo un mes de trabajo. ¡Qué digo!... Y en más de un día bastante más que yo en un mes de diario trabajo, incluyendo las horas extras que podría hacer pero que no hago, pues superar las siete-ocho diarias, para mí, pecado mortal.

Esa intensificada relación amistosa llevó a Gabi a hacer de mí su confidente de confianza, de modo que me confiaba infinidad de cosas, en especial sus vivencias profesionales, la fauna humana con que solía codearse de vez en cuando: Clientes que pagaban sumas extra importantes a cambio de que les sometiera a la llamada “Lluvia Dorada”, o los que le proponían relación sado-masoquista, que según y cómo aceptaba o no aceptaba: Si el cliente con lo que disfrutaba era con que ella le “zurrara” la badana en plan “Ama más que estricta”, vale, de acuerdo: Ella “arreaba” palos al cliente a destajo; pero si lo que el “gachó” pretendía era zurrarle él a ella más que a una estera, pues entonces le decía que fuera a arrearle palos a su “pastelera” madre, así de claro. También las iracundas esposas cuyos maridos se los “ponían” a tutiplén, con ella mayormente, de vez en cuando aparecían en su vida con las sanísimas intenciones de arrastrarla denodadamente de los cabellos por todo el polvoriento suelo; vamos, cobrarse cual corresponde, en polvoriento suelo, los ídem con que el “maridito” beneficiara a la Gabi. Aunque lo del “polvoriento beneficiado” puede que debiera hablarse largo y tendido, si la Gabi o el cliente.

En fin, que así transcurría el tiempo, más plácidamente que otra cosa, cuando una tarde Gabi llamó a mi puerta enteramente llorosa. Yo, desconcertado y en verdad pesaroso de verla así, pues me daba cuenta de que en verdad estaba sufriendo, la hice entrar en casa, llevándola hasta el tresillo del salón. Allí se sentó y, abrazándoseme desconsolada, me dijo que se acababa de enterar del repentino fallecimiento de su madre: Un fulminante infarto de miocardio se la había llevado en una noche sin que nadie se enterara hasta la mañana siguiente, ni su marido siquiera, el padre de Gabi, que junto a su esposa dormía plácidamente. Según el médico, ni ella misma debió enterarse de que se moría, pues el infarto fue de tal potencia que en un segundo le partió, literalmente, el corazón. Y lo inexplicable es que nunca había dado muestras de que padeciera de ninguna afección coronaria, ni siquiera nada extraordinario que afectara a la tensión arterial: Cierto que últimamente la había tenido algo alta por lo general, pero nada extraordinario, nada preocupante al menos, pues la sistólica, la alta estaba algo por encima de 140 en tanto la baja, la diastólica muy poco por encima de 90. Medidas algo anormales, algo altas, sí, pero en absoluto preocupantes respecto a un posible infarto que en segundos acabara con la vida del paciente; vamos, un desenlace más bien inesperado y poco menos que inexplicable. Pero a Gabi, la muerte de su madre la había destrozado, y ello a pesar de que hacía años que nada sabía de sus padres, que la relación con ellos casi que no existía; pero una madre es siempre eso, una madre. Además Gabi se sentía culpable, se culpaba a sí misma de la cantidad de disgustos que a lo largo de su vida diera a sus padres, a su madre en especial. Desde luego ellos, su padre y su madre, su familia en general, paterna y materna, nada sabían de sus andanzas de ramera pues a poco de que aquel novio gandul la abandonara y ella decidiera meterse en el mundo del “puterío” se puso en contacto con sus padres, telefónicamente y por carta: Les contó un cuento, que había sentado la cabeza, que estudiaba secretariado y que le iba muy bien pues había encontrado un buen empleo en unas oficinas, de auxiliar administrativo, pero que le pagaban muy bien y que mejor estaría cuando recibiera el título de secretaria de dirección, puesto que le habían prometido hacerla Secretaria tan pronto poseyera el título. Y les mandó dinero para que se fueran ayudando un poco. Los padres nada dijeron respecto a los cuentos que su hija les contaba, de seguro porque el dinero que les enviaba y prometió seguir enviando les venía la mar de bien, y en tal caso mejor cerrar los ojos, creerse cuanto Gabi les dijera y acomodarse al dinero solucionador de sus vidas que ella prometía mandarles, promesa que, por cierto, Gabi cumplió religiosamente cada mes hasta la fecha. Precisaba ir al pueblo al velatorio y entierro maternos, pero no quería ir sóla: La aterraba presentarse allí sin nadie en quién apoyarse y me pidió que la acompañara: “Por favor, por favor” me decía y yo, claro está, accedí a la primera de cambio. En un santiamén metimos cuatro cosas en un par de bolsas de viaje, sin olvidar la ropa necesaria para el velatorio y el entierro, que decidimos mejor vestir distinto en cada ocasión, pues en el velatorio ya se arrugaría bastante lo que nos pusiéramos. Yo, la verdad, no disponía de nada ligeramente elegante, excepto el traje que más bien era uniforme de trabajo, los dos trajes debería de decir, por aquello del quita y pon, y eso es lo que me llevé; Gabi en cambio poseía un espléndido vestuario en el que no faltaban los elegantes trajes negros que tanto realzaban su monumental atractivo. En fin, que con todo listo, hacia las siete, la tradicional hora en que empezaba la diaria “jornada laboral” de Gabi, enfilamos la autopista de La Coruña, la A-6, rumbo a León. No eran todavía las doce de la noche cuando arribamos a Astorga y su tanatorio, la capitaleja de la región que ubica la patria chica de Gabi, un pueblecillo más que pequeño donde abundaban bastante más las vacas lecheras que las personas, pues éstas apenas llegaban a los dos-tres centenares. Allí conocí al padre de Gabi, don Demetrio González, a sus dos hermanos mayores y a su hermana pequeña, que me pareció casi tan hermosa como Gabi, aunque sin la indudable “clase” de mi “novia de ocasión”, pues ella me presentó como su novio formal. Y claro, también conocí a su más bien dilatada familia, paterna y materna, diseminados todos por los pueblecillos y no tan pueblecillos del contorno de la casi aldea donde Gabi naciera. Allí pasamos la noche, Gabi algo más calmada que cuando emprendiéramos el viaje, pues el evidente hundimiento paterno la obligaba a tratar de consolarle, y poco hubiera podido hacer al respecto si no se sobrepone al dolor que desde luego llevaba por dentro. Hasta logró sonreír a veces. Incluso ocurrió un hecho que nos hizo reír tanto a mi “novia” como a mí. Fue cuando una tía más o menos cercana con no mucho más de los cincuenta “tacos de almanaque”, chismosa a más no poder y solterona de toda la vida, le comentó a mi “novia” que, con lo guapa que era, cómo no se había ligado un tipo más atractivo que yo. Y es que he de asumir que un Adonis o un Apolo la verdad es que no soy; esos tipos hercúleos, musculosos en pecho, brazos y piernas con monumentales “tabletas” en el vientre y altos, con no menos de 1,80, la verdad es que quedan lejos de mi 1,63/1,64 de talla, mi tipo más bien normal aunque abiertamente tirando a esmirriado o escuchimizado, elija el amable lector lo que más le cuadre. En fin, que mejor digamos que soy la antítesis de ese tipo de “macho” “metrosexual” que hoy día tanto se lleva; vamos, que parezco más un humilde “machito” de andar por casa, un perrillo faldero podríamos decir. Qué se le va a hacer, de todo tendrá que haber en la viña del señor, ¿no? En fin, que volvamos al comentario más bien imprudente de la señora tía, solterona ella de toda la vida, al que Gabi, llegándose hasta acercar su boquita a la oreja de la chismosa tía, le dijo muy, pero que muy bajito

  • Tiita, es que no veas cómo me “trajina” ese esmirriado. La verdad, creo que a ti no te vendría mal un esmirriado así, que te diera calor de vez en cuando.

La tiita entonces puso una carita que era todo un poema, pues hasta las orejas se le pusieron como tomates más que maduros y se largó escapada de la vera de Gabi. Tal fue la risión que nos entró a Gabi y a mí, que tuvimos que salirnos de la sala y el tanatorio en sí durante un rato, pues las carcajadas que lanzamos hubieran escandalizado a media humanidad en tales lares. Yo me enternecí cuando vi reír así a Gabi, con tanta alegría y espontaneidad, pues la verdad es que estaba hasta un tanto acongojado con la llantina que trajo durante todo el camino. Vamos, que me llené de felicidad cundo la vi reír de nuevo y, sin pretenderlo, ni tan siquiera pensarlo, la atraje hacia mí por la cintura y la besé en los labios. Gabi no me rechazó, me besó ella también, eso lo supe, pero en aquel beso no hubo erotismo, menos traza sexual alguna; fue un beso sin apertura de boca que valiera, transferencia de saliva  o roce de lenguas ninguno, sólo cariño, sólo deseo de acariciar y, sobre todo, demostrar afecto puro, por entero exento de matices venéreos. Nos miramos cuando nos separamos y Gabi me dijo entonces

  • Gracias Carlos por quererme así. Eres el único amigo que tengo, la única persona que de verdad me agrada y en la que confío de plano

Yo la besé de nuevo entonces, pero ya en la mejilla. Sí, un beso de amigo, de hermano tal vez podría decirse. Y le dije que mejor volvíamos ya con su familia.

Me maravillaba luego de cómo me había portado entonces con ella, con mi musa erótica, la que dirigía mi “manita tonta” en ni sé cuántas ocasiones. Misterios de la mente humana.

Volvimos pues a la sala del tanatorio ocupada por la familia de Gabi y allí pasamos el resto de la noche, pues dormir en una cama, aunque sólo fuera un par de horas, era un imposible. Cierto que pudimos haber alquilado una habitación en cualquier hotel, pero Gabi lo rehusó. No sólo es que no le pareciera bien hacerlo en las circunstancias que se daban esa noche, sino que tampoco quería. Veía a su padre necesitado de ella precisamente, pues era esa hija pródiga cuyo regreso al hogar tanto vale para el padre que antes se viera abandonado, y el haber tenido a su lado a los demás hijos no alcanza a menguar la añoranza del que se le fuera, le faltara durante tanto tiempo.

Llegó la mañana siguiente, con ojeras hasta, como aquél que dice, los talones en casi todos los rostros y se preparó la comitiva que se desplazaría hasta el cementerio para proceder al entierro. En el coche de Gabi llevamos al padre, la hermana y uno de los hermanos, era lo más que daba de sí el vehículo, y al filo del medio día estábamos ya en la casi aldea natal de Gabi. Nada más llegar Gabi expresó su deseo de descansar un poco pues más precisaba dormir que comer. Yo de inmediato me apunté a la idea, en la esperanza de que compartiéramos habitación ella y yo solos, y quién sabe si, con suerte, resultaba que la habitación que nos destinaran fuera de una sola cama, pues qué cosa más indicada dada la condición de novio formal con que ella me presentara; pero mi gozo en un pozo, pues con lo que no contaba era con que a esas alturas, cuando el famoso siglo XX francamente se precipitaba a su fin y extinción en aquella aldea de mil diablos se respetara aún la ya fenecida moralidad de nuestros casi abuelos, por lo que de dormir en la misma habitación personas de distinto sexo sin haberlas unido el santo matrimonio, era algo monstruoso, con que dormir hombre y mujer en una misma cama sin las debidas bendiciones previas, pues ya me dirán. En fin, que a Gabi le tocó compartir cama con su hermanita y a mí con el mayor de sus hermanos con el inri añadido de que en la otra cama de la habitación dormía el hermano menor. Si anonadante fue la, digamos, siesta, la noche resultó horripilante, pues no vean usías cómo atronaban la habitación ambos hermanos con sus estentóreos ronquidos. En fin que por la mañana me levanté con más ojeras aún que para la siesta me acostara tras aquella memorable noche toledana. Pero quien ya me sacó de quicio por entero fue mi “novia de ocasión”, cuando al juntárseme un momento en la cocina, mientras ambos nos servíamos las correspondientes tazas de leche del desayuno, (allí el café no aparecía ni por ensueño) me mortificó, metiendo el dedo en la yaga cuando me dice muy risueña, maldita sea su estampa, aquello de: “Carlitos, ayer te quedaste compuesto y sin plan”… Vamos, que si no fuera porque, la verdad, la apreciaba demasiado para ello, la hubiera estrangulado con sin par deleite… En fin que desayunamos el típico en otros tiempos tazón de leche con sopas de pan desmigado, que casi me hacen vomitar del asco que me da sólo verlas y de inmediato marchamos de aquella más aldea que pueblo. Y yo, como alma que lleva el diablo, maldiciendo de la semi aldea, la familia de Gabi y hasta del Sursum Corda.

Pero lo malo, o lo bueno, según se mire, fue cuando ya estuvimos de regreso en Madrid y en casa, pues desde entonces Gabi se me volvió de un cariñoso que tiraba de espaldas, derrumbándose por completo aquella distancia, digamos sensual, que mantuviera entre nosotros. Me abrazaba y besaba por lo más nimio, no eróticamente claro, sino en forma enteramente amistosa y fraterna. Me invitaba al cine, a comer en restaurantes caros… Qué sé yo. Por mi parte le decía que no tenía por qué hacer todo eso, que si era agradecimiento por haberla acompañado cuando la muerte de su madre no lo hiciera pues para mí fue un placer, a lo que ella me respondía con las palabras que ya lo hiciera allí, en el tanatorio “No lo hago por agradecerte nada, sino porque te quiero mucho pues eres mi único amigo y me encanta estar contigo”…

Pero entonces la vida se me empezó a complicar. Vale que yo la había llegado a querer como a una buena amiga, como a una hermana casi, pero como a una amiga, una hermana, que no obstante deseaba fieramente como mujer, por la que me moría por mantener sexo; pero lo malo fue que esas apetencias que del más primitivo deseo sexual no pasaban empezaron a derivar hacia algo más peligroso, más íntimo pues se fue trocando en infinito enamoramiento, en ansia por estar con ella, sentirla a mi lado, a mi alrededor… El deseo sexual perduró pero porque en el amor el sexo está implícito como sostenedor del amor, del cariño sincero que un hombre desarrolla hacia la mujer que le enamora, que se adueña del pensamiento y los más íntimos afectos de ese hombre, pero no como una meta u objetivo en sí mismo, como el único móvil que le impulse a consumar el sexo con esa mujer, como hasta entonces venía sucediendo.

A partir de entonces empecé a vivir en una nube junto a esa mujer que me embrujaba de puro amor hacia ella, que se mostraba no ya amistosa sino francamente cariñosa, como si también ella sintiera algo hacia mí, aunque fuera poco... A tener en cuenta que no obstante el cambio que en su actitud hacia mí ella demostrara, hasta ese punto de llegar yo a pensar, a hacerme alguna ilusione de que ella también empezaba a amarme a mí, en lo tocante a su “profesión” nada había cambiado a no ser que cada día me decía lo harta que estaba de aguantar tíos, por educados que pudieran ser. Vamos, que también ella tenía su corazoncito y eso de saciar amores mercenarios se le empezaba a hacer un tanto cuesta arriba. Incluso llegó un día en que, como en una ensoñación, decía envidiar a esas mujeres que siempre llevaran esa vida digamos anodina, que madrugaban cada día para ir al trabajo o para atender las labores de la casa. Esas mujeres que nunca conocieron esa forma de “glamour” en que Gabi se desenvolvía, las que siempre tuvieron que contar el dinero, contarlo y hacer casi cabriolas para que alcanzara a cubrir las necesidades de su familia. Porque, decía, ellas sí tenían una vida verdadera, sólida, en la que los afectos eran sinceros y desinteresados: Un marido que las amó cuando eran más jóvenes, bellas y apetitosas pero que las seguían amando lo mismo o más cuando cambiaron a ser menos jóvenes, menos bellas, menos apetitosas… Se decía que qué obtendría ella, al final, de la vida… Y ante sí veía un futuro yermo, vacío, en el que, como mucho, habría más o menos dinero, más o menos comodidades… O tal vez enfermedades horribles… Sida… Quién sabe…

Claro que aquello fue sólo una tarde que Gabi estuvo en mi casa. Estaba algo catarrosa y puede que el catarro, que la mantuvo un par de días o tres de “baja laboral”, la deprimiera un tanto, pues fue volver a su “actividad” normal y olvidarse de aquellas “envidias”… ¿O, en verdad, era envidia, sin comillas?... “Too e pozible an Graná”, como de Despeñaperros p’abajo suele decirse…

Y como la Gabi siguió trabajando como de costumbre, yo, como de costumbre también, atendía mis funciones de “taxista privado” de Gabi, con lo que la acumulación de puntos proseguía, ya que a pesar de los cariñitos, la amistad y el buen rollito, la relación por puntos, enteramente comercial respecto al sexo, se mantenía como antes, si bien algo varió también en esta digamos nueva etapa de nuestra relación o trato amistoso, y es que las tres o cuatro veces que en esta etapa me cupo hacer canje de puntos la Gabi no me pedía salir de estampida de su piso, de su cama, sino que me permitía seguir allí, junto a ella, acostado a su lado y hasta acariciarla suavemente hasta que me decía: “Por favor Carlitos, sé bueno conmigo y durmamos los dos”. Entonces sabía que se acabó el “rascar” y a dormir tocan, todo formalito yo para evitar truenos y relámpagos, pues buena es Gabi cuando sacaba a relucir su faceta irascible: Verdadera hembra de gato montés, que te deja señalado con sus agudas uñas y, claro, tampoco es cosa de exponerse a tales “caricias”. Bueno, otra cosa también cambió en esta nueva etapa de nuestra relación, increíble combinación de fríamente comercial a la vez que calurosamente amigable: Que los celos empezaron a no dejarme vivir; sí, celos, celos de ellos, de los clientes a los que otorgaba los placeres de su cuerpo a cambio de sumas de euros más bien respetables. Increíble, ¿verdad?... Pues rigurosamente cierto. Y claro, no había noche en que los demonios no me llevaran al imaginar lo que entonces ocurría entre Gabi y el cliente. A punto estuve alguna que otra noche de subir al apartamento que ella y él ocupaban y armar allí la de San Quintín pero, a Dios gracias, nunca llegó la sangre al río. Cierto que cundo ella regresaba al coche para volver a casa Gabi era consciente del estado de ánimo en que me encontraba o, más propiamente, de los celos que me atormentaban. Entonces, en lugar de largarme las bragas como antes, cuando me enfurruñaba por la espera, lo que me hacía eran carantoñas, besitos en la cara, mientras me decía que no tenía por qué molestarme por lo que con los “otros” hiciera, que eso era simple transacción económica: Ella tenía “algo” que “alquilar” durante un rato y “ellos” deseaban “usar” ese “algo” durante ese rato. Y punto. Hasta algún “piquito” que otro me daba alguna vez, “piquito” que, como el más gilipuertas de los mortales, vez había que le rehusaba por aquello de que ahí la acababan de besar otros labios. Esas veces ella rompía a reír a carcajada limpia diciendo

  • ¡Pero qué tonto serás Carlitos! Bueno, como quieras, pero que conste que tú te lo pierdes. Tonto, más que tonto

Después de eso me decía que nos fuéramos ya para casa, pues estaba cansada y necesitaba descansar.

Una noche, cuando llegamos a casa, yo me despedí de ella como cada noche, con un beso en cada mejilla y me dirigí a mi apartamento. Empecé a abrir con la llave cuando siento que Gabi se llegó hasta mí, por la espalda y me llamó: “Carlos”. Yo me volví hacia ella y me encuentro con que la mujer de mis sueños me echa los brazos al cuello y me atiza el “morreo” del siglo; así, por las buenas, sin venir a cuento… ¡Y qué “morreo” Dios mío! Nunca, nunca nadie antes me había besado así, ni siquiera ella, ni siquiera Gabi me besó nunca así. Y mira que ella sabía bien, muy bien, cómo hacerlo, que un montón de veces me lo había demostrado en los “canjes de puntos” que me llevaba “ajustados”. Pues nada, esos de antes, nada, nada de nada; caricias insulsas comparadas con lo de esa noche, pues sabía muy bien que conmigo, por vez primera, estaba poniendo todas sus veras, su corazón, su alma… Toda ella, en total entrega a ese beso. Luego, sin soltar mi cuello salvo con una de sus manos que hundió en mis cabellos acariciándolos, me susurró al oído:

  • No me abandones esta noche Carlos. Ven conmigo a casa, duerme conmigo. Te necesito Carlos, no quiero dormir sola. Necesito dormir arrullada por los brazos de un hombre que me quiera… Me quiera aunque no me ame. Hazme el amor Carlitos, disfruta de mí para que yo disfrute de ti… Quiéreme, ámame esta noche para que yo te quiera, te ame a ti.

¿Cómo describir lo que aquella noche fue para mí? Para aproximarme algo, sólo eso, algo, un poco, lo único que se me ocurre es recordar los versos de “La casada Infiel” de Federico, el poeta gitano y granadino que escribiera el “Romancero Gitano”, libro que incluye "La Casada Infiel"

Ni nardos ni caracolas

Tienen el cutis tan fino

Ni los cristales con luna

Relumbran con ese brillo

Sus muslos se me escapaban

Como peces sorprendidos

La mitad llenos de lumbre

La mitad llenos de frío

Aquella noche corrí

El mejor de los caminos

Montado en potra de nácar

Sin bridad y sin estribos

Pero aquello fue algo así como el “Canto del Cisne” en mis ilusiones de hombre enamorado hasta la locura de aquella mujer, aquella hembra humana, sin parangón en el Universo, por muchos semejantes y desconocidos que pueda haber, pues desde la siguiente mañana, cuando más bien fríamente me invitó, que no rogó, a que abandonara su piso, sin yo entender a qué venía aquello después de la gloriosa noche pasada junto a ella. Y desde aquella misma mañana todo cambió entre nosotros, marcándose digamos que un antes y un después en la relación últimamente sostenida. Gabi volvió a ser la del principio de nuestra relación, sin admitir la menor familiaridad, no ya de tipo erótico, mucho menos sexual, sino simplemente de esa amistad que en los últimos meses, tres escasos, nos uniera. Siempre distante e incluso casi diría que altiva. Se limitaba a valerse de mis servicios de “transporte” y si alguna vez me quejaba de algo, ponía alguna objeción su respuesta siempre era la misma

  • Pues si no te interesa ya sabes qué hacer…

Aún aguanté así un mes más o menos. Hasta que un buen día, mejor, noche, me dice cuando llegamos a casa tras su jornada laboral

  • Carlos, diría que ya tienes los suficientes puntos para hacer un canje; luego, cuando tú quieras…

Yo me quedé un momento pensativo. La miré y me dije que eso ya no lo quería. Unas migajas de “amor” por algo que para ella era valorable, como el dinero de los otros tipos, sus clientes, ya no me apetecía; no lo quería pues lo que yo ya deseaba de era amor, su amor, el amor de una mujer a la que quería, no el placer que una ramera me pudiera proporcionar. En forma alguna quería ser uno más de sus clientes, uno más con los que se acostaba por dinero. No, eso nunca, pues yo me rebajaría, pero lo más importante era que la rebajaría a ella, la ensuciaría y yo no podía rebajar, menos ensuciar al ser que para mí lo era todo, la vida misma… Y así se lo hice saber. Sin asperezas, sin desplantes ni reproches. Simplemente le confesé mi amor sincero, el visceral enamoramiento en que ella me había envuelto, sin quererlo ella, sin quererlo yo, sí, pero así había sucedido, así había sido y no lo pude evitar. Gabi no me replicó nada, se limitó a pedirme las llaves, tanto de su auto que era el que desde que fuimos a Astorga usábamos siempre que la llevaba a cualquier sitio, como de su piso que, como antes decía, a veces me encargaba de cuidarlo. Con un beso en la mejilla y un “Que te vaya bien, Carlos” aquello que entre los dos hubo se acabó.

Aquella noche dormí mal. O mejor dicho, no dormí, de modo que por la mañana me levanté hecho polvo y, desintegrado como aquel que dice, me presenté en el banco. La verdad es que estaba hundido, sin ganas de nada y, menos que de nada, simplemente de vivir. Si he de ser honrado conmigo mismo debo decir que si no me suicidé fue porque ni para eso me veía con ánimos, mi nihilismo llegaba a tal extremo. Quise solucionar el estado de postración en que me encontraba trabajando a destajo, pues lo cierto era que enfrascado en el trabajo, en los números, mi mente se libraba de tener permanente a Gabi en el   pensamiento, de modo que llegué a prácticamente vivir en las oficinas del banco, pues entraba a las ocho de la mañana como tarde y días había que me daban las diez de la noche allí, saliendo cuando el servicio nocturno de limpieza llegaba y reclamaba el sitio que ocupaba para su labor. Vamos, que les estorbaba en su trabajo de sacar lustre a todo cuanto se les pusiera por delante. Entonces volvían para mí las neuras, cuando mi mente se limpiaba de cifras y más cifras y se llenaba en cambio con la imagen de Gabi. Deambulaba cuanto podía, bebía, ese mal consejo que nunca soluciona nada pues al final, como dice la canción de Farina, el gitano “cantaor” de Salamanca.

Vino amargo, que no da alegría

Aunque me emborrache

No la puedo olvidar

Y aunque yo me meta en farra

Entre sueños la veré

Al final me rendí a ese tormento que me atenazaba el alma, que no me dejaba vivir. Y es que llegué a la conclusión de que su lejanía, hasta su desprecio tal vez, sería más tolerable que este sin vivir que era el no verla, no escucharla, no aspirar el aroma de su cuerpo… Pero una cosa seguía clara para mí: Nunca más me rebajaría ni la rebajaría a volver a hacer un “canje”. Nunca, nunca, sería de nuevo su “cliente”. Prefería “trabajar” gratis para ella. Así que dejé de hacer horas en el banco. De la noche a la mañana empecé a hacerlas y de la noche a la mañana dejé de hacerlas, para poder estar en casa a las seis y media en punto de la tarde en el peor de los casos, si no podía ser antes, pues dirigirme directamente a ella, a su casa, la verdad no me atreví. Desde entonces y hasta las tres, las cuatro, las cinco de la madrugada, las seis incluso de la mañana a veces, esperaba a oírla salir de casa o regresar… Y así pasaron dos, tres días sin rastro de ella, por lo que me armé de valor, un tanto preocupado ya, y acudí a su puerta a llamarla sin tampoco resultado positivo alguno, nadie respondió. Durante toda aquella tarde y la madrugada siguiente incluso estuve llamando a su puerta, cada media hora como máximo sin que nadie contestara. Con creciente alarma volví a insistir al día siguiente pero nada, la callada por respuesta a todas mis llamadas, por lo que, con el alma en vilo ya seguro de que algo tenía que haberle pasado, pues su “profesión” encierra un montón de riesgos, acudí al portero del edificio. Y allí ya sí que me derrumbé por entero, pues la mujer de mis sueños se había marchado. Había dejado el apartamento dos o tres días después de romperse nuestra relación y había desaparecido sin dejar rastro tras de sí.

Aquello sí que era el fin de todo y yo no es que me hundiera, es que quedé muerto en vida, vacío del todo y sin ilusión que me valiera. Me convertí en una especie de zombi que sólo reaccionaba ante los números de la oficina y, claro está, volví a mis “panzadas” de trabajo para luego deambular sin rumbo fijo, de aquí para allá, sin importarme, sin enterarme siquiera de por dónde vagaba. Volvía a casa y las noches las pasaba casi en blanco. Acabé por pensar aquello de que “Un clavo saca otro clavo” o lo de “La mancha de la mora con otra mora se quita” y decidí lanzarme a la búsqueda de otra chica que me sacara del marasmo.

Y así iba mi vida, más a la deriva que un barco sin timón, cuando se produjo el milagro. Fue una noche, cuando regresaba más que de madrugada a casa y con “pelín” de “colocón” alcohólico. Y allí estaba ella, ante mí, ante mi puerta, esperando, esperándome, con una pequeña maletita en el suelo, a su lado. Yo quedé de piedra y diría que el “colocón” desapareció en el acto. De pronto lo empecé a ver todo rojo y un ardor abrasador me inundó el pecho, haciendo estallar no ya el enfado sino la ira más destructiva. Me llegué hasta ella y, sin mediar palabra, le di no una bofetada sino un guantazo de revés de esos que hacen antología del guantazo, para tronar a continuación

  • ¡Maldita ramera, mala puta! ¿Tienes idea de lo que me has hecho pasar en este tiempo de no saber nada de ti?

Y ahí se acabaron mis reproches pues Gabi, sin inmutarse por cuanto le dijera, se acercó a mí, me echó los brazos al cuello y me soltó un beso a tornillo, un “morreo” que el del día glorioso en que me pidió que durmiera con ella se quedaba en cosa de aficionada. Luego, muy bajito pero a mi oído, como en aquella maravillosa noche, me dice

  • Golpéame cuanto quieras, pégame, insúltame, cógeme del pelo y arrástrame por media ciudad, pero no me apartes de tu lado. Puedes hacerlo, si es lo que quieres, pero yo te quiero Carlos, te quiero con toda mi alma y sólo deseo que me acojas a tu vera. Acéptame Carlos, acéptame y no habrá en el mundo hombre más feliz que tú. Te lo prometo, te lo juro, Carlos, te sabré hacer feliz, sabré compensarte por cuanto te he hecho pasar

Y qué iba a hacer yo. Pues eso, besarla también, atraerla por la cintura y comerme esa boca que me traía loco. Abrí la puerta del apartamento, recogí del suelo la maleta de Gabi y, abrazándola, besándola, la metí, nos metimos los dos dentro de casa. Una vez cerrada la puerta tras nosotros dos, la alcé en brazos. No me preguntéis cómo fui capaz de realizar tal heroicidad, pues mis fuerzas ni sé cómo dieron de sí hasta tal punto. Me pregunto aún si no fue ella la que cargó conmigo, pues energías para eso diría que sí que las tenía y las tiene, que menuda es. En fin, que no sé bien lo que al fin pasó, pero lo que sí que tengo claro es que acabamos en el dormitorio, quitándonos la ropa mutuamente con furor, con locura contagiada y… Juraría que lo que siguió es fácil de suponer. Sí, una nueva noche de placer y gloria. Aunque no, gloria no, sino

GLORIA

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A la mañana siguiente llamé al banco diciendo que no me encontraba bien, que había pasado mala noche y que me excusaran de ir a trabajar. No hubo ningún problema. Por cierto, que me reí bastante por la excusa puesta, lo de la mala noche… Bueno, a lo que vamos. No me gusta faltar al trabajo sin motivo muy justificado, pero entonces lo tenía: Saber qué había pasado con Gabi, por qué aquella “espantada”… Y Gabi luego, cuando al fin se levantó, me lo explicó.

Aquella noche en que me pidió que durmiera con ella, la primera noche más espléndida de mi vida, quiso ser su despedida: Había decidido que lo nuestro acabara, pero no cortando ella conmigo, que no era capaz, sino yo con ella. Sabía que yo la quería, que estaba enamorado de ella, pues a ver qué mujer no nota eso; pero coincidía con que también ella me quería a mí, se había enamorado de mí; me amaba. Y no quería nada malo para mí, sino protegerme; por eso decidió cortar la relación que manteníamos. Sabía que yo sufría cada vez que ella atendía un “servicio”, que tenía celos de los clientes. Hubiera querido vivir conmigo, en pareja, pero ella sabía que yo no tenía madera de “chulo”, de hombre que permite que su mujer se entregue a otros, luego no había más remedio que cortar aquello por bien de los dos. Pero antes quería que nos amáramos al menos una noche; disfrutar del amor del hombre amado siquiera una noche.

Por eso es que desde la mañana siguiente cambió conmigo haciéndose distante, cortando la relación de amistad para dejarme bien patente que nuestra relación volvía a ser puramente comercial. Así, yo acabaría saltando y cortaría con ella. Cuando lo hice, la verdad es que el mundo se le vino encima. Aquella noche apenas durmió, luego no fui yo el único; incluso llegó a levantarse para venir a mí, a mi casa y decirme que todo era una farsa, que me quería como yo a ella y que aceptara vivir con ella. Hasta estuvo en el descansillo y a punto de llamar en mi puerta. Pero se contuvo, volvió a su casa, cerró la puerta con cuantas vueltas la cerradura admitía y se dijo que yo no existía. O, mejor dicho, intentó convencerse a sí misma de ello; de metérselo en la cabeza.

Días después se marchó, trasladándose a otra vivienda prosiguiendo su vida de prostituta. Con sus “clientes”, sus “servicios” en hotel y domicilio, las “visitas” concertadas en su nueva casa. Y sus “redadas” por las acostumbradas discotecas, recepciones y bares de hotel sin olvidar la terraza del “Puerta de América” a la caza de nuevas “presas”. Ganando mucho, pero que mucho dinero.

Pero no era feliz. La alegría la abandonó reemplazada por una sempiterna melancolía. Así anduvo tres, tal vez cuatro meses, sintiéndose cada vez más infeliz, más vacía. En la práctica su vida había acabado por perder toda razón de ser. Pero lo peor era que cada vez sentía más asco de sí misma, pues cada vez también eso de “atender” clientes se le hacía más cuesta arriba. Llegó a odiar a esos hombres, por lo general barrigudos y grasientos, que sobre ella bufaban y sudaban; sudaban, sudaban y nunca dejaban de sudar. Nunca antes había sentido ese olor nauseabundo del sudor humano, del sudor del macho embravecidamente lujurioso. Ese olor se le llegó a hacer insoportable, metiéndosele en el cuerpo sin poder borrarlo  por más que se duchara, que se bañara. La ensuciaba, se sentía sucia y asquerosa con ese olor… Hasta su propia estimación de mujer se le empezó a venir abajo. Y como nunca, sintió envidia de esas mujeres anodinas, de existencia gris, sin más horizonte por delante que las estrecheces de la vida cotidiana, el trabajo diario mal pagado, el hogar… El marido, los hijos… Y entonces sí que estuvo segura de que esa era la vida de verdad, la auténtica La de las personas normales, esas que cada día madrugan para ir al trabajo o al despacho profesional; o a llevar los niños al colegio, a comprar al mercado para atender a los suyos, su marido, sus hijos… ¿Quiénes eran los suyos? ¿Qué tenía ella en realidad? Los suyos, los clientes que la asqueaban y por tener, realmente, nada tenía: Ni tan siquiera dinero, pues aunque ganara muchísimo dinero, casi todo se lo había gastaba en naderías; cosas bonitas, sí, pero inútiles y por entero prescindibles. Cierto que tampoco podría decirse que estuviera descalza, pero para lo que había ganado en sus siete años más o menos de prostituirse, lo ahorrado una miseria. Así que llegó a una conclusión: Se había equivocado de medio a medio cuando decidió que lo nuestro no tenía futuro, que por los dos, por ella y por mí, lo mejor era cortarlo. Fue entonces, cuando con veintisiete años se veía abocada a una vida sin sentido, triste y vacía, se dio cuenta que desde hacía meses, al menos desde que la acompañara al entierro de su madre, su único futuro y  el único mío, era vivir juntos, en pareja, la pareja de dos seres humanos que se quieren y no pueden vivir el uno sin el otro. Bueno, eso, que sin mí la vida para ella difícilmente podría ya tener sentido, lo columbró antes de producirse la ruptura definitiva; incluso se barruntó muy mucho que la mía, sin ella, poco sentido tendría también, pero confió en que con el tiempo eso no llegara a ser así. Equivocación. Pero la gran equivocación fue plantearse el futuro amarrada sin remedio a la prostitución. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Es que ella no sería capaz de llevar otro tipo de vida? ¿Es que ella no podría llevar esa vida anodina de la esposa que sólo vive para su marido, para sus hijos? Para su hogar y su familia en definitiva… O, ¿es que no resultaba ahora que era esa la única vida que quería llevar? Un hogar, un marido, hijos… Una familia a la que dedicarse en cuerpo y alma, desviviéndose por ella… Una familia que la hiciera feliz, la hiciera vivir de verdad. Y si para lograr eso era imprescindible pasar apreturas, problemas económicos… Tener que aquilatar gastos hasta lo ínfimo, pues se pasarían las apreturas y se encararían los problemas que entre su marido y ella se solucionarían. Y se aquilataría el dinero, haciéndole llegar hasta donde fuera necesario que llegara, ¿No sabría hacerlo ella? ¡Pues claro que sí!

Cuando Gabi vino a mí lo hizo, como quien dice, con lo puesto, pues consigo apenas si traía un par de mudas y otro de vestidos. Había roto con cuanto la uniera a su pasado. Como ella misma me dijo, había destruido a  la Gabi ramera para que de sus cenizas renaciera la Gabi capaz de ser esposa y madre. Y el dinero era parte tangible de esa Gabi que destruyó, por lo que se deshizo de tal dinero antes de venir a mí: Lo legó, en forma de tierras principalmente, a su padre para que él y sus hermanos, su futuro cuñado incluso, pues su pequeña hermana estaba novia con un buen muchacho, nunca más fueran jornaleros de trabajar hoy y mañana Dios dirá.

También Gabi trajo otra cosa que ni siquiera quise ver, pues no me hacía falta: Un certificado de haberse sometido a todo tipo de pruebas, habidas y por haber, respecto al virus del SIDA dando negativo, pues antes de venir en mi busca quiso estar segura de que no me traería desgracia alguna. Así es mi Gabi


Ha pasado el tiempo desde que Gabi volviera a mí, doce años casi justos, y Gabi y yo seguimos juntos. Hasta nos casamos poco antes de que ella me regalara nuestro primer hijo, pues resultó ser un Carlitos precioso. Y sí, Gabi resultó ser una perfecta esposa y madre, y una administradora de los bienes familiares de cuerpo entero. A decir verdad, poco más y me trae frito, pues ojo lo que le cuesta a uno que “abra la mano” para lo que sea. Lo de “De gastos innecesarios ni uno”, parece que se lo aprendió en jueves, pues menuda es ella en lo tocante al dinero. Y cómo se las arregla para, con el no excesivo dinero que puedo aportar al hogar, tenernos a todos bien alimentados y saliendo a la calle hechos unos pinceles. Eso sí, sin lujos, pues en la mesa lo habitual más que nada es la legumbre huérfana, pero sucedió que también Gabi resultó tener unas manos en la cocina que hacía unas judías ( Alubias ) estofadas, a base de judías, agua, sal y ajos, que le salían para chuparse los dedos. Incluso hace economías y tenemos una cartillita de ahorros que, aunque sea ella quien únicamente sabe lo que hay, pienso que demasiado poco no será, por lo que a veces me comenta.

Nunca ha trabajado, reconozco que en ese aspecto soy un tanto “cavernario”, qué le voy a hacer, pero eso no significa que ella no aporte nada al hogar, pues administrando el dinero como lo administra, creo que aporta, al menos, tanto como yo. Y también ella está así satisfecha, pues ya decía que es una madraza para los cuatro hijos que tenemos, pues a Carlitos le sucedió una Gabi chiquitita que, si Carlos es mi orgullo, la pequeña Gabi es mi ojito derecho. Después llegó una pequeña María, como mi madre. El benjamín de nuestros cuatro hijos es otro niño, y Gabi tuvo la deferencia de ni intentar llamarle Demetrio, como su abuelo, el padre de ella, por lo que le llamamos Luis, como el segundo de sus hermanos pues el mayor también es Demetrio, qué casualidad.

Pero hay algo en Gabi que la define mejor que nada. Yo, lógico, seguí desde el principio con las horas extra, ahora para poder tener lo mejor posible a mi familia, pero ya sin aquella dedicación casi en exclusiva de tiempo atrás, sino que a las siete de la tarde, como mucho, doy de mano y regreso a casa. Pues bien, cuando llego Gabi me espera pintada, maquillada, con un bonito vestido que realce sus delicias y unos zapatos de tacones increíbles por lo altos, sin olvidar las sensuales medias oscuras con costura perfectamente alineada en sus maravillosas piernas. Es la visión de una diosa que me tiene encandilado es lo que veo ante mí tan pronto entro en casa. Y es que Gabi sostiene una teoría que tal vez resulte un tantico peregrina a algunas personas, y es que piensa que la mujer debe enamorar de nuevo al marido cada día, cada noche, a fin de que el marido la enamore a su vez a ella cada día, cada noche. Aunque esta no es la única teoría de pareja que Gabi abriga, pues así mismo sostiene que cuando el sexo falta en la pareja, si ésta todavía es “útil para el servicio”, el amor sale por la ventana, y desde luego a lo que Gabi no está en absoluto dispuesta es a que yo deje de amarla, de desearla y ella para lograrlo, como dice el chotis “Pichi”, “No repara en sacrificios”, aunque éstos deban ser nocturnos y de dormitorio.