Mi hermano (1)
Todo comenzó cuando iba al instituto y pasaba casi, por no decir todas, las tardes sola en casa. Papá y mamá habían decidido ser sobreprotectores conmigo desde pequeña y si a eso le sumábamos mi excepcional timidez, bueno, podrán adivinar que no tenía vida social activa.
Todo comenzó cuando iba al instituto y pasaba casi, por no decir todas, las tardes sola en casa. Papá y mamá habían decidido ser sobreprotectores conmigo desde pequeña y si a eso le sumábamos mi excepcional timidez, bueno, podrán adivinar que no tenía vida social activa. Siendo una niña me llevaban a clases de danza y piano, que me mantenían bastante ocupada, pero cuando entré en la adolescencia perdí el interés, terminé esa etapa o algo así, por lo que mi tiempo libre lo advocaba a hacer mis tareas, arreglar un poco la casa y echarme en el sofá de la sala a leer o ver una película. Tomás, mi hermano llegaba pasadas las siete de la universidad y se encerraba en su habitación hasta cerca de la hora de la cena, que nos correspondía a ambos preparar para alivianar la jornada a nuestros padres.
Mi hermano era el típico crío arrogante que desde siempre traía a todas detrás y claro, no dejaba ninguna sin follar. Aprendí de todo esto bastante antes de lo que debía, porque muchas veces había tenido problemas por ese gusto de él de meterlas en la casa, a escondidas, probablemente para no pagarse el motel. Ninguna conseguía más de él que dos noches de follón. Todo un perro desgraciado, aunque algo me dice que eso las volvía más locas con toda ese rollo de «Yo haré que cambie, conmigo será diferente».
Creo que el saber lo bajo que podía comportarse un hombre hizo que sea igual de protector con su pequeña hermanita como lo eran nuestros padres. Agradeceré toda la vida que por lo menos la diferencia de edad que nos llevamos de siete años, me han salvado de tener que compartir horas de colegio con él y no ha podido hacer más que sus usuales intimidaciones a todo aquel compañero de clase que fuese a casa a terminar un trabajo conmigo. Él se encargada de dilapidar la escasísima actividad social a la que pudiera aspirar. Pero nos llevábamos bien, así que era lo más cercano que tenía a un amigo y, por eso, no perdía oportunidad de pasar tiempo con él.
Un jueves por la noche, nuestros padres llegaron de pasada para cambiarse de ropa y coger una botella de vino, para irse a una cena de amigos organizada a último momento. Nos comimos el plantón con los platos ya servidos, pero ni modo. Tomás se encogió de hombros y arrastró sus pies hacia el sofá con su porción de macarrones con queso; yo lo seguí y me senté a su lado.
Comenzó a hacer zapping hasta dar con una de las de Rápido y furioso. Con la boca llena de pasta, hice un gemido de reproche.
Se giró para mirarme con el control aún en la mano. – Tú eliges la próxima.
Me resigné y comí otro bocado, sabiendo que era mentira.
Pasamos diez minutos en silencio. – Estoy aburrida.
– Pues puedes lavar los platos –dijo, mirándolos en un costado de la mesita de café.
– Cerdo machista.
Se echó a reír. – Machista puede ser, pero ¿cerdo? No lo creo. Y a tu edad no se supone que insultes.
– Ya estoy en edad de insultar, soy grande.
Con su mirada aun en la televisión, sonrió para sí. – Aún llevas el uniforme del insti, y tomaste la mala decisión de hacerte trenzas justo el día de hoy. No pasas de niñata caprichosa.
– Pues niñata y todo, pero estoy aburrida.
– No soy payaso para entretenerte.
– Vamos, por favor. Estoy cansada de que todos los días sean iguales, no hay nada nuevo para hacer, ni emocionante, ni divertido.
Él seguía sin mirarme.
– No me ignores –le reproché mientras me incorporaba un poco y cruzaba una pierna sobre él para sentarme en su regazo, quedando de frente–. Tú te la pasas viviendo un montón de experiencias y yo no tengo nada.
Estaba callado de repente, mirándome a mí en vez de la tonta película esa.
– No te molestes conmigo –me acomodé más cerca y apoyé mi cabeza sobre su hombro–. Solo quiero tu atención un momento.
– No estoy molesto –me tomó de los brazos para que volviera a mirarlo y así lo hice–. Niñata caprichosa.
Sonreí – ¿Vas a jugar conmigo?
Sus ojos demostraban desconfianza – ¿A qué?
Unos minutos más tarde tenía todo lo que necesitaba conmigo. Otra vez estaba sentada a horcajadas sobre él, pero esta vez con un delineador en la mano.
– ¿Puedes decirme porque accedí a algo así?
– Porque me quieres mucho, por eso.
Resopló. – Solo delineador. Y no le vas a decir a nadie o te mato.
– Prometido.
Le dejé los ojos como de estrella de rock de los noventa.
– ¿Puedo pintarte las uñas?
– Sobre mi cadáver.
– Por favor, hermanito –comencé a dar pequeños brincos insistentes mientras lo tomaba de la camiseta para enfatizar el berrinche. De repente sentí algo raro entre mis piernas. Fue tan extraño que me detuve.
– No, Julieta, ya con esto debió ser suficiente. Y es tarde, mañana tienes clases.
– No voy a ir mañana –mi voz tuvo un tono más infantil de repente.
– ¿Ya le dijiste a mamá?
– Sí –asentí–. Le dije que me sigue doliendo mucho la espalda y que me va a tener que llevar al médico.
– Bueno, con más razón, ve a bañarte y acuéstate, así descansas un poco.
Esta vez él estaba en lo cierto. – Está bien –me levanté y empecé a caminar hacia las escaleras.
– El dolor de espalda ¿es el mismo del que te quejabas cuando volviste de aquella excursión de curso?
– Sí –asentí nuevamente, pero esta vez haciendo pucheros.
– Báñate con el agua lo más caliente que puedas resistir, después iré a darte un masaje.
Eso me hizo feliz y subí conforme las escaleras hasta el baño, me gustaba que cuidase de mí.
Cuando salí del baño, envuelta en una toalla y con los pies algo húmedos, pasé por la pieza de Tomás para robarle una camiseta. Cada tanto hacía eso, me gustaba su ropa porque me quedaba enorme y podía andar libremente solo con ropa interior sin que se me viera el culo. Me estaba deslizando dentro de la cama cuando escuché los pasos de mi hermano en la escalera. Golpeó antes de abrir la puerta.
– Permiso ¿te sientes mejor ahora?
– Sí, hice como me dijiste, el agua estaba casi hirviendo –comenté mientras acomodaba las sábanas sobre mí.
– No sé cómo lo hacen ustedes las mujeres –dijo mientras se sentaba en el borde de la cama–. A mí se me caería la piel, seguramente.
– Eso es porque eres un llorón.
Me miró arqueando una ceja. – Me puedo ir por donde vine.
– No, era broma. Quédate, por favor. En serio tengo mucho dolor.
Tomás suspiró. – Está bien, veré si estás contracturada o si es otra cosa. Tendrá que ser con cuidado porque no quiero joderte la espalda.
Me apuré a darme la vuelta hasta estar boca abajo y acomodé mi cabeza de la manera más cómoda posible sobre la almohada. Tomás corrió un poco las sábanas para dejar mi espalda descubierta. Comenzó a pasar sus manos por mis hombros y el inicio de mi espalda – ¿Es por aquí?
– No, es un poco más abajo. A la altura de la cintura, más o menos –comenté con la boca aplastada contra la almohada.
Bajó sus manos unos centímetros y volvió a ejercer presión. No pude evitar emitir un quejido. –Disculpa si te he hecho daño.
– Está bien, no pasa nada.
– Estoy casi seguro que es una contractura, nada demasiado serio, pero –se detuvo un momento–. Se me dificulta un poco el masaje en esta posición.
– ¿Cómo me tengo que mover?
– No, está bien tu posición. Soy yo el que debería acomodarse de otra manera. A ver –comentó a la vez que se incorporaba apenas para sentarse con una pierna a cada lado de mi cuerpo–. Así está mejor.
Inició un masaje suave, que fue incrementando en fuerza y mi espalda se sentía maltratada y en la gloria al mismo tiempo, no quería que acabase jamás. –Julieta –me llamó, alejándome apenas de la ensoñación placentera en la que estaba– tu camiseta ¿puedes quitártela?
Al contarlo ahora, en perspectiva, me doy cuenta que tal vez un escenario con una adolescente sin sujetador y con un hombre sentado sobre su culo es, cuanto menos, sospechoso. Pero en mi inocencia de aquel momento, no lo vi de esa manera. Sobre todo, porque era mi hermano, él no me veía como mujer ni con malicia ¿no?
Y así fue como quedé completamente desnuda a excepción de mis diminutas bragas, con las tetas desparramadas sobresaliendo por los costados de mi cuerpo. De a ratos, por el dolor y el placer, se me escapaba algún gemido. Tomás seguía en su labor y, también de a ratos, llevaba sus manos a acariciarme la espalda baja o las deslizaba por el contorno de mi torso, entrando en un efímero contacto con mis tetas. Pero, de un momento a otro, se incorporó. – Ya está Julieta, que descanses. Buenas noches.
No esperó a mi respuesta, cerró la puerta tras de sí y yo, debilitada por mi relajación y sin poder pensar en nada, me quedé dormida.