Mi hermano secreto II, Mi delirio

La personalidad de mi hermano me cautiva. Me enamoro de él conforme voy conociéndolo. Lo que empezó como una atracción hormonal se convierte en la ansiedad de una mujer capaz de cualquier locura

Los días pasaron con rapidez. Convivir con Salomón era fácil, a pesar de sus heridas emocionales, era un chico excelente, divertido, atento y muy dulce.

Me asustaba pensar que, sin habérmelo propuesto, había empezado a enamorarme de mi propio hermano. Mi cuerpo lo deseaba en plan sexual, mientras que mi estabilidad emocional exigía de él las facetas de compañero, confidente, cómplice, consejero y amigo entrañable que me concedía incondicionalmente. Lo deseaba con todos mis sentidos, de todas las maneras y en todos los aspectos.

Por las noches, tras cumplir con sus estudios, Salomón se concedía la sesión de autosatisfacción erótica que yo no solo no podía perderme, sino que no podía dejar de compartir secretamente. Me pasaba el día esperando la hora en que él se recluía en su habitación, encendía su computadora y, creyendo estar en privado, daba placer a su cuerpo haciéndose unas pajas a las que yo procuraba asistir y disfrutar masturbándome también.

Después del desahogo venían los remordimientos; estaba traicionando la confianza de mi hermano al espiarlo de aquella forma, al mismo tiempo, me sentía cada vez más enganchada a esa situación en la que yo pasaba de ser su protectora y amiga, su hermana y casi una figura materna a convertirme en la ninfómana degenerada que tenía que contener los impulsos de entrar en la habitación y seducirlo. Toda esta tormenta emocional  bullía en mi interior sin que yo, conscientemente, dejara exteriorizar nada de lo que me tenía obsesionada.

Debo señalar que, en todo ese tiempo, Salomón jamás intentó que su papel fuera otro que el de un respetuoso hermano. Era caballeroso, acomedido, discreto y buen conversador. Esa misma afabilidad, entre distante y fraterna, me impedía dar un avance en su dirección. Cuando se es muy amiga de alguien, a veces da miedo aventurarse en una relación más íntima; tememos romper el equilibrio ganado y echar a perder una buena amistad. Tanto más sucede con un hermano que no da señales de querer convertir en sexual un sentimiento de camaradería. Por eso, reprimiendo las ansias de mi cuerpo, decidí contenerme, al menos de forma visible.

Al contar con los materiales de estudios y verse libre de las obligaciones laborales, Salomón mejoró en su rendimiento académico. Comenzó a recibir llamadas de una tal Adriana, compañera de cursos y yo, tonta de mí, creí que esto se debía a sus nuevos méritos. Por supuesto que me sentí celosa, pero no tenía derecho a interponerme. “Mordiéndome los codos de rabia”, permití que las cosas se dieran entre ellos.

A veces Adriana venía por él en su auto. Era una chica pelirroja, bastante guapita y siempre sonriente. Salomón regresaba de esas salidas un poco cabizbajo, pero no me contaba el motivo de esa actitud. Se supone que un muchacho de veinte años, entusiasmado con una chica, debe volver a casa contento y lleno de ilusión. Algo se me estaba escapando y la sensación de no saberlo se sumaba al huracán emocional que azotaba mi corazón.

Mi error fue ser prudente y respetuosa con esa relación. De haberme interpuesto o de haber investigado a fondo lo que pasaba, habría descubierto que Adriana sacaba a mi hermano y lo llevaba a los lugares que frecuentaban sus amigos para encontrarse con ellos y darles un motivo de diversión, burlándose del color de piel de mi hermano fuera de los horarios de clases. Pero no adelantemos acontecimientos, esto yo lo desconocía hasta la noche en que todo cambió.

Fue un sábado cuando Adriana celebró su cumpleaños número veintiuno. Invitó a Salomón y él, muy emocionado, se preparó escrupulosamente. Muriéndome de celos me sentí obligada a elegir un regalo para la chamaca, y vi partir a mi hermano en busca de aquello que yo, gustosamente, moría por darle.

Desde que él vivía conmigo era la primera vez que salía de noche. Careciendo de alguna relación estable, pensé en escapar en busca de algún amante fortuito y ahogar con orgasmos improvisados un sentimiento firmemente estructurado y la necesidad profundamente arraigada de sentir por fin el sexo de Salomón dentro del mío. No lo hice, no tuve el valor de dar ese paso, a mis treinta y nueve años estaba realmente enamorada de un chico que hubiera podido ser mi hijo y, para más dolor de mi alma, era mi hermano.

En vez de buscarme más problemas en la calle me quedé en casa intentando leer, intentando ver alguna película, intentando comer helado e intentando disfrutar de un café o una copa de brandy, todo sin resultados.

Lloré de soledad y rabia por la cobardía de no lanzarme a los brazos de Salomón. Me reproché por ese sentimiento de amor que no debía ser, me odié por la excitación sexual que despertaba en mi cuerpo el timbre de su voz, el aroma de su piel, el tacto de sus manos cuando llegaban a tocarse con las mías. Desde la tarde en que nos conocimos sin saber que éramos familia, él había dejado de contemplarme con los ojos del varón que desea a una hembra apetecible; era dolorosamente obvio que me había descartado como posible compañera de cama.

Me senté en el sofá de la sala, con un tanga y una larga playera de dormir por toda vestimenta, me arrebujé en mi manta de franela y lloré desconsoladamente. Cuando pude calmarme un poco, me di cuenta de que eran ya las dos de la mañana. Salomón era un adulto, muy joven, pero mayor de edad. No bebía, no tenía amigos y nunca salía tan tarde. Sabía que debía darle la oportunidad de disfrutar y divertirse, pero, como una mujer aguerrida y celosa, no pude evitar tomar mi celular y marcarle para monitorizar su comportamiento.

Me extrañó que lo tuviera apagado y temí lo peor. En mi mente ya lo estaba encamando con la zorrita esa. Los imaginaba en mil posturas y estos pensamientos me enojaban y entristecían todavía más. Lo peor era que, si a esas alturas intentaba algún avance, con la existencia de Adriana mis intenciones podían parecer aún peor. ¿Cómo  podía seducirlo sin quedar mal parada en caso de que me rechazara?

A las cuatro de la mañana se detuvo un coche afuera de la casa, e inmediatamente después sonó el timbre. Me desperecé preocupada; Salomón llevaba llaves y nunca las olvidaba. Al abrir me topé con un tipo que se presentó como el padre de Adriana; traía a mi hermano en estado “inconveniente”. Al sacar al chico del auto, me di cuenta de la magnitud de la tragedia.

Salomón venía cubierto, de pies a cabeza, de pintura blanca. La dichosa Adriana había estado revoloteando alrededor de mi hermano para ganarse su confianza y ofrecerlo a sus amigos para que pasaran un rato divirtiéndose a su costa.

La fiesta se desmadró, según me explicó el padre de la muchacha. Los chicos ataron a Salomón,  lo obligaron a beber una botella entera de tequila, lo cubrieron de pintura blanca y hubieran seguido con sus bromas y groserías si el padre de Adriana no los hubiese detenido.

Tomé una silla de plástico de las que tengo en el jardín y exigí al hombre que me ayudara a subir a mi hermano hasta su habitación. Puse la silla en el cubo de la ducha y sentamos al muchacho para quitarle los zapatos y calcetines. En todo este periplo ni siquiera fui consciente de la ligereza de mis ropas, de que mis senos se marcaban con los pezones enhiestos a través de la tela de la playera o de que el hombre pudo contemplar mis nalgas cuando subí las escaleras delante de él. Sinceramente, tampoco me hubiera importado mucho. Despedí al tipo duramente, no sin asegurarle que presentaría cargos en contra de quien resultara responsable.

Me urgía limpiar el cuerpo de mi hermano, lo que más me preocupaba era evitar que la pintura le entrara en los ojos. Salomón estaba inconsciente, ofreciendo un triste aspecto, sentado en la silla y humillado. Abrí las llaves del agua y regulé la temperatura. Afortunadamente la pintura no tenía mucha consistencia y se disolvía al contacto con el agua. De inmediato froté los cabellos rizados y limpié el rostro de Salomón, sin tomar en cuenta que me estaba mojando la playera. Las ropas de él fueron otra historia, estaban tan pegadas con la pintura que tuve que dejar a mi hermano solo unos instantes para buscar unas tijeras en la mesilla de noche y así poder cortar la chamarra, la camisa, la playera y los pantalones.

Salomón murmuraba palabras incomprensibles mientras mis manos, preocupadamente, recorrían su piel limpiándola con estropajo al chorro del agua caliente. Entonces mi cuerpo me jugó una de sus bromas maestras. La carne es débil y yo abundo en carnes.

Me estremecí de excitación, a pesar de que el momento era todo menos erótico. Mi actitud externa era de una precisión casi quirúrgica, pero mi sexo anhelante despertó, reclamando mi atención sobre el hecho de que ambos estábamos muy cerca, empapados y  semidesnudos. Mis manos palpaban la piel de mi hermano, notando los músculos compactos, la ausencia de grasa en su anatomía juvenil. Queriendo evadirme me puse tras él, tallando su espalda.

El momento anhelado, temido y deseado al mismo tiempo se acercaba. Era imprescindible desnudarlo del todo. Su bóxer estaba impregnado de pintura. Con cuidado recorté la prenda por los laterales, dejando expuestos los genitales de mi hermano. Me arrodillé entre sus muslos y tomé su miembro lleno de pintura. Al chorro del agua lo enjaboné, alzándolo para lavar también los testículos. Mi actitud podía parecer la de una enfermera que atiende a un herido, pero mis ansias, renovadas por la proximidad,  y el hecho de que mis manipulaciones provocaron inmediatamente una gran erección en mi hermano, me hicieron temblar mientras mi lengua, a pocos centímetros de la verga de Salomón, recorría mis labios con lascivia.

Sabiendo que él estaba inconsciente me desnudé del todo. Había soportado demasiado tiempo deseándolo, admirándolo en secreto, espiándolo cuando se tocaba y mis impulsos luchaban por dominar todos mis actos. La camiseta empapada me estorbaba, el tanga me parecía una barrera que debía ser derribada. Me toqué el coño y comprobé la dureza de mi clítoris, mis pezones erectos coronaban la firmeza de mis tetas en aquella noche de delirio que apenas empezaba.

Cuando terminé de bañar a mi hermano lo sequé con cuidado.  Nada de lo que estaba pasando era culpa suya, por lo tanto no me enfadaba atenderlo. Me sequé yo también y entonces caí en cuenta del problema que sería llevarlo a su cama.

Era más fácil pensarlo que hacerlo. Intenté despertarlo, traté de levantarlo empujándolo, luché incluso por cargarlo sobre un hombro, pero me fue imposible moverlo. Lo único que se me ocurrió fue sentarme sobre sus muslos, poner sus brazos alrededor de mi cuerpo e incorporarme con el suyo a cuestas. Al hacerlo, su verga erecta chocó de lleno contra mis labios vaginales y un estremecimiento tremendo me recorrió completa. A punto estuve de acomodar su erección y clavármela ahí mismo, pero aún tuve voluntad para resistir. Recuerdo que me consolé pensando en hacerme un buen dedo después de atender a mi hermano.

Puse sus brazos estrechando mi cintura y me eché hacia delante, con un golpe de cadera logré sostenerlo sobre mi espalda. Su verga erecta se coló entre mis muslos y casi me caí por la impresión.

Lentamente avanzamos hasta la habitación, él inconsciente y yo sosteniendo sobre mí todo su peso, mientras la curva de su sensacional erección frotaba involuntariamente mi coño desde atrás. Su bello púbico rozaba mis nalgas, el calor de su aliento acariciaba mi oído. Cada paso fue para mí una tortura, no por el esfuerzo físico, sino por todas las ganas de gozar que hasta entonces había reprimido. Entonces supe que toda mi templanza se derretiría esa noche.

Llegamos a su cama y no tuve fuerzas para seguir sosteniéndolo. Mis rodillas se doblaron y caímos, yo sobre el colchón y mi hermano sobre mí. Su verga erecta quedó entre mis nalgas, presionando deliciosamente.

Con un esfuerzo sobrehumano logré salir de debajo de él, haciéndolo girar sobre la cama. Quedó boca arriba, con su erección desafiando mis instintos. Ya no pude resistir más, el objeto de mi deseo estaba al alcance de mi cuerpo y mis reservas se desvanecieron.

Repté hasta situar el rostro entre los muslos de mi hermano y tomé su verga con una mano. Me estremecí de anticipación al introducirme, primero el glande y luego parte de su tronco, en la boca. Inicié un movimiento de felación mientras succionaba con avidez, erotizada por la oportunidad de poder disponer de Salomón a mi entero capricho. Viéndolo fríamente, mi actitud no era distinta a la que alguna vez mi padre tuviera con la madre de mi hermano, me estaba aprovechando de una situación que hubiera sido mejor no propiciar.

Mis manos acariciaban sus tremendos testículos mientras mi boca jugaba con la verga.  A veces sacaba su miembro para darme ligeros golpecitos en la lengua. Él murmuraba palabras incomprensibles y, de repente, sujetó torpemente mi cabeza, enredando sus dedos en mis húmedos cabellos. Tiró de mí, débilmente, instigándome a seguir adelante. Entiendo que él no era consciente de lo que estaba pasando, pero disfruté mucho con esa muestra de reacción.  A un nivel subconsciente me estaba dando su aprobación para continuar.

Cuando saboreé su líquido preseminal decidí apartarme, no quería que se corriera sin que yo lo disfrutara. Esa noche había pasado por muchas cosas y deseaba compensarme con mi porción de placer.

Como un acto simbólico de adoración y deseo, levanté su verga para exponer sus testículos y acerqué mi rostro a su entrepierna. Restregué sus cojones contra mi frente, sobre mis ojos, mis mejillas, mi nariz, mi mentón y, finalmente, abrí mucho la boca para tratar de albergarlos. Me estaba “marcando” a mí misma como suya, para que, a partir de entonces, cualquiera que me besara pusiera sus labios sobre alguna parte de mi piel que había estado en erótico contacto con los cojones de mi hermano.

Monté sobre Salomón y froté mi empapado sexo contra su abdomen, mis tetas rodearon su rostro y sentí el calor de su aliento. Me hizo estremecer el ver el contraste entre su piel achocolatada y mi piel lechosa. Arqueé la espalda en un prolongado gemido. Sentía que con solo estos juegos estaba a punto de correrme sin haber sido penetrada. Aquello era una locura, lo sé, pero no podía detenerme.

Descendí de nuevo sobre su cuerpo, esta vez disfrutando del cálido contacto de nuestras epidermis. Puse su verga entre mis tetas e inicié una rítmica masturbación rusa. Hay quienes dicen que los hombres alcoholizados no pueden tener erecciones, bueno, eso pueden contárselo a mis senos, que en ese momento contenían aquel duro tronco, como diseñado para caber entre ellos.

Minutos después me decidí a ir más lejos, buscando el premio mayor de la noche. Volví a sentarme sobre mi hermano, sosteniendo y guiando su verga hacia la entrada de mi sexo. Pude haberme detenido, pero las ansias sexuales, largamente acumuladas en mi interior desde el primer momento en que nos conocimos dominaron todos mis actos. En un largo, sublime y delicioso movimiento me dejé caer, empalándome con la verga incestuosa y oscura con la que tantas noches había soñado.

Había tenido varios amantes, fijos y desechables, pero nunca hasta entonces tuve en mi interior un miembro viril de las dimensiones y de la forma del que me estaba penetrando. Era grande, poderoso y duro. Era prohibido, filial y estaba destinado a mí porque yo lo amaba de verdad. Su avance me trastornaba, tocando puntos sensitivos cuya existencia jamás sospeché. La curvatura del falo pulsó en mi cavidad vaginal algo, no sé cómo describirlo, que esparció un fuego líquido en mi torrente sanguíneo, encendiéndome y dejándome plenamente preparada para la cópula filial.

Bramé en un orgasmo sin haberme meneado, con solo establecer tres contactos mágicos… el glande tocando mi matriz, la curvatura del miembro presionando sobre mi “Punto G” y los testículos uniéndose a mis labios vaginales. La penetración era completa y yo me relamía los labios como si mis papilas gustativas hubieran saboreado un exquisito manjar.

Moví las caderas atrás y adelante, cabalgando enérgicamente a mi hermano. Me movía rápida, sin pausas, en un sexo duro que electrizaba placenteramente a mi anhelante cuerpo. Miles de veces soñé con aquello. Lo deseaba en las horas de oficina, mientras repasaba facturas o pedidos. Lo anhelaba cuando me escabullía para espiar y conocer sus gustos. Mi subconsciente lo reclamaba cuando lo creí perdido.

Cubierta de sudor me debatía sobre la maravilla de verga que, más que penetrarme, invadía mi intimidad haciéndome delirar. Mi placer incrementó aún más cuando, en sueños, mi hermano comenzó a corresponder con movimientos de cadera suaves mientras sus labios arrastraban las sílabas de mi nombre en un tono de deseo que me fascinó. Era claro que, si bien no parecía consciente de lo que hacíamos, al menos estaba viviendo un sueño erótico donde yo era la protagonista.

Al alcanzar el clímax enlacé varios orgasmos mientras jadeaba y gemía sin tregua, arqueaba mi espalda en busca de más contacto filial, sacudía mi cabeza haciendo que mis cabellos se revolvieran y rodearan mi cara mientras mis tetas botaban con brío.

Cuando llegué a un orgasmo especialmente intenso, sentí que la verga de mi hermano se hinchaba y, suspirando con fuerza, eyaculó poderosamente en lo más profundo de mi coño. Besé su boca furiosamente, como si mi vida dependiera de ello, gozando de nuestros últimos estertores.

Cuando pude desacoplarme, mi hermano ya estaba dormido. Me agaché entre sus piernas y, en un acto de amor y lascivia, limpié su verga con mi lengua devorando todo rastro de lo que había sucedido.

Lo que siguió fue práctico. Busqué en sus cajones un bóxer igual al que le había quitado y batallé lo mío para ponérselo.  Lo cubrí con las mantas de su cama, recogí la ropa manchada de pintura para tirarla a la basura, saqué la silla al jardín y me fui a dormir con el semen de mi hermano inundando mi sexo.

Continuará

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**Actualmente administro el “Taller de redacción y construcción literaria”, una comunidad pensada para la convivencia entre autores, comentaristas y lectores que disfrutan de los relatos eróticos. [email protected]

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Natjaz