Mi enfermedad cap V
Algo sucede que va a cambiar la vida de este enfermo "imaginario"
El intercambio
Cuando llegaba la primavera al instituto el aire se impregnaba de hormonas, flotaban como las pelusas de los chopos. Todos los años por esas fechas se realizaba un intercambio de estudiantes con otros centros de Europa, el objetivo se suponía que era la mejora del idioma, aunque no tengo del todo claro que realmente eso se produjera, lo que si se producía era un intercambio cultural muy agradable.
Los españolitos de pro nos quedábamos siempre boquiabiertos con las pintas y los aparatos que traían los “guiris”. Aquí estábamos con la mini-cadena de música, ya sabe, esos aparatos que los negros del Bronx transportaban sobre un hombro mientras se balanceaban al ritmo de algo que sonaba muy alto y muy raro. Si le hubiera dicho a mi padre que me llevaba el radio-casette al parque, del guantazo que me mete me trago las cintas del “Rock & Rios” que eran las más escuchadas entonces. Ellos sin embargo aparecían con unos aparatitos pequeños que se colgaban de la cintura que servían para escuchar andando, walkman los llamaban y además con unos cascos también muy pequeñitos que se ajustaban a sus cabezas, no como los nuestros que eran como los que ahora utilizan los obreros para evitar el ruido en las obras.
El intercambio era algo que se había ido introduciendo en nuestras vidas, sin embargo mi padre siempre se quejaba que en su época no existían tantas tonterías, que los idiomas se aprendían estudiando y no haciendo que vinieran a casa extranjeros. Lo que realmente le fastidiaba era que mientras estuviera el europeo en casa él no podría disponer de la habitación de invitados para dormir cuando mi madre le mandaba al sofá, algo que era bastante habitual últimamente.
Yo estudié francés, no se porque, lo eligió mi madre, igual que la religión y nunca me planteé cambiarme, ni al inglés ni al budismo y aunque el tiempo nos ha quitado la razón, en el instituto puedo decir que los privilegiados éramos nosotros. Yo de todas formas prefería el francés, no era lo mismo tener una francesita en casa con todo su glamour que un inglés. ¿Dónde esconder la cerveza y el güisqui en un apartamento? Eso ha sido lo único bueno que conseguí con el francés, aunque no me sirviera de mucho estudiarlo ya que incluso cuando fui a Francia tuve que hacerme entender por señas, ni les entendía ni hacían nada para que les entendiera. Cuando salieron las listas de asignación de los alumnos de intercambio, me quedé un poco decepcionado, junto a mi nombre aparecía un tal Narcisse Lefaitseul.
Llevaba meses esperando, soñando incluso, con una pequeña francesita que corriera asustada a mi cama en las noches de tormenta como cantaba Joaquín Sabina en castellano y Georges Brassens en la lengua de Vercingetorix, pero para colmo de mis desgracias, me había tocado un tío. Un gabacho que usaría el rizador de pestañas de mi madre y las maquinillas de afeitar de mi padre, era patético. Entre mis compañeros de clase había habido de todo, los masculinizados, tuvimos que aguantar las bromas de los afeminados, era parte del ritual del intercambio. No hubo más temas de conversación durante las semanas siguientes hasta que llegaron.
El día de autos, sábado por la mañana, llegó el autobús con los inquilinos, la recepción fue un acto muy español, los profesores se habían equivocado de hora y no había nadie del instituto para recibirles, tuvimos que organizarnos los alumnos y los padres como pudimos. No hace falta decir que por nuestra parte nadie hablaba el suficiente francés como para hacernos entender, gracias al profesor de español que venía con ellos que pudimos aclararnos y hacer el reparto. Poco a poco se fueron asignando todos los franceses a sus hogares de acogida, casi estaban terminando cuando me di cuenta de que no quedaba ningún chico transpirenaico por asignar, el narcisista no había venido, lo que me faltaba hasta los tíos me daban plantón. Cuando nos acercamos al profesor para pedirle explicaciones se limitó a sonreír y señalarnos a una muchacha sentada encima de una maleta como las que te llevarías a una isla desierta, los cascos en las orejas (en ese momento no sabía que eran) y chupando distraídamente un rizo del pelo, “él” era Narcisse. Mi padre me regañó por no saber nada de francés, no fui capaz de distinguir el nombre de un chico del de una chica.
Camino de casa mi padre se empezaba a imaginar toda una serie de contratiempos, los cuales se fueron cumpliendo uno a uno en cuanto la muchacha se instaló en nuestra casa. Un tornado recorriendo la casa no hubiera provocado tal desastre, del brazo de Narcisse se colgó mi madre que le iba explicando de forma atropellada un galimatías de conceptos y de ideas genéricas que sin duda ella no entendía. Yo no fui capaz de seguir la conversación, iba cambiando de tema, saltando de uno a otro sin orden ni concierto, “mi hijo es muy buen chico, un poco tímido”, “eres una monada, que naricilla respingona”, “ese es el baño”, “que suerte tienes chica con tan poco pecho te quedará la ropa fenomenal”, “esa es la cocina, tienes comida en el frigorífico, te haces lo que quieras cuando tengas hambre”, “dejad la maleta en el cuarto de invitados”, … Una ametralladora cargada de palabras, Narcisse la miraba con unos ojillos desesperados, su castellano era tan malo como mi francés sin duda. Después de haberla enseñado toda la casa y la mitad de las palabras del diccionario y sin que la pobre muchacha hubiera asimilado ni lo uno ni lo otro, dejamos a Narcisse en la que iba a ser su habitación y nos reunimos la familia en cónclave, había que sentar las normas del comportamiento mientras ella estuviera en casa. La sesión la presidió mi madre que como siempre llevaba la voz cantante cuando se trataba de organizar algo, mi padre era ferroviario y eso de tomar decisiones que no estén previamente fijadas le dejaba descolocado. Él podía organizar a un montón de pasajeros sin billete, pero este tipo de situaciones le desbordaban.
Sólo se fijaron dos normas básicas, una estaba prohibido ir desnudo por la casa y la otra no se hablaba de mi problema. La segunda era obvia, pero la primera me dejó desconcertado, en mi casa nadie anda en pelotas por ahí, me pareció una norma más para sí misma que para mi padre o para mí, creo que Safo seguía recitando en su oído.
Una vez acordado todo esto, fui a ver Narcisse, igual necesitaba ayuda. Cuando me abrió la puerta mantenía esa carita de asustada.
“Tout va bien?” – la pregunté.
“Oui, je crois” – me contestó.
“Ma mere est ainsi” – le dije intentado justificar el arrebato de mi madre.
En cuanto vio que podíamos entendernos me dijo, “Par dieu, tu parles comme les indiens”. Durante esos primeros conatos de conversación, me di cuenta de la realidad, no tenía ni idea de francés, pero claro tampoco se podía esperar mucho más, ni yo era el mejor estudiante de mi clase ni el sistema educativo era una maravilla. Para mis profesores era bastante más importante que aprendiera el nombre de los afluentes del Duero que aprender un idioma de la comunidad europea que posiblemente podría darme de comer en el futuro. Lo peor sin duda es que a ella le había sucedido lo mismo, no tenía ni idea de castellano, aunque en su defensa he de decir que los estudios de castellano para ella eran lo que llamamos una maría, lo tenían como idioma secundario por detrás del inglés que era obligatorio.
Ese mal planteamiento del sistema educacional me estaba coartando mis posibilidades de futuro y sobre todo (aunque secundario por supuesto) de intentar ligar con mi nueva “hermanita”, un verdadero desastre. La realidad nos había puesto a cada uno en su sitio, a mi en la ignorancia y a ella sin poder relacionarse con mi madre. De todas formas los humanos siempre encontramos la forma de salir adelante y mi madre que aunque a veces dudo que sea del todo humana, también logró hacerlo con Narcisse, las conversaciones se redujeron a una simpleza absoluta, “comida”, “plato”, “salir”, “no tocar”. No había nada que no pudiéramos decirnos mediante monosílabos e infinitivos, lo de conjugar ya se sabe que no es lo mío.
Fueron pasando los días sin grandes novedades, nos acostumbramos a su presencia enseguida y se convirtió en uno más de la familia. Con Narcisse vino una de sus mejores amigas, Laisse Tomber. Era la chica más guapa que había visto en mi vida, tenía una sonrisa triunfal que hacía que me sintiera bien cuando la veía, era la primera vez en mi vida que me había enamorado. Me pasaba el día detrás de ella, escuchándola e intentando hablar con ella, pero no conseguía pasar de ahí, en cuanto me miraba me ruborizaba y se me secaba la boca, era incapaz de decirla nada. Todo intento de aproximación se quedaba reducido a una secuencia de despropósitos que terminaban en el ridículo más espantoso y yo no comprendía nada, hasta ahora nunca me había sucedido algo así.
Las semanas fueron pasando y no lograba articular una palabra delante de ella. Se estaba acabando el intercambio y no había sido capaz de decirle nada. Unos días antes de marcharse ocurrió un suceso en casa con Narcisse que hizo que todo se viniera abajo, mi amor perdido y mi vida destrozada. Estaba en el baño de casa haciendo mis necesidades, allí sentado tan ricamente leyendo el último número de Conan, cuando de repente se abre la puerta y entra lanzada Narcisse. En nuestra casa no se suele cerrar el pestillo de la puerta ya que habitualmente sólo estamos mi madre y yo. Si su cara era un poema la mía era una un requiem, sin decir ni palabra se dio la vuelta y salió. La carcajada se oyó en todo el país, que humillación, yo allí sentado con los pantalones en los tobillos y el comic entre la piernas, cada vez que lo recuerdo me arden las orejas. A partir de ese incidente rehuí su compañía y la de sus amigas, ni Laisse ni Narcisse, ni gaitas, no pensaba pasar por el trance de enfrentarme a sus risas.
Soporté durante las semanas siguientes hasta el final de la estancia de Narcisse todo tipo de sonrojos y de bromas hasta la fiesta de despedida de los gabachos. La tarde antes de la fiesta Narcisse vino a buscarme a mi habitación y después de pelearnos con nuestros idiomas consiguió convencerme para ir a la fiesta, en la que según creí entender me tenía preparada una sorpresa.
La sorpresa se tornó en consternación cuando cogiéndome de la mano me llevó hasta donde estaba Laisse y empujándome de la nuca acercó mis labios a los de su amiga, no hicieron falta más ayudas. ¡Vive la France¡ Bailamos, nos miramos, imagínese si me había enamorado que no tuve ni una erección durante toda la fiesta, aquello era amor en estado puro, amor idiotizador y juvenil.
Al terminar la fiesta, Laisse me propuso ir a mi casa, en aquella época supongo que en Francia era distinto, pero lo que es aquí no era tan fácil llegar a casa con una chica y meterla en tu dormitorio, las explicaciones a mis padres no iban a ser nada fáciles. Aún así preferí dárselas antes de tener que despedirme de esa forma de Laisse, pensar que al día siguiente sería nuestro último día juntos me rompía el corazón.
Agarrados de la mano y con una sonrisa de tonto en la cara nos fuimos hasta mi casa. Por suerte no había nadie, por una vez alguna cosa salía bien. Nos besamos largamente, demorando el momento de pasar a temas mayores, sobre todo por mi parte ya que no quería estropearlo y mi problema seguía estando allí, lo quisiera yo o no. Finalmente agarré el toro por los cuernos como solemos decir y le intenté explicar a Laisse lo que me sucedía. Al principio no entendía nada, pero tras algunos ejemplos y sobre todo después de enseñarla el tamaño de mis huevos que en esos momentos casi no cabían en mi mano se convenció que era verdad y que había entendido lo que la estaba explicando. Su sonrisa de comprensión iluminó mi corazón como las primeras navidades.
Hicimos el amor como si creyésemos que íbamos a volver a hacerlo al día siguiente, prolongando los silencios, acariciando los instantes, uno de los mejores recuerdos y que atesoro con esa pátina idílica que rodea siempre estas cosas.
Continuará...