Mi hijo, mi amor, mi perdición. Cap. 8 Parte IV

Sonreí contemplando extasiada a ese par de efebos desnudos que me habían colmado unas horas antes y que, sin duda alguna, volverian a hacerlo. Pero antes tenía que ir a orinar. Me estaba meando encima.

Mi hijo, mi amor, mi perdición. Capítulo 8. Parte IV

Debían ser pasadas las siete de la mañana porque la pequeña habitación de la tienda en la que dormíamos los tres se iba llenando de una ténue luz, cuando me desperté al sentir la presión del sexo de Víctor entre mis nalgas. Me di la vuelta y comprobé que seguía durmiendo. Sonreí contemplando extasiada a ese par de efebos desnudos que me habían colmado unas horas antes y que, sin duda alguna, volverian a hacerlo. Pero antes tenía que ir a orinar. Me estaba meando encima. Ese es el gran inconveniente de los cámpings cuando vas con tienda: que los aseos los tienes a unos cuantos metros. En nuestro caso, a unos cincuenta. Así que me levanté, me puse el albornoz que me cubría mínimamente las vergüenzas y salí de la tienda.

  • ¡Buenos días, vecina! A unos diez metros delante nuestro, un señor de unos sesenta años, en bañador, con el torso cubierto de vello blanco, una barriga cervecera de campeonato, sentado a la mesa delante de su camping-car, me saludó.
  • ¡Buenos días!, le contesté, apretando los muslos instintivamente porque ya se me estaban escapando algunas gotitas.
  • Qué bien que se lo pasaron anoche, ¿eh? Comentó lanzándome una mirada más que lasciva.
  • Siento mucho si le hemos molestado... pero ahora tengo que ir urgentemente al baño...
  • Puede utilizar el nuestro, si lo desea. Replicó levantándose e indicándome con la mano la puerta de su caravana.
  • No, gracias...
  • Venga, no se corte, que aún se lo va a hacer encima, jajaja.

Le acepté la invitación. Me abrió la puerta y me hizo pasar delante de él. Os juro que sentí su mirada clavándose en mi culito.

  • Mi mujer todavía duerme... Me dijo al ver que me quedaba parada delante de la cama en la que yacía su esposa, totalmente desnuda, de espaldas con una de sus piernas flexionada. Los muelles de aquella cama debían ser resistentes pues la señora estaba, cómo decirlo finamente, mucho más que lozana. - Esta noche me ha pedido marcha, mi tesoro...
  • ¿Puedo? Le pedí apremiante.
  • Por supuesto. Aquí lo tiene. Adelante. Me mostró un pequeño cuartito en el que apenas cabía la taza del váter.
  • Gracias. Pero, no hay puerta, exclamé.
  • Se ha desencajado... la tengo que volver a montar. Pero no se preocupe, haga, haga sus necesidades.

El hombre desapareció de mi vista y, aunque dudé unos instantes, terminé por sentarme en la taza y orinar copiosamente. El ruído acuático de mi micción inundó el silencio de la caravana. El vecino se plantó de nuevo ante mí.

  • ¡Vaya, esto si que es una meada! Exclamó tocándose el paquete sin ningún pudor.

Cogí un pedazo de papel de váter, me sequé rápidamente, me levanté y le dije:

  • ¡Es usted un cerdo! Le espeté y con una mano intenté apartarlo de la salida. Me agarró por la muñeca, firme pero sin hacerme daño.
  • Usted me pone como un cerdo, follándose a esos dos jovencitos que igual no son ni mayores de edad.
  • Suéltala, Andrés. La mujer había terminado por despertarse y ahora intervenía, salvadora.

Su marido sonrió y me soltó. Agradecí a la mujer su gesto no sin dejar de observarla. Todo en ella era redondo, obeso pero sus facciones eran hermosas. Me pareció algo más joven que él.

  • No se vaya, querida. Tome un café con nosotros, continuó ella, poniéndose una especie de camisón azulado y medio transparente que dejaba ver sus enormes pezones y su negra pelambrera.
  • Debo irme... Me están esperando.
  • Por favor... Los crios duermen mucho a estas edades...Quédese un rato con nosotros...
  • Bueno, vale...Pero sólo un ratito.

Salí fuera de la caravana y me senté en una de las sillas que había alrededor de su mesa. No tardaron en venir con las tazas y el café.

  • Ayer por la noche estábamos aquí sentados, fumando y bebiendo en silencio, cuando los vimos llegar... Seguía hablando la mujer.
  • ¿Qué edad tienen, los chicos? Preguntó el hombre desnudándome con la mirada.
  • A ustedes, ¿qué les importa? Contesté demasiado enervada.
  • Tranquilícese, querida – obtemperó la mujer-. A nosotros nos da igual. Era simple curiosidad. Además, sabemos que el más guapo es su hijo...
  • Y eso todavía nos calentó más, jajaja. ¿Verdad, Lisa?
  • Ni que lo jures, cerdito mio. Hacía lustros que no me follabas como lo hiciste anoche.
  • Pues, vaya. Me alegro. Hice ademán de levantarme y se me abrió el albornoz dejando mis pechos al descubierto.
  • ¡Está usted buenísima! Me soltó el gorila blanco.

Ya estaba a punto de volver a la tienda cuando aparecieron los dos chicos, desperezándose, sus torsos al descubierto. El primero en verme fue Víctor quien sorprendido le indicó enseguida a David que su madre estaba con los vecinos de enfrente.

  • Venid, chicos. Les pidió la mujer. Ellos se miraron un instante, me miraron a mí, hice un gesto de asentimiento y vinieron hacia nosotros.
  • ¿Qué? ¿Habéis dormido bien, verdad? Les soltó Andrés con mucha sorna.

Hice las presentaciones y rechacé la invitación para desayunar con ellos, principalmente porque había cogido una pension completa e íbamos a desayunar en el self. Antes de marcharnos, Lisa nos dijo:

  • Nosotros vamos a una playa, a unos tres kilómetros... Es una playa nudista sólo para adultos...
  • Nos encantaría veros allí, añadió Andrés.
  • ¿Cómo se llama, la playa? Pregunté por quedar bien.
  • La bahía de los marranos, jajaja. ¡Sólo para adultos!
  • ¿Qué significa eso? Preguntó Víctor con esa cara de inocentón que me gustaba tanto.
  • ¡Jajaja! Se rieron los dos vecinos al unísono. ¡Id y lo descubriréis por vosotros mismos! Sentenció Lisa, relamiéndose los labios ante la visión de mis chicos.

Después de desayunar, los chicos fueron a ducharse y vestirse. Cogimos el coche e hicimos un poco de turismo por la mañana, visitando los castillos cátaros que hay por la zona. Comimos en un buen restaurante de la zona y volvimos al cámping. Me costó muchísimo convencerlos de que dejaran de sobarme y de pedirme cada cinco minutos de parar el coche para hacer guarradas. Me comporté como una buena madre y una excelente guía turística. Parece mentira, pero así fue.

  • ¿Vamos a hacer la siesta, mamá? Me dijo David agarrándome por la cintura.
  • ¡Me apunto! Contestó risueño el potrillo Víctor.
  • ¿Qué os parece si vamos a descubrir la bahía de los marranos?

Y eso fue lo que hicimos. Hicimos una bolsa con las toallas, la crema solar, el parasol, un poco de fruta y agua y nos fuimos para la playa, siguiendo las indicaciones que me habían dado la pareja de vecinos.

La encontramos enseguida. Sin embargo, tuvimos que dejar el coche en un párking que se encontraba a un kilómetro de la playa y que a esa hora estaba ya lleno de coches. Avistamos un par de postes y un cartel que supusimos daba acceso al camino que conducía a la playa. El cartel no tenís desperdicio:

ZONA NATURISTA

y unas cuantas señales de prohibido: menores de 18 años, perros, venta ambulante; y una de obligación: un preservativo.

  • ¡Joder! Exclamé. - ¡Esto es Sodoma y Gomorra!
  • ¿Qué significa eso, mamá?
  • ¡Ja, ja, ja! Ya os lo contaré otro día, cariñitos.

Caminamos pour ese sendero de arena franqueado de dunas en las que se veían, aquí y allá, parejas tomando el sol y algunas haciendo algo más que broncearse. Mi excitación iba “in crecendo” mientras que mis jovencitos acompañantes se lo miraban todo con una cara de perplejidad y asombro que me resultó enternecedora.

  • ¿Querèis que os de la mano? Les dije burlándome un poco de su inocencia.
  • ¿Estás segura, mamá, que es una buena idea? Me preguntó justo cuando pasábamos cerca de una pareja que estaba fornicando rodeada de tres o cuatro hombres.
  • ¡Oh, que sí! Nos lo vamos a pasar teta, ya veréis.

La playa era inmensa. Se extendía a derecha y a izquierda al menos un par de kilómetros. Busqué con la mirada si veía a nuestros vecinos pero era imposible. Me habían dicho que siempre se ponían cerca de una de las pocas duchas que había en la playa. Pero no recordaba hacia qué dirección me habían dicho. No sé por qué me sentí algo decepcionada de no verlos, la verdad. Supongo que ese punto de vicio que tenían los dos. La cuestión es que caminamos hacia la izquierda y nos instalamos a una cierta distancia del mar y también de las otras personas que habían plantado sus parasoles y sus toallas preservando un evidente radio de intimidad. Unos cuantos hombres solitarios observaban sentados la actividad a su alrededor. Otros, caminaban a lo largo de la orilla, desnudos, con su mochila a la espalda.

Pasamos al lado de una pareja de mediana edad. Ella estaba tumbada, de cara, con las piernas bien abiertas. El le estaba acariciando el chocho como quien no quiere la cosa. Al llegar a su altura nos saludó en inglés. Aquello prometía convertirse en una orgía internacional.

  • Aquí mismo, ¿no, mamá? Ya hemos caminado bastante.
  • Estos adolescentes... Para según qué siempre estáis cansados.

Preferí alejarme un poco más hasta encontrar un sitio que me pareció idóneo. Plantamos el parasol, extendimos las toallas y los chicos quisieron irse a bañar enseguida:

  • ¡Hey, chicos! ¡Bañadores fuera! ¡Es obligatorio!

Se desnudaron y una vez más me sentí terriblemente excitada ante sus jóvenes, vigorosos y fuertes cuerpos. Fueron corriendo hacia el agua y se tiraron de cabeza entre gritos de satisfacción. Yo me desnudé (bueno, me dejé puesto el sombrero y las gafas de sol), me senté en la toalla, saqué la crema solar y me unté con ella de los pies a la cara. El sol picaba de lo lindo y yo tenía (y sigo teniendo) una piel muy fina y blanca. Un par de hombres, de los que iban paseando en plan “voyeur”, se me quedaron mirando mientras me aplicaba la protección solar en los pechos.

  • ¿La ayudamos, señora?
  • No hace falta, gracias. Les contesté sin dejar de acariciarme las tetas.
  • Para la espalda, digo. Insistió el más corpulento de los dos y que empezaba a tener la verga tiesa.
  • No se preocupe, voy acompañada. E hice un gesto con la cabeza indicándoles a mis dos acompañantes que salían del agua en ese momento.
  • Tiene buen gusto, la señora... ¡Y le gustan jovencitos! Declaró su compañero.

Terminaron por alejarse, echando ojeadas hacia atrás y comentándose entre ellos algo que les hacía reir. Los chicos, por su parte, se tumbaron de espaldas sobre las toallas y estuvieron un buen rato así, en silencio, dormitando. Aproveché para pasarles crema protectora por la espalda. Primero a David, a horcajadas sobre uno de sus muslos, frotándome el coño contra su piel, mirando de reojo a Víctor, que no perdía detalle.

  • ¡Hostia puta, mamá! ¡Cómo te babea el chumino!
  • ¡No digas palabrotas! Le reñí dándole un par de cachetes en las nalgas. - Ahora tú, Víctor.

Me entretuve un poco más de la cuenta con él. Era una delicia para el tacto de mis manos el recorrer cada centímetro de su musculatura. Al llegar a sus nalgas, duras como piedras y más respingonas que las de mi hijo, le pregunté:

  • ¿Quieres que te haga una cosa que a David le encanta?
  • Mmm...Si a él le gusta...

Le apliqué directamente en el ojete una buena dosi de crema solar y se la fui extendiendo con la yema de dos dedos, en círculos concéntricos. El chico comprendió a la perfección lo que pretendía hacer pues echó sus brazos hacia atrás y con la palma de sus manos se abrió el culo para mi deleite y el suyo.

  • ¿Te gusta, bebé? Le pregunté penetrándolo con la primera falange de mis dedos.
  • Mmm...Esss...Es rarooo...Sí...Mmmm...Me gusta.

David se masturbaba como un chimpancé. Víctor gimoteaba de gusto. Proseguí mi particular masaje rectal hundiendo en su ano los cinco dedos, pegados como el pico de un pato. El chico empezó a gemir de tal manera que temí que se me corriera enseguida.

  • ¡Stop! Todavía no, bandido. Ahora os toca a vosotros ponerme cremita en la espalda.
  • Mamá... Hay unos cuantos tipos que se están acercando...
  • Déjales, cielo... No tienen la suerte que tenéis vosotros, los pobres.

Tumbada bocabajo, las piernas bastante abiertas, la frescura de la crema solar aplicada sobre mi piel por las manos de mi hijo, por las manos de Víctor, ante la mirada de unos cuantos curiosos que, polla en mano, se deleitaban del espectáculo gratuito que se les ofrecía, toda esa puesta en escena me hacía sentir la reina del porno, la más puta entre las putas.

Las cuatro manos se encontraron sobre mis nalgas. Para evitar aquel conflicto de intereses territorial, alcé un poco el culo y no tardé nada en sentir como sus dedos me penetraban mis dos orificios; primero uno, después dos, hasta tres dedos me metieron. Los hombres que nos rodeaban no paraban de alentarlos y más cuando oyeron que David me llamaba “mamá”.

  • ¡Vamos, chaval! ¡Follatela!
  • ¡Ya me gustaría a mí haber tenido una madre como la tuya!
  • ¡Rómpele el culo, chico!
  • ¡Seguro que la chupa divinamente!

Me estaba poniendo tan cachonda que perdí la poca decencia que me quedaba y me puse en plan perrita, de cuatro patas, con el culo en pompa. Eché una ojeada a mi alrededor y vi como media docena de tios, la mayoría cincuentones, se la cascaban sin reparo alguno.

  • Mamá... Esto se está saliendo de madre...
  • Lo sé, hijo... Pero es que estoy hirviendo por dentro. ¿Y Víctor?
  • Aquí estoy, señora. Su voz me llegò desde atrás. ¿Qué quiere que haga?
  • ¿A qué esperáis, chicos? Soltó el tipo que tenía más cerca de mi cara, de tez aceitunada, delgado y con un señor rabo. - ¿O quiere que empieze yo, señora?
  • ¡Fóllame, Víctor! ¡Yaaaaa!

Un clamor de vítores y aplausos estalló a mi alrededor apagando el alarido que salió de mi garganta en cuanto Víctor me penetró con fuerza. David me ofreció su polla que chupé con devoción maternal.

  • ¡Vaya pedazo de zorra que tenemos aquí! Gritó uno de los hombres.
  • ¡Cómo traga la mamona! Exclamó el que tenía más cerca.
  • ¡Fóllale el culo, chaval! Sentenció un tercero dirigiéndose a Víctor.
  • ¿Puedo, Claudia? Preguntó indeciso mi nuevo potrillo.
  • ¡Ammmmmmm! No podía contestar. Tenía la boca llena.
  • Ponle algo...Ponle al menos...Aaaaammm...Joder mamá, me voy a correr, no aguanto más.

Uno de los hombres se acercó a Víctor con un frasquito de aceite de bronceado.

  • Déjame, ya se lo pongo yo, dijo al tiempo que Víctor se retiraba de mí. - ¡La madre que te parió, chaval! ¡Vaya pollazo que te gastas! ¡Le vas a partir el culo!

Aquel tipo puso una buena dosis de aceite en mi ano y separándome las nalgas proclamó en voz alta:

  • ¡Venga, chaval! ¡Reviéntala!

La sensación lancinante de que me partían el culo con una barra de hierro al rojo vivo fue tan brutal que instintivamente levanté la cabeza, como loba aullándole a la luna, lo que hizo que la verga de mi hijo saliera de mi boca justo cuando éste empezaba a eyacular.

No era la primera vez que David se corría en mi cara, pero no de esta manera. Goterones de lefa me cubrían el rostro, el pelo, los ojos...Resbalaban por mis mejillas y yo intentaba recogerlos sacando la lengua como una perra.

  • ¡Aparta, hijo! ¡Me toca a mí! Exclamó uno de los hombres poniéndose frente a mí cara, cascándosela frenéticamente. - ¡Aaajjjjjj! ¡Toma leeeeeecheeee!

Un nuevo aluvión de esperma se estrelló contra mi cara. Ya no sentía dolor en el ano. Ya no sentía vergüenza alguna. Sólo sentía placer. Un placer primitivo, bestial, intensísimo. Y me corrí. Chillando, gritando, aullando e insultándolos a todos.

Uno a uno fueron viniendo a mí, descargando su semen en mi boca, en mi cara, en mi pelo, en mi espalda. Hasta que Víctor se corrió tras una última embestida que me propulsó hacia delante, cayendo rendida sobre la toalla, con todo su peso sobre mí, con su verga metida hasta mis entrañas.

  • ¡Lo mejor que hemos visto en esta playa en años! Declaró el que parecía más mayor de todos.
  • ¡Vuelva cuando quiera, señora! ¡Aquí estaremos! Me invitó amablemente otro de los voyeurs.

De repente, escuché una voz que me era familiar:

  • ¡Vaya, vaya! ¡Mira a quién tenemos aquí, Lisa!

Continuará