Mi diario (07: Jueves Santo)

Durante una celebración religiosa, un adolescente se encuentra con dos viejos amigos.

MI DIARIO (VII)

LOS CUCURUCHOS

Las tradiciones de Semana Santa, se viven con mucho fervor en Guatemala. Una de las más extendidas es la de la procesiones que recorren las calles de varias ciudades y en las cuales, hermosas y artísticas imágenes son llevadas en hombros de numerosos cargadores, al igual que sucede en España y algunas otras ciudades de Latinoamérica.

Una de las procesiones más solemnes es la que sale de la iglesia de Nuestra Señora de Candelaria todos los Jueves Santos, a las ocho de la mañana, recorre la ciudad durante todo el día y regresa al templo en la madrugada del Viernes Santo.

Interminables filas de cargadores, llamados cucuruchos, vestidos con el clásico uniforme de túnica morada con paletina blanca y casco morado, acompañan a la imagen de Jesús Nazareno en su recorrido. Por su parte, las mujeres acompañan a la imagen de la Virgen de Dolores. En muchas calles del Centro Histórico de la ciudad la gente hace alfombras con aserrín de colores, al paso de la procesión.

Mi abuela, como ya dije antes, era muy dada a los asuntos religiosos, y para ella era inconcebible no cargar en Semana Santa. Lo hacía casi todos los días en las procesiones principales y, por supuesto, la de Candelaria era una de sus devociones principales.

Salía muy temprano, para llegar al templo antes de que saliera la procesión y así integrarse al cortejo y acompañarlo durante todo el tiempo que permanecía en la calle. Allí, se reunía con otras personas amigas y en compañía de ellas regresaba a casa el viernes en la madrugada.

Yo, pese a sus enseñanzas, nunca he sido muy religioso y por ello me quedaba en casa. Siempre he preferido una buena masturbación a un rito religioso. Sin embargo, debía acoplarme también a los acontecimientos del momento. El caso es que la procesión de Candelaria pasaba frente a la casa que habitaba con mi abuela, a eso de las nueve de la noche, por lo que ella aprovechaba para adelantarse al lento cortejo, llegar a la casa, tomar una pequeña merienda, descansar unos momentos los pies y volver a unirse a la procesión cuando ésta se iba ya acercando.

Aquella noche, mi abuela acababa de marcharse y yo estaba observando a la gente en la ventana de la casa, la que tenía abierta, cuando vi pasar unos cucuruchos conocidos.

Eran los hombres que había encontrado aquel sábado en casa del inquilino de mi abuela: Aníbal y Rogelio, quienes como tantos individuos en este día, participaban de la procesión.

  • Hola, Amadeo -me saludó Aníbal al verme.

  • ¡Hola! -respondí- ¿Cómo están?

Conversamos unos momentos y Rogelio me dijo:

  • Deseo pedirte un favor.

  • Claro. ¿Cuál? -respondí con amabilidad.

  • Deseo pedirte que me permitas usar tu baño.

  • Claro que sí -respondí, al tiempo que me apartaba de la ventana para ir a abrirles la puerta.

Abrí y ambos entraron. Le indiqué a Rogelio el lugar donde estaba el baño y se dirigió hacia allá, mientras Aníbal me decía:

  • ¿Cómo has estado? Hemos lamentado no verte en estos días.

Al decir esto, me acarició con su mano y acercó su cara a la mía para darme un beso. Fue una caricia cálida con pasión. Me puso la mano sobre el pene, que dio un respingo y reaccionó. No pude menos que experimentar una potente erección que templaba ya la tela de mis pantalones.

  • ¡Acercate más! -ordenó con voz sensual, en tanto que yo lo miraba embobado.

Él sonrió, se sacó el pene ya erecto y preguntó:

  • ¿Se te apetece?

Mi pene cabeceaba de deseo y tuve que darle libertad al enfurecido príapo, que apareció orgulloso por la abertura de mi bragueta.

Posé mi vista en sus verga, gruesa, maciza, surcadas por una abultada vena azul y coronada por un glande oscuro y circuncidado.

Con delicadeza, me acarició el pene. Yo, sin poder evitarlo, le agarré la verga y comencé a acariciarlo, notando cómo se ponía más erecto y duro.

Aníbal seguía tocándome, aunque ahora con más ritmo. Creo que en un minuto estaba ya para correrme.

  • ¡Por favor -supliqué-, no más!

El me asió firmemente del pene y me llevó a una alcoba, que era la de mi abuela, haló de mi, para llevarme hasta la cama, donde rápidamente se desnudó y se tendió, mostrándome su pene, a manera de invitación. El deseo me encabritaba la verga más y más.

  • ¡Qué grande! -susurró con voz sensual, mientras tenia la vista fija en mi instrumento.

Me subí a la cama, nos abrazamos y comenzamos a acariciarnos. Mis manos recorrieron ávidas el cuerpo de mi amante. Acaricié largamente sus tetillas, para luego comenzar a devorarle con mi boca un pezón.

Acostados en la cama, seguimos con los juegos de besos y caricias. No hablábamos ninguno de los dos. Mis manos se desplazaron hasta la parte baja de su vientre y advertí con mi mano, que la verga erecta estaba mojada con líquido preseminal.

Sin vacilación alguna lo agarré por las caderas y mamé y lamí su verga con una mezcla de ternura y pasión. Logré excitarlo al máximo, haciéndolo prorrumpir en gritos de delirio.

Entonces Rogelio entró a la habitación. Nos vio y se desnudó con rapidez. La erección de su miembro se hacía más y más fuerte. Rogelio brincó en la cama y se unió a nosotros. La pasión se apoderó de los tres que nos fuimos acariciando furiosamente por todas partes. Mientras mamaba la verga de Aníbal, sentí los dedos de Rogelio en mi ano. Primero uno y luego un segundo dedo que se fueron introduciendo, al tiempo que seguí chupando y lamiendo con avidez la verga de Aníbal, haciéndolo temblar y sacudirse como un diapasón. Entonces, en forma jadeante, con voz trémula, él suplicó:

  • ¡Metémela! ¡Por favor, metémela de una vez!

Poniendo las piernas de Aníbal sobre mis hombros, apunté mi verga frente a la entrada de su ano. Con una mano él dirigió mi pene hacia su culo y lo puso en la entrada del orificio. Empujé con firmeza y, con dificultad, mi pene fue entrando hasta el fondo, pese a los gemidos del dueño de aquel culo ardiente. Para ambos, aquella introducción fue una fuente indescriptible de placer.

Comencé a moverme hacia fuera y hacia dentro, pero Rogelio, agarrando mis caderas, me detuvo. Apuntó su verga cantra mi ano y comenzó a penetrar. Emití un gemido de dolor, pero la cabeza de su instrumento fue penetrando y sentí placer. Empezamos un ritmo acompasado, los tres. Estábamos en el paraíso. Mi boca se posaba sobre la de Aníbal, que se abrió, permitiéndome meter la lengua. Él me correspondió, metiéndome la lengua hasta la garganta.

Estábamos totalmente entregados al placer y, en cada vaivén de entrada y salida, gemíamos con furia, mientras en la calle se escuchaba el rumor de la gente y la música de la procesión que pasaba en ese preciso instante.

La cara de Aníbal se estremeció de placer y supe que no solo estaba gozando tanto como yo, sino que ya había llegado a su orgasmo, que se manifestó con un caliente chorro de esperma que cayó sobre mi vientre.

Ninguno hubiera deseado que aquello se acabara nunca, pero nada dura para siempre. Sin poder contenerme, eyaculé dentro de él, inundando su recto con la explosión de mi leche caliente.

  • ¡Ooohhhh! -grité-. ¡Qué riiicooo!

Me sentí desfallecer de placer, al tiempo que Rogelio aceleraba su ritmo. ¡Qué gusto más grande, Dios!

Seguimos con furia, buscando dar a nuestros cuerpos el máximo placer. Rogelio tenía la respiración entrecortada y la vista nublada por el deseo. Por momentos él retiraba su pene casi hasta la punta y yo retocedía mi culo buscándolo. En ese instante, él acometía con fuerza, hasta que sus huevos tropezaban con mis nalgas.

Gritos de gozo y sensualidad llenaban la habitación. Esto me excitaba aún más, y me provocaba una nueva erección, que muy pronto fue atendida por Aníbal, que ya desensartado, me comenzó a mamar. Nuestros cuerpos electrizados temblaban y los gemidos se mezclaban con suspiros y respiraciones agitadas. Las contracciones de mi recto se transmitían al miembro de Rogelio y yo sentía los golpes de su pene en lo más profundo de mi ser.

Rogelio fue bombeando con mayor dedicación, como si fuera un émbolo mecánico, a la vez que me trastornaba de pasión. Acometía de manera brutal, sacudiéndome sin piedad. Siguió ciego en su ardiente tarea, buscando para ambos un paroxismo que calmara nuestras ansias de placer.

En sucesión vertiginosa sacaba su verga, casi hasta desconectarse, para luego meterla violenta y bestialmente en forma total. Yo reía y lloraba a medida que me iba acercando a mi clímax, el cual explotó momentos después en el interior de mis entrañas, permitiéndome alcanzar ese nuevo y tan deseado orgasmo, con el que inundé la boca de Aníbal, quien tragó y tragó toda mi leche caliente. Por largos segundos me agité como un animal herido. Los músculos de mi recto prácticamente ordeñaban el pene de Rogelio, haciéndolo llegar a la cúspide de una manera rápida y prodigiosa.

Rogelio gimió profundamente, clavé su estaca hasta el fondo de mi ser y un torrente de esperma se derramó en las profundidades de mi caliente túnel. Sus espasmos eran fuertes y lo sacudieron hasta que terminó la eyaculación.

Los tres nos derrumbamos en la cama y permanecimos así, abrazados, jadeando durante largo rato, recreándonos en el placer experimentado, al tiempo que pronunciábamos palabritas dulces.

Permanecimos otro rato juntos, gozando nuestra fatiga y luego, súbitamente, Aníbal reaccionó y poniéndose de pie de un brinco, comenzó a vestirse, al tiempo que exclamaba:

  • ¡La procesión!

Rogelio lo imitó con rapidez, en tanto yo procedí a acomodar la cama de mi abuela para no dejar rastros de lo sucedido y medio vestido, los acompañé hasta la puerta. Antes de abrir, despedí a ambos con un apasionado beso de lengua y luego salieron corriendo.

Regresé al interior de la casa, me tendí en mi cama y, satisfecho, me fui quedando dormido, mientras prometía participar más en aquella clase de asuntos religiosos.

Autor: Amadeo727

amadeo727@hotmail.com