Mi hermana es puta

Cuando rompí con mi novio, me fui a vivir a casa de mi hermana pequeña. Entonces descubrí lo que nos había ocultado a toda la familia: que vivía de la prostitución.

MI HERMANA ES PUTA

Hacía casi dos años que vivía con mi novio, pero desde hace seis meses nuestra relación iba de mal en peor. Y no es que discutiésemos ni nada de eso, simplemente nos ignorábamos. Hablábamos poco entre nosotros y apenas follábamos (bueno, habían transcurrido dos meses desde nuestro último coito, para ser concreta). Pero lo peor de todo es que nos habíamos acostumbrado a comportarnos con tanta abulia que semejábamos dos peces en un vaso de agua que se cruzan y se entrecruzan sin dirigirse la palabra.

La primera señal seria de alarma surgió cuando una tarde lo sorprendí masturbándose en el cuarto de baño mientras ojeaba una revista de tías en pelotas. Él se cortó de inmediato –esa tarde yo había quedado con unas amigas y se suponía que no llegaría hasta la noche– y yo me quedé muda por completo. Pero no nos dijimos nada. "Bueno, los chicos son así", me dije, "les gusta hacerse pajas, no hay nada malo en ello". Pero aquel desliz que creí ocasional, con el tiempo empezó a convertirse en algo más que habitual. Por las noches, tras acostarnos, en vez de pegarse a mí o acariciarme con impudicia, como se supone que debe actuar una pareja, se agarraba la polla con su mano derecha y comenzaba a cascársela como si estuviera solo en la cama. Y lo peor es que a mí aquello me daba absolutamente igual.

Así que decidí que había llegado el momento de acabar con esto: una mañana fría de marzo hice la maleta y me fui de casa. El problema principal se me presentó de inmediato: ¿adónde ir? A casa de mis padres, jamás. Ya había reñido con ellos cuando me fui a vivir con mi novio. Regresar derrotada hubiera significado darles la razón. Entonces pensé en María, mi hermana.

María era tres años menor que yo, pero –he de reconocerlo públicamente– mucho más espabilada. Dos meses después de que yo me fuera con mi novio, ella abandonó también el hogar paterno, pero para irse a vivir sola. Y todavía seguía viviendo de la misma manera, independiente y osada. Así que no me lo pensé dos veces y la llamé por teléfono.

–María, escucha: he roto con Adolfo. Me he ido de casa. Las cosas no iban bien entre nosotros. Bueno, ya te contaré. Pero ahora necesito un lugar adonde ir. ¿Podrías alojarme en tu casa hasta que encuentre algo que me pueda permitir yo sola?

Noté que María dudaba, y por un momento pensé que iba a contestarme que no. Pero al fin y al cabo era mi hermana, y yo me encontraba en una situación muy difícil.

–De acuerdo –contestó–, puedes venirte por aquí cuando quieras. No voy a salir en toda la mañana.

Quince minutos después ya estaba llamando a su puerta. ¡Tenía tantas cosas que contarle…! María y yo habíamos estado muy unidas de pequeñas, pero al llegar a la adolescencia la vida un tanto disipada de mi hermana hizo que nos separáramos antes. Por ese motivo, ahora estaba muy ilusionada con la posibilidad de recuperar la vieja relación que tanto nos unió.

–Antes de nada –me dijo ella cuando me enseñó la habitación que durante unos días iba a se la mía–, es imprescindible que sepas algo. Y espero que no me juzgues por ello.

Yo estaba realmente contenta por haber roto con Adolfo y sobre todo por irme a vivir junto a mi hermana, a la cual idolatraba como a una diosa. Sabía que desde que se fue de casa llevaba una vida absolutamente independiente, así que lo que me fuera a decir la verdad es que no me importaba demasiado: María me merecía todos mis respetos.

–Aunque siempre os he dicho que trabajaba como secretaria, la verdad es que no me dedico a eso. Bueno, estuve de secretaria un par de meses nada más irme de casa. Pero mi verdadero trabajo, el que me permite vivir de esta manera, es otro: soy prostituta.

A tanto, sinceramente, no estaba yo preparada: ¡mi hermana era puta! Me debí quedar tan lívida que ella se sintió obligada a darme más explicaciones.

–Ya sé lo que vas a pensar de mí, pero te rogaría que no me juzgases precipitadamente. Puede que no encaje en tu valor moral de las cosas, pero te aseguro que es mucho menos duro que cuando trabajaba de secretaria. Aquí soy mi propia jefa, trabajo lo que quiero y gano muchísimo más. Además, esto que ves no sería posible de otra manera –y se giró hacia la casa para mostrarme el esplendor y el boato con el que vivía.

No me fue fácil sobreponerme a aquella noticia inesperada. Me dije que la vida de María era cosa suya, sobre la cual no me correspondía opinar, e intenté convencerme de que, en efecto, ser prostituta no es mejor ni peor que muchos otros trabajos. Pero aún así me dolió ver a mi adorable hermanita pequeña convertida en una ramera, en una vulgar puta que vende su cuerpo a cambio de dinero. Y ni siquiera sabía entonces en qué medida aquello iba a afectar a mi vida.

Cuando me encontró algo más calmada, me explicó que la mayor parte de las veces trabajaba fuera de casa, pero que en ocasiones también traía aquí a sus mejores clientes. Sobre esto último, me dijo que no debía preocuparme: se comprometió a que cuando fuera a venir con alguien, previamente me llamaría por teléfono para avisarme. Durante ese tiempo, debía quedarme recluida en mi habitación y no salir por nada del mundo. Esa fue la única condición que me puso que acogerme en su casa. Y yo, un poco triste pero sin otra alternativa posible, acepté sin rechistar. A partir de ahora, haría mi vida junto a una prostituta: mi propia hermana.

Me instalé en una de las habitaciones de la casa, un dormitorio amplio y bien amueblado. "Es la habitación de las visitas", me explicó, "aquí nunca follo con nadie". No me gustó oír esa palabra en boca de mi hermanita, pero, bueno, "a cosas peores habré de acostumbrarme", me dije.

Durante la primera semana de convivencia, las cosas marchaban con normalidad. Por las mañanas comíamos juntas (María nunca se levantaba antes de las doce, como es fácil comprender), y los días más madrugadores incluso nos íbamos de compras. Por las tardes, sobre las ocho o las nueve, María variaba completamente su atuendo y se vestía tan maravillosamente que ni la modelo más despampanante hubiera podido hacerle sombra. Era entonces cuando comenzaba su jornada de trabajo.

El teléfono sonaba muy a menudo, y como es lógico, siempre lo cogía ella. La primera noche que vino a casa con alguien yo me intranquilicé mucho. Como habíamos quedado, antes me llamó por teléfono anunciándome la visita, así que me recluí en mi habitación como una monja y traté de hacer el menor ruido posible. La verdad es que las paredes de la casa estaban muy bien insonorizadas, porque me costó oír el más mínimo ruido. Cuando el hombre se marchó, salí un tanto nerviosa de mi cuarto, pero apenas tuve tiempo para intercambiar dos o tres frases con María. "He quedado con un cliente", me dijo, "debo darme prisa".

Las horas se me hacían enormes en aquella casa silenciosa y vacía. Yo seguía sin encontrar trabajo, aunque debo adelantar que todavía no me había puesto a buscarlo en serio, y apenas hacía otra cosa que ver la tele y leer novelas; aún andaba un tanto "depre" por mi ruptura, y además, he de confesarlo, aquella vida de ocio y apatía me gustaba.

Cierta tarde, estaba yo viendo la televisión tranquilamente, como hacía a menudo. María hacía rato que había salido de casa. Estábamos en verano, así que iba yo en ropa interior: tan sólo llevaba puestas unas finas braguitas de algodón y una breve camiseta (siempre he sido un tanto pudorosa y me da no sé qué ir completamente desnuda, como si alguien pudiera avistarme a través de la ventana). Ponían en la tele una película de Richard Gere, mi actor favorito, y en cuanto finalizara estaba dispuesta a irme a dormir.

De repente, el ruido de una llave abriendo la puerta me sacó de la concentración. Pensé que María había regresado a casa antes de lo previsto, y la verdad es que me alegré de poder pasar una noche juntas las dos. Así que salí corriendo al pasillo a recibirla y cuál no fue mi sorpresa cuando vi que venía con alguien más, un señor muy elegante y apuesto que entró tras ella.

Yo me quedé completamente cortada, no supe qué decir. Habíamos quedado en que si venía con alguien me llamaría antes por teléfono, pero no sé por qué motivo en esta ocasión no lo había hecho. Al instante sentí vergüenza de que aquel hombre me viera en ropa interior, pero pensé que hubiera sido una chiquillada esconderme a toda prisa o cubrirme como una pacata.

–Mi hermana Merche –me presentó sin muchas dilaciones–. Daniel, un amigo.

Sonreí con cara de tonta y le di dos besos con todo el recato del mundo. Mis pezones son considerablemente eréctiles, y me di cuenta demasiado tarde de que sus "huellas" habían quedado fuertemente marcadas bajo la tela de mi camiseta.

–Ahora mismo me iba a dormir –dije con evidente azoramiento, y colorada como un tomate me metí en mi habitación.

La verdad es que estaba un poco molesta con mi hermana por no haberme avisado a tiempo de que venía acompañada. Sin embargo, debía reconocer que el hombre que había traído consigo era realmente apuesto, guapo, muy atractivo. "No tiene mal gusto mi hermanita con sus clientes", me dije; "si todos fueran así, hasta a mí misma no me importaría hacer de puta".

Después de aquella frivolidad, que por supuesto ni yo misma me creí, me metí en la cama y traté de dormir, pero me había alterado tanto que me resultaba imposible coger el sueño. Lo cierto es que estaba un tanto excitada, y con solo pasar la yema de mis dedos sobre el clítoris sentía vibrar por dentro como una endemoniada. Sólo con recordar el momento en que había aparecido medio en pelotas ante aquel tipo, el clítoris se me endurecía como un hueso de oliva. En ese momento, alguien dio unos golpes en la puerta e interrumpió mi soliloquio amoroso. Encendí la luz: era mi hermana.

–Merche, escucha, tengo que proponerte algo.

Estaba nerviosa, lo cual no era habitual en ella. Yo ni siquiera quise pensar en lo que iba a proponerme.

–Ya sé que a simple vista puede parecer algo indigno o bajo, impropio de ti, pero al menos piénsalo un poco, ¿vale? –hizo una pausa y continuó–. Tienes la oportunidad de ganarte 500 euros esta noche por no hacer casi nada. Míralo de ese modo. Daniel me ha dicho que si tomas parte tú también, nos dará 1000 euros a las dos. Yo cobro 150 por sesión, así que esto está muy por encima de mis tarifas habituales. Pero si te niegas, se irá y no me pagará nada. ¿Te haces cargo?

Yo traté de mostrarme ofendida, aunque la verdad es que no lo estaba en absoluto.

–¿Me estás proponiendo que me acueste con ese tío? ¿Eso quieres decir?

–Escucha, Daniel quiere un trío, aunque le he dejado claro que tú no eres prostituta y que por lo tanto no estás dispuesta a todo. Mira, a lo mejor con que se la chupes un poco vale, no sé, no es de los más exigentes.

Yo debía mostrarme indignada, ofenderme hasta el límite. Sin embargo, lo cierto es que en ningún momento había perdido el control de mis emociones. Bien mirado, se trataba de ganar 500 euros por chupársela a un tío al que, además, en otras circunstancias no me hubiera importado hacérselo gratis. ¿Qué había de malo en ello si además me sacaba unos dinerillos?

–Pero yo no soy ninguna puta, María, yo no hago eso por dinero.

–Bueno, ¿y qué diferencia hay entre hacerlo gratis y hacerlo por dinero? Te estoy hablando de 500 euros por un rato, piénsatelo bien. Creo que merece la pena.

María me llevó de la mano hasta su dormitorio sin permitir que me vistiera ("le has gustado así como vas", me dijo), donde nos esperaba aquel tipo, tumbado en pelota picada sobre la cama, con su polla todavía no del todo enhiesta pero lo suficientemente amenazante y prometedora (me gusta ver las pollas de los tíos antes de que se pongan duras; me gusta su forma, el detalle de sus músculos, su glande apenas entrevisto bajo la piel del prepucio, sus venas azuladas, los huevos que rugosos y peludos… Sí, me gusta ver tíos en pelotas, soy un tanto "salidorra"). María le dijo que yo había aceptado, pero que no estaba dispuesta a hacer de todo.

–Está bien –dijo él–, pero seguro que sabe más de lo que aparenta.

Mi hermano comenzó a desnudarse delante de los dos. Lo hacía con extremo celo, marcando cada movimiento, afinando cada gesto. Yo no sabía qué hacer; hacía mucho tiempo que no veía a María desnuda (creo que desde que éramos adolescentes), y he de reconocer que en este momento lucía un tipo de los que quitan el hipo. Después, se acostó junto al hombre y comenzó a sobarle la polla y los huevos y a besarle con cierta lujuria en la boca. Yo estaba inquieta, fuera de mi mundo, incapaz de mover un solo músculo de mi cuerpo. Todavía no sabía lo que aquel hombre pretendía de mí, pero por un momento sentí envidia de mi hermana.

La polla del hombre comenzó a crecer en centésimas hasta convertirse en una auténtica barra de acero. ¡Dios, cómo me gustaba su porte, su fortaleza, su poderío brutal! Incluso me dije que aquella musculatura era mucho más gruesa de lo que mi coño admitiría: desde luego no estaba acostumbrado ha medidas como aquella.

He de decir que entretanto María se comportaba con una maestría innegable: se mostraba cariñosa y atenta, suave, melosa, un experta en llenar de caricias el cuerpo de su partenaire. Su boca era poderosa e incansable, y su lengua dúctil e lasciva. Y yo allí, de pie, absorta, contemplando impávida cómo aquel hombre le metía de golpe a mi hermanita pequeña tres dedos en su coño húmedo ya como el océano. En fin, que no estaba acostumbrada a eso. Todavía mi pudor me impedía aceptar como algo natural que se follaran a mi hermana delante de mis ojos.

Entonces ella se giró hacia mí y me dijo:

–Ven, acércate. Quiere que se la chupes.

No sé la imagen que estaría dando de mí misma, en braguitas y camiseta, con cara de lela, sin saber cómo comportarme: si quitarme la ropa y quedarme en bolas también, o arrodillarme sin más y meterme aquel pedazo de carne violadora en mi boca. Así que de repente me sentí ridícula, ridícula y estúpida. ¿Cómo podía ser tan cortada? ¿Qué iban a pensar ambos de mí? Con la de tíos que me había llevado ya por delante

–Ven, no tengas miedo. Estoy seguro de que lo vas a hacer muy bien –dijo él, tal vez para ayudarme a ganar confianza.

Así que, tímida y nerviosa, casi como una colegiala asustadiza, me arrodillé ante la polla vibrante de aquel hombre y empecé a lamérsela como mejor supe. Me sorprendió la tersura y solidez de su piel, así como su encomiable dureza. De vez en cuando, yo levantaba la vista hacia arriba y veía sus ojos sonrientes hacia mí, lo cual me resultaba alentador, y veía también el rostro satisfecho de María, como si estuviera orgullosa de su hermana, contenta de cómo complacía los deseos de aquel hombre que no en vano era su cliente.

Tengo que admitir que cada vez disfrutaba más introduciéndome aquel falo rígido en mi boca, paladeando sus hechuras, sorbiendo su glande, agitando su piel. Bueno, después de todo, chupársela a un desconocido no era algo tan terrible. Tenía que evitar, eso sí, que se corriera en mi boca: el sabor amargo del semen es algo que nunca he soportado.

Entonces, mi hermana María se separó unos metros de nosotros y se vino hacia mí. Yo seguía chupando aquel pollón con todo mi empeño, y ni siquiera dejé de hacerlo cuando mi propia hermana empezó a bajarme las bragas hasta liberar mi coñito de sus ataduras. Entonces me tomó por los hombros y alejó mi boca de su polla, para a continuación acostarme con suavidad sobre la cama y abrirme las piernas de manera que mi conejito quedara libre y dispuesto para las acometidas de su cliente. No era eso en lo que habíamos quedado, pensé, pero en ese momento ni siquiera me importó. Daniel se aproximó hasta mí blandiendo su polla como una lanza en el instante de la batalla y me la metió bien metida consiguiendo que al primer envite me estremeciera de placer.

–¿Qué me dices? –oí que le preguntaba mi hermanita–: ¿merece o no merece la pena?

¡Dios, qué sacudidas! Parecía que me estuvieran electrocutando. Nunca me había corrido de aquella forma, nunca había tenido tantos orgasmos seguidos con una sola penetración. Mientras tanto, María comenzó a quitarme la camiseta, dejando mis pechos al aire. A continuación, la boca del hombre cayó sobre mis pezones con la fiereza de un ave de presa y comenzó a mordérmelos con la codicia de un hambriento. Nunca en mi vida había gozado tanto como en aquel momento, jamás una polla me había hecho estremecerme de aquella forma. Buf, ya ni recuerdo todos los orgasmos que tuve.

Entonces noté cómo su polla explotaba en mi interior, como se corría dentro de mí y unía sus espasmos a los míos, convergiendo al unísono con mi propio estallido corporal. Sentí que todo mi coño se había inundado con su leche, que me había llenado de esperma, que sus líquidos habían pasado a morar dentro de mí.

Bueno, por 500 euros, desde luego que había merecido la pena. ¡Y hasta gratis también! Y había de reconocer que el que mi propia hermana pequeña hubiera estado presente ayudó lo suyo a generar en mí aquel estado brutal de excitación incontrolada.

Entonces María sacó de no sé dónde una pequeña venda y me la puso alrededor de los ojos. Estaba tan extasiada, tan agotada por el momento sublime que acababa de vivir, que ni siquiera me opuse.

–¿Qué vas a hacerme? –pregunté tímidamente.

Entonces el hombre sacó su polla de mi interior y sentí que las manos de María me incorporaban hacia delante. De repente, la misma polla que había tenido antes en mi boca volvía a mis labios coronada, eso sí, de un semen pegajoso y amargo que inundó de su áspero sabor mis papilas gustativas.

–Le gusta que se la devuelvan tan limpia como la ha traído –oí que decía María. Así que volví a chupársela de nuevo, y de nuevo volví a sentir la dureza extrema de su miembro presionar sobre mi lengua, volví a palpar las formas prominentes del glande recubiertas ahora por una espesa capa de esperma. Aquel sabor me seguía resultando tan desagradable como lo había sido siempre, pero en esta ocasión noté un matiz nuevo, un gustillo un tanto diferente que poco después logré identificar como procedente de mi propio flujo, el cual también se había adherido a su piel y había dado lugar a un aroma nuevo, único, indescriptible: el sabor de nuestros respectivos placeres.

Y de tanto chuparla, aquella polla volvió por sus fueros, agigantándose mágicamente en mi boca, como un muerto que vuelve a la vida tras un "boca a boca". Entretanto, María me había sujetado las manos a la espalda, convirtiéndome en un simple pelele en manos de dos mentes perversas. Cuando el hombre sintió su polla otra vez en forma y limpia ya de jugos, María me tomó del brazo y me puso de rodillas sobre la cama de cara a la pared. Después inclinó levemente mi torso hacia delante. Tampoco me resistí.

–No tengas miedo –me dijo–, todas hemos pasado por esto, y al final a todas nos acaba gustando.

Noté su saliva caliente sobre mi ano, y también sus pulgares rudos abriéndome el agujero como para exhibirlo en una exposición. Yo tragué saliva; hubiera debido negarme, gritar que me dejaran en paz, que no me la metiera por el culo, que nunca me habían violentado ese agujero y que me daba miedo que lo hicieran. Pero callé, porque al mismo tiempo deseaba que me dieran por ahí, quería probar lo que se siente cuando te rompen el ano con una polla tan inmensa como la de aquel hombre.

Me dolió mucho al principio, aun cuando los primeros envites fueron leves y cuidadosos. Me dolió que me forzaran el esfínter, me dolió el tamaño inmenso de aquel órgano rozando las paredes estrechas de mi intestino. Pero aún así, y con todo, gocé como una perra, como una puta sin principios ni normas, como una ninfómana que sólo busca tener sus orificios bien repletos de carne masculina, como una esclava entregada a los caprichos de su amo. Y cuando el agujero se hubo abierto lo suficiente, sentí su polla entera llegar hasta el fondo, sus nosecuántos centímetros de eslora entrar una vez tras otra en mi intestino, llegar hasta lo más profundo de mí dignidad, entrar donde ninguna polla había penetrado jamás. Y al mismo tiempo noté cómo otros dedos comenzaban a pellizcarme los pezones erectos y sensibles, y supe que esos dedos no eran de Daniel sino de mi hermanita, y eso me excitó aún más y llenó mi coño de flujo irreprimible, pero sobre todo me puse a gemir como una desaforada cuando la lengua experta y prodigiosa de María se empleo con frescura sobre mi clítoris erecto, provocándome innumerables espasmos, logrando que me ahogara en mi propio éxtasis, dominada por una corriente de orgasmos que me elevó hasta niveles de placer nunca antes alcanzados.

Esta vez el hombre no se corrió en mi interior. Sacó antes la polla de mi culo y dejó que el esperma caliente cayera sobre mi espalda. Luego sentí la lengua de María sobre mi piel, recogiendo con cariño todo el semen aún caliente para tragárselo como si de alimento divino se tratara. Yo estaba rota, agotada, hundida a causa aquellos arrebatos orgiásticos. Pero ¡Dios mío, cómo disfruté, cómo gocé con mi cuerpo y con aquella explosión de sexualidad incandescente! Estaba como ida, ya ni sabía lo que hacían conmigo.

Al final, María liberó mis ojos. Me dijo que había estado magnífica, que incluso la había sorprendido. Yo no dije nada. Toda palabra estaba de más, hubiera reducido aquellas sensaciones vividas tan intensamente a algo falso, ridículo, vacío de sentido. Fue realmente magnífico. Inolvidable. Con eso basta.

Ahora, María y yo formamos una pareja magnífica. Clientes no nos faltan, y aunque cobramos caro, los hombres saben que lo valemos. No hay putas en esta ciudad como nosotras dos: las hermanitas promiscuas, las hermanitas sedientas y procaces, las devoradoras de pollas, las hacedoras de orgasmos. Esas somos María y yo: las putas más incombustibles de la ciudad.