Mi diosa Raquel

Ella es mi secretaria en la vida laboral, pero una diosa exigente fuera del trabajo.

Yo soy Shusy, un hombre joven de 31 años, casado, ejecutivo medio de una empresa financiera radicada en una conocida ciudad de Andalucía. Soy muy feliz con mi familia y mis hijos, aunque me he visto involucrado en una intensa historia que os voy a relatar. Debido a que soy el encargado de coordinar la actividad de diversas oficinas satélite, me veo obligado a viajar frecuentemente y a hacer noche a menudo fuera de mi casa.

En una de las oficinas, a unos 150 km de la mía, trabaja Raquel. Es una mujer de mi edad aproximadamente, también casada, con una figura y un carisma que me tienen cautivado desde hace tiempo. Adoro su cuerpo, sobretodo sus pechos, grandes, duros y perfectos. Babeo por ellos y por todo su cuerpo. Ella lo sabe, y ha conseguido utilizarlo en su beneficio. Aunque laboralmente soy su jefe y ella ha de cumplir con lo que dicto dentro de la empresa, lo que hace con una profesionalidad excelente, fuera de ese contexto la cosa es radicalmente distinta.

Cada dos semanas tengo que desplazarme al pueblo donde está la oficina donde ella trabaja para cumplir con mis obligaciones, recabar los datos necesarios, comprobar el estado de clientes, etc. Hace unos meses entró a trabajar ella. Cuando la entrevisté ya me quedé prendado de su belleza y su sensualidad. La contraté y poco a poco fuimos entablando amistad. Pronto, en mi antes condición machista y ególatra, traté de seducirla, de buscar la manera de llevármela a mi cama. Nunca antes lo había intentado con otra mujer fuera de mi matrimonio, pero en esta ocasión Raquel me tenía fatalmente cautivado.

Ella medio se dejaba hacer. Conocí que su marido, escolta profesional, solía salir a menudo de la ciudad por su trabajo y dormir fuera. Eso me proporcionaba un terreno abonado para mis intenciones y me ayudó a que ella aceptara varias invitaciones a cenar. En nuestro tercer encuentro conseguí desviar la conversación hacia el sexo, hacia el terreno que yo quería. Poco a poco fue subiendo el tono de la conversación hasta que, casi sin darme cuenta, me vi confesándole mi admiración por ella. Ella sonreía y me dejaba hablar. Me preguntaba pícaramente si me gustaban sus ojos o sus tetas. Si era su culo lo que más le miraba en la oficina. Yo, babeante con la conversación y cada vez más envalentonado, me iba enredando sobre mis propias fantasías con ella. Con esa argucia, poco a poco ella fue llevando la conversación a su terreno. Me retaba a ver qué podía ser capaz de hacer por poder verla desnuda, por tocarla.

  • Haría todo lo que tú quisieras. Me tendrías a tu servicio con solo pedirlo.

Ella sonrió. Era la respuesta que buscaba. Había descubierto mi lado sumiso. Yo, ensimismado con llevarla a mi hotel para hacer el amor con ella, ni me daba cuenta. Pensaba sólo con mi pene, como todos los hombres hacemos en estos casos. Y, como sucede en estos casos, la inteligencia de la mujer dio un giro inesperado a mi vida. Aprovechando la ausencia de su marido, esa noche nos fuimos a mi hotel.

En cuanto entramos en la habitación traté de abrazarla, excitadísimo. Ella se dejó hacer unos instantes hasta que traté de desabrocharle su camisa. Entonces me empujó contra la puerta y me dio una bofetada en la cara.

  • ¿No querrás fastidiarlo todo ahora que hemos llegado tan lejos?

Yo, estupefacto, apenas pude balbucear alguna palabra pidiendo una explicación sobre lo que estaba pasando. Ella, lo dejó bien claro en seguida:

  • ¿Qué estás dispuesto a hacer para correrte dentro de mí?

  • Lo que tú quieras - le contesté.

Entonces me dijo que conseguiría lo que yo quería pero que, a cambio, ella jugaría conmigo y yo obedecería. Mi excitación se disparó aún más, entrando en un apasionante juego con el que yo había fantaseado muchas veces pero que con mi mujer, nunca me había atrevido a jugar.

Me hizo desnudarme ante ella, arrodillarme, besar sus pies y suplicarle hasta la humillación que se quitara la camisa. La vista de sus pechos me volvía loco. Entonces sacó una pala de goma de dos tiras de unos 20 cms de su bolso y me invitó a recibir unos azotes para comprar cada una de las prendas que ella llevaba puestas. Y accedí. Me azotó con fuerza mientras se iba quedando desnuda. Las primeras prendas no me costaron mucho. Pero a medida que avanzaba el juego, era mayor el número de azotes necesario. Cuando terminaba de darme los 100 azotes que me costó su tanga, yo ya lloraba como un crío pequeño. Mis nalgas y mis muslos estaban tan doloridos que tardé varios días en poder sentarme bien.

Entonces, creyendo que el juego había concluido, me volví hacia ella y traté de abrazarla. Su respuesta fue un nuevo azote, en mis testículos, que me hizo retorcerme y aullar de dolor. Y allí mismo, sobre el suelo de mi habitación, ella se subió a horcajadas sobre mí. Me hizo estirar mi cuerpo y, medio dolorido y super excitado, me hizo el amor. No pude participar en nada. Sólo mantenerme quieto. Verla saltando sobre mí como una diosa desnuda me hizo olvidarlo todo. Yo llegué pronto al orgasmo, pero a ella poco le importó. Siguió restregándose contra mí hasta que ella tuvo el suyo. Luego, nada. Ni un solo beso. Se vistió y me dejó allí tirado. Aquella noche, mi humilde condición masculina, me hizo masturbarme varias veces. Soñaba con volver a hacer el amor con ella, aunque tuviera que sufrir un castigo tan duro como el que había recibido.

A los pocos días, sin embargo, lo que recibí en mi correo electrónico fue un trozo de grabación de lo que había sucedido. En ella se oía perfectamente nuestra conversación y cómo yo me ofrecía a hacer cualquier cosa por poder tocar sus pechos o beber de su vagina. Mi calentura subió unos puntos más. Pronto se acercaba el día en que tenía que volver a subir al pueblo donde estaba mi adorada Raquel. Pero el día de antes recibí otro correo electrónico con otro trozo de conversación y el siguiente mensaje: "Prepárate mejor para esta vez. Será en mi casa. Mi marido nos servirá la cena. Sería una pena que estas grabaciones dejaran de estar entre nosotros…"

Aquello me dejó aterrado. Su amenaza era clara. La maldita tecnología y su miniaturización me habían metido en un callejón sin salida. Por otro lado me inquietaba aquello de que el marido nos serviría la cena. Estaba confundido.

Y todo transcurrió según lo previsto por ella. Me vi cenando en su casa, ella frente a mí en un ambiente bastante íntimo y acogedor, si no fuera porque era su marido el que nos servía la cena. Ella se comportaba con una normalidad que me tenía desesperado. Hasta que no pude más y, aprovechando que el marido se fue a la cocina para preparar el segundo plato, le dije:

  • Me quieres decir de qué va todo esto.

  • Tú no eres nadie para hablarme así. Pero ya que lo preguntas te lo voy a dejar muy claro: Tú has venido a mí para ponerte a mis pies y cumplir todos mis deseos. Así me lo has prometido. Yo estoy felizmente casada y mi marido me quiere hasta el punto de que hace todo lo que yo quiero. Tú eres sólo un instrumento más para esa dominación. Te voy a utilizar como me venga en gana. Ya sabes qué es lo que pasará si jodes mis planes. ¿Entendido?

Yo no entendía nada, o no quería entenderlo. El caso es que tuve que callar y dejar que todo siguiera su camino. Entonces, mientras él esperaba de pie a que nosotros comiéramos, Raquel me fue contando cómo era la vida de su marido. Le hizo escuchar cómo me ponía al día de su condición familiar, lo atento que era, lo bien que la cuidaba a ella y a la casa, sus restricciones sexuales, etc.

Tras la cena nos sentamos en un sofá y su marido se arrodilló a sus pies para masajearlos. Yo estaba bastante incómodo y sé que él también lo estaba. Pero seguía cumpliendo con todo lo que ella le había inculcado. El momento más violento llegó cuando ella le dijo:

  • Ya sabes que prefiero que estés desnudo cuando haces esto.

Él la miró suplicante y me miró a mí. Se puso de pie y se quitó la ropa, dejándola toda perfectamente doblada, hasta quedarse totalmente desnudo. Volvió a arrodillarse a los pies de Raquel para continuar con su masaje. Ella se volvió hacia mí y me besó ante sus ojos, llevando su mano descaradamente a mi entrepierna. Traté de zafarme, pero su abrazo me doblegó y traté de corresponderla. Me sentía tan dominado por ella que era incapaz de echar marcha atrás.

Pasados los primeros momentos más tensos, nuestro morreo fue en aumento. Conforme fui ganando confianza, comencé a devolverle los besos. Mi polla estaba durísima y decidí abandonarme al placer. Sin pensarlo dos veces metí la mano bajo su jersey en busca de aquellas tetas que tanto me gustaban. Antes de que llegara, ella lo interrumpió todo:

  • ¿No crees que mi marido se está portando muy bien?

De nuevo me descolocaba. De nuevo mi pene se había instalado en mi cabeza y nublaba mi capacidad de pensar. Le dije que sí. Ella me dijo que si yo creía que se merecía un premio por esa dedicación. Y le contesté que sí.

  • Yo también lo creo. Así que bájate el pantalón y échate en esa mesa. Voy a dejar que mi maridito pueda desahogarse contigo.

El mundo se me cayó encima en ese momento. Yo me negué. Protesté y hasta hice amago de irme. Jamás me iba a dejar sodomizar por un tío. Ella, más fría y calculadora que yo, me dijo que sí lo iba a hacer y que lo iba a hacer delante de ella para que ella pudiera divertirse y para que yo no tuviera ningún problema familiar. Y me convenció.

Me coloqué como ella quería. Seguí todos los pasos que ella me ordenó, humillándome hasta donde no lo había hecho nunca. Su marido sufrió también la humillación de hacer algo que iba contra su naturaleza heterosexual. Pero me penetró analmente y comenzó a follarme. Ella, mientras tanto se masturbó viéndonos enganchados. Se hizo eterno. Yo lloraba por el dolor de mi ano y de mi humillación. Su marido me follaba con intensidad pero no se corría nunca, aturdido por la situación y obedeciéndola a ella. Creo que él tampoco disfrutó mucho con esto.

Cuando ella quedó satisfecha, le permitió a él correrse dentro de mí. Mi único premio esa noche fue dormir en su cama, chupándole el coño mientras su marido dormía al pie de la cama. Tuve que dormir con mi cabeza abrazada entre sus piernas toda la noche.

Desde entonces, cada vez que tengo que ir a esa oficina y hacer noche en el pueblo, estoy obligado a dormir en su casa. Poco a poco nuestra relación ha ido ganando en confianza. Yo soy el encargado de castigar a su marido cuando ella cree que no ha cumplido con su obligación. Los castigos que sufre van desde los azotes con cualquier cosa hasta tragarse mi orina. Pero también soy el encargado de premiarlo cuando se lo merece. Entonces lo normal es que me sodomice. Si quiere premiarlo a él y castigarme a mí, debo masturbarle o practicarle una felación hasta tragarme su semen, mientras ella se mofa de nosotros y nos humilla con sus palabras y bofetadas o, simplemente, se masturba.

Nunca ha permitido que su marido me azote a mí, afortunadamente, y en todas las sesiones siempre está ella presente. La relación sexual de su marido se ha limitado a mí. Al menos mis premios la incluyen a ella: desde adorar sus senos o su vagina hasta ofrecerle mi pene erecto para que ella se penetre a su gusto, usándome como si fuera un consolador (momentos en los que siempre estoy atado de manos y pies, en posiciones bastante incómodas que impiden que yo me corra en poco tiempo).

Normalmente nos tiene a los dos a sus pies para chuparle el coño y el culo y se divierte con nuestros contactos homosexuales que tanto asco nos dan, tanto a uno como a otro. Yo al menos puedo tocarla y adorarla, aunque siempre bajo sus normas.

Mi única recompensa es que me permite llegar a menudo al orgasmo casi siempre que él está presente, pero siempre para humillarlo. Cuando él no está, nunca me lo permite. Suele obligarme a hacer las tareas que su marido no ha hecho y buscar cualquier excusa para castigarme después. Creo que nuestro dista mucho de ser amor y que sólo se mantiene por la adoración que siento hacia ella. Me siento utilizado.