Mi hijo, mi amor, mi perdición
Desde muy jovencita, he intentado darle a mi cuerpo todo aquello que me pedía, sin límites... y sin tabúes. No, el sexo no es mi problema. Al contrario, considero que es la cosa más maravillosa que nos ofrece la madre naturaleza. El problema ha sido y es mi hijo, mi único hijo...Mi gran amor y mi perdición.
Mi hijo, mi amor, mi perdición
Mi hijo, su mujer y sus tres hijos, mis nietos, acaban de volver a casa, a la ciudad donde viven, a mas de 500 kms de donde vivo yo. Han estado dos semanas conmigo. Como vivo cerca de la playa, pues aprovechan que tengo sitio y se auto-invitan para pasar unas vacaciones de sol y playa que les salen casi gratuitas. Pero a mí me da igual porque es una ocasión estupenda para tener a mi hijo cerca de mí, y en cuanto podemos, dentro de mí que es cómo más lo quiero.
Tengo 57 años. Estoy divorciada desde hace casi diez años, pero no estoy sola. Tengo muchos amigos y amigas con los que salgo, me divierto e incluso follo. Ese no es el problema. Siempre me las he arreglado muy bien para satisfacer mis impulsos y mis necesidades. Siempre. Desde muy jovencita, he intentado darle a mi cuerpo todo aquello que me pedía, sin límites... y sin tabúes. No, el sexo no es mi problema. Al contrario, considero que es la cosa más maravillosa que nos ofrece la madre naturaleza. El problema ha sido y es mi hijo, mi único hijo...Mi gran amor y mi perdición.
Sé que muchos y sobretodo muchas, después de leer este relato, vais a considerarme cuanto menos una mala madre, una mujer enferma y pervertida. Quizá tengáis razón. Pero me da igual. Ahora siento la necesidad de explicaros cómo he llegado a mantener relaciones sexuales con mi hijo. Y porqué sigo manteniéndolas hoy en dia, aunque de manera mucho más episódica, pues él hace mucho que está casado y ya me ha ofrecido tres nietos.
Antes os he dicho que estoy divorciada. Cierto. Pero el hombre que me dejó por otra hace unos años no es el padre de mi hijo. Y sólo he tenido uno. Un problema en el parto hizo que ya no pudiera tener más. Es posible que este hecho fuera uno de los factores que hizo que nuestra relación, la de mi hijo y yo, fuera muy fusional. Mi hijo se llama David. Lo tuve muy joven, a los veinte. El padre, casi quince años mayor que yo, era un crápula, un hijo de la gran puta, si me permitís la expresión. Aunque follaba como un dios.
Siempre ha sido mi gran defecto, el sentirme atraída por hombres mayores que yo, muy seguros de si mismos, muy machos pero también muy irresponsables. El padre de David me dejó cuando todavía daba de mamar a mi hijo. Sin embargo, no tengo ningunas ganas de explicar cómo ocurrió este abandono. Sí que diré que el quedarme sola tan jovencita, con un niño tan pequeño, creó en mí una especie de vació que multiplicó hasta el infinito la necesidad de aferrarme a mi David. Fue durante mucho tiempo mi salvavidas. Y en cierta manera, yo misma fui haciendo que fuera también mi perdición.
Algo que me parecía tan natural como darle el pecho, se convirtió en motivo de discusiones y disputas con los miembros de mi familia con los que aún mantenía contacto. Debo aclarar que tras el destete, a los seis meses, yo seguí ofreciéndole mi teta dos o tres veces al día, cuando él lo quería. En realidad, este destete no fue completo hasta que lo llevé a la guardería a los tres años. A mi familia, a mis padres y a mi hermana, les daba mucho reparo y me lo criticaban abiertamente. A la familia de mi ex, bueno, depende de a quién. Como David me reclamaba en cualquier momento, era posible que estuviésemos en plena comida y yo no me retiraba a una habitación aislada. No. Abría la blusa o levantaba el jersey, bajaba la copa del sujetador y le ofrecía mi pezón, que David mamaba con deleite, cerrando los ojitos, unos minutos, bajo la mirada inquisidora de la suegra y la más que libidinosa de mi suegro. Pero de allí no pasaba. No con la familia, en cualquier caso.
No os he dicho cómo me llamo, ni cómo soy. Mil excusas. Me llamo Claudia. Soy morena, no muy alta, con el pelo corto y los ojos marrones. Tengo la suerte de haber heredado los genes de mi madre: delgada, poco o nada de celulitis, unos buenos pechos que aun aguantan bastante tersos y una bonita sonrisa, eso dicen algunos y algunas. Me dedico al negocio immobiliario y hoy en dia soy co-socia de mi propia agencia.
Mi hijo pronto va a cumplir los 37. Y sigue con la misma mujer, casado desde los 22. Todo un prodigio de fidelidad y constancia paterna si lo comparamos a la vida de libertinaje de su madre. Pero es lo que lo que le digo a veces, cuando estamos juntos: se está mejor sola que mal acompañada. Y yo sé que a él, de una manera u otra, lo tengo siempre.
Tras esta larga introducción, voy a contaros cómo empezó todo. Para ello debemos trasladarnos a 1999. Al mes de setiembre. Dias antes de empezar su primer año de bachillerato. El día del accidente. David iba en su scooter cuando tuvo el accidente. Tras el choque, salió proyectado y aterrizó con las manos por delante que le sirvieron de pastillas de freno pero que se le quedaron inutilizables durante un mes. Por suerte llevaba el casco puesto y todo quedó en un gran susto.
Hasta entonces, yo había visto y mirado a mi hijo como eso, como mi hijo. No era ajena a los comentarios que algunas vecinas y amigas me hacían de lo bien plantado que estaba y de lo guapo que era. La verdad es que estaba muy orgullosa de él y me encantaba que lo piropeasen de ese manera. A David le iban muy bien los estudios, pero su pasión era el rugby. Tenía cuerpo para ello. Casi un metro noventa, corpulento, todo músculo y fibra. Un adolescente lleno de vitalidad y entusiasmo.
Y también era conciente de ya no era un niño. En más de una ocasión había venido a casa acompañado de alguna chica, que iban cambiando muy a menudo de nombre pero a las que siempre terminaba, en algún momento de la tarde o de la noche, escuchando gemir, jadear e incluso chillar tras la puerta de su habitación. Después, cuando salían, les preguntaba con ironía, qué, ¿han ido bien los deberes? Y las chavalas se ponían rojas como tomates.
En aquella época yo estaba totalmente soltera. Acababa de cortar, una vez más, una relación muy tóxica con un hombre demasiado aficionado a los juegos SM, que no me disgustan, pero a ese tío se le iba la mano y la olla y me hacía más daño que otra cosa. De todo ello, David nunca supo nada, pues yo me esforzaba en llevar mi vida sexual siempre fuera del entorno familiar, fuera de nuestra casa.
Cuando pudo salir del hospital donde le hicieron las curas, nos dijeron que una enfermera vendría cada día por las mañanas a hacerle unas curas. Pero claro, el resto de cosas las tendría que hacer yo o pedir a algun tipo de asistente o trabajador social que las hiciera. Una toma conciencia de lo importantes que son las manos en la vida cotidiana de cualquier persona. Vestirse, desvestirse, lavarse, comer, coger cosas, etc, etc. Total, que me cogí unas semanas de baja y me convertí en la niñera y asistenta de mi hijo.
Tanto él como yo, conocíamos nuestros cuerpos con bastante detalle pues habíamos ido infinidad de veces a la playa juntos y en muchas ocasiones a la playa nudista (aunque las últimas veces, ya no quería venir o si venía no se quitaba el bañador). Y en casa, sin hacerlo a propósito, pero como no cerrábamos ninguna puerta, ni la del baño, más de una vez nos habíamos visto en el aseo o en la ducha. Pero, a pesar de esto, ahora era distinto porque él iba a estar completamente desvalido, a ser totalmente dependiente de mí. Enseguida me di cuenta que aquella situación lo perturbaba sobremanera y enseguida miré de tranquilizarlo diciéndole que había sido casi un milagro que saliera con vida del accidente y que aquellas semanas pasarían tan rápido que pronto lo habría olvidado todo. Ni él ni yo teníamos idea de que lo que iba a pasar no lo íbamos a olvidar nunca.
No tardé en darme cuenta que lo que más reparo le daba era aquello más relacionado con sus necesidades básicas; ir al váter, por ejemplo. Así que enseguida le propuse que se vistiera con un simple pantalón de chándal y una camiseta. Todavía estábamos en verano y esa vestimenta nos iba a facilitar las cosas. Cuando me pedía de ir al baño, yo lo acompañaba, le bajaba el pantalón para que se sentara en la taza, le dejaba hacer sus necesidades y cuando terminaba, le limpiaba con unas toallitas y le volvía a subir el pantalón. Él estaba muerto de vergüenza, pero yo era su madre y hacía lo que debía hacer, serenamente.
Al segundo día, le dije que estaría bien que lo duchara. No teníamos aire acondicionado en casa y la verdad es que el chico empezaba a oler mal. Me costó convencerlo pero el sentido común terminó imponiéndose. Preparé sus manos vendadas, envolviéndolas cuidadosamente con plástico de cocina, lo desnudé y le ayudé a entrar en la bañera, pidiéndole que se sentara en ella. Me acuerdo como si fuera ayer de cómo iba vestida yo, con una camiseta XXL con los colores del equipo de fútbol de Ecuador, herencia de uno de mis últimos amantes, que me llegaba casi hasta las rodillas y que utilizaba para estar por casa, cómoda y fresquita. En frente de la bañera, un énorme espejo, reflejaba la totalidad de la escena. Recuerdo que me fijé que se me marcaban mucho los pezones y que se me pasó por la cabeza de pensar hasta que punto mi hijo se fijaba en estas cosas o no.
Me senté en el reborde de la bañera, le enjaboné y lavé el pelo, y se lo enjuagué. Después, con un guante de baño y jabón le lavé el cuello, los brazos, las áxilas, la espalda. David mantenía los ojos cerrados, sin decir nada. Se dejaba hacer. Hacía años que no lavaba a mi hijo, muchos. Desde que le empezó a salir pelo en los genitales, a los doce años. Ahora, era muy distinto. Sin ser muy velludo, como era y es muy moreno, tenía los pectorales cubiertos de una suave y fornido capa de vello. No sé qué debía pasarme por la cabeza en ese momento pero me quité el guante para lavarlo con mis propias manos. No era deseo, no. Simplemente deseaba sentir aquellos músculos, aquella piel tersa contra la palma de mi mano. Le lavé el torso, con pasmosa lentitud, con la mano extendida sobre su pecho, casi sintiendo su respiración, el latir de su corazón, la suavidad de sus tetillas.
David entreabrió los ojos, se humedeció levemente los labios y me miró:
- Mamá... Es muy agradable...
- Me alegro mucho, mi cielo.
Le lavé el vientre, percatándome de la dureza de sus jóvenes abdominales. Por primera vez, mi vista se deslizó hacía sus partes íntimas, sumergidas en el agua jabonosa. David, de pequeño había sido operado de fimosis y lo habían casí circuncidado, con lo cual el glande le quedaba siempre al descubierto. Ahora, lo tenía ante mí, como el ojo de un periscopio saliendo del agua, violáceo, brillante... hermoso.
- Ahora es mejor que te levantes... Será mejor para lavarte el resto.
- Me da mucha vergüenza, mamá.
- Lo sé, cielo. Pero no debe darte. Yo estoy aquí para cuidarte, mi vida. Ya lo sabes.
Apoyando el antebrazo sobre mi muslo, se erguió ante mí, de tal manera que durante unos segundos su pene quedó a pocos centímetros de mi cara. Mi chico estaba muy bien provisto. Eso si que lo había heredado del impresentable de su padre.
- Anda, date la vuelta, cariño, le dije para que estuviera más tranquilo y de paso, yo menos sonrojada.
Le volví a lavar la espalda sin que ello fuera necesario pero así podría gozar del tacto de sus músculos. Le enjaboné los muslos, pidiéndole que separara un poco las piernas, bajando y subiendo lentamente hasta sus tobillos, hasta sus nalgas. Le pedí que las flexionara para sacar los pies del agua. Primero uno, después el otro. Durante un breve instante miré las escena reflejada en el espejo del baño y por primera vez tuve la impresión de que me estaba tomando demasiado tiempo para hacer algo que una “buena madre” debería haber hecho con rápidez y eficacia. ¿Por qué obraba de esa manera? ¿Por qué más que lavarlo lo que hacía era acariciarlo? ¿Por qué empezaba a ver a David como algo más que a un hijo? ¿Por qué mi cuerpo empezaba a lanzar señales que conocía a la perfección y que indicaban que Claudia, o sea yo, se estaba excitando?
Entonces, deposité una buena dosis de jabón en mis manos y le lavé las nalgas, separándolas con delicadeza hasta sentir en la punta de mis dedos la zona de su ano.
- Hay que lavarlo todo, hijito, le dije bromeando, ya que aquel silencio se estaba volviendo inquietante, opresivo.
No dijo nada. Pero me pareció que emitía un ligero gemido, como un murmullo gutural cada vez que la yema de mis dedos le acariciaba el ojete.
- Bien. No te gires, cielo. Acércate un poco más a mí. Un poquito más... Bien, así.
Me puse de pie. Volví a aplicar gel de baño a mis manos y procedí a lavarle los genitales. En cuanto mis dedos rozaron su verga, se produjo ese fenómeno que vulgarmente se llama “abrir la caja de Pandora”: no sabes qué va a pasar, sólo sabes que ya no vas a poder cerrarla. Y lo primero fue sentir su erección:
- Oh, mamá... Lo siento, lo siento mucho...
- ¡No digas tonterías! Es lo más normal del mundo, cielo.
Pegué mi cuerpo a su espalda, la cara de lado pegada a su piel. Con una mano le masajeé los testículos y con la otra la verga, lentamente, muy lentamente. Estaba pura y llanamente masturbando a mi hijo, a mi niño. Un minuto, dos, tres. No tengo ni idea. En cualquier caso, demasiado tiempo. Lo peor de todo es que me gustaba, Dios. Me sentía excitada, tremendamente excitada. Y extraña, terriblemente extraña. Sé que tuve un momento de lucidez, que había que dar marcha atrás, terminar con aquello. Y recuerdo muy bien que le dije:
- Ya está, cielo. Ahora date la vuelta que vamos a enjuagarlo todo.
Sí, David me obedeció. Se dio la vuelta. Con las dos manos envueltas en plástico pegadas al cuerpo. Mirándome de una manera que reflejaba perfectamente la tormenta que cobijaba en su interior. Una mirada temerosa, avergonzada, pero también suplicante, ardiente. Y ya se sabe que en vosotros, los hombres, da igual que seas jovencitos que seniors, la testosterona no la tenéis en el cerebro. David tampoco. Su cara me decía, de acuerdo, mamá, ya está. Su verga, brutalmente erecta, drásticamente apuntando hacia arriba, mirándome orgullosa con su único ojo, me decía lo contrario: tómame, haz que me corra.
Como en un plano fijo, nos quedamos pasmados, sin hacer nada, los dos. Mi camiseta empapada, marcaba obscenamente mis pezones, duros como piedras. Sentía como la humedad de mi sexo calaba en la fina tela de algodón de mis bragas... Me senté de nuevo en el borde de la bañera. Y hablé:
- Esto no está bien, David. Esto no puede ser así, cielo... Lo comprendes, ¿verdad?
Bajó la cabeza, asintiendo y tapándose torpemente el sexo me dijo:
- Lo sé, mamá. Pero... Es que...
- Pero qué, mi vida... Tu y yo... No tenemos secretos, ¿verdad?
- Sí... No tenemos secretos...
- Entonces... Termina tu frase, cielo...
Hay momentos así, en la vida de las personas, en los que delante de una encrucijada, algo que es más fuerte que nuestra voluntad nos hace tomar un camino determinado, equivocado o no, pero así ocurre. Yo podía levantarme, enjuagarlo en un tris-tras, volver a vestirlo y olvidar lo que había pasado. Ponerme en contacto con alguien que viniera a lavarlo cada dos dias y todos contentos.
- Me gustaría que siguieras, mamá... Me gustaría mucho.
Y tomé el camino que más me apetecía, que no era el más razonable, ni mucho menos. No le dije nada. Le aparté las manos de su sexo, me acomodé para poder masturbarlo con una cierta comodidad y lo pajeé, con toda la dulzura del mundo, con todo el amor de madre que sentía por él, con todo mi saber y mi experiencia. Quería verlo gozar. Quería ver como su glande se hinchaba, se abría y como una fuente termal expulsaba todo su cálido contenido.
David levantaba la cabeza, erguía el cuello, la bajaba para mirar cómo su madre lo masturbaba, sin parar de emitir una especie de gargarismos placenteros acompañados de largos hummmm y sigilosos ooohmamááá. Yo me sentía como si tuviera un clítoris en la palma de la mano. Su falo era simplemente una maravilla de la naturaleza, un mazo granítico, un pilón palpitante. Yo estaba al borde del orgasmo. Sin tocarme. Sólo de ver, de sentir, de vivir y de gozar lo que le estaba haciendo. No me dio tiempo...
- ¡Aaaaaaaaaggggg! ¡Siiiiii! ¡Aaaaaaahhhh!
Fue una locura. Una auténtica explosión de semen. Unos auténticos fuegos artificiales en que cada cohete era un reguero de esperma que se estrellaba en el cielo amarillo, azul y rojo de mi camiseta de Ecuador. Cinco, seis, siete... Hasta ocho veces, la pobre bandera ecuatoriana fue mancillada. Y ese olor tan característico del semen me llegó directo al olfato, del olfato al cerebro y de éste a mi sistema neuronal.
- Oh, sí, mi cielo! Oh, dios! Sí, mi vida, ¡síii!
- ¡Aggg! Ooohhh, mamá... ¡Te quierooo!
Podéis creerlo o no. Me da igual. Pero me corrí. No fue un orgasmo brutal como el suyo, claro, pero me vine, sí. Hasta pude sentir como un chorrito de fluído vaginal me empapaba la entrepierna. Y yo seguía con su polla en la mano. No sé, quizá un minuto más tarde la voz de mi hijo me sacó de mi ensoñación.
- ¿Me enjuagas ahora, mamá ?
Fin del primer capítulo.