Mi enfermedad cap. III
Tercera entrega en la que veremos como evoluciona el enfermo.
Vecinos
La experiencia sexual vivida con Claire me sirvió sobre todo para tener más seguridad en mí mismo y pensar que mi problema podría llegar a convertirse en una virtud si aprendía a utilizarlo. Me notaba más tranquilo, y confiado, respondía con mayor facilidad y hablaba con más franqueza. Claire no pudo ayudarme con mi tono de voz, normalmente tenía un timbre de joven, pero de vez en cuando salían de mi boca tonos de ultratumba. Yo sabía que era fruto de la edad y de las transformaciones que estaba sufriendo mi juvenil cuerpo, pero eso no me proporcionaba ningún alivio. Estas fluctuaciones que se me escapaban provocaron un incidente que me costó dios y ayuda solucionar.
Una tarde estaba merendando cuando llamaron a la puerta, era Ludwina Betovén, vecina de rellano y amiga de mi madre de toda la vida. El edificio donde vivían mis padres era de esos antiguos llenos de escaleras y recodos, con techos muy altos y grandes ventanas de madera. Todos los vecinos eran de renta antigua, por lo que la media de edad en el bloque no bajaba de los sesenta años, siendo mis padres y Ludwina los más jóvenes, mis padres que fueron de los últimos en conseguir un contrato de estos y Ludwina que se quedó con el contrato cuando su madre, viuda de guerra, murió de pesadez. Ludwina tendrá (no sé si sigue viva) 10 o 12 años menos que mi madre y estaba casada con Donnadie, un tipo anodino al que era difícil saludar ya que pasaba desapercibido en cualquier situación. Cuando te cruzabas con él siempre tardabas un par de pasos en darte cuenta que había pasado, yo creo que era espía o algo así o si lo hubiera sido, seguro que se habría sido una leyenda.
Ludwina no trabajaba y como no tenía hijos se dedicaba durante horas con absoluta devoción a no hacer nada. No le exigía mucho a la vida, pero siempre se quejaba de su marido, decía que las únicas necesidades que lograba cubrir eran las económicas, al menos eso decía cuando hablaba con mi madre de las patas de gallo, sinceramente yo no comprendía muy bien que podían tener en común tener arrugas en la cara con la insatisfacción, siempre pensé que eran algo que aparecía con la edad, como la razón o el juicio, ¡qué equivocado estaba¡ Para ella yo era el hijo que nunca tuvo, “tráeme el pan que se me ha olvidado” o “ayúdame con la bombona del butano que pesa mucho y no puedo”. Durante muchos años yo le ayudaba para que mi madre no me diera la lata y también porque de vez en cuando me daba la propina. Un pequeño incidente hizo que mi actitud cambiara y pasé de escabullirme a ofrecerme. Una tarde que me había llamado pulsé el timbre de su casa con cara de “el soldado pringado se presenta para los recados del día”, me abrió la puerta con un mini bikini que quitaba el hipo, no la hubieran permitido usarlo en ninguna piscina pública por poco público. Eran dos piezas incoherentes que sólo se veían entre ellas cuando las guardaba en el mismo cajón, la parte de arriba llena de topos blancos sobre verde-promesa y la de abajo de margaritas blancas inmensas sobre fondo rosa-axioma, supongo que sentada en un carrito de la caravana del rocío no hubiera desentonado mucho, pero ni esto era el rocío ni ella una folclórica de peineta y escandalosa vida pública. Se notaba a la legua que esos dos trocitos de tela habían salido del baúl donde Ludwina guardaba los recuerdos de la primera comunión, no porque estuvieran viejos, sino porque era físicamente imposible que pudieran cubrir mínimamente lo que la decencia exige.
Desde el quicio de la puerta me explicó no se qué de ayudarla con una tumbona, yo estaba tan alelado con el modelito y la carne que no oía nada, tuvo que agarrarme de la mano para que la siguiera. En la terraza me esperaba una cosa de esas de madera que se compra en los grandes almacenes y que se pliega sobre si misma tantas veces que es imposible saber que va a salir de allí, formaba un puzzle del que puedes sacar un armario o una estantería, pero jamás algo que se parezca a la foto del envoltorio. Por supuesto las instrucciones venían en inglés, francés, alemán, y otros cuantos idiomas que no identifiqué y mucho menos entendí, ya casi al final del folleto, cuando no me quedaban idiomas encontré uno que se parecía, era italiano. Como suele suceder, vas leyendo y crees que lo entiendes hasta que llegas a lo interesante y te das cuenta que realmente no has entendido nada, mala suerte el manual no servía para mucho.
Estuve casi una hora peleándome, me pellizqué todos los apéndices con los múltiples dobleces y cuando digo todos los apéndices me refiero a todos. Tanto darle vueltas a la tumbona y a Ludwina, yo ya no veía nada más que carne por todos los lados. Cuando terminé tenía montada la tumbona en la terraza y una tienda de campaña en el pantalón, no esperé ni a que me diera las gracias, salí corriendo a mi habitación para vaciarme. A partir de ese día me hacía el encontradizo con ella, la esperaba en la escalera para subir detrás de ella y mirarla el culo, iba a su casa para preguntarle chorradas, incluso todavía hoy tengo algún que otro sueño con ese bikini deslavazado.
Como le decía, la tarde del incidente vino a casa como solía, le abrí la puerta y me recreé con su culo mientras la seguía por el pasillo, “vaya vestidito, arruinaría el truco a un mago, nada por aquí, nada por allá y encima con ese pedazo de culo”, pensaba yo. Aún tenía en mis retinas el movimiento de las dos esferas de su culo cuando vi que se giraba en redondo y con los brazos en jarra me dijo:
-“¿Qué has dicho?” - mirándome inquisitoriamente, como si tuviera proyectado en mi cara el contenido de mi cerebro. ¡Dios¡, lo había dicho en voz alta no había sido un pensamiento. Por si fuera poco el comentario, mi cambiante tono de voz había elegido ese preciso momento para convertirme en Plácido Domingo y demostrar así que mi vecina no era tan sorda como todo el mundo creía. Intenté dar una explicación medianamente plausible, pero como no sabía exactamente que había oído lo único que conseguí fue complicarlo más. Se marchó al salón a ver a mi madre sin decir ni una palabra y yo me fui a terminar mi merienda, pensando que iba a ser como la última cena, en cuanto mi madre supiera lo que había pasado era hombre muerto. Estuvieron charlando como si no hubiera sucedido nada durante un buen rato, esa falsa calma me ponía muy nervioso. Después de unos veinte minutos de angustia en el corredor de la muerte y cuando ya empezaba a pensar que realmente no habría consecuencias, oí como Ludwina se despedía de mi madre, desde la puerta de la calle y cuando yo ya empezaba a respirar con más normalidad, como si se la estuviera ocurriendo de repente me llamó para que la ayudara a mover la lavadora que se le había caído algo por detrás y no alcanzaba.
Camino del matarife fui arrastrando mis pies por el pasillo, la cabeza baja y los ojos sin acercarse a mi verdugo -“tranquilo hombre, que parece que no quisieras echarme mano, digo echarme una mano”- dijo Ludwina, casi me caigo, que tensión. Ya en su casa me hizo pasar delante de ella, -“para darte un repaso como el que tú me has dado a mi”- sentía sus ojos encima mío, un escalofrío me recorrió la columna, me sentía como esas gacelas que usan como cebo en ese río tan famoso de África, el único sitio en el mundo donde quedan leones que trabajan para ganarse la vida, aunque sea de extras para los documentales de la BBC.
Llegados a la cocina me acerqué al lavadero donde estaba la lavadora. No había cogido todavía el borde cuando noté como una mano se metía entre mis piernas desde atrás, agarrándome el paquete, intenté incorporarme, pero otra mano me empujó del cuello, obligándome a inclinar el torso sobre la máquina. Porque sabía que era Ludwina si no me hubiera muerto de miedo, esto lo había visto en las películas de cárceles, cuando en las duchas a los novatos, tipos de talla extra-grande les pone también así y luego les…, bueno ya sabe, no quiero profundizar más en el tema. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando sacando la camiseta del pantalón metió la mano dentro, clavó las uñas y fue bajando por la espalda en la que dejó una autopista de cuatro carriles del cuello a la rabadilla. Cuando me las vi por la noche en el espejo del baño me recordaron a esas que construyó Hitler para dar trabajo a los alemanes y aunque no dibujó los puestos de peaje, puedo asegurarle padre que lo pagué, vaya si lo pagué.
Después de hacer de ingeniero de caminos con mi espalda, agarró la goma del calzoncillo y tiró con fuerza hacia arriba, tuve que ponerme de puntillas, tenía el paquete comprimido por la tela. Me mantuve apoyado en la lavadora, supongo que era mi tabla de salvación en esos momentos, empezó a acariciarme por encima del pantalón, el espolón en ristre sobre la quilla más tieso que nunca, las bodegas se empezaron a llenar a marchas forzadas como si mil estibadores trabajasen codo con codo. Prácticamente se había echado encima mío, notaba los pezones lanzados por la autopista grabada en mi espalda como un conductor suicida mientras me acariciaba suavemente la nuca con la otra mano.
Empecé a culear como si estuviera jodiendo con la lavadora por el hueco del suavizante. Las revoluciones aumentaban y estaba a punto de centrifugar cuando noté una presión fortísima en el hueco que hay entre el ano y el escroto, apretó con tal fuerza que me pararón de repente la eyaculación y las ganas de vivir, me agarró los testículos y tiró de ellos con violencia, pellizcándolos, primero uno y luego el otro. Se me doblaron las rodillas, de no ser por la lavadora esta hubiera sido mi primera caída camino del Getsemani. Ahora recordándolo, me doy cuenta lo sabia que es la naturaleza y como hizo que me agarrara a ese flotador en previsión de lo que iba a ocurrir y que no fui capaz de ver hasta que ya había sucedido. Me dio la vuelta y bajándome los pantalones y el calzón se metió la polla que había perdido casi toda la erección en la boca mientras me masajeaba, ahora de una forma muchísimo más suave las hinchadísimas pelotas. Para que se haga una idea del nivel que habían adquirido, cuando normalmente suelen tener entre seis y ocho centímetros de diámetro los míos superaban con creces los veintidós centímetros. Me sorbía como si fuera la pajita de un refresco, se le hundían e hinchaban los carrillos con el movimiento de vaivén que hacía con la cabeza. Cerré los ojos, era lo más placentero que había sentido en toda mi vida, oleadas de escalofríos me estremecían provocándome espasmos en las piernas, iba a soltar tal cantidad de leche que tendría que salir nadando del lavadero, por Judas que la iba a inundar por lo que me estaba haciendo.
Sudaba a mares, las gotas me escurrían desde la frente hasta la barbilla, intentaba fingir para que no se diera cuenta que estaba a punto de correrme y sorprenderla con la eyaculación, pero todo intento de pensar era inútil, se me encogía el tórax por las convulsiones que sufría. Abrí los ojos en un último intento por contenerme pero la visión de su boca pegada a mi pubis con mi sexo acariciando la campanilla fue demasiado. El primer chorro salió como si fuera un cañón de los antidisturbios directo a la garganta, el repique de campanas sonó claro desde el fondo de su boca, de los demás hasta que no abrí los ojos no supe que fue de ellos.
Sufrí cerca de cuarenta espasmos eyaculatorios, le aseguro que ese día no necesité vaciarme más veces. Yo pensando en inundarla para fastidiarla y sin embargo, no hizo nada para evitar que le cayese encima, se estaba dando un baño de Cleopatra, pero no con leche de burra, claro. Me sacudió la verga hasta que estuvo segura que había salido la última gota y que no había más. Cuando abrí los ojos, tenía las manos embadurnadas, de la cara sólo la quedaba una ceja y un trocito de la frente sin manchar, largos churretes colgaban balanceantes de la barbilla hacia el escote por donde se deslizaban hacia la barriga. No dijo ni una palabra, se quitó los pegotes de los ojos, tenía los labios fruncidos y los carrillos inflados, supuse que para evitar que le entraran en la boca, pero una vez que hubo limpiado lo más gordo y ya respiraba con normalidad abrió la boca dejando caer una gran cantidad de leche que había estado reteniendo.
En todo este tiempo no demostró la menor contrariedad, era como si no la sorprendiese lo más mínimo, se limpiaba con la mayor naturalidad, un día de lluvia le habría molestado más, sospecho que mi madre ya le había contado mi problema y que el incidente de esa tarde había sido la excusa que necesitaba para hacer lo que hizo. Se desnudó completamente y me dijo que lo hiciera yo también. Tenía unos pezones enormes, con una areola oscura y muy marcada, llena de pequeños granitos que brillaban por el sudor. En el montón de ropa que dejó en el suelo había un tanga con dibujitos de colores muy alegres, malvas, rosas y verdes que no tardó en desaparecer junto con el vestido dentro de la lavadora.
Como no quería que me llamase la atención me desnudé lo más rápido que pude sin dejar de mirarla de reojo. La seguí hasta el cuarto de baño, preparó la ducha y mientras esperábamos a que se calentara el agua se sentó en la taza, enseguida oí con claridad el chorrito que caía en el retrete y sin siquiera sonrojarse cogió un trozo de papel y se limpió los restos de orina. Estaba como hipnotizado, eran demasiadas novedades para un solo día. Entramos en la ducha, puso gel en una esponja y empezó a frotarme con ella, primero el pecho, las axilas, mi estómago y el pubis, no se entretuvo lo más mínimo, fue muy profesional. Me dio la vuelta y repitió el mismo procedimiento.
Cuando terminó conmigo, enjuagó la esponja y vertió un chorro de otro frasco distinto del que había utilizado conmigo. Al acercar la esponja al agua se llenó el cuarto de baño de primavera, era como estar en el jardín botánico. Le quité la esponja y le di la vuelta, era mi turno. Empecé de abajo a arriba, los pies, las piernas, el pubis, el ombligo. Los pechos, primero uno y luego el otro, los pezones, duros a rabiar y el cuello. Media vuelta, la espalda por encima casi de corrido hasta el culo. Le separe las nalgas y hurgué hasta llegar al agujero. Una vez bien limpio acerqué mi boca y lo lamí, el olor penetrante del gel inundó mis fosas nasales, puse la lengua dura con forma de lanza y la penetré. Le separaba las nalgas con las manos pero al estar mojadas se me escapaban los cachetes de los dedos, por lo que estuve un buen rato sin respiración, atrapado y sin dejar de chupar entre las dos grandes masas de carne. Agachándome un poco paseé mi lengua por el periné hasta llegar a la vulva, tenía los pelos de esa zona hirsutos por lo que deduje que se los rasuraba habitualmente y aunque no era mucho el vello si era bastante molesto para mi lengua por lo que salté directamente al interior. Enseguida distinguí ese saborcillo salado tan característico y que tanto gusta a los grandes gastrónomos por unos motivos y a los pequeños “donjuanes” por otros.
Me deleitaba sorbiendo los jugos que manaban mientras con un dedo titilaba suavemente el gran botón que asomaba por encima de la rendija que estaba acogiendo gustosa mi lengua. No sé el tiempo que había transcurrido cuando noté una agitación en sus piernas, como una sacudida eléctrica que me indicó que se había corrido. Recogí el resto de su corrido en mi boca, mientras me acariciaba con ternura la cabeza, como un buen perrito que ha hecho bien el encargo.
Nos secamos sin decir ni una palabra, me puse la ropa y me fui a mi casa donde me esperaba la merienda sin terminar.
Continuará...