Mi enfermedad - cap II
Segunda parte de las aventuras de este particular enfermo
Deportes y salud
En esa época practicaba bastante deporte, habitualmente baloncesto con los amigos, partidillos de sábado por la mañana en la que los codos y las rodillas eran castigadas y en los que la Coca-Cola de después del partido era tan importante como contar con un balón y una canasta. Jugábamos en un pequeño parque del barrio, una canasta anti-gamberros toda ella de metal que sonaba a lata cada vez que el balón golpeaba en el tablero y unas cadenas oxidadas en lugar de la típica redecilla. Recuerdo la rivalidad que teníamos con otro grupo de chavales de uno de los barrios de al lado, eran de otro colegio y eso hacía más encarnizada la pelea. Por lo general defendíamos la canasta como propiedad, pero cuando no había más remedio cedíamos a la tentación de la lucha callejera bajo el tablero. Otro factor que influía en la decisión de entrar o no en guerra eran las chicas pretendidas por ambos grupos, si rondaban por el parque, ese sábado había leña si no aparecían, podíamos jugar relajados sin la presión de la alta competición.
El tenis era el otro deporte que me gustaba. Lo practicaba de manera más seria, iba todos los lunes, miércoles y viernes a las ocho de la tarde a una escuela. Mi monitor era un sueco de nombre Hans, dos metros de vertical y treinta centímetros de horizontal, huido de su ciudad natal por problemas con la justicia, o eso decía él, aunque yo creo que de lo que huía era de una sueca formato vaca suiza que le perseguía con el fruto de sus devaneos en un carrito. Hans era un hombre tranquilo como retrató John Ford, repetía una y otra vez las cosas hasta estar seguro que las habías entendido. Pausado y cíclico, lo de pausado es obvio, cíclico porque sus pautas de comportamiento eran predecibles y repetitivas. Los lunes resaca y mucho zumo, todos hacíamos el ejercicio físico que él no podía hacer, el miércoles la fatalidad había desaparecido y aparecía la vida planificada, en esos momentos su obsesión por nuestra técnica resultaba insidiosa, el viernes aparecía la euforia del fin de semana, su sonrisa imaginaba grandes golpes desde el fondo de la pista y no menos grandes boleas sobre la red, que evidentemente no veía en sus alumnos y que sólo existían en su imaginación.
La escuela la componíamos ocho muchachos y muchachas de diversa procedencia, todos con el objetivo común de nuestros padres, emular a los clanes Sánchez-Vicario o Williams y dejar de trabajar. Un viernes no fue Hans quien nos esperaba con las pelotas en la mano, sino una joven no muy sueca, cuyo aspecto era vagamente parecido a las que tenía por costumbre ver en mis revistas, ya sabe, el remedio a mi enfermedad. Claire tenía una carita morena enmarcada por unos muelles negros como el carbón y un cuerpo azabache embutido en una camiseta insultantemente blanca sobre la que se arrastraba un reptil en busca del calor de su realzado pecho. Se la podía distinguir fácilmente y no sólo por la gran diferencia de color entre su piel y su ropa, sino por el elevado tono de su voz, en estado normal se la oía perfectamente en toda la manzana del polideportivo. Después de media hora de escuchar sus gritos, todos nos esforzábamos denodadamente para evitar que subiera el volumen.
Ese viernes estábamos practicando el revés, cuando me lanzaron una bola que traía un efecto extraño, me lancé al suelo para poder devolverla, pero en ese instante Claire pegó tal grito que el corazón se me disparó. Perdí pie y me dejé la frente en el carrito donde habitualmente dejábamos las pelotas. La sangre brotaba como de un manantial, la espectacularidad de la herida hizo que me llevaran a los vestuarios entre Claire y dos compañeros más, mandó a los otros chicos a la pista para evitar alarmas y armada de algodón y alcohol me limpió la herida y se aseguró que dejara de sangrar colocando un tapón de gasas encima. Cuando abrí el ojo que no estaba cubierto de sangre me encontré mirando a los ojos del cocodrilo de la camiseta de la entrenadora. Mientras con una mano sujetaba mi nuca, con la otra me limpiaba, todo muy inocente, salvo para el montón de hormonas que era yo en esos momentos, su olor a hembra sobresalía por encima del alcohol. No sé si fue el olor, la proximidad, la testosterona o cien mil excusas más que podría llegar a inventar, el caso es que me empalmé.
Los que juegan a tenis saben cómo son esos pantalones que tenemos que usar, cortos con bolsillos estúpidos en los que no caben las pelotas, ni las de tenis ni las otras. Evidentemente tampoco cabía lo que estaba creciendo dentro, de morcillona pasó a semierecta en segundos. Claire se dio cuenta inmediatamente, de reojo miraba mi paquete mientras seguía mecánicamente con la mano en mi nuca, mi erección y el nerviosismo de mi profesora crecían en paralelo. En su camiseta empezó a dibujarse un pezón y el cocodrilo adquirió una nueva dimensión, además de las que siempre nos enseñan en el National Geographic, le había salido una joroba y ya no sonreía. Se apartó de mi y con decisión me quitó la camiseta mientras explicaba atropelladamente no se que sobre sangre en camisetas y grandes manchas. Yo mientras tanto me dejaba hacer más sorprendido que gratificado. Me dio otra camiseta que sacó de mi mochila y cuando me puse en pie para ponérmela, con la misma decisión de antes, se arrodilló y me bajó los pantalones. Esta vez la exclamación sustituyó a las excusas, el sudor empezó a perlar su frente y por empatía, la mía, mi aparato se balanceaba groseramente de un lado a otro empujado por algún tipo de anti-gravedad y la cabeza de Claire seguía el compás como si estuviera escuchando una sinfonía que sólo ella fuera capaz de oír.
El vals terminó bruscamente como cuando se levanta la aguja de un tocadiscos, agarró el pene con la mano, como los cantantes sujetan un micrófono, delicada pero firmemente, sin miedo que no muerde, fue la única forma que encontró para salir del trance. Evidentemente, mi polla expresó su alegría, por la firmeza más que por la delicadeza y mis huevos empezaron a producir como las fábricas nazis en el 41, “economía de guerra”. Una vez que fue consciente que había parado, no quiso soltarlo y empezó el siguiente movimiento de la sinfonía, “allegro ma non troppo”, fuertes movimientos de vaivén convirtieron Chaikovski en la “Heroica” haciendo que Beethoven se reflejara en mi rostro y en mi ánimo. Realmente me sentía a mis anchas en el papel de musa, saber que eres el que inspira una cosa así da fuerzas para continuar en la vida. Bastaron unos minutos de jadeos y sudor para que la extraña situación concluyera con un orgasmo espectacular y una riada aún más espectacular. Cuando abrí los ojos, Claire era mucho más Claire que antes y mis huevos volvían a tener el tamaño adecuado para ocultarse dentro de mis ajustados pantalones de tenis.
Menos mal que había duchas, ropa para cambiarnos y la excusa de la sangre para cubrir las apariencias, si no la situación hubiera sido un poco difícil de explicar al resto de los compañeros y a nuestros padres que nos esperaban en la puerta del polideportivo. No me quedó más remedio que contarle a Claire parte de mi problema ya que no se creyó ninguna de las mentiras que la solté, ni que “me había sobreexcitado”, ni que “lo había hecho tan bien que...”, nada, no colaron. Por lo que me dijo, se impresionó y no sólo por la cantidad de líquido sino por el tamaño que habían llegado a alcanzar mis testículos y me pidió el teléfono para llamarme otro día y salir juntos. Por supuesto le di todos los que tengo.
Así fue como me convertí en el proveedor oficial de la comunidad tenística de mi ciudad, pero ese es otro pecado y no quiero mezclar arrepentimientos.
Continuará...