Mi hija adolescente descubre mi mazmorra

Mi hija de dieciocho años, descubre la mazmorra que tengo en casa. Lo que sucede a continuación, es inevitable. Podría haberlo evitado, pero en ese momento, supe que la única solución consistía en convertirla en mi sumisa.

Soy amo, practico la dominación desde hace más de treinta años, con mis idas y venidas, como todo el mundo. Épocas en que te olvidas del BDSM porque hay otras cosas en tu vida que distraen tu atención. Y otras épocas en que, casi a diario, tienes sesiones con una o varias sumisas. Las épocas en que he dejado aparcado el rol de amo han sucedido, principalmente, cuando estaba casado. Nunca le dije a mi esposa que soy amo, nunca sentí esa necesidad e imaginaba que ella nunca lo hubiese entendido. Tomé la decisión de callarme por ambos y creo que no fue una decisión equivocada.

Hace cinco años que me separé de mi pareja y volví a retomar mis prácticas de BDSM, después del divorcio he tenido varias sumisas y cada vez estoy más convencido de que ser amo es lo que más me llena en casi todos los aspectos de mi vida: en lo sexual, en lo emocional, en lo intelectual.

Lo que voy a contar sucedió hace tres días. Lo primero que he de contar es que tengo una hija de dieciocho años llamada Anna. Mi hija es una de las pocas cosas por las que lo dejaría todo, por la que sacrificaría incluso mi vida. Anna vive con su madre y, de vez en cuando, viene casa a pasar unos días o nos vamos una semana de vacaciones. Mi hija es casi una mujer y soy consciente de que pronto preferirá estar con sus amigos a estar con su padre. La vida tiene estos inconvenientes, soy consciente ello, pero me aterra pensar que algún día mi hija tenga una pareja y se vaya a vivir lejos de mí.

Hace tres días, estando yo en el trabajo, mi hija me llamó llorando, había discutido con su madre por culpa de una de las mil tonterías por las que discuten cada día. Me preguntó si podía venir a casa. Siempre que mi hija viene, yo estoy en casa y no me hacía gracia que ella entrase sin estar yo. No obstante, sus lloros me convencieron de que lo mejor que podía hacer era claudicar. Una vecina tiene una copia de las llaves de mi casa así que la llamé y le dije que mi hija iría, que le dejase las llaves para que pudiese entrar en casa. Volví a llamar a mi hija y le dije que recogiese las llaves, había comida en la nevera y podía usar el ordenador si quería. Le dije que llegaría por la tarde.

Al llegar a casa, siete horas más tarde, había olvidado que mi hija estaba esperándome. Entré en casa y vi su mochila en el suelo del comedor. ¿Anna? Pregunté. Nadie contestó. Repetí la pregunta y entonces oí mi nombre, en la lejanía. Parecía venir de la buhardilla. Vivo en un ático dúplex y tengo una buhardilla que he acondicionado como mazmorra.

¡Maldita sea! Cuando estoy solo en casa nunca cierro con llave la puerta de la mazmorra. No podía ser posible. Me estremecí al imaginar que mi hija había descubierto mi secreto, mis látigos y bridas, mi potro, todo lo que utilizo para dominar

Me dirigí corriendo hasta la mazmorra, la puerta estaba abierta. Dentro estaba Anna, en el suelo, con las manos encadenadas a la pared. Parecía haber estado llorando. Iba vestida con una camiseta de tirantes y unos pantalones cortos.

-¡Papá! ¡Ha sido sin querer¡

Me dirigí a la mesa donde estaba la llave de las esposas.

-¿Por qué no me has llamado? -pregunté.

-Tengo el móvil en la mochila.

Me quedé frente a ella, con las llaves aun en las manos.

-¿Qué es todo esto, papá? -preguntó Anna.

-¿Por qué has entrado?

-La puerta siempre está cerrada y tuve curiosidad. Estuve mirándolo todo y jugando con estas esposas, las cerré sin saber que no se podían abrir.

-Claro que se pueden abrir, cariño -dije balanceando las llaves frente a su rostro.

En ese instante, algo dentro de mí, algo profundo y oscuro, me hizo esperar un instante antes de liberarla. Observé a mi hija, era toda una mujer. Delgada y alta, hermosa y con el pelo negro corto, como siempre lo llevaba en verano. No pude evitar bajar la mirada hasta su escote, estaba sudando y tenía la camiseta empapada, podía ver perfectamente su ropa interior transparentándose.

Hasta ese día había visto varias veces a mi hija desnuda, en ropa interior o en bikini y nunca había sentido la menor atracción. ¡Diablos, era mi hija! Pero ahora era diferente, allí inmovilizada en el suelo, su sujetador transparentando hizo que se formase una erección dentro de mis pantalones. ¿Qué estaba sucediendo? De repente, la que estaba delante de mí no era mi hija sino una joven sumisa dispuesta a recibir su primer castigo.

-No tenías que haber entrado aquí -dije con voz firme.

-Por favor, papá, llevo mucho tiempo aquí, quítame estos grilletes, tengo que ir al lavabo.

-Si tienes ganas de mear, háztelo encima.

El rostro de mi hija se torció, incapaz de comprender lo que acababa de decirle. Entonces comenzó a reír, imaginando que todo era una broma. Entonces le di una bofetada, pero no una de esas bofetadas que haces ver que propinas a tus hijos jugando, tampoco una bofetada porque ha cometido una travesura. La bofetada que le propiné a mi hija fue una de esas bofetadas que propinas a tu sumisa al comenzar la sesión para que sepa que quien manda y para que recuerde que todo es real. El labio de mi hija comenzó a sangrar, también vi una mancha que comenzaba a formarse en sus pantalones, una mancha de orín que se desplegó por el suelo.

-¿Lo ves Anna, ya no tienes que ir al lavabo?

Antes de que pudiese decir nada, me hice con una gag ball y se la planté en la boca, atándola tras su cabeza. La bola de goma, inmovilizando su boca, hizo que sus ojos me mostrasen una expresión de terror como no había visto antes en ninguna otra sumisa. Anna comenzó a negar con la cabeza pero eso no impidió que yo tirase de las cadenas que se deslizaron por dos argollas que había en la pared, obligándola a quedarse de pie, con los brazos estirados sobre su cabeza e inmóvil.

-Tendré que quitarte los pantalones, están mojados, hija mía -dije mientras desabrochaba sus pantalones cortos.

Anna intentó rebelarse, moviéndose de un lado a otro pero un rápido puñetazo en su estómago la hizo detenerse y doblarse de dolor mientras arrancaba a llorar.

Le bajé los pantalones y las bragas, completamente mojadas. El sexo de mi hija tenía una mata de pelo negro abundante. Sonreí al verlo, era perfecto para coger con fuerza del pelo y tirar. En vez de eso deslicé mi mano por su sexo, metiendo varios dedos en su vagina. Anna no podía dejar de llorar.

-Estás mojada, hija mía, aunque supongo que es porque te has meado encima.

Entonces cogí una fusta y comencé a golpearla, en los muslos y en el sexo. Anna se retorcía de dolor, intentando gritar inútilmente.

-¿Sabes cual es la clave de una relación sana entre un amo y una sumisa? -pregunté-. Ups, perdona, que no puedes responder. Responderé yo por ti: el respeto, el consenso. Entre un amo y una sumisa no sucede nada que ambos no quieran que suceda. Así que te lo preguntaré una sola vez: ¿me dejas follarte el culo, hija mía?

Anna comenzó a negar con la cabeza.

-No te escucho hija, así que supongo que eso es un sí.

Le di la vuelta y me bajé los pantalones. Allí estaba el culo de mi hija, no demasiado grande, las nalgas de una mujer aun por desarrollarse. Separé el culo y observé su ojete, cerrado. Imaginé que era el primero que iba a entrar ahí. ¿Quién mejor que su propio padre? Escupí en su ojete y la penetré con cuidado. Anna se retorcía de dolor, intentado escapar, pero era imposible, colgada de la pared y a mi merced. Estuve follándomela cerca de media hora, por su coño y su culo. En un momento dado, mi hija dejó de pelear y se rindió.

El primer orgasmo lo tuve dentro de su culo. Después la desaté para, a continuación desnudarla completamente y volver a atarla al potro boca arriba, con sus breves pechos de adolescente apuntando al techo. Anna no protestaba, se limitaba a llorar.

Durante las siguientes dos horas estuve usando a mi hija a mi antojo, pinzando sus pezones, derramando cera caliente por su cuerpo, azotándola, golpeándola con una pala, follando su boca hasta hacer vomitar y finalmente corriéndome en su angelical rostro.

Cuando hube acabado, la llevé en brazos hasta la ducha, donde la lavé, apliqué pomada sobre sus heridas y la ayudé a vestirse. Durante todo ese proceso, mi hija no dijo nada. Después pedí una pizza y nos sentamos en el sofá a ver su serie favorita mientras esperábamos. Mientras comíamos la pizza, mi hija tampoco dijo nada. Ni tan siquiera me miraba a la cara. Parecía como en uno de esos días que estaba aburrida y el silencio formaba parte de su manera de comunicarse con nosotros.

A medianoche nos fuimos a dormir. Ella a su cuarto y yo al mío. Al darle un beso en la mejilla de buenas noches, ella me hizo una pregunta que me dejó helado.

-¿Podemos volver un rato a la mazmorra antes de ir a dormir, papá?

-Haz la pregunta bien.

-¿Podemos volver a la mazmorra un rato más, amo?

-Ahora sí, sumisa.

Y diciendo esto, cogí a mi hija de la mano y la acompañé de nuevo a la mazmorra.

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©John Deybe