Mi enfermedad cap VII

¿Logrará sobrevivir a esta aventura el paciente?

El juego de las Torres

Tras varios días de monótono viaje atravesando el sur de Francia, la intimidad entre Rassasi y yo creció sustancialmente, en gran medida gracias al pasotismo que mostraba su marido con respecto a lo que hacía o dejaba de hacer su esposa. Casi todas las noches el buen hombre se iba a dar un paseo o a la cafetería más cercana si la parada se llevaba a cabo en zona civilizada, por lo que nosotros teníamos la cama para nosotros solos durante al menos un par de horas. Una noche incluso llegamos a dormir juntos ya que el lamentable estado de embriaguez con el que volvió no le permitió ni abrir la puerta de la autocaravana. El que Rassasi se sentase conmigo en el asiento trasero, se había convertido en una rutina para ambos, de manera que las lecciones de francés que recibía todos los días, consiguieron que mejorara tanto mi nivel hablado como físico.

Al llegar al valle del Loira, concretamente a la ciudad de Angers, Rassasi propuso que nos desviásemos hacia uno de los castillos que hacen famosa esa zona para que pudiéramos visitarlo. Por supuesto, Jenetian no quiso venir, nos llevó hasta la entrada del Château de Brissac y se marchó al pueblo cercano. Tuvimos que hacer una larga cola para entrar, una fila de variopintos personajes que salieron disparados en cuanto el guardia de seguridad levantó la barrera de entrada. Rassasi y yo no teníamos tanta prisa, nos considerábamos afortunados en el más amplio sentido de la palabra, no teníamos que perseguir al guía ni correr para no perder al grupo, ni nos esperaba un autobús para continuar con la excursión. Disfrutamos de los bellísimos jardines cogidos de la mano, una imagen ambigua, por la diferencia de edad entre ambos, que pudo dar lugar a malentendidos pero que no impidió que siguiéramos adelante con nuestra representación. En cada recoveco del laberinto arbóreo por el que paseamos me acariciaba subrepticiamente, sus manos recorrían mi espalda hasta la nuca o se perdían dentro de los bolsillos de mis pantalones cuando me abrazaba por la espalda. Me mantenía en un permanente estado de excitación, provocado por sus caricias y por el miedo a que nos sorprendieran en una actitud tan poco decorosa, nos movíamos entre los requiebros y los escondrijos del laberinto, cada rinconcillo se convertía en un ring  y cada banco en una cama improvisada.

Rassasi se había puesto un amplio vestido que la llegaba casi hasta los tobillos, pero que dejaba al aire los hombros y el nacimiento de los pechos; no llevaba ropa interior, como pude comprobar, de forma que cada roce se convertía en un cúmulo de sensaciones febriles que me dejaban jadeando y que se prolongaban hasta la siguiente oportunidad que encontrábamos para continuar con nuestro juego. Localizamos una especie de placita rodeada de fuentes con un banco oculto al fondo, justo tras el banco había una pequeña estatua que representaba a Cupido con su arco y con la flecha rota, por el desamor o por efectos del tiempo, y que se apoyaba en un pedestal de piedra. Nos acercamos al dios sin mucho respeto, con la clara intención de magrearnos escondidos entre el follaje y disfrutar del momento envueltos en el cantar del agua de las fuentes.

Rassasi me colocó de espaldas a la pequeña plaza para poder ella vigilar y advertir la llegada de visitantes indeseados que nos importunaran, su lengua se apoderó de mi boca, la retorcía y giraba demostrando que su estado de excitación era muy similar al mío, yo no perdí el tiempo, acomodé mis manos en sus nalgas y tirando de ella hacia mí, incrusté mi verga entre sus piernas. Empezamos a acompañar el ruido de fondo con el balanceo de nuestras caderas, frotándonos por encima de nuestras ropas. Enseguida se manifestó mi trastorno impidiendo que pudiésemos continuar con el frotamiento, el tamaño de mis pelotas no me permitía clavar el espolón en la quilla. Se arrodilló entre mis rodillas y sacando mi aparato de su cubículo aligeró la presión que estaba soportando, necesitó de las dos manos y de cierta habilidad para extraer los dos globos que se comprimían en el interior.

La ligera brisa servía de contraposición al aliento y la cálida saliva que esparcía con la lengua a lo largo del cipote. Engulló gran parte y la imagen que me evocó, viéndola desde arriba, fue la de esos pájaros que tienen un gran buche y que hinchan durante el cortejo, mis dos pelotas asomaban a los lados de su cuello cada vez que mi ménsula se perdía en su garganta. No tarde mucho en descargar, con una ligera presión sobre su hombro así se lo hice saber e incorporándose la sacudió enérgicamente para terminar lo que había empezado. Fue Cupido quien recibió casi todo el fruto de mi amor, el resto fueron cayendo al suelo mientras espasmos incontrolados me sacudían de arriba a abajo.

Una vez que mis testículos volvieron a su tamaño normal, nos colocamos las ropas lo mejor que pudimos y seguimos con nuestro paseo. Noté que Rassasi seguía muy excitada, llevábamos una mañana muy ajetreada y ella aún no había obtenido su dosis, no tardamos mucho en encontrar otro escondido pasaje en el que la devolví los favores prestados, el recuerdo de su sabor aún permanece en mi memoria.

Una vez dentro del castillo, disfrutamos viendo las grandes salas, los muebles cargados de adornos y tapices enormes que cubrían las paredes. Los excursionistas que habíamos encontrado a la entrada ya se marchaban cuando nosotros entramos por lo que prácticamente éramos los únicos visitantes que quedaban. No tardamos mucho en volver a magrearnos a la menor ocasión, estábamos en un permanente estado de enardecimiento que nos empujaba a uno en brazos del otro.

La ausencia de visitantes y de vigilantes nos daba cierta libertad para nuestro solaz, en las escaleras de subida a una de las torres, Rassasi se levantó la falda dejando al aire su esplendoroso trasero, el vaivén de sus glúteos mientras subía los escalones dejaba entrever una negra mata de pelo que ocultaba la hendidura. Cuando llegamos a la parte de arriba del torreón había dos mástiles uno sujeto a una de las piedras del castillo y otro dentro de mis pantalones. Manteniendo su falda enrollada en los riñones, se asomó a la saetera, el culo en pompa orientado hacia mí provocó aún más mi lascivia, me aproximé a su retaguardia con la bayoneta calada y empecé a restregar mi aparato por la raja de su culo. Con una mano la sujetaba de la cadera mientras con la otra la acariciaba el clítoris que sobresalía de una manera considerable entre los pliegues de su chumino.

-“Entrez!” – fue una orden, no un consejo, me bajé los pantalones hasta las rodillas y de un golpe de riñón me colé hasta las ingles.  A punto estuvimos de irnos los dos abajo por la fuerza del  envite. El sudor resbalaba por mi frente por la velocidad con la que copulamos, el cúmulo de sensaciones que recibí en esos momentos forman parte de uno de los mejores momentos de mi vida, las vistas eran espectaculares, toda la campiña francesa en nuestra mirada y la media luna del culo de Rassasi en mis lomos.

-“Ne finisses pas encore, continue …”- me dedía una y otra vez, pero el hombre propone y Dios dispone, oímos un ruido en la escalera que nos obligó a soltarnos rápidamente y de la forma más disimulada que pudimos –yo al menos- guarde mis mastodónticas pelotas dentro del pantalón de espaldas a la puerta desde la que se llegaba a la torre. Rassasi para disimular, me fue explicando los distintos lugares que desde allí arriba se veían, mientras los dos visitantes que nos habían interrumpido se asomaban al parapeto y escupían al suelo como los niños desde los balcones. Riéndonos a carcajadas, bajamos la escalera del torreón, esta vez sin juegos ya que era demasiado empinada y una caída podía traer serias consecuencias.

Subimos y bajamos otras cuatro torres más esa mañana y en todas ellas practicamos el coitus interruptus, aunque no como medida de prevención de embarazos sino obligados por las circunstancias, nos divertíamos subiendo a la carrera para ganar unos segundos a los visitantes que nos seguían y poder dedicarlos a sacarle brillo a nuestros instrumentos. Fuimos variando las posturas en cada una, lo que se convirtió de alguna manera en una pequeña lección para mí que sólo conocía de las posturas monacales hasta la fecha.

En la última torre y justo cuando estábamos empezando el divertimento me pareció escuchar un ruido que provenía de la escalera, inmediatamente desenfundé y me giré para poder guardar mis partes a buen recaudo. Rassasi se asomó a la escalera pero ni vio ni oyó a nadie, por lo que enseguida continuamos con nuestros menesteres. Estando yo sentado en el alféizar de la saetera ella subía y bajaba sus lomos, se sentaba y se incorporaba para hacer que el émbolo se encasquetase hasta el fondo del pistón, las vistas panorámicas no eran tan buenas como las de otras posturas pero las focalizadas me estaban llevando al séptimo cielo. Estaba a punto de llegar al orgasmo cuando se me ocurrió hacer como los visitantes y lanzar mi esperma desde la torre, saqué el pene de la funda y girándome sobre el precipicio comencé a soltar el lastre, la descarga fue tan brutal que se me doblaron las rodillas.

Tuve que sentarme unos minutos antes de bajar ya que apenas me mantenía de pie. Durante el descenso empezamos a oír voces en el patio, como si hubiera una pelea, me asomé a una de las ventanas y vi que en el patio se habían concentrado unos cuantos guardias de seguridad del castillo alrededor de los dos excursionistas, observaban que uno de ellos tenía grandes manchurrones de un líquido espeso que se limpiaba con un pañuelo mientras señalaba a lo alto de la torre de la que estábamos bajando en esos momentos.

No me había fijado cuando solté mi carga de que lado estaba el patio por lo que deduje que le había caído encima a ese pobre hombre. Si bajábamos en ese momento nos culparían a nosotros y tendríamos que explicar demasiadas cosas, pero no teníamos otro camino para poder bajar, nos encontrábamos en un callejón sin salida. Escondí la cabeza para que no me vieran y empecé a pensar en una solución. Agarré a Rassise de la mano y corrí por las escaleras buscando una puerta por la que salir de la torre sin llegar al patio mientras le indicaba que guardase silencio.

Le intenté explicar a Rassise lo que estaba sucediendo, pero mi manejo del idioma no era tan bueno como para hacerme entender por lo que la pedí que me espera en el patio y que yo me reuniría enseguida con ella y que si le preguntaban abajo que dijera que ella había subido sola y que yo estaba buscando un baño, al menos podía ganar unos minutos en lo que se me ocurría que hacer para salir de allí sin que me acusasen de escándalo público o vaya usted a saber de qué.

Llegamos casi al patio y no había ninguna puerta por la que salir, dejé a Rassise para que continuara con el plan trazado y volví sobre mis pasos mirando todas las ventanas que encontraba para ver si podía salir por alguna de ellas. En la penúltima planta encontré una que conducía a un tejado y por ella salí, caminando despacio por encima de las tejas llegué hasta otra ventana, pero estaba cerrada, la única forma de abrirla era rompiendo el cristal.

Me puse a buscar una teja suelta con la que romper el cristal y al no encontrar ninguna, cambié de agua del tejado para seguir buscando. Al final de este lado había otra ventana que si conseguí abrir y por la que me colé.

Tras muchas vueltas por el castillo logré encontrar el patio, allí seguían discutiendo varios guardias con el pringado, su amigo y Rassise que luchaba denodadamente por no reírse ante lo cómico de la situación.

Al llegar yo todas las miradas se centraron en mi persona, pero la dirección desde la que venía les dejaba descolocados y no supieron como involucrarme. La atención que me estaban dedicando se disipó cuando uno de los guardias les empezó a gritar desde encima de la torre, yo no entendí bien, pero aproveché ese momento para hacerla indicaciones a Rassise y marcharnos por donde habíamos venido, o mejor dicho por donde debíamos continuar con la visita.

Llegamos a un saloncito cuyas paredes estaban forradas de espejos, mirases donde mirases te veías reflejado en alguno de ellos, era una sensación extraña e inquietante. Mi partenaire empezó a girar como una peonza mirándose en el techo, sus faldas que con el movimiento se elevaban producían una sensación de irrealidad muy graciosa y me recordaba a esos anuncios en los que paraguas abiertos giran y giran sin objetivo alguno.

Cuando bajé la vista del techo me encontré con mil culos que se convertían en mil chochos a cada vuelta que daba, todos para mí. Me acerqué al centro de la habitación que era donde estaba girando mi bailarina y me rendí al espectáculo, las mil mejores caras me sonreían sin parar, demostrándome que esta mujer tenía una imaginación sensacional para los temas del sexo y que yo era como un alumno con suerte al que su profesora le dedica una especial atención.

Cuando ya salíamos, al finalizar la visita, vimos a nuestros amigos que seguían hablando con los guardias, esta vez Rassise y yo nos miramos y no pudimos contener una carcajada recordando el episodio que acabábamos de protagonizar y del que pudimos salir mal parados sin duda ninguna.

Continuará...