Mi dulce morenita borracha

Sevilla, una tarde de copas, una cena típica. Y el calor insuperable de un cuerpo inolvidable. Estaba bebida, pero no me arrepiento de nada...

En primer lugar, gracias por los elogios recibidos por mi primera historia. Hoy os voy a contar otra experiencia tan real como al anterior. Es un recuerdo muy bello, muy erótico.

La historia sucedió en el invierno de 1996. Por motivos de trabajo estaba en Sevilla, en el sur de España y la climatología era maravillosa. Sol radiante, veinte grados y una luz muy especial como siempre en esa mágica ciudad. Tras finalizar mi tarea, era un placer darse una vuelta por el barrio de Triana, observando a la gente sentado desde una terraza mientras me tomaba una cervecita bien fria. Si hay un tipo de mujer que siempre me ha encantado, esa es la sevillana. El porcentaje de bellezas es absolutamente sorprendente. Y las hay de todos los tipos: rubias, morenas, pelirrojas, con el pelo de colores

Saboreando una cerveza en copa helada y unos pescaditos miraba a mis compañeros de terraza. Había algunas parejas, un par de tipos con corbata y un par de ancianitas saboreando una tapa. Me fijé en una de las parejas. Era evidente que estaban discutiendo. Ella era morena, aparentaba ser alta, con una melena lisa, muy cuidada, maquillada lo justo para realzar su hermoso rostro de ojos verdes. Sus manos eran largas y de dedos finos. Llevaba las uñas pintadas de un color rojo atrevido. Vestía una camisa blanca, muy escotada y bajo ella se adivinaba el sujetador, tambien blanco. Una falda oscura, como de uniforme, daba paso a unas piernas larguísimas, sin medias, rematadas por unos zapatos de tacón tambien negros. El fulano era algo mayor que ella, tenía poco pelo y vestía, exactamente, como un vendedor de enciclopedias.

En un momento dado la morena le soltó un sopapo a su acompañante. El tipo se levantó, cabreado y dando un empujón a la silla, se marchó. Ella quedó enfurruñada, con gesto de ira contenida. En ese instante levantó la vista y me miró. Reparó en mi mirada divertida.

¡Y tú qué coño miras, imbécil! - me soltó con su acento andaluz inconfundible.

Nada. Tienes una derecha espléndida ¡Vaya bofetada que le has dado a ese…!

¿Y qué? ¡A ti que te importa!

A mi, nada. Sinceramente no he podido dejar de ver la escena. No me importaba de que iba el asunto, tan sólo te miraba a ti.

¿A mi…? ¿ Y por qué…?- me preguntó, agresivamente.

Simplemente porque eres la mujer más bonita que he visto en mucho tiempo

Se quedó de piedra. Evidentemente no esperaba esa respuesta. Sonrió levemente. -¡Dios mio, era preciosa!- y habló con un tomo ya más calmado:

Ya me perdonarás. Tengo muy mal genio. Lamento haberte gritado.

Da lo mismo. Seguramente me lo he merecido –contesté- todo te lo perdono si te bebes una cervecita conmigo.

Ella se incorporó -¡qué figura tenía la condenada!- y se acercó, como un felino, hasta mi mesa. Se sentó a mi izquierda y comenzamos a hablar.

Me contó que se llamaba Esther, que era dependienta en unos grandes almacenes y que ese capullo era un noviete que la tenía harta. Nada serio. Apenas llevaban un mes saliendo pero ya no lo aguantaba. Me dijo que tenía 24 años, que era géminis y que estaba aburrida de Sevilla.

Aquella tarde fue muy divertida. No nos separamos hasta bien avanzada la noche. Tras una cerveza vino otra –esa tarde ella tenía fiesta y yo me la tomé, evidentemente- y mas tarde otras más… Así hasta que dieron las diez y cenamos en una taberna típica junto a la Giralda. No dejamos de hablar y de reir. El tono de la conversación fue subiendo. Hablamos de novios, de polvos y de cosas así, y yo me estaba poniendo a cien… Lo malo es que, de repente, le dio un subidón como consecuencia del alcohol que había tomado durante toda la tarde.

  • Alex, estoy … un poco mareada… ¿Tomamos el aire?

La acompañé a la calle. La noche sevillana era preciosa, brillaban las estrellas y yo estaba totalmente salido. "¿Sería posible que estuviera borracha…? ¡Vaya faena!" pensé. A trompicones la acompañé hasta mi coche, que estaba aparcado en un parking cercano.

Se me pasa enseguida, déjame descansar un poco.- me pidió.

Y cerró los ojos, sentada a mi derecha. La miré con detenimiento. Tenía unos pechos no muy grandes, de deportista, un vientre plano, hundido. Sus piernas tenían una piel perfecta. Ni una venita, ni un pelito, nada… y eran de un agradable colorcito bronceado. No podía más. Había reclinado el asiento y parecía dormir plácidamente. Me decidí a pasar a la acción.

Mi mano izquierda pasó suavemente por su muslo desnudo. Ni se canteó. Su rodilla era suave, bajé hacia la pantorrilla. Dura y elástica. Perfecta. Con sumo cuidado le desabroché, uno a uno, los botones de la camisa. Dejé al descubierto su sujetador. Esther seguía dormida. Miré su ombligo. Apenas era una línea en su barriguita. Le acaricié el pelo con suavidad, metiendo mis dedos entre sus cabellos y peinándola, mientras con mis uñas acariciaba su cuero cabelludo. Sus labios se entreabrieron y murmuró algo que no entendí.

Me acerqué a su orejita y la besé. Pronto mi pasión se desbordó y de los besos pasé a los mordisquitos. En mi entrepierna, mi polla iba a estallar, así que me la saqué a través de la braguetera… De su oreja pasé al cuello y Esther, sin abrir los ojos, se estremeció. Mis manos, mientras tanto, jugaban con el borde de sus sujetadores sin atrevemerme a entrar en ellos. Eran de esos de clip delantero y, finalmente, lo solté. Mi morena hizo un gesto que me asustó. No abrió los ojos pero se puso más cómoda en el asiento, de modo que su falda se subió unos centímetros. Sus muslos se separaron, invitándome a meter la mano. Y lo hice, sintiendo su calor. Era maravilloso sentir, centímetro a centímetro, su piel bajo la yema de los dedos de mi mano izquierda. Cada vez más cerca del objetivo final. Tironeé de la falda hacia arriba hasta que dejé a la vista sus braguitas. Eran de color violeta, de suave encaje, muy pequeñas. Mi mano apretó mi polla. Estaba como un missil.

Esther gimió y subió los brazos por detrás del reposacabezas. Esta totalmente entregada a mis caricias. Con mano nerviosa, me desabroché el pantalón y me bajé el slip hasta los tobillos. Necesitaba liberarme de la ropa. Despues me concentré en aquella belleza. Le separé las copas del sujetador y me deleité con sus pechos. Eran, en efecto, pequeños, con un pezón voluminoso, suaves, muy suaves, y durísimos. Los besé y los lamí centímetro a centímetro, mientras mi mano izquierda jugueteaba con los bordes de su braguita.

¡Cómeme el coño, mi vida! Me susurró al oido. Estaba despierta hacía rato y sus gestos demostraban que estaba en el séptimo cielo.

Le bajé las braguitas muy poco a poco, rechazando su ayuda. Ella, nerviosa, se las quería quitar por la vía rápida pero yo no la dejé. Tenía que alargar ese momento. Estaba medio desnuda, para mi placer. Y era algo inenarrable. No había prisa. Era un momento mágico –a pesar de las estrecheces del coche y de lo triste del parking- y no quería que terminara rápido. Llevaba los pelos del coñito perfectamente cuidados. Las ingles depiladas y el resto del vello formando, apenas, una línea sobre su vagina. Cuando la felpa de sus braguitas se separó de su coño, un hilito de humedad me señaló que estaba más que lista para el siguiente paso. Arrodillado en mi asiento, con el pene al aire, inicié el descenso desde sus pechos hasta su sexo. Según me iba acercando, Esther gemía más fuerte mientras abría sus hermosas piernas. Llegué al ombligo y jugueteé con la lengua. Sus brazos seguían enganchados a su reposacabezas y su espalda se arqueaba buscando mi boca. Cuando llegué al coño lo olí. Era como una manzana fresca. Su humedad era enorme. Incluso una gotita resbalaba hacia su prieto ano. La penetré con la lengua, a pesar de la difícil postura, y Esther rugió. Me pedía más, me pedía que la mordiera, que se lo comiera entero, que le metiera un dedo por el culo… Hice todo lo que me pidió hasta que noté como, en medio de un temblor continuado, se corría. Lo hizo en silencio, con la boca abierta, como un pez al que le faltara agua. Se puso tensa como una tabla y luego, con un estertor, se dejó caer.

No pares, mi vida, sigue asi, sigue así, por favor…- me rogó sin abrir los ojos.

No la defraudé. La pasé al asiento de atrás y, con más comodidad, procedí a regalarle otra buena mamada, ahora en condiciones y en una postura más propicia. Quería que sintiera mi lengua en su clítoris, a ambos lados de su capuchón, en sus labios. Quería disfrutar de él, tirando de sus labios mayores, lamiendo ese tramo sensible que va desde el coñito hasta el ano. No aguantó mucho y se corrió de nuevo apretando sus muslos contra mi cabeza.

Mi pene, a esas alturas, habia pasado por varios estados pero en ese momento estaba acusando la hora larga que llevaba empalmado. Esther se incorporó, todavía con la falda enrollada en su cintura y con la camisa y el sujetador entreabiertos y me besó en la boca, con un aliento levemente alcohólico.

¡ Pobrecito! -le dijo a mi aparato- ¿Nadie se ocupa de ti…?

El masaje que me dió, a continuación, es uno de los recuerdos más excitantes de mi vida. ¡Qué manos tenía! ¡Y qué boca! Primero me llevó al borde de la locura con sus uñas. Me acariciaba, como si arañase, mis muslos, mis ingles, mi ombligo… pero sin rozar mi polla que había recobrado su esplendor y que brillaba en la penumbra como un faro. Yo no podía más. Cuando se le metió en la boca lo hizo sin la ayuda de sus manos y fue increible. Me la mordía con ciudado, me la lamía desde la punta hasta la base de los huevos. Me chupó hasta el último centímetro de piel.

  • No te corras todavía, cariño. ¡Hazlo en mi culo! ¿Quieres hacérmelo por detrás?

No había nada más que decir. Se subió encima mio y con destreza, se paseó mi capullo por su sexo para humedecerlo más si cabe. Como un pincel utilizó mi polla para lubricar su ano y con gesto decidido, rodeada por mis gemidos, se la clavó entera, poco a poco, en su culito. La estrechez, al principio, me molestó un poco, seguramente por la postura, pero pronto dio paso a una sensación increible.

Esther galopaba, literalmente, sobre mi sexo mientras se masturbaba con violencia. Antes de que yo estuviera listo, se corrió de nuevo gritando como una posesa:

¡Ahora tu, ahora tu! Dame tu leche, dámela.

Y se la di. Me corri como un salvaje, con una pierna sobre los asientos delanteros, la otra en la ventanilla y un culo ardiente sobre mi polla. Quedamos abrazados el uno al otro. Sin sacar el miembro de su cueva.

Cuando recuperamos la respiración, Esther me besó. Fue un beso largo y húmedo

Ya se lo que estás pensando. Que todavía no has disfrutado de mi coño. Pero eso te lo reservo para mañana. Te voy a preparar, si quieres, una velada muy especial.

Asentí con los ojos cerrados. Su ano no me soltaba el pene. Ni falta que hacía. Decididamente, me encantaba Sevilla.

Hasta aquí el relato por hoy. En una próxima entrega os contaré la "sorpresita" que me tenía guardada la dulce Esther. Merece un apartado, os lo aseguro.