Mi hermano me heredó a sus mujeres. (LIS)

Alberto era casi un desconocido. Alejado de mi familia, había tenido éxito en la vida. Cuando un desgraciado accidente se lo llevó, descubro que me ha dejado su dinero, "su obra" pero sobre todo a sus mujeres.

Heredé a las mujeres de mi hermano. (Lis)

Para entender esta historia tengo que retrotraerme a hace quince años cuando mi padre echó de casa a mi hermano mayor por motivos más ideológicos que personales. Lo creáis o no, mi viejo un hombre curtido en las luchas intestinas dentro de un sindicato, no soportó que su teóricamente heredero no compartiera sus ideas y menos que simpatizara con un partido de derechas. Por aquel entonces, yo era un niño de apenas diez años mientras Alberto ya era un hombre de veinticinco que acabada la carrera se había puesto a trabajar en un banco.

Desde un principio a mi padre no le gustó que obviando sus consejos, aceptara una oferta de esa institución bancaria y con el tiempo la brecha entre ellos se incrementó cuando en aras de labrarse un futuro, mi hermano fundó una empresa ya que para él era una traición a todo por lo que había luchado:

-Tu hijo quiere ser empresario- un día mi madre le soltó creyendo que si era ella quien le daba la noticia, el cabreo de su marido sería menor.

-¡Estás de broma!- exclamó indignado -¡Nadie de mi sangre explotará a sus semejantes!

Por mucho que su esposa trató de sacarle de su error diciendo que a buen seguro Alberto sería un jefe con sensibilidad humana y que nunca abusaría de sus empleados, mi viejo no lo aceptó y no solo no volvió a dirigirle la palabra sino que le prohibió la entrada en su casa.

Todavía recuerdo el día en que Alberto se marchó porfiando de la cerrazón de nuestro viejo y de cómo mientras cerraba la puerta tras de sí le soltaba una amenaza, diciendo:

-Date por jodido, ¡pienso ser millonario! Y cuando lo sea, nadie confiará en un sindicalista con un hijo potentado.

En ese momento, ninguno le creímos y menos yo porque a esa edad, para mí un, rico era una especie de demonio con cuernos a los que combatía mi padre, el héroe de mi niñez. Afortunadamente para Alberto y desgraciadamente para mi viejo, su vaticinio fue verdad y al cabo de cinco años, vendió la punto com que había fundado por una suma tan elevada que le hizo entrar directamente entre los cien hombres más ricos de España.

No os podéis imaginar la vergüenza y la humillación que para mi padre supuso leer una entrevista publicada en El País, el periódico que llevaba veinte años leyendo por ser progresista, que Alberto se vanagloriaba de no comulgar con las ideas trasnochadas que su viejo le había intentado transmitir, para acto seguido hacer una defensa férrea de la propiedad privada.

-¡Tu hermano es un facha!- exclamó mi padre cuando le pregunté los motivos de su disgusto.

Tratando de averiguar que le había indignado tanto, a escondidas leí el artículo y sorprendentemente, descubrí que estaba de acuerdo con mi hermano. De esa forma, con quince años, fue la primera vez que me distancié del ídolo de mi niñez. Lo que más me impactó en ese diario fue cuando el reportero le pidió un consejo a los más jóvenes y Alberto contestó:

-Luchad vosotros mismos por vuestro futuro, trabajad, ganad dinero y no confiéis en aquellos que apoltronados en sus despachos os prometan que dedicaran su vida a defender vuestros derechos. ¡Es mentira! Solo con un patrimonio os podréis asegurar una holgada jubilación.

Era un indisimulado ataque a todo lo que representaba su figura y aunque coincidía con el análisis de Alberto, con los quince años que por entonces tenía, no me atreví a hacérselo extensivo a nadie de mi familia, no fuera a correr el mismo destino que mi hermano.

Como tenía vetado cualquier tipo de contacto con él, no fue hasta el día que cumplí dieciocho cuando me atreví a contestar a su llamada. A escondidas nos vimos en un restaurante y Alberto que tras felicitarme por mi cumpleaños, me dio un regalo que no pude ni quise rechazar.

“¡Me ofreció pagarme los estudios en una universidad americana!”

Supe que ese gesto se debía más a hacerle la puñeta a mi viejo que a un amor filial pero decidido a no perder esa oportunidad, lo acepté de buen grado. Fue él también quien me dio una excusa que usar para evitar el cabreo del viejo sindicalista:

-Dile que estudiando en la meca del capitalismo, podrás combatirlo mejor.

Como os habréis imaginado, a mi progenitor no le hizo ni pizca de gracia que el menor de sus retoños se fuese a estados unidos a estudiar pero temiendo el perder también al segundo de sus hijos, a regañadientes me dio su bendición. Eso sí, despidiéndome en el aeropuerto, me pidió:

-Pedro estudia los fallos de ese sistema opresor para que a tu vuelta, te enfrentes con ellos desde el sindicato.

Para desesperación del hombre que me dio la vida, no solo estudié psicología en ese país sino que tras granjearme una buena reputación desde el punto de vista académico, me quedé dando clases en esa misma universidad una asignatura sobre religiones africanas. Esta nueva traición le resultó más fácil de asimilar al auto convencerse que era una especie de quintacolumnista que estaba luchando contra el imperio desde dentro….

Con veinticinco años heredo de mi hermano su dinero, sus casas y mucho más…

Llevaba siete años residiendo en Boston cuando una llamada de una tal Susan me hizo tomar un vuelo hacía una remota isla del caribe al informarme de un accidente en que se había visto involucrado Alberto y que su vida corría peligro.

-Está muy grave y quiere verte- me comunicó casi llorando.

Viendo la  gravedad de su estado, no lo pensé dos veces y desde mi despacho, compré un billete para esa misma noche rumbo a Curaçao, una de las Antillas Holandesas. Las diez horas que tardé en aterrizar en Willenstad, su capital,  me dieron tiempo de analizar lo poco que sabía de la vida de Alberto durante los últimos años.

Huyendo de la fama que su dinero le había dado, mi hermano se recluyó en ese lugar dejando atrás familia, amigos y conocidos. Solo tenía constancia que seguía en la brecha y que como inversor a nivel internacional había conseguido un prestigio como tiburón en los negocios. Su nombre aparecía cada equis meses asociado a una OPA o a una adquisición de riesgo que tenía siempre como resultado el incremento de su fortuna.

Por eso cuando al cruzar el control de pasaporte me encontré cara a cara con un abogado y me dio la noticia de estaba en coma, quedé destrozado al comprender que si no se recuperaba jamás podría agradecerle en vida lo que había hecho por mí. En ese momento sabía que me había nombrado su heredero y que además de dinero, acciones y propiedades, Alberto me iba a legar mucho más.

Como es lógico, antes de entrar en los tecnicismos que ese hombre me empezó a plantear, le exigí que me llevara al hospital donde se estaba debatiendo contra la muerte. Al llegar allí, me recibieron en la puerta de su habitación un grupo de hombres que identifiqué como sacerdotes de algún rito antillano.

«¿Qué coño hacen aquí?», pensé al verles porque no en vano nuestros padres nos habían educado en un ateísmo militante.

Mi sorpresa se incrementó cuando el más anciano se acercó a mí y sin dirigirme la palabra, se arrodilló a mis pies mientras el resto entonaban una loa. Cómo especialista en ese tipo de religiones, distinguí claramente que el trato que me estaban concediendo era el que concederían a un alto dignatario de su confesión.

«¡Qué raro!», me dije y sin detenerme a averiguar el por qué entre a ver a Alberto.

Mi hermano estaba postrado en una cama con multitud de aparatos conectados que le mantenían con vida. Llevaba cinco minutos, sentado a su vera cuando un doctor hizo su aparición en el cuarto y tras preguntar qué relación me unía con su paciente, me explicó que su estado era irreversible y que solo estaban esperando mi permiso para desconectarlo.

Por los datos que me dio, supe que de nada servía prolongar su existencia pero no queriendo tomar esa decisión en ese momento, contesté que antes tenía que informarme más. Mi respuesta curiosamente alegró a ese sujeto, el cual haciéndome una confidencia, me soltó:

-Me parece bien que pida una segunda opinión, no me gustaría tener sobre mi conciencia la muerte de un hombre santo.

Que se refiriera a Alberto así me sorprendió porque lo que sabía de él no cuadraba con ese apelativo. Especulador, traficante, usurero, eran términos que definían mejor lo que conocía de mi hermano pero no queriendo contrariarle y menos en ese momento, me quedé callado y esperé a que se fuera para llamar  a esa habitación al abogado que me había recogido en el aeropuerto. Andrew en un principio se mostró retraído cuando le pregunté las razones por las que había una multitud rezando en el pasillo pero tras mucho insistir dijo:

-No debería ser yo quien se lo dijera pero su hermano lleva años anunciando su venida, señor Pedro.

El respeto  que demostró a decir mi nombre y el hecho que antepusiera el “señor” delante, me hizo estremecer al percatarme que escondía un temor supersticioso en mi presencia. Yo mismo había escrito un par de libros describiendo que el santo católico del que obtuve mi nombre, para una facción de los ritos antillanos era una especie de semidios, asociado siempre al paso a la otra dimensión como guardián de las llaves de acceso al cielo.

«No me lo puedo creer», exclamé interiormente al escuchar de su boca que los sacerdotes vudú, que permanecían orando fuera, eran miembros de una secta fundada por él y que tenían para colmo “YO ERA EL PROFETA QUE ESPERABAN”. Alucinado y acojonado al conocer el fanatismo que podían albergar los adeptos a esas creencias, estaba paralizado porque si decía algo que fuera contra su fe podía ocurrir un  altercado sangriento. Justo en ese momento, cuando por la buscaba una forma de  salir de ese enredo, entró por la puerta una mujer de raza negra francamente espectacular.

La recién llegada mandó a segundo plano ese problema al quedarme extasiado contemplando su belleza.

«¡Eso sí es una diosa!», me dije dando un rápido repaso a su metro setenta, a sus rotundos pechos y a su no menos atractivo trasero.

Pero entonces y para mi disgusto, ese monumento se arrodilló ante mí, diciendo:

-Señor Pedro, soy Susan. Una de sus sacerdotisas. Don Alberto me encargó que si le ocurría algo fuera yo la encargada de hacerle el traspaso de su obra.

Tras lo cual y mientras seguía tratando de analizar sus palabras, me hizo entrega de una caja sellada. Al abrirla, descubrí en su interior un video y temiendo las consecuencias de su contenido, pedí que me localizaran una habitación donde verlo a solas.

El abogado se puso de inmediato a cumplir mis deseos mientras la mujer comenzaba entonar una plegaria en honor del que consideraba su maestro. El dolor de su tono me informó que entre ellos dos había algo más pero no queriendo meter la pata, me abstuve de preguntar.

No habían pasado ni tres minutos cuando Andrew volvió y me explicó que el director de hospital me dejaba su despacho para que escuchara lo que mi hermano quería decirme. Reconozco en un principio que me extrañó que ese directivo me ofreciera su oficina pero cuando al salir del cuarto donde yacía Alberto me lo presentaron, leí en sus ojos la veneración de un adepto.

«También es miembro de la secta», sentencié y ya sin pudor, me hice dueño de su cubículo.

Cerrando la puerta, metí la cinta en el video y tomando asiento, lo encendí. La primera secuencia era una toma fija en la que mi hermano me decía:

-Pedro, si estás viendo esto, es que la he palmado o estoy a punto… por tanto quiero informarte que como heredero de todo lo mío también te corresponde llevar a cabo mi última venganza contra nuestro padre. Como sabes, el viejo nunca aceptó que me hiciera rico y por eso me echó de la familia. Desde entonces,  siempre he querido devolvérsela y fue un libro tuyo quien me dio la idea de cómo hacerlo. Leyendo tu estudio sobre las religiones antillanas, decidí fundar una propia para joder al ateo recalcitrante de nuestro viejo.

Os podréis imaginar mi sorpresa pero soltando una carcajada, Alberto prosiguió informándome de mi cometido:

-Me imagino que tu primera reacción será negarte pero te aviso que no puedes. Si no quieres tener en tu conciencia el suicidio en masa de mis adeptos, tendrás que ponerte al frente de mi iglesia- muerto de risa el capullo de mi hermano me avisó que los he aleccionado con mi llegada y que verían en esa negativa un castigo por no ser dignos.

«¡Será cabrón!» mascullé interiormente preocupado y escandalizado por igual al saber que esa amenaza era digna de tomarse en cuenta. Yo mismo había estudiado el caso de la Guayana donde casi un millar de miembros de la secta de un tal Jim Jones se quitaron la vida siguiendo las instrucciones de su jefe.

La certeza que iba en serio fue cuando a través del video, mi hermano se jactó que usando su fortuna había creado hospitales, escuelas y multitud de infraestructuras en esa isla, todo ello bajo el amparo de “la segunda venida de San Pedro”. Pero no fue hasta que vi una imagen del logo de su secta cuando caí en lo siniestro de su plan.

Sin pedirme permiso, mi hermano había usado mi cara para personificar a ese santo.

-¡Maldito seas!- grité aprovechando la soledad de esas paredes mientras se vanagloriaba de su obra en la televisión -¡Has creado un falso profeta!

Hundido en la miseria, fui testigo del modo que había afianzado la idea de mi supuesta santidad, creando el bien entre los más pobres del lugar uniéndolo a mi figura. Para terminar, Alberto me regaló con un reportaje de lo que los miembros de esa secta, pensaban de mí. Os juro que se me puso la piel de gallina al escuchar de los labios de esa gente que darían su vida por mí y que agradecían a mi hermano el haberles revelado mi existencia.

«¿Ahora qué hago?» me estaba preguntando cuando Susan llamando a la puerta me informó que mi hermano acababa de morir y que “mis fieles” necesitaban mi consuelo.

La noticia de su fallecimiento fue dolorosa aunque para mí era casi un desconocido. Paralizado por la responsabilidad de tanta gente, dejé que la mujer me llevara casi a rastras junto a su cadáver mientras a mi alrededor el grupo de seguidores de Alberto, lloraba desgañitando sus gargantas con gritos de pena.

Acercándome al fallecido, abracé su cuerpo al tiempo que intentaba poner en orden mis ideas.   Debí de dotar a mi abrazo de una fuerza desmedida porque como saliendo de la muerte, mi hermano se medio incorporó para volver a su posición original.

Sus adeptos vieron en ese acto reflejo una señal de dios y cayendo postrados a mis pies, comenzaron  a decir entre murmullos que Alberto había vuelto a despedirse de mí desde el más allá.

Solo el profundo conocimiento que tenía de esos ritos, impidió que les llevara la contraria y les dijera que ese supuesto milagro no tenía nada de sobrenatural y qué era producto de mi torpeza.

Sin ganas de representar un papel que odiaba, dejé que la negra llevara la voz cantante al decirla:

-Le serviste en vida, es justo que seas tú quien oficie su responso.

La mujer protestó diciendo que debía ser yo quien le despidiera de este mundo pero ante mi insistencia accedió y gracias a sus rezos, pude hacerme una idea de cuáles eran sus creencias. Tras ser testigo durante una hora de la ceremonia de su adiós, comprendí a grandes rasgos que la iglesia  fundada en mi nombre era un vulgar sincretismo de lo católico con los credos africanos traídos a ese continente por los esclavos.

Más tranquilo creyendo saber por dónde pisaba, al terminar pedí que me llevaran a un hotel. Mi deseo cayó como un obús entre los presentes y tuvo que ser Susan con lágrimas en los ojos, me preguntara que era lo que habían hecho mal para castigarlos sin mi presencia en la “casa de la segunda venida”.

Al darme cuenta de mi error, reculé y ejerciendo por vez primera como su sumo “pontífice”, dije que les había puesto únicamente una prueba y que me llevaran allí.

Mi entrada en la “casa de la segunda venida”

Apoltronado en el asiento de un Cadillac, Susan y un chofer me llevaron a través de los peores suburbios de Willenstad para que supiera de la pobreza que escondía Curaçao antes de dirigirse hacia nuestro destino. No tuve que ser un genio para comprender que lo hicieron a propósito para que valorara en su justa medida los esfuerzos de Alberto por mejorar el nivel de vida de las clases más desfavorecidas de esa pequeña urbe.

Nadie me tuvo que avisar que habíamos llegado allí porque de improviso entramos en una zona perfectamente diseñada, con aceras, agua corriente y luz eléctrica. Viendo desde un punto de vista imparcial, la obra de mi hermano me dejó apabullado porque parecía el paraíso de justicia social por el que tanto había peleado mi padre.

«Tiene gracia, Alberto se vengó haciendo realidad su sueño», me dije al ver el hospital y las diversas escuelas que surgían entre las pequeñas casas con las que estaba formado el barrio.

Fue la propia Susan la que con una sonrisa en su boca, me preguntó si estaba satisfecho del trabajo que habían realizado siguiendo mis instrucciones. No teniendo nada que ver en ello, me quedé callado y seguí observando. Todo a mi alrededor era idílico, no se veía basura ni pobreza ni hambre y contra mi voluntad tuve que admitir que me gustaba lo que estaba viendo.

“Si no fuera por lo de esa religión, hasta mi viejo estaría orgulloso”, pensé impresionado, “¡ha dado un giro a sus vidas!”.

Increíblemente satisfecho a pesar que sabía que el origen de toda su filantropía era una sutil venganza contra el izquierdismo militante que nos robó a nuestro padre y que en su lugar nos dio un líder sindical, disfruté de su obra y quizás por ello, no caí en que llegábamos a una especie de basílica que estaba unida a un palacio.

-Señor Pedro, hemos llegado a su humilde casa- me dijo sin segundas intenciones la morena mientras el chofer aparcaba el lujoso vehículo.

«¿Humilde? ¡Mis huevos!».

La edificación era tan ostentosa como fuera de lugar al estar construida siguiendo los cánones de las catedrales góticas.

«Menudo ególatra deben de pensar que soy», sentencié al descubrir mi rostro donde debía estar el rosetón.

Avergonzado por esa vidriera de diez metros de diámetro, me vi abordado por una multitud que con grandes aplausos me dio la bienvenida. Como si fuera un santón, traían a sus hijos y sus enfermos para que los bendijera. Sin saber qué hacer, fui posando mi cabeza sobre ellos, deseando que ninguno descubriera que era un farsante. Lo más curioso que imbuidos en una especie de éxtasis religioso varios de los presentes empezaron a gritar diciendo que sentían mejor gracias a ese gesto.

«Todo es producto de la sugestión», valoré al comprobar que esa sanación se multiplicaba a mi paso y que antes que terminara de cruzar el aparcamiento, eran más de cincuenta los que gritaban haber sido favorecidos con un milagro.

Aturdido y temiendo un tumulto, me despedí de los congregados desde la puerta que daba entrada al edificio donde en teoría tenía mi casa. Edificio que como no podía ser de otra forma se llamaba “El hogar de Pedro y de sus pobres”. Ya dentro de sus instalaciones y mientras seguía a Susan por los enormes pasillos, me quedé pensando en cómo deshacer ese entuerto.

«Si reconozco que es un engaño, las consecuencias serán catastróficas», pensé temiendo incluso por mi pellejo. “Alberto les ha convencido que soy una especie de salvador y si desenmascaro la verdad, su fanatismo puede volverse en mi contra».

Justo entonces advertí que la morena estaba esperándome ante una puerta. Al llegar, con una sonrisa, me informó que a partir de ahí eran mis habitaciones privadas y que solo yo y las sacerdotisas encargadas de mi bienestar podían cruzarla.

-¿Sacerdotisas? ¿Cuántas sois?

Guiñándome un ojo, por vez primera esa mujer se comportó coquetamente al decirme:

-Somos cinco las elegidas. Una por raza. Como nuestra misión es global, Alberto quiso representar de esa forma a la humanidad en su conjunto.

Sabiendo que ella era la representante de raza negra, supuse que no tardaría en conocer a las demás y haciendo recuento las fui enumerando mentalmente… negra, blanca, hindú, china e india americana.

Al traspasar la puerta, en su interior descubrí que al contrario que el resto, ese lugar rezumaba  buen gusto.   La estructura era de forma circular donde el centro era un salón enorme, del que salían una serie de habitaciones.

«Es lógico», pensé al contar seis puertas, «una para cada una de las sacerdotisas más la mía».

Creyendo a pis puntillas lo anterior, cuando  esa negrita me mostró la mía, me quedé impresionado al ver sus dimensiones pero sobre todo al observar la enormidad de la cama en la que se suponía que iba a dormir. Calculando su tamaño, supe ese colchón mediría al menos tres por tres. Mi extrañeza no le pasó desapercibida a Susan que sonriendo, se acercó a mí diciendo:

-El mayor deber de una sacerdotisa es adorarle y sabiendo que en ocasiones seremos todas las que dormiremos aquí, había pensado que nos vendría bien esta cama.

Fue entonces cuando caí en que el papel de esas mujeres incluía el placer carnal porque al contrario que en el cristianismo, en los cultos vudús el sexo no era ningún tabú.

«¡Menuda cara la de mi hermano!», pensé al comprender que se había agenciado un harén totalmente entregado y que si tomaba a esa morena como ejemplo, el resto debía de ser igual de espectacular. La confirmación que estaba en lo cierto, vino cuando pegando su cuerpo al mío, Susan susurró en mi oído:

-Esta noche espero que me elija como su compañera de rezos- tras lo cual me dio un sensual mordisco en la oreja.

Mi pene se alzó como un resorte al tiempo que mi mano comenzaba a acariciar ese culo que me tenía obsesionado desde que lo había descubierto.

-Cuenta con ello- dije atrayéndola hacia mí.

La muchacha riendo se percató de mis siniestras intenciones y mientras  se escabullía desde la puerta, me informó:

-He dispuesto que tuvieran su baño preparado..

Cabreado por quedarme con las ganas de poseerla, me quité la chaqueta y depositándola sobre un sillón me dirigí hacia el baño. Al entrar me quedé paralizado al descubrir que en mitad del baño se hallaba otra mujer totalmente desnuda. Mi sorpresa se me debió notar en la cara porque malinterpretando mi gesto, la rubia se arrodilló a mis pies diciendo:

-Soy Lis. Como vendría cansado  del viaje, hemos pensado que le gustaría tener ayuda para bañarse, pero si le molesta mi presencia me voy.

«¡Joder con Alberto!», sentencié mentalmente mientras daba un rápido repaso a esa criatura, «¡Tenia un gusto exquisito!». Pequeña de estatura, la cría tenía unos pechos desproporcionados, eran enormes para su tamaño. Lo mismo ocurría con su estrecha cintura que daba paso a unas caderas descomunales y aun culo todavía más impresionante.

Mi silencio fue traducido por esa divinidad de mujer  erróneamente y creyendo que quería estar solo, hizo un amago por irse pero entonces la retuve diciendo:

-Quédate, por favor.

Lis sonrió al oír mi ruego y ya sin rastro de tristeza, su rostro mostró una dulzura tal que derribó de un plumazo todas mis dudas. Sabiendo que no estaba enfadado con ella, la mujer se pegó aun más a mí, permitiéndome comprobar que su cara llegaba a la altura de mi pecho.

«Debe medir uno cincuenta», pensé sonriendo, «¡es una pigmeo!».

Si se dio cuenta de lo que pensaba, no le demostró y llevando sus manos a mi camisa, me empezó a desabrochar los botones sin dejar de mirarme a la cara. La ternura y fascinación que leí en sus ojos, me hizo saber que de tanto adorarme como profeta, al verme en carne y hueso estaba nerviosa y excitada por igual.

Por mi parte, yo no podía dejar de alucinar con las enormes ubres con las que estaba dotada esa mujer e involuntariamente, llevé mi mano a uno de sus pechos. Al posar mis dedos sobre su seno, comprobé que era enorme y que había acertado al pensar que no solo era un efecto óptico por la desproporción con su estatura. Su pezón al notar la caricia de mis yemas, se encogió poniéndose duro al instante.

Su dueña debía estar acostumbrada a provocar esa reacción en los hombres porque luciendo una enorme sonrisa, dijo con voz grave:

-Desde niña, supe que iban a ser suyos.

Sus palabras me enternecieron y levantando su cabeza, deposité un suave beso en su boca. La muchacha al sentir mis labios, los abrió dejando que mi lengua jugara con la suya. Durante un minuto, nos estuvimos besando tiernamente hasta que separándose de mí me rogó que parara porque debía ayudarme en el baño y si seguía, le iba a resultar imposible no buscar el venerarme.

Reconozco que me pareció gracioso el modo en que esa cría se había referido al sexo, mezclando religión y placer. Suponiendo que era algo a lo que tendría que acostumbrarme,   lo cierto es que bajo mi pantalón, mi pene medio erecto es que le daba lo mismo.

Lis, dejándose llevar por ese fervor místico, me terminó de desnudar y después de hacerlo, me rogo que entrara en el jacuzzi.

-Deje que su sacerdotisa le mime- me soltó esa mujer al tiempo que agarrando una esponja comenzaba a enjabonar mi cuerpo.

El fervor con el que me trataba me recordó que para ella yo era casi un semidios. La confirmación que era así como me veía vino cuando la oí decir:

-Aunque Don Alberto me lo había dicho, nunca pensé que solo con su mirada usted me haría saber que había nacido para ser suya.

Asustado por la profundidad del amor sin límites que leí en sus ojos, no puse reparo cuando acomodándose a mi espalda, pegó su cuerpo desnudo al mío. Sin esperar mi permiso, comenzó a darme besos en el cuello mientras presionaba con sus pechos mi espalda. La tersura de esos dos moles junto con sus caricias, me hicieron retorcerme de placer.

-Sé que usted me ayudara a congraciarme con nuestros dioses- soltó excitada mientras  me enjabonaba la cabeza.

La sensualidad sin límite de sus dedos me indujo a darme la vuelta y llevando mi cara hasta sus pechos, metí uno de sus pezones en mi boca.  Mordisqueándolo con ligereza, empecé a mamar de esa monumental teta. Lis  no pudo reprender un gemido cuando sintió mis dientes jugando con su rosado botón. Azuzado por su entrega, llevé mi mano hasta su entrepierna y separando los pliegues de su sexo, me concentré en su clítoris.

-Use mi templo a su antojo- gimió descompuesta cuando experimentó los primeros síntomas del orgasmo.

Que se refiriera a su cuerpo como templo, me calentó y cogiéndolo esa gema entre mis dedos la acaricié mientras miraba como su dueña se derretía ante mi ataque.  Los aullidos de placer de esa rubia se hicieron aún más evidentes cuando profundizando en mis maniobras, apresuré la velocidad de los movimientos de mi mano. Tiritando entre mis brazos, esa cría me confesó:

-Su hermano me ha estado preparando para este momento. Siempre me dijo que sería usted quien me desvirgara.

-¿Eres virgen?- pregunté extrañado porque no me cuadraba. En mi mente me había hecho la idea que Alberto había  dado buen uso de su harén.

-Sí- me respondió llorando- me he mantenido pura para mi señor.

Esa revelación lejos de menguar mi lujuria la incrementó al saber que sería el primero en hoyar ese cuerpo pero temiendo resultar poco “profético”, decidí indagar en esa cuestión no fuera a meter la pata.

-Dime princesa, ¿qué más te dijo de mí?- pregunté sin dejar de acariciar su sexo.

Con la respiración entrecortada,  la muchacha se tomó unos segundos antes de contestar:

-Qué eras mi principio y mi fin. Que de tu mano, alcanzaría cotas de placer que nunca pude imaginar cuando introdujeras tu llave en el candado de mi templo.

Asumiendo que la llave de la que hablaba era mi pene y que el candado era su virginidad, supe que estaba dispuesta a ser tomada pero no queriendo anticipar los tiempos seguí torturando su sexo con mis caricias mientras asimilaba sus palabras.

  • Quiero saber si estás preparada, cuéntame- insistí– ¿Cómo te dijo mi hermano que ocurriría?

Lis no pudo contestar porque en ese instante, el placer la alcanzó y sucumbiendo al maremoto que asolaba su cuerpo, se corrió dando gritos regando con su flujo mis dedos.

-¡Así!- gimió descompuesta- Usted me haría morir y resucitar entre sus brazos.

La rubia tembló de gozo durante una eternidad hasta que con un semblante beatífico, sonrió diciendo:

-Gracias, Señor Pedro, por mostrarme el camino del placer. Mi deber ahora es devolverle los dones que me ha concedido.

Tras lo cual intentó llevar su boca hasta mi miembro, pero se lo impedí y sacándola del jacuzzi, la llevé hasta la cama mientras le decía:

-Todavía, no te he revelado los límites de mi amor. Túmbate sobre las sábanas para recibir mis enseñanzas.

Aprovechando sus dudas, la obligué a poner su cabeza  sobre la almohada y me puse a observarla. La belleza de esa mujer era impresionante pero aún mas era la necesidad que tenía de mí. Lis dominada por el lavado de cerebro al que sin duda Alberto la había sometido, tiritaba de deseo pero el miedo a fallarme la tenía paralizada. Yo, por mi parte, aproveché esa breve pausa para pensar en cómo tratarla. Aunque físicamente era una mujer madura y sus inmensos atributos eran una prueba, mentalmente era una niña.

Pensando en ello, comprendí que lo que verdaderamente me acojonaba era que la rubia que tenía enfrente, nunca  había sentido  las caricias de un hombre y que si quería que ese pedazo de hembra disfrutara realmente de su primer encuentro  debía de vencer sus miedos y por eso, valiéndome de mi supuesto ascendiente moral, le pregunté:

-¿Deseas ser mi sacerdotisa y servirme de por vida?-.

-Con toda el alma, nací para ser suya- contestó sumisamente llamándome a su lado.

Tengo que reconocer que me dio morbo su entrega y queriendo poseerla, me tumbé a su lado. Con ella a mi vera, acerqué sus labios a los míos mientras recorría con mis manos su tersa piel. Lis llevaba tantos años reservándose para recibir mis caricias que se mantuvo quieta sin moverse como temiendo que todo fuera un sueño y que el profeta que tanto adoraba y que en ese instante recorría sus pechos desapareciera al despertarse.

Su quietud me dio alas y bajando por su cuello, recogí uno de los pezones que decoraban sus pechos entre mis labios mientras su otro botón disfrutaba de la ternura de mis dedos. Los primeros suspiros de esa mujer  me dieron la confianza que necesitaba y ya envalentonado, descendí por su cuerpo en dirección a su sexo. Estaba a punto de alcanzar mi meta cuando el placer volvió a asolar sus neuronas  e involuntariamente, juntó sus rodillas.

Dando tiempo a que disfrutara, esperé unos segundos antes de susurrarla al oído:

-Enséñame el candado que tengo que abrir.

Aleccionada por sus creencias que mi palabra era ley, separó sus piernas y por ello  pude contemplar por primera vez su tesoro en plenitud. Depilado y sin rastro de vello que pudiera perturbar mi examen, ese coño era increíblemente apetecible.

«¡Qué buena está!», pensé dudando si lanzarme sobre ella o por el contrario seguir azuzando su lujuria.

Afortunadamente, la cordura prevaleció y sabiendo que requería, me deslicé hasta sus tobillos, para acto seguido con mi lengua ir recorriendo sus pantorrillas para calentarla aún más. De forma que dejando un surco de saliva sobre su piel, fui  testando sus sensaciones. Cuando notaba que se excitaba en demasía, paraba mi ascenso y en cambio cuando la sentía relajarse, aceleraba hacía la meta.

Estaba todavía por la mitad de sus muslos cuando advertí que Lis iba a correrse por tercera vez:

-Quiero ver cómo te masturbas pero tienes prohibido llegar antes que yo te lo diga- murmuré tiernamente a la cría. –Tócate para mí y te advierto que no admitiría una negativa. ¡Eres mía!

Mi orden causó el efecto esperado y Lis, al escuchar que la reclamaba como mi  propiedad, se retorció sobre la cama mientras obedecía. Dominada por un ansia hasta entonces desconocida para ella, separó los pliegues de su sexo y se comenzó a pajear como si le fuera la vida en ello. Satisfecho, recorrí la distancia que me separaba de su coño mientras con la respiración entrecortada y el sudor recorriendo su cuerpo, Lis esperaba mi permiso para correrse.

-Señor Pedro, su sierva no aguanta más- aulló al sentir mi lengua recorriendo su vulva.

-No es hora todavía- contesté prolongando sus tortura.

Sabiendo que de esa primera vez dependía en gran parte su fidelidad, debía someterla por completo. Por eso, tiernamente  tomé su clítoris entre mis dientes  y mientras me solazaba saboreándolo, con un dedo recorrí la entrada a su cueva. La rubita sollozó al notar mis mordiscos y tratando de no fallarme, reptó por las sábanas mientras intentaba no correrse

-No te he dado permiso de moverte- le solté sabiendo que su huida era producto de un miedo atroz a que no la considerara digna si lo hacía.

Al obedecer, no esperé y directamente metí mi lengua en su interior. Jugueteando con su himen aún intacto y sorbiendo el caudal de flujo que manaba de ese juvenil coño, logré profundizar en su deseo. Al comprobar que no podría aguantar porque ya se había convertido en un pequeño manantial, decidí liberarla.

-Puedes correrte- dije suavemente mientras mi lengua recogía su placer como si fuera un maná.

Al recibir mi permiso, explosionó en mi boca  y su placer de fue in crescendo hasta que gritando como posesa de desparramó sobre la cama.

-¡Rompa mi candado!- rugió descompuesta.

Accediendo a sus deseos, cogí mi pene entre mis manos y poniendo el glande en su entrada, la observé. En la cara de la sacerdotisa adiviné veneración pero sobretodo deseo. Por eso sin querer romper el encanto del momento, la penetré lentamente rompiendo su himen y consagrándola por fin como mi servidora. La rubia sollozó al sentir plena su vida al dedicarme su virginidad y abrazándome con sus piernas, me rogó que la llevara al cielo terrenal del que tanto le habían hablado.

Al no querer dañarla, hizo que al principio me moviera con cuidado, sacando y metiendo mi extensión de su coño mientras no dejaba de mamar el néctar de sus pechos. Lis que se había mantenido a la espera, imprimió a sus caderas un ligero ritmo que se fue incrementando a la par que mis penetraciones. Poco a poco la velocidad de nuestros cuerpos fue alcanzando una velocidad constante.

Su enésimo orgasmo fue el banderazo de salida para terminar de forzar su entrega y poniendo sus piernas sobre mis hombros, convertí mis penetraciones en fieras cuchilladas. La sacerdotisa aulló al notarlo y forzando mi incursión con sus piernas, se clavó hasta el fondo de sus entrañas mi pene erecto.

-¡Me muero!- bramó al experimentar que el placer retornaba con mayor intensidad y ya sin contarse, me pidió que la siguiera usando.

Su entrega y el conjunto de sensaciones que me dominaban me informaron que no iba a tardar mucho en derramar mi simiente en su interior. Asumiendo su cercanía,  le di la vuelta y colocándola de rodillas,  volví a penetrarla pero esta vez sin piedad. Esa nueva posición le hizo experimentar un éxtasis y gritando a voces su sumisión y entrega, se corrió dejándose caer sobre las sábanas. Como todavía seguía necesitado de ella, alargué su clímax con una monta desenfrenada hasta que explotando de placer, eyaculé esparciendo mi semilla en su fértil interior. Lis al notar su conducto lleno con mi semen, se retorció buscando que no se desperdiciara nada. Satisfecho al ver lo mucho que había gozado esa criatura,  me tumbé a su lado.

Abrazada a mí, descansó unos instantes. Ya parcialmente repuesta, me miró con devoción mientras me decía:

-Mi señor, nunca pensé que sería tan dichosa mi primera vez.

Estaba a punto de besarla cuando oí un ruido en la puerta, al levantar la mirada, me encontré a Susan mirándonos. En sus ojos leí una total adoración pero también un deje de envidia por no haber sido ella, el  objeto de mis caricias. No sabiendo que decir, le pedí que se acercara.

La negra malinterpretándome dejó caer su vestido al hacerlo y ya sentada en la cama, me besó mientras me preguntaba:

-¿Mi señor está muy cansado para aceptarme como su sierva ahora?

El descaro de esa morena me hizo reír y poniéndola entre los dos, devolví ese beso diciendo:

-Nunca estaré lo suficientemente cansado para servir a mi iglesia…

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