Mi hermano me dejó embarazada

Cómo me dejé desvirgar por mi hermano adolescente, con consecuencias funestas.

Cuando yo tenía 19 años, mi única experiencia de orden sexual con otra persona seguía siendo aquel episodio de masturbación mutua que ya os he contado. Episodio ambiguo para mí, pues no sabía muy bien si realmente quería dar el siguiente paso y embarcarme en una relación sexual plena. Estaba hecha un lío, y tampoco quería precipitarme demasiado, aunque la cosa me había gustado: me estremecía recordar el momento en que puse mi mano en la polla de Marcos, el momento en que él metió su mano en mis bragas, el delicioso momento de la corrida, todo aquello había pasado a formar parte de mis fantasías. Cada vez era más adicta a la masturbación, pero nunca me atrevía a ir más allá, ni imaginar lo que podría ocurrir si una polla se hubiese introducido en mi coño.

Mis sesiones nocturnas solían seguir un patrón: me desnudaba frente al espejo, procurando encontrar alguna posición que me pusiera especialmente cachonda; cuando me quedaba en ropa interior, recordaba el momento en que Marcos me había metido mano y yo hacía lo propio, iniciando así el contacto entre mis dedos y mi clítoris. Me tumbaba entonces en la cama, me quitaba el sujetador y comenzaba a acariciarme las tetas, el abdomen y nuevamente el coño. Mi imaginación volaba al encuentro de algún adolescente al que imaginaba con el pene erecto, y al que acariciaba por todo su cuerpo hasta detenerme en su maravilloso miembro, masajeándolo hasta que empezaba a eyacular varios chorros de semen caliente y oloroso. Para entonces ya me había quitado las bragas, que empezaban a estar un poco mojadas. Una vez me las olí, y la experiencia me gustó bastante, por lo que solía hacerlo a menudo. Cuando las tiraba al suelo, me acariciaba los muslos de arriba a abajo para volver una y otra vez a mi clítoris, al que dedicaba cada vez mayor atención. Con las piernas completamente abiertas, y mi mano paseándose por mi vulva, mi dedo pendiente ya sólo del clítoris, solía permitirme algún gemido de placer, siempre en susurros, para que mi familia no me oyera. Cuando llegaba el orgasmo, me retorcía de placer en silencio, pero en mi interior gritaba recordando las figuras de los chicos deseados o imaginando cómo sería que nos masturbáramos juntos, una fiesta de semen, flujos vaginales y placer compartidos.

Al llegar a la universidad, conocí a un chico, Vicente, que me propuso salir. No era excesivamente guapo, pero tenía un pase, y acepté. Lo bueno del asunto es que era un poco mojigato –su madre era de las de misa diaria–, y desde el principio me hizo saber que su intención era respetarme. En seguida me di cuenta de que, si lo hubiera querido, podía haber hecho de él mi primera experiencia. Él también tenía 19 años, y cuando bailábamos muy juntos, o cuando estábamos besándonos y rozaba accidentalmente su paquete –bueno, lo confieso; a veces no era tan accidental, pero sólo era para comprobarlo– se le notaba muy excitado. Seguramente, me dedicaba todas sus pajas, pero yo, curiosamente, no hacía lo mismo con las mías. Seguía aferrada a mis recuerdos, a la época en que yo no era deseable. Pero me obligaba a mí misma a pensar en Vicente e incluso llegué a imaginar el momento en que me penetraría. Al fin y al cabo, no era mal chico, yo le apreciaba, y era mi novio.

Seguramente, las cosas habrían sido diferentes si todo hubiera seguido su camino natural. Puede que yo hubiera encontrado el placer en mis relaciones con un chico de mi edad, y entonces nos hubiéramos casado, o quizás no, pero, en todo caso, habría encontrado a otro chico con el que hubiera tenido relaciones completas y satisfactorias. Pero en esa visión ideal del futuro se entrometió mi hermano, y todo cambió desde entonces. No me arrepiento de nada, pero sigo pensando que todo podría haber sido diferente. Ni mejor, ni peor. Sólo diferente.

Ignacio tiene cuatro años menos que yo. Siendo el benjamín de la familia –entre los dos está mi hermana Victoria, que tiene un año menos que yo–, el único hombrecito de la casa, la verdad es que ha estado toda su vida algo mimado. Y nunca nos hemos llevado muy bien, aunque, como podéis imaginar, sexualmente no hubo apenas problemas para entendernos, si exceptuamos que la primera vez que me metió su polla lo hizo sin haberle dado yo mi permiso.

Mi hermano no era demasiado alto, pero era bastante guapo, con una mirada soñadora que llevaba a sus amigas de calle. Por supuesto, a los quince años seguía siendo virgen y deseaba dejar de serlo con todas sus fuerzas. Al igual que yo, el sexo le tenía obsesionado, pero él carecía de los escrúpulos que yo tenía al respecto. Ignacio tenía clarísimo que lo que quería era follar, y cuando decía follar no se refería a dejarse masturbar, ni jugar a nada. Quería introducir su pene en un coño y correrse dentro, cuantas más veces, mejor.

Mis padres solían pasar algunas temporadas en el campo, pero aquel verano las notas de Ignacio habían sido desastrosas, y mis padres lo habían apuntado a una academia. El problema es que no podía quedarse sólo en casa, de modo que alguien tenía que quedarse con él. Mi madre ya se había hecho a la idea de quedarse sin vacaciones por culpa del niño, pero a mí no me hacía ninguna gracia salir de la ciudad, de modo que me ofrecí a quedarme en su lugar para que Ignacio tuviera la comida preparada en cuanto volviera de la academia y, sobre todo, para que estudiara. Como ya he dicho, las relaciones entre mi hermano y yo no eran demasiado buenas, y tuvimos algunas broncas porque él quería todas las tardes irse por ahí con sus amigos. Al final, desistí y le dejé que hiciera lo que le diera la gana, pues siempre se salía con la suya.

Una noche bastante calurosa estuvimos hasta las tantas viendo la televisión, hasta que cada uno nos fuimos a dormir. Yo dormía totalmente desnuda, y, como tantas otras noches, decidí relajarme y hacerme un dedito. Por lo general, yo era muy celosa de mi intimidad, y dejaba la puerta cerrada, pero aquella noche era demasiado calurosa. Tuve que dejar abierta una rendija para que corriese un poco de aire, o me habría sofocado allí dentro. Y no era cuestión de acalorarme más de lo que ya estaba.

Siguiendo el ritual que he descrito arriba, yo me había quitado las bragas, las había pasado por mi cara –aprovechando para quitarme el sudor–, y estaba tumbada con mi mano en el chichi, que también estaba ya bastante mojado, completamente abierta de piernas, imaginándome la sensación que supondría acariciarle a Vicente su polla, el vello de su pecho, y todo lo demás, cuando algo, una repentina alerta interior, me hizo abrir los ojos. Delante de mi estaba Ignacio, en calzoncillos, con una mano acariciándose el paquete, que a esas alturas estaba ya muy abultado.

Aquella visión me pareció celestial. Yo estaba allí, esforzándome por encontrar sexualmente atractivo a mi novio, y de repente aparecía ante mí un muchacho que me recordaba a aquellos adolescentes que habían sido el objeto de mi deseo insatisfecho. Explico esto para que podáis comprender por qué no seguí mi primer impulso, que era el de echar a mi hermano de mi habitación, sino que me detuve a contemplar su hermosa fisonomía. Me di cuenta de que aquello era lo que me gustaba, el cuerpo semiformado de un adolescente; que aquello era lo que siempre me había gustado, y no podía hacer otra cosa que reconocerlo. Supongo que me quedé con la boca abierta, mientras un millón de cosas pasaba por mi mente. Imaginad el espectáculo que tenía mi hermano ante sí: tumbada en la cama, las piernas abiertas, la mano en el coño, sin poder moverme y con una expresión de asombro en la cara. Ignacio lo tomó como una invitación y la aceptó. Se quitó el slip, dejando al descubierto su enorme rabo erecto, que apuntaba hacia el techo. Se subió a la cama y se puso enfrente de mí, me quitó la mano y se dispuso a penetrarme.

Para entonces, yo ya había reaccionado. Me incorporé un poco y puse mis manos en sus hombros, con intención de apartarle. Estaba confundida, pero todavía era consciente de que era mi hermano, y sabía que aquello no estaba bien. Sin embargo, cuando sentí el tacto de su piel tibia me estremecí. Era glorioso tenerle delante de mí, sentí cómo flaqueaba mi voluntad, e Ignacio aprovechó aquel momento de debilidad para llevar la mano a su pene y metérmelo de un solo golpe. Yo estaba ya muy lubricada, y, a pesar de ello, sentí dolor cuando me desgarró el himen. Emití un pequeño quejido y me dejé caer mientras él apoyaba las palmas de las manos y comenzaba a mover su pelvis de arriba a abajo.

No podía creérmelo. Si ya estaba confundida, aquello me llevó al mayor estupor que jamás he experimentado. El placer se hacía inenarrable. Aquella polla se hundía en mis entrañas con violenta dulzura y mis labios vaginales se cerraban sobre ella atrapándola en su húmedo anillo. Sentía los movimientos de su pubis, el roce del vello enredándose con el mío. Me dejé llevar, me abracé a Ignacio y comencé a moverme a su compás mientras mis manos acariciaban su espalda y su culo. Como estábamos solos, empecé a jadear ruidosamente, lo que Ignacio respondió con una sonrisa. Me pareció entonces que era guapísimo y deseé con fervor que aquello no terminara nunca.

Ignacio no tardó en correrse. Apretó los labios, cerró los ojos, empujó su polla hacia adelante y sentí los cálidos chorros de semen que invadían mi interior. Al sentir cómo se deslizaba suavemente su esperma hacia lo más recóndito de mi vagina, me golpeó un orgasmo que sacudió todo mi cuerpo. No pude evitar ponerme a gritar como una loca, completamente desbocada. Aquello era el placer más intenso que había sentido hasta entonces, y yo ya tenía claro que toda mi vida estaría consagrada a procurarme experiencias similares a aquella.

Sin decir nada, Ignacio salió de mí, se levantó y se fue. Me quedé tumbada en la cama, respirando confusamente, poniendo en orden mis pensamientos, consciente de que jamás admitiría en mi cama a un hombre hecho y derecho, pues mi vida eran los chicos. Media hora después, todavía seguía en la misma posición, agotada por todo el placer que había recibido. Ignacio entró de nuevo, su cuerpo había vuelto a exigir la posesión de una hembra. Sin decir nada, volvió a colocarse encima de mí y a cabalgarme furiosamente. Le recibí gozosa y me corrí varias veces antes de que él volviese a echar su semen dentro de mí, esta vez en menor cantidad.

Sin hablar nunca de ello, sin que variase nuestro trato –a veces llegábamos a una hostilidad bastante extraña, teniendo en cuenta la situación– estuvimos aquel verano follando como locos todas las noches, una, dos y hasta tres veces. Ignacio entraba en mi cuarto, me encontraba desnuda y dispuesta a todo. Me metía su polla, y yo me abandonaba en las regiones del placer, hasta que, una vez había terminado, salía sin que ninguno de los dos hubiéramos dicho una sola palabra.

Dos meses después, me pareció que mi menstruación se retrasaba. Muerta de miedo, me hice la prueba que confirmó que estaba preñada de mi propio hermano. Pero no dije nada, y seguimos follando –total, ya no había nada que perder–. A los cinco meses, lo confesé a mis padres, pero les dije que había sido un desconocido durante una fiesta, y que no lo había vuelto a ver, ni sabía quién era. Vicente cortó conmigo –espero que le haya ido bien–, y mis padres me encerraron en casa. Tampoco me importó mucho, pues Ignacio seguía deslizándose a hurtadillas a mi cuarto. El muy cabrón seguía aprovechándose de la situación, y no le importaba que el niño fuera su propio hijo. Pero a mí todo me daba igual mientras pudiera seguir disfrutando de su cuerpo, cosa que hacía con todas mis fuerzas.

Dos meses antes del parto, mi hermano se echó novia, y le dio por sentar cabeza. Supongo que mantenía relaciones sexuales con ella, pero no al mismo nivel que las que había mantenido conmigo. Conmigo, todo había sido muy primario, sexo animal, supongo. Con Silvia, Ignacio buscaba ternura, amor, etc. Yo salí de la situación muy bien, sin traumas. Era como despertar de un sueño, pero con experiencia. Yo ya sabía lo que quería. No era repetir aquella situación –demasiado rara, a fin de cuentas–, pero sí gozar siempre del sexo con adolescentes. Di a mi hijo en adopción y seguí estudiando con vistas a mi carrera profesional. Quería ser profesora de matemáticas. Pues ¿dónde iba a encontrar mejor ocasión para seguir con mis aficiones que en un instituto de secundaria?