Mi hermana, mi esclava

Patricia, joven universitaria e hija perfecta, tiene un secreto familiar que, literalmente, no la deja dormir por las noches.

Patricia dejó caer el tenedor sobre el mantel, manchando la tela de salsa. Un temblor recorrió su juvenil cuerpo de diecinueve años mientras un gemido sutil, casi imperceptible, escapaba de entre sus labios.

—¿Estás bien, querida? ¿Te duele algo?

La abuela de la chica la miró inquisitiva, preocupada por su joven nieta. Los demás miembros de la familia miraron también hacia Patricia, temerosos por su salud. A fin de cuentas era una chica frágil y delicada.

—No es nada, abuela —respondió ella—. Solo tengo un poco de malestar en el estómago.

—Últimamente enferma con facilidad, está baja de defensas –explicó su hermano Apolo con una amable sonrisa—. ¿Verdad, Patricia?

La aludida asintió despacio mientras esbozaba una sonrisa forzada en su bonito rostro. Un ligero rubor teñía la piel clara de sus mejillas y su largo y brillante cabello rubio caía en cascada, en hermoso contraste con sus profundos y bonitos ojos verdes. Su hermano, diez años mayor, era muy parecido a ella. Sin embargo, su piel era más oscura y su corto cabello mostraba unos bucles completamente ausentes en la melena lisa de la más pequeña.

—Deberías acostarte y descansar —exclamó el padre de ambos, un hombre maduro y de expresión severa—. Si empeoras no podrás ir a clase, y no conviene que faltes a la universidad a solo un mes de los parciales.

Patricia miró a su hermano con expresión suplicante, pero otro gemido le obligó a agachar la cabeza. La chica tiritaba de pies a cabeza.

—Creo que la acercaré a casa —dijo Apolo—. Tendréis que disculparnos.

Se limpió la boca con el extremo de la servilleta y se levantó con una sonrisa encantadora.

—No te preocupes, cariño —respondió su abuela, encantada por la amabilidad de su nieto—. Te guardaré la comida para después.

—Gracias. Vamos, hermanita.

La chica se apresuró a incorporarse, pero mantuvo la cabeza agachada. Los temblores no cesaron.

—Per… perdonad… —susurró débilmente.

Los dos hermanos se dirigieron hacia la entrada de la casa mientras su familia reanudaba la conversación.

—Hermanito, por favor… —suplicó Patricia mientras esperaban el ascensor.

No tardó en llegar. Apolo, ignorando las súplicas de la joven, abrió la puerta y la invitó a entrar. Después entró también, y cerró al tiempo que pulsaba el botón del garaje.

—Hermanito…

El joven cogió el rostro de la chica con una mano y la miró firmemente a los ojos. Después la besó. Patricia recibió su lengua con avidez y le devolvió el beso; podía sentir cómo Apolo introducía su mano debajo de su minifalda azul y comenzaba a acariciarle el coño, también húmedos. Comenzó a jadear, ya sin reprimir sus gemidos. Sin embargo, tan repentinamente como había empezado, terminó. Apolo se apartó de su hermana y el ascensor llegó finalmente al garaje. Siempre cortés, el joven abrió la puerta.

—Sal —dijo con tono autoritario.

Patricia obedeció, sumisa, y siguió a su hermano hasta el coche. Cuando llegaron él abrió la puerta de atrás y ambos pasaron. Apolo se acomodó y miró de nuevo a su joven hermana. Esta, completamente ruborizada, tiritaba de pies a cabeza mientras gemía suavemente.

—Creo que ya es suficiente —dijo Apolo con una sonrisa traviesa. Ella le miró con expresión esperanzada—. Puedes quitártelo.

Patricia introdujo su mano bajo la falda y, sin dejar de temblar, se quitó las braguitas, completamente empapadas. Después se metió despacio los dedos en la vagina y, jadeando, extrajo un consolador azul que vibraba con fuerza. A continuación se volvió en el asiento del coche y, con el culo en pompa, comenzó a estirar de un cordón que le asomaba por él. Una tras otra, varias bolas plateadas fueron surgiendo del agujero acompañadas por los suaves gemidos de la chica. Sin apartar los ojos del espectáculo Apolo sacó un pequeño mando del bolsillo de su chaqueta y apretó un interruptor rojo. El consolador se detuvo de inmediato.

—Hermanito…

—Quítate la ropa —la interrumpió él.

Patricia abrió la boca para protestar, pero una mirada de Apolo la convenció de que era mejor no hacerlo. Obediente, comenzó a quitarse el resto de su ropa. Desabrochó la corta falda azul y la dejó caer, después se quitó la blusa blanca y dejó al descubierto unos generosos pechos parcialmente ocultos por un sujetador del mismo color. Un instante después también esta prenda descansaba en el suelo del coche. La chica, completamente desnuda, agachó la cabeza para que su largo cabello rubio ocultase la avergonzada expresión de su rostro.

Apolo la miró de arriba abajo con expresión satisfecha. Después, se acercó a su hermana y comenzó a masajearle los pechos mientras le pellizcaba los pezones con la otra mano.

—¿Te gusta, hermanita? —preguntó.

—Sabes… sabes que sí… —jadeó ella.

Una de las manos descendió hacia el sexo de la joven e introdujo un dedo entre los labios empapados. Un jadeo de placer indicó a Apolo que estaba preparada. Este se tumbó en el asiento, se desabrochó el pantalón y extrajo su pene, firme y duro como el mástil de un barco.

—Ya sabes lo que tienes que hacer —dijo.

Patricia se apresuró a subirse encima de él y, con una mano, colocó la punta de la polla de su hermano entre los labios ansiosos de su apretado coño. Después comenzó a bajar muy despacio entre gemidos hasta que, sin previo aviso, Apolo la embistió con fuerza y se la introdujo por completo. Patricia dejó escapar un grito, pero no tardó en recuperarse y comenzó a cabalgar a su hermano entre gemidos de placer.

—Apolo… Apolo… más fuerte, hermanito… —gemía ella mientras sus pechos subían y bajaban al ritmo de los movimientos de Apolo. Las manos de este le recorrieron el cuerpo con avidez, apretaron sus grandes tetas y bajaron después por su culo. Finalmente introdujo un dedo en el ano de la joven, aumentando con ello los jadeos de placer de la chica. Sus bocas se juntaron de nuevo en un largo y apasionado beso.

—Me… me corro… —gimió ella cuando sus bocas se separaron durante un momento.

—En ese caso ya es suficiente —sentenció Apolo, y con firmeza se apartó de su hermana.

—No… por favor, deja que me corra… —suplicó ella.

—He dicho que ya es suficiente —repitió él, inflexible.

Patricia se levantó de encima de su hermano y sintió que la polla, aún firme, salía de su interior. Apolo cogió a la muchacha por la cabeza y la obligó a arrodillarse junto a él. Ella comenzó a chupársela ávidamente durante varios minutos, hasta que sintió que un borbotón de semen le inundaba la boca. Cuando hubo tragado hasta la última gota, terminó de limpiar la polla con la lengua y se la sacó de la boca con expresión avergonzada.

—Vamos a casa —dijo él mientras se subía los pantalones—. Aún no he terminado contigo.

Apolo ocupó el asiento del conductor y arrancó el coche. Esbozó una satisfecha sonrisa mientras escuchaba los débiles gemidos de su hermana, a la que podía ver a través del espejo retrovisor como se mordía los labios mientras apretaba las piernas, deseosa de más placer.

—Prometí que cuidaría de ti —recordó Apolo cuando llegaron al apartamento del joven—. Así que será mejor que no enfermes.

El muchacho dejó las llaves sobre la mesita de la entrada y se dirigió hacia el baño, donde abrió un cajón para rebuscar entre varias medicinas. Su hermana lo miraba desde la puerta con expresión avergonzada. Apolo sabía que la jovencita se debatía entre sus ansias por recibir más placer y la humillación que todo eso le suponía.

—Estoy bien, Apolo. No me pasa nada, solo era el… el…

—¿Sí?

—El vibrador —terminó ella con un hilo de voz.

—¿No te gustaba?

—Yo… sí, me gustaba mucho. Pero tenía miedo de que me descubrieran.

—¡Ah, aquí está! —dijo él al fin mientras extraía del cajón una pequeña cajita.

—¿Qué es eso?

—Desnúdate —ordenó él.

Patricia se apresuró a obedecer la orden y amontonó sus ropas en el suelo.

—Ya está —anunció con timidez; su juvenil cuerpo se mostraba ante Apolo.

—Ahora ponte a cuatro patas, preciosa —indicó él. La chica no se hizo de rogar y se apresuró a colocarse tal y como su hermano le indicaba—. Separa bien las piernas y ábrete el culo.

—No… suplicó ella—. El culo no…

Como toda respuesta recibió un cachete de su hermano que le arrancó un grito de sorpresa.

—Buena chica —dijo él con voz suave—. Ahora voy a ponerte un supositorio, eso evitará que caigas enferma. Aunque primero tendré que lubricarlo.

Apolo acarició el ano de la chica con ternura y comenzó a introducir un dedo salivado mientras la chica gemía.

—Más… —suplicó—. Más…

Apolo le introdujo el pequeño supositorio con delicadeza y después se bajó los pantalones.

—Parece que no entra bien, voy a tener que ayudarle —dijo.

Patricia intentó mirar a su hermano, pero este le sujetó la cabeza para impedírselo. Después le introdujo la polla en el culo de una sola embestida.

—¡Aaaaah! —gritó Patricia—. ¡Duele! ¡Duele!

Sin hacer caso a sus protestas, Apolo comenzó a bombear con fuerza mientras con las manos acariciaba los generosos pechos de su hermana pequeña. Ni tan solo se detuvo cuando advirtió que las lágrimas corrían por las mejillas de la chica, sino que, de hecho, aumentó la intensidad de las embestidas. Cuando Patricia yacía en el suelo, inmóvil y entregada a la voluntad de su hermano, este extrajo su miembro del apretado trasero y lo clavó de un golpe en el empapado coño, donde aumentó las embestidas hasta que, con un gemido de placer, se descargó dentro de la chica, quien temblaba de puro placer. Aún con la polla de su hermano dentro retorció la cabeza para lanzar a Apolo una suplicante y llorosa mirada que hizo que este sonriese, perverso.

—Córrete, esclava.

No hizo falta más. Condicionada por el largo entrenamiento sexual al que la había sometido durante años su pervertido hermano, y tremendamente excitada, Patricia estalló en un tembloroso orgasmo que la dejó débil como un cachorrito.

Su hermano y Amo, complacido, se puso en pie y admiró la deliciosa imagen de la chica, desnuda y temblorosa, con su corrida goteando a través de su coño empapado.

La había adiestrado bien.