Mi educación como sumiso (1)

La historia de un chico de 18 años que se adentra sin quererlo en una relación Femdom.

La primera vez que la vi yo tendría 16 o 17 años. Aquel verano se había mudado con su marido al piso de encima de la casa de mis padres. Nos cruzamos en el ascensor y desde un primer momento me quedé impresionado. Ella tendría unos 35 años, pelirroja, de ojos verdes y con el rostro cubierto de pecas. Era muy alta y usaba tacones, así que me sacaba casi una cabeza de altura. Todo en ella era grande para ser una chica, pero su cuerpo resultaba armonioso y proporcionado. Era una auténtica diosa. Me quedé mirándola como un bobo en la puerta del ascensor. Ella debió de darse cuenta, porque frunció el ceño y apartó la mirada.

El resto del verano me hice el encontradizo con ella siempre que pude. Normalmente bajaba por las tardes a pasear con su marido, un tipo corpulento y malencarado al lado del cual incluso ella parecía pequeña y frágil. Regresaban sobre las 8 de la tarde, que era más o menos la hora a la que yo venía de entrenar con el equipo. Cuando llegaba antes de que ellos yo hacía el tiempo en el portal hasta que los veía bajar del coche, solo para subir las escaleras hipnotizado por el trasero de mi vecina o mejor aún, compartir ascensor con los dos. El ascensor de aquel edificio era especialmente pequeño y como ellos ocupaban bastante, a veces tenía la suerte de que ella se rozase involuntariamente conmigo. Cuando la tenía tan cerca siempre estaba tentado a tocarla, quizás usando algún truco o disimulando, pero el rostro duro y los enormes brazos de su marido siempre me disuadieron para mantenerme bien quieto y pegado a la pared del ascensor.

Pero lo mejor era cruzármela por las mañanas. A esa hora siempre iba sola y a veces conseguía que se parase a hablar conmigo. Nada especial, solo saludos de cortesía o conversaciones banales, pero para mí aquello ya era suficiente como para alegrarme el día. Así fue como averigüé su nombre. Se llamaba Verónica.

Un día, casi hacia el final del verano, a Verónica se le cayeron las llaves de casa en la escalera. En un primer momento mi impulso fue recogerlas y devolvérselas, además así podría trabar una breve conversación con ella. Pero enseguida lo pensé mejor y no dije nada. Así, cuando ella salió del edificio, las recogí y me fui corriendo a hacer una copia en un cerrajero. Por aquel entonces ya tenía bastante controlados los horarios de Verónica, así que una vez hecha la copia de las llaves, no me resultó difícil hacerme una vez más el encontradizo a su regreso y devolvérselas. Ella lo agradeció con una sonrisa, y yo me quedé una vez más como un idiota mirando las pecas de su cara.

Durante algunos días no supe muy bien qué hacer con la copia. De algún modo tener aquellas llaves me excitaba, fantaseaba a menudo con entrar en su casa y sorprenderla por la mañana desnuda en la ducha y que me la chupara, o follármela salvajemente por la noche mientras su marido dormía...en fin, cosas así. Pero por supuesto nunca me arriesgué a intentar realmente ninguna de aquellas tonterías.

Sin embargo, una mañana, la curiosidad pudo conmigo y aprovechando que Verónica había salido decidí colarme en su casa. Sabía que su marido trabajaba por las mañanas, y también conocía las rutinas de Verónica y estaba seguro de que no regresaría hasta que pasaran por lo menos dos horas, así que me pareció que entrar y echar un vistazo en su casa no sería algo tan peligroso.

A pesar de todo, al abrir la puerta me puse muy nervioso y dudé de la cordura de mis actos. Probablemente lo más sensato hubiese sido darme la vuelta y regresar por donde vine, pero la curiosidad y sobre todo una extraña excitación que me invadía fueron más fuertes que mi miedo. Me adentré en el piso y empecé a observarlo todo. La distribución era exactamente igual al piso de mi madre, pero la decoración era mucho más moderna, minimalista y de mejor gusto. Pronto me vi abriendo cajones y curioseando entre los objetos personales de Verónica. Eché un vistazo al salón y la cocina, pero enseguida el baño captó mi interés. Había una cesta con ropa sucia y en cuanto la vi me puse a buscar como un loco ropa interior de Verónica. Encontré un par de conjuntos de lencería, uno blanco de encaje y otro negro y sencillo, de algodón. Las bragas blancas tenían una leve mancha amarilla y no me pude resistir a olerlas. El aroma de la ropa interior de Verónica hizo que mi polla se pusiese dura casi instantáneamente. Tenía unas ganas irresistibles de masturbarme allí mismo, pero decidí irme con sus braguitas hasta el dormitorio.

La cama estaba sin hacer, quise revisar los cajones de la mesilla pero estaba demasiado ansioso, la polla me dolía de la excitación. Me desnudé rápidamente y me metí en la cama de Verónica, olfateando las sábanas. Después me puse a masturbarme furiosamente, con sus bragas pegadas a mi cara, oliéndolas, chupándolas...en menos de dos minutos estallé. Mi semen se derramó por las sábanas dejando una gran mancha.

En cuanto volví en mí, me di cuenta de que lógicamente Verónica podía extrañarse si se encontraba la cama mojada. Limpié los restos de mi leche con papel higiénico y después me puse a secar la sábana con un secador de pelo que encontré en el cuarto de baño. Sin duda quedaría la marca de mi corrida de todos modos, pero si estaba seca supuse que con un poco de suerte nadie le prestaría atención.

Cuando terminé con las sábanas me marché del piso y cerré con llave, dejándolo todo tal y como estaba antes de que yo llegara. Al llegar a mi casa no pude evitar volver a masturbarme recordando el olor de Verónica, y aún lo hice dos veces más cuando llegó la noche.

Desde aquella vez, colarme en el piso de Verónica se convirtió en algo habitual. Dos o tres veces por semana yo aprovechaba alguna de sus ausencias para entrar y masturbarme con su ropa interior. Poco a poco me fui haciendo cada vez más osado y también empecé a robarle de vez en cuando alguna braga o sujetador, para poder pajearme en mi casa del mismo modo, oliendo su lencería. Incluso llegué a correrme una vez en un tanga limpio que Verónica tenía guardado en el armario. La verdad es que me excitaba muchísimo la posibilidad de que se lo pusiese manchado con mi leche, y siempre que me la cruzaba en el portal pensaba en si lo llevaría puesto.

Siendo mis incursiones cada vez más frecuentes y menos precavidas, como no podía ser de otro modo, un día Verónica me sorprendió en su piso. Yo estaba tan ocupado masturbándome con una de sus bragas mientras olía su calzado que ni si quiera me di cuenta de ella que entraba. El espectáculo que se encontró era de lo más miserable y ridículo. Allí estaba yo, un post adolescente tumbado en el suelo de su dormitorio con la nariz enterrada en un zapato y la polla envuelta con una de sus bragas.

-¿Se puede saber qué coño haces?- Escuché a mi espalda. Y supe que estaba acabado.

No pude reaccionar. Simplemente me quedé en blanco, muerto de la vergüenza, intentando taparme y balbuceando cosas sin sentido. Ella me miraba llena de furia. Supongo que mi patética actitud había echo desaparecer su miedo al encontrarme por sorpresa dentro de su casa, en caso de que realmente se hubiese llegado a asustar en algún momento. Lo que estaba claro es que estaba muy enfadada y que no me temía en absoluto. El ceño se le fruncía en la frente y sus labios estaban tensos, la mirada dura y fría.

  • ¿Qué clase de pervertido eres tú? ¿Es que tu madre no te enseñó nada?

  • Lo siento Verónica, lo siento mucho, de verdad...no le digas nada a mi madre, por favor...

  • Pues claro que se lo voy a decir. ¡Eres un puerco, niñato! ¿Qué te has creído? ¿Piensas que no me doy cuenta de cómo me miras cada vez que nos cruzamos en el edificio? ¿De cómo me espías cada vez que salgo del piso? ¡Y ahora hasta te atreves a meterte en mi propio casa! ¡Esto no va a quedar así, huelebragas!

  • Lo siento, perdóname, por favor... te juro que no volveré a molestar nunca más.

  • Con sentirlo no basta. Se lo voy a decir a tu madre, y da gracias que no se lo digo también a mi marido. O a la policía.

  • ¡No, por favor! ¡Mi madre se va a morir del disgusto! ¿Qué va a pensar de mí?

  • Que su hijo es un cerdo. Y no le faltará razón.

Me derrumbé. Solo con pensar en que mi familia se iba a enterar de que yo era un pajillero huele-bragas se me vino el mundo encima. Sin pensarlo me arrodillé frente a Verónica y durante quince minutos no hice nada más que suplicar. Estaba llorando como un crío de 5 años cuando escuché su voz.

  • Está bien, para ya de llorar, imbécil. Que al final hasta me vas a dar lástima.

  • ¿Me perdonas? No volverás a verme, de verdad. Pero no se lo digas a nadie por favor...

Miré hacia arriba, implorando. Por fin parecía que el enfado había desaparecido de la cara de Verónica. O al menos en parte. Sus labios estaban menos tensos y el ceño ya no se fruncía sobre su frente. Estaba igual de guapa que siempre, con su cara pecosa y sus ojos verdes mirándome fijamente.

  • Si no se lo digo a tu madre tendré que castigarte yo.

  • ¿Qué?

  • Ya te he dicho que con pedir perdón no es suficiente. Te has comportado como un violador pervertido. La única razón por la que no he llamado ya a todos los vecinos es porque todavía eres joven y estás a tiempo de ser reconducido. Pero alguien debe castigarte para que corrijas tu actitud.

  • No hace falta. Te juro que no lo volveré a hacer. He aprendido la lección, de verdad. No volveré a hacer algo así jamás.

  • He dicho que con eso no basta.

Antes de que me diera cuenta, Verónica me agarró de la oreja y la retorció, tirando de ella. Me hizo levantarme bruscamente mientras yo gritaba del dolor. Mis pantalones todavía colgaban a la altura de mis tobillos mientras aquella mujer me sostenía de la oreja como a un niño. Me sentía totalmente ridículo. Pero lo que vino después fue todavía peor. Me tumbó en su regazo boca abajo casi sin esfuerzo, a pesar de mis forcejeos. Aquella mujer estaba realmente en forma y era mucho más fuerte que yo. Enseguida noté el primer azote en mi culo, fuerte, contundente. Resonó en todo el dormitorio. Yo grité mientras un súbito calor invadía mi nalga izquierda.

  • No grites, que te van a oír los vecinos. ¿No has dicho que no quieres que se entere nadie?

  • S-sí

  • Pues calladito, y levanta el culo.

Lo levanté, no sabía qué otra cosa podía hacer. Una serie de diez nalgadas cayó sobre mí casi al instante. Rápidas, firmes, con un ritmo constante. Hice serios esfuerzos para no gritar, pero aún así no pude contener un gruñido apagado que se escapó de mi boca.

  • Así mejor- Dijo Verónica.

  • Esto no es necesario, de verdad...te juro que estoy arrepentido.

No me contestó, simplemente volvió a azotarme siguiendo su ritmo. Otra serie de diez nalgadas, una pausa y vuelta a empezar. El calor invadía mi culo y cada vez me dolía más. Pero lo peor era la humillación. Estaba sobre el regazo de la mujer que me gustaba, tras ser descubierto como un pajillero miserable, con los pantalones bajados y recibiendo una azotaina como si fuese un crío. No pude evitar echarme a llorar una vez más. Pero Verónica no tuvo ninguna piedad. Continuó con su castigo, cada vez más intenso. Después de cuatro series de cachetadas rápidas me estampó la mano en el culo con todas sus fuerzas. A pesar de todos mis esfuerzos grité y me retorcí. Me hubiese caído al suelo si Verónica no me tuviese fuertemente sujeto. El dolor era insoportable.

  • ¡Shhh! Tranquilo, quédate quieto.

  • Me duele mucho. No me pegues más por favor.

  • Coloca el culo.

  • No, no quiero más, de verdad.

  • Pon el culo y mantente firme o subo a hablar con tu madre ahora mismo.

Ahora además de humillado me sentía rabioso. Las nalgas me escocían y tenía los nervios destrozados. Deseaba levantarme y pegarle un puñetazo a aquella mujer. Pero solo con pensar en lo que había hecho y en lo que podía pensar mi madre si Verónica le decía algo las fuerzas me abandonaron. Además en el fondo ni siquiera estaba seguro de poder vencer a Verónica aunque lo intentase, así que me tragué el poco orgullo que me quedaba y saqué el culo hacia fuera como una perra, esperando otro azote con los ojos cerrados.

Pero esta vez el azote no llegó. En vez de eso Verónica acarició mi culo suavemente y después sopló dulcemente sobre mi piel. El aire fresco me alivió y me sentí reconfortado. Casi sin darme cuenta dije:

  • Gracias.

Las caricias duraron algún tiempo más. Era realmente agradable sentir la mano suave y firme de Verónica masajeando mi culo. Inconscientemente me empalmé. Mi polla se puso tiesa, apoyada sobre la pierna de Verónica. Temí que ella se diese cuenta y que aquello empeorase la todavía más situación, pero era incapaz de controlarlo. Un nuevo azote resonó en la habitación, y mi culo volvió a ponerse al rojo vivo.

  • ¿Te gusta que te pegue?

  • N-no...no entiendo.

  • Que si te gusta que te azote el culo.

  • ¡No, claro que no!

  • ¿Entonces por qué te empalmas? ¿Eh cerdo?

  • No lo sé.

  • Di: “soy un mierda chupabragas y me gusta que me azoten”

  • ¿Qué?

Recibí quince nalgadas de improviso, muy fuertes. Sollocé. Después vinieron quince más.

  • Dilo. ¡Dilo o te destrozo!

  • Soy un mierda chupabragas y me gusta que me azoten.

Escuché a Verónica reírse a carcajadas. Mi culo estaba completamente rojo, pero mis mejillas también, de la vergüenza.

  • Muy bien, ahora levántate y túmbate en la cama boca abajo.

Obedecí. Me tumbé sobre el colchón y llevé las manos a mi pobre culo dolorido. La piel estaba hirviendo y un poco hinchada. Lo froté intentando aliviar el dolor. Mientras tanto escuchaba los pasos de Verónica alejándose. Regresó a los pocos segundos.

  • Saca las manos del culo y ponlas sobre tu nuca.

Al oír su voz me recoloqué como ella dijo, quería que aquello acabase cuanto antes y además no me sentía con fuerzas para oponerme. Miré un instante hacia atrás y vi a Verónica blandiendo un cepillo de madera en la mano. Era grande y parecía bastante pesado.

  • No me mires y prepara el culo. Ahora viene lo mejor.

Quise replicar algo, pero enseguida empezó a golpearme con la parte de madera del cabezal del cepillo haciéndome callar. Aquello dolía mucho más más las nalgadas y yo solo acertaba a sollozar. Ella se reía y seguía golpeando sin piedad mis maltrechas nalgas. Llegó un momento en el que ni siquiera las sentía, estaba convencido de que me iba a destrozar el culo. Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Al cabo de tres minutos no era más que un guiñapo llorón con la piel en carne viva.

  • ¡Para! ¡Para por favor! - Conseguí articular por fin con la voz entrecortada. No podía parar de llorar. Pensé que el tormento seguiría, pero sorprendentemente hizo caso y paró.

  • Está bien - Dijo - Ya has tenido suficiente. Ponte en pie.

Obedecí como un corderillo. Casi no me podía mantener en pie del dolor, . Ella me cogió de la mano y sonrió casi con ternura mirándome. Después me guió hasta el espejo de su habitación, me puso de espaldas a el y me hizo mirarme. Mi culo estaba totalmente hinchado y amoratado. Sollocé una vez más al verme así. Ella cogió mi rostro entre sus manos y me miró a los ojos. Pese a todo estaba preciosa. Por un momento pensé que iba a besarme, pero lo que hizo fue escupirme en la cara. Noté su saliva resbalando por mi barbilla mientras Verónica dibujaba un sonrisa irónica.

  • Largo de aquí chupabragas.

  • Sí señora - murmullé.

Y así, con la cara goteando, me fui todo lo rápido que mis destrozadas nalgas me permitieron. Aquella noche no pude dormir del dolor, y al día siguiente hice lo imposible por disimular delante de mis padres, pero fue imposible. Les tuve que contar que me había caído entrenando. Pero lo peor todavía estaba por llegar...

CONTINUARÁ

P.D Gracias por leerme, espero que les haya gustado, continuaré la serie si suscita interés.

Agradezco cualquier comentario, ya sea aquí o en mi correo electrónico: [email protected]

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