Mi hermano secreto I, Conociéndolo
Mi vida sexual cambia radicalmente cuando, tras la muerte de mi padre, descubro que tengo un hermano secreto
Me avergüenza decirlo, pero mi padre era un mal ser humano. En vida fue un hombre que aparentaba rectitud, religiosidad y ética, pero estas actitudes eran solamente una fachada.
Cuando mi padre falleció me heredó todos sus negocios, en realidad no se trataba de una enorme fortuna, pero dos empresas de bienes raíces y una pequeña cadena de agencias de publicidad valían y producían lo suyo. Económicamente no podía quejarme. Mi queja fundamental radicaba en el secreto que el abogado que manejaba los asuntos legales de la familia me reveló tras la lectura del testamento. Mi padre había engendrado un hijo fuera del matrimonio.
En ningún momento me avergoncé de este hermano oculto, lo que me dolía era que mi padre, quien siempre exigió de mí la observancia de un modelo de conducta casi victoriano, hubiera guardado un secreto de esa índole. Mi desasosiego incrementó cuando me enteré que papá, aún gozando de una holgada situación económica, nunca dio nada a este hijo extramatrimonial, quien creció en la miseria.
Al final de sus días, quizá como un intento de acallar a su consciencia, decidió pagar la carrera universitaria de mi hermano. Solo eso, diez cuatrimestres de la Licenciatura En Medios Audiovisuales, y nada más, quizá creyendo que así compensaba veinte años de abandono.
Cuando me enteré de la situación, expliqué al abogado que deseaba ayudar a mi hermano mucho más allá de lo que nuestro padre había dispuesto. No soportaba la idea de que el chico tuviera que trabajar como estibador en la Central De Abasto para pagarse alojamiento, comida y materiales de estudio.
El abogado trató de disuadirme, diciéndome que la ley no me obligaba a nada y que inclusive mi padre, al no darle su apellido, no había tenido legalmente ningún compromiso con Salomón, mi hermano. Naturalmente, quise mandar a la mierda al tipejo, pero, en vez de eso, concertamos una cita en su despacho para que yo conociera al muchacho y tuviera la oportunidad de ofrecerle mi apoyo. El encuentro tendría lugar en un elegante edificio de Polanco, donde el abogado tenía su despacho.
Llegué al edificio media hora antes de la entrevista. Me sentía nerviosa. Me preguntaba cómo sería, si se adaptaría a vivir en mi casa, y sí, he de reconocer que tenía serias dudas y cierta desconfianza. Él se había criado en la miseria; no era imposible pensar que fuera peligroso.
Debido a estos recelos, previamente había mandado instalar en casa ciertas precauciones para tenerlo vigilado.
Con todo esto en la cabeza entré en el vestíbulo del edificio, el portero anunció mi presencia al despacho del abogado y, al girarme, tropecé con un anciano que se había parado detrás de mí. Una carpeta con documentos escapó de sus manos y el viejo soltó una larga perorata en francés. No entendí lo que dijo, por lo que pudo haberme mentado la madre o deseado un hermoso día.
Al agacharme a recoger las hojas caídas, una mano oscura se posó sobre mi diestra. Levanté la mirada y me encontré con una visión sublime. En cuclillas, a mi lado, un muchacho mulato oscuro me sonreía mientras ayudaba a recoger los folios.
Me sacudí al verlo. Era esbelto, de músculos compactos que se marcaban bajo su camisa de pana azul. Sus ojos eran negros, de expresión serena y un tanto triste. Sus facciones refinadas me hicieron pensar que, si Miguel Ángel lo hubiera conocido, la estatua de “El David” correspondería más al ideal de la perfección masculina.
El timbre de su voz, varonil y elegante, me encantó cuando habló al anciano en un francés perfecto. El viejo rió por lo que el joven le dijo cuando él y yo nos incorporamos.
Me sentí aturdida y fascinada. A mi mente vinieron las imágenes de innumerables hombres de raza negra que he visto en películas porno. El muchacho me vio de arriba abajo y quise sentir que me analizaba, que me desnudaba con la mirada y me imaginaba en las posturas y actitudes más lascivas.
—¡Ustedes hacen buena pareja! —exclamó el anciano en un español defectuoso, tomando una mano mía y uniéndola a una mano del muchacho —. ¡Sería buena idea verlos juntos!
Sentí que una corriente eléctrica me recorría. Sin haberlo planeado, me estaba calentando con una situación de lo más cotidiana. En un acto reflejo pasional apreté las nalgas mientras reprimía un suspiro provocado por las escenas que me regalaba mi imaginación. Sentí que mi sexo se lubricaba cuando los dedos del muchacho se entrelazaron con los míos.
Pero un deber superior a mis ansias me llamaba. Tuve que despedirme de los dos sin dar tiempo a más comentarios. Corrí al baño y comprobé que en verdad mi vagina estaba húmeda y deseosa. Se hacía tarde y decidí dejar para después mis apetitos. Salí del reservado y me miré al espejo por si se notaba mi excitación.
Quise aferrarme a la idea de que no le había sido indiferente al chico afro, deseé haberlo excitado. A mis treinta y nueve conservaba, merced a una estricta rutina de ejercicios, todo el atractivo de mis veintitantos. Era rubia, con una larga cabellera platinada que llegaba a mi cintura. Mis ojos azul cobalto mostraban siempre cierta dureza que delataba mi carácter, pero había aprendido a enmascararlos con los adecuados gestos. El vestido de lana y las botas de caña alta que había elegido para ese día me conferían un aire elegante. Me miré de perfil, imaginando por unos segundos lo que el chico pudo haber visto de mi anatomía. Un busto firme y abundante que nunca necesitó pasar por cirugía para atraer las miradas masculinas, un vientre plano y unas caderas que no requerían de artificios para destacar. Si el ruedo del vestido lo hubiese permitido o si hubiera llevado los ajustados jeans que solía vestir, cualquiera habría visto que el ruedo de mis muslos se correspondía con el de mi cintura. Ninguna agencia de modelos me contrataría para lucirme en una pasarela, pero más de un director de cine porno habría querido ofrecerme trabajo.
¿En qué estaba pensando?
Aquel chico debía rondar los veinte años, por lo que bien hubiera podido ser mi hijo. Me obligué a centrarme en los asuntos que realmente importaban, el encuentro con mi hermano y las decisiones sobre su futuro. Debía dejar las fantasías ardientes de un encuentro casual e intrascendente.
Subí al despacho del abogado. Entré en la antesala y el titular en persona me recibió.
—Ya ha llegado el muchacho —dijo en voz baja—. Está en mi cubículo. Señorita Natalia, le repito que no es necesario que haga esto. ¡Es un vulgar que no sabe comportarse! ¡Es grosero e irrespetuoso!
—Quiero verlo y juzgar por mí misma —respondí tajantemente.
—En ese caso, le recomiendo que lo oiga primero. Conectaré el interfono de mi cubículo y usted escuchará lo que hablemos desde aquí.
Estuve de acuerdo y rápidamente el abogado pasó al privado, encendió el aparato y yo, junto con la secretaria, escuché el diálogo.
—Bueno, Salomón, parece que tu padre, en su desmedida generosidad, decidió heredarte un buen futuro. Cualquiera en tu lugar debería sentirse agradecido —dijo el abogado. Su tono no me gustó, me sonó falso y agresivo, casi acusador.
—Desde luego, agradezco cualquier oportunidad de superación —respondió quien debía ser Salomón, en tono serio—. En cuanto a la generosidad de mi padre, deja mucho qué desear. Al abandonarme me falló como padre, jamás aportó ni un quinto para mis gastos cuando era niño, nunca se presentó en la casa de mis abuelos, donde mi madre me abandonó para “hacer su vida”. Incluso ocultó mi existencia a su difunta esposa y a su otra hija.
El abogado soltó una risilla burlona y continuó:
— ¡Muchacho! ¡Debes entender que, cuando un caballero como tu padre tiene un romance con una sirvienta de la condición de tu madre, lo mejor es ocultarlo!
— ¿Está usted mal informado, es imbécil o cree que yo lo soy? —preguntó mi hermano con enojo. — ¡Lo de mis padres no fue un romance! Mi madre tenía dieciocho años cuando entró a trabajar como sirvienta en esa casa. Durante un mes, ese señor la estuvo violando todos los días, amenazándola con despedirla o mandarla a la cárcel acusada de robo. Se aprovechó de que ella era pobre e ignorante, y de que pocos jueces suelen valorar más la palabra de una mujer de su condición frente a las acusaciones de un empresario como él. ¿Es esa la conducta de un caballero?
Esa información fue reveladora para mí. Haciendo cuentas, la madre de Salomón y yo teníamos más o menos la misma edad. En ese tiempo yo estudiaba en un internado de Guadalajara, por lo que no la conocí. Por esos años mi madre sorprendió a mi padre en el cuarto de una de tantas sirvientas que pasaron por la casa. Mamá se jactaba de haberla arrastrado, golpeado y corrido a las tres de la mañana, sin siquiera haberle pagado su sueldo. Me dolió mucho que mis padres hubieran sido capaces de maltratar de ese modo a una chica que tenía la misma edad de su mimadísima hija.
—Dejemos eso, muchacho —propuso el abogado con falso tono paternalista—. ¿Es muy fuerte el rencor que le guardas a tu hermana porque tu padre le heredó todo lo que tenía?
Salomón se aclaró la garganta y suspiró enfadado, luego dijo:
— No sé a qué intenta jugar usted. No sé para qué me citó aquí, pero no voy a tolerar que ponga palabras en mi boca, manipule lo que digo o malinterprete lo que siento. Sé que tengo una hermana y sé que ha heredado todos los bienes de nuestro padre. No le guardo ningún rencor por eso, pues nunca me ha hecho ningún daño. ¡Ella es tan inocente en este asunto como yo mismo!
Me gustó su respuesta y su actitud en general. Hasta el momento, el abogado había intentado hacer enojar a Salomón y, aunque evidentemente estaba molesto, se estaba dominando bastante. Yo sentía ganas de darle una lección al titular; decidí que, después de ese día, transferiría mis asuntos a otro despacho. No deseaba seguir pagando los honorarios de un hombre como aquel.
—Abogado —solicitó Salomón—, si ya hemos terminado, deseo retirarme. Acabo de terminar un turno completo en la Central De Abasto y todavía tengo que acudir a la Facultad. El tiempo que tenía para desayunar lo he desperdiciado con usted. Si necesitaba información o detalles, ya los tiene. ¡Mi padre, con su complejo de “Señor Feudal”, se cobró con mi madre varias veces el “derecho de pernada” y de esas violaciones nací yo. Nunca me dio nada ni me tomó en cuenta para nada. Ella también me abandonó con mis abuelos, quienes me maltrataron y culparon de “representar la deshonra y la vergüenza de su hija”. Si quiere más detalles, pregúntele mi madre, aunque ahora vive en Toronto y no creo que le interese hablar con usted.
Sus palabras me hicieron enfurecer. Salomón había sufrido el rechazo de mi padre y los malos tratos de su familia materna. Me indigné y, furiosa, me puse en movimiento irrumpiendo en el cubículo.
— ¡Es suficiente! —grité al entrar, pero enmudecí al ver al personaje que había estado hablando con el abogado.
Era el muchacho mulato que minutos antes me había ayudado a recoger los documentos del anciano.
—Muchacho, te presento a tu hermana Natalia —dijo el licenciado, ajeno a nuestro estupor—. Ella tiene algo qué decirte.
De inmediato me recompuse de la impresión.
—Salomón, acompáñame donde podamos hablar con calma, lejos de esta víbora mal intencionada. Abogado, desde hoy ya no requeriré de sus servicios. Prepare todos mis asuntos para que pueda trasladarlos a algún otro despacho donde se respete a la gente de mi sangre.
Saliendo del edificio fuimos a desayunar al Samborns, dejando claro que Salomón se perdería las clases de ese día. Pasada la sorpresa inicial, me enteré de más detalles de la vida de mi hermano.
Él creció en casa de sus abuelos. Vivió en la miseria, no solo económica, sino también moral. Fue un niño al que no le permitieron gozar de su infancia. Su madre lo abandonó para irse a vivir a Canadá, sus abuelos lo explotaron poniéndolo a trabajar desde pequeño. Consiguió estudiar hasta la preparatoria y, al mismo tiempo, aprovechando algunos cursillos falsificados, aprendió un fluido inglés británico y un excelente francés, todo con la esperanza de que su madre algún día quisiera llevárselo con ella a Toronto.
Mi hermanito contaba con un IQ de 175 y había sido un autodidacta nato. De su madre había heredado la pigmentación africana y el rizado cabello, de nuestro padre tenía los rasgos aristocráticos y ciertos arranques en el timbre de voz. A sus veinte años dominaba cualquier tema que se le presentara. Era muy culto y refinado; me confesó que, durante toda su niñez, había tenido la esperanza de que nuestro padre recapacitara y lo llamara a su lado. Siempre quiso estar a la altura de cualquier situación social.
Físicamente se me figuraba la cruza de un guerrero africano y un vikingo, con todo el aire del erudito consumado.
Me fue difícil convencer a Salomón de que aceptara mi ayuda. Nuestro padre había pagado sus estudios, pero no le había dejado ni un centavo para adquirir los costosos materiales que exigía su carrera. Tampoco tenía otra fuente de ingresos aparte de su trabajo como cargador, por lo que le ofrecí mi casa para vivir, mi apoyo para alimentarse y cuanto necesitara en la Facultad.
Después de desayunar fuimos de compras e insistí en darle un guardarropa completo, una buena cámara de vídeo, una buena cámara fotográfica y una computadora para sus estudios. Era orgulloso, pero lo convencí a fuerza de insistir. Su carrera era lo más importante.
Me pareció justo darle toda la ayuda que pudiera necesitar, ya que era un chico que había conseguido establecerse unas buenas bases por sí mismo e intentaba salir de la miseria luchando con todo su ser. Se trataba de mi hermano menor. Nunca lo consideré “medio hermano”, porque no existen las “medias personas”.
Por la tarde pasamos a su alojamiento y recogimos todas sus cosas, después llegamos a casa. Salomón preparó una deliciosa comida para los dos. Dejó muy en claro que aceptaba mi ayuda económica, pero a cambio yo debía aceptar su ayuda en los quehaceres del hogar, la preparación de los alimentos y lo que se necesitara para ahorrarme el sueldo de una sirvienta. Me enternecía su actitud y no quise negarle la posibilidad de sentirse útil.
Charlamos hasta tarde y nos despedimos afectuosamente. Para entonces ya no desconfiaba de él, incluso me avergonzaba por las precauciones que mandé instalar. En la habitación que destiné para mi hermano hice colocar un espejo fijo que reflejaba desde su lado y era transparente desde el lado de mi recámara. Para disimularlo tenía de mi lado un cuadro empotrado que podía retirarse a voluntad.
Sentí curiosidad por ver lo que hacía, ya no era el miedo de que trajera drogas o alcohol, sino el interés de enterarme de más detalles sobre su persona. Lo vi estudiando en sus libros y copiando datos en su viejo ordenador portátil, pues todavía no estrenaba el nuevo.
Rato después guardó sus libros y libretas y se desperezó. Pasó al baño de su habitación y, tras unos minutos, salió con sólo los pantalones puestos. Tomó la computadora y buscó entre los archivos. Lo que siguió fue una escena que quedaría impresa en mi memoria para siempre. Mi hermano terminó de desnudarse, atento a la pantalla de su portátil.
Supongo que estaba viendo pornografía, por lo que lo parecía bastante excitado. A la media luz de la lámpara del buró pude notar una enorme verga que en nada desmentía la creencia popular de que los negros están mucho mejor dotados que los blancos.
Tras enterarme de que el chico que me había causado tanta excitación era en realidad mi hermano quise convencerme de que podía dominar mis impulsos. Durante algunas horas me había autoengañado, diciéndome que el deseo sexual que Salomón me inspiraba podía disiparse o sobrellevarse, pero en ese momento, viéndolo desnudo, el precario control de mí misma que creí tener se quebrantó. A toda prisa me desabotoné el vestido para liberar mis tetas y me bajé el tanga hasta las rodillas.
Él suspiró profundamente mientras entornaba los ojos y sacaba la punta de la lengua de entre los labios. Se sujetó la verga y, tomando un frasco de crema, la lubricó entre sus manos proporcionando suaves fricciones al glande. Mi coño se humedeció de inmediato.
Sabía que aquello era una verdadera locura; estaba espiando a mi hermano de veinte años mientras este se masturbaba, confiando en que tenía un momento privado. Dirigí una de mis manos a mi vagina. Estaba empapada y ansiosa. Al tocarme el clítoris gemí quedamente, electrizada por el placer. Sentía que estaba traicionando su confianza, pero ya no podía detenerme.
Mientras él se meneaba firmemente el mástil, yo jadeaba y me frotaba el clítoris. Me metía varios dedos en el coño y luego los llevaba a mi boca para probar mis propios jugos. Con la mano libre me estimulaba los pezones sintiendo que mis rodillas temblaban por el deseo. No pudiendo reprimirme más, hice que mis dedos entraran y salieran de mi cavidad amatoria en rápidas penetraciones, copiaba el ritmo que Salomón imprimía a su pajote como si, a un nivel subconsciente, quisiera que los dedos que entraban y salían de mi encharcada vagina fueran en realidad el miembro viril de mi propio hermano.
Duramos bastante rato así, yo espiándolo en un acto de placer privado y él dedicado a proporcionarse el único deleite sexual que su condición de soltero sin compromiso le permitía.
Finalmente, jadeando y ansiosa, estallé en un tremendo orgasmo. Él siguió un rato más, ajeno a mis maniobras, hasta que eyaculó varios chorros de semen que después recogió cuidadosamente con un kleenex.
Apagó su portátil y se metió a bañar. Por mi mente pasaron escenas de mí, anhelante y deseosa de ser follada, corriendo a su habitación, entrando al baño y seduciéndolo para beneficiarme con su cuerpo. Pero el sentido común se impuso.
Yo le había cambiado la vida en un solo día trayéndolo a mi casa, haciéndolo renunciar a la única fuente de ingresos que poseía y asegurándole que todo iría bien y que lo único que debía preocuparle eran sus estudios. Si hubiera cedido a mis instintos, él habría pensado que era una degenerada deseosa de aprovecharme de la situación… exactamente como mi padre hiciera con su madre.
Reprimí mis ardores a la fuerza, con el cuerpo y el alma afiebrados por los orgasmos incestuosos que deseaba liberar y compartir con mi hermano.
Continuará