Mi diario (01: El Sacristán)

Un adolescente tiene su primera expericncia sexual con el sacristán de una iglesia.

MI DIARIO (I)

PRÓLOGO

Déjenme contarles mi historia. Mi nombre es Amadeo. Actualmente tengo 23 años, me gusta el arte y las actividades creativas, la pizza, las frutas y los helados. Estudio y trabajo, tengo amigos y me encanta navegar en Internet.

Desde que comencé a entrar en la adolescencia, me fui dando cuenta de que me atraían más los hombres que las mujeres, y aunque la presión social me ha obligado en varias ocasiones a estar con mujeres puedo decir, hasta cierto punto, que soy gay. No me averguenzo de ello y lo confieso ante el mundo. No soy amanerado ni delicado, no soy obvio y soy muy discreto, funciono como activo y como pasivo.

Desde los doce años viví con mi abuela paterna, ya que mis padres habían fallecido en un accidente automovilístico. Ella era una mujer fuerte y estricta, pero cariñosa. Era chapada a la antigua y ni soñar que llegara a enterarse de mis tendencias homosexuales, ya que nunca las hubiera aceptado.

Sin embargo, dentro de todo eso, encontré la manera de tener sexo y satisfacer mis inclinaciones. De ello les contaré en esta serie.

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EL SACRISTÁN

A mis 15 años, la vida con mi abuela paterna era agradable, pese a que ella una mujer muy estricta y chapada a la antigua. Era también una mujer muy religiosa. Estaba siempre en cosas de iglesia, asistía a toda clase de servicios y celebraciones religiosas, participaba en rezos, vigilias, retiros, alabanzas, velaciones, procesiones y demás, e invariablemente, siempre debía yo acompañarla a la misa de 10 de la mañana todos los domingos.

Debido a que ella tenía mucha relación y conocimiento con el padre Daniel, consiguió que yo le ayudara en la misa antes mencionada. Junto con otro chico, de unos trece años, llamado Jorge, nos convertimos en los monaguillos oficiales del padre Daniel, hasta el día en que el muchacho no volvió más. Ignoraba los motivos del retiro, pero ni siquiera volvió a la misa en aquella iglesia. Desde entonces, yo fui el único ayudante del sacerdote.

Todos los domingos, al terminar la misa, yo me quitaba el alba blanca y la túnica roja y corría a reunirme con mi abuela, que me estaba esperando. Sin embargo aquel domingo de cuaresma, ella debía asistir a una reunión de la hermandad de la Virgen de Dolores de otro templo, entidad a la cual pertenecía. Por tanto yo fui solo a ayudar en la misa al padre Daniel.

Al terminar el oficio religioso, estuve unos momentos conversando con el padre, en la sacristía, mientras él se quitaba los ornamentos sacerdotales y luego se ponía su acostumbrada chaqueta negra. Después se marchó, ya que tenía que asistir a otra iglesia. Regresaría para la misa de doce.

El sacristán había presenciado todo y escuchado cuando yo le dije al padre que mi abuela no me estaba esperando esta vez. Al marcharse el padre Daniel, el sacristán se acercó a mí e inició una conversación intranscendente, mientras yo me quitaba las vestiduras. Era un hombre de unos 30 años, pelo obscuro y mediana estatura.

  • Hace tiempo que he querido la oportunidad de hablarte -me dijo.

  • ¿Ah sí? -pregunté sorprendido-. ¿Y de qué?

  • Bueno -dijo en tono vacilante-, me gustaría hacer amistad contigo.

  • ¿Cómo así? -pregunté sin comprender.

Por toda respuesta, él se acercó a mí y en forma atrevida me puso su mano derecha directamente sobre mi pene y comenzó a sobarme. Yo me sentí sorprendido y sobresaltado.

  • No temás -me dijo-. No voy a hacerte daño. Por el contrario, te va a gustar.

Yo, por supuesto, era joven e inexperto, virgen, sin mayores conocimientos en mi haber, pero sí sentía cierta gusto por la homosexualidad. No sabía qué hacer. Francamente estaba totalmente desconcertado. No sabía qué actitud adoptar.

Él, aprovechándose de mi vacilación, aprovechó para descorrer el cierre de mis pantalones y meter la mano dentro de la bragueta. Me tomó el pene por encima del calzoncillo y me lo acarició con más intensidad. Yo me quedé quieto, sin oponer resistencia y él pudo percatarse que que me estaba excitando, por la dureza que mi pene iba adquiriendo.

Yo no sé por qué me quedé allí, quieto, pero lo cierto era que pese a todo, disfrutaba de aquella caricia y mi verga crecía más y más y se ponía más dura y palpitante.. Eso fue suficiente para él, que lo tomó como una muestra de mi consentimiento. Me tomó de la mano y me llevó a través de una puerta cercana, hasta un cuarto vecino. La habitación era fría y oscura, ya que la luz sólo entraba por una pequeña ventana que se encontraba muy alta.

Una vez estuvimos adentro, él cerro la puerta con cerrojo. Cuando mis ojos se acostumbraron a aquella penumbra, pude apreciar que había diversos bultos e imágnenes almacenadas allí. Reconocí una imagen de San Miguel Arcángel a la que le faltaba un brazo, una de San Francisco de Asís, sin manos y otra de Santa Catalima de Siena. En un rincón estaba San Nicolás de Bari.

Pero el sacristán no estaba para una jornada de arte religioso, así que maniobrando rápidamente, me desabrochó los pantalones, que cayeron al suelo y me llevó hasta unviejo sofá que se econtraba en un rincón. Me bajó los calzoncillos, dejando libre mi verga, que se alzó poderosa. Me sentó en el sofá y con rapidez se puso de rodillas y tomó mi pene entre sus labios y comenzó a darme una gran mamada, al tiempo que abriéndose la bragueta, dejó en libertad su propio pene, que también cabeceaba de deseo.

  • Te voy a hacer gozar -me dijo en un instante de tregua.

Me excité tanto, que en muy pocos instantes ya estaba al borde de la eyaculación, mientras mi respiración se hacía más y más agitada. Entonces, se irguió soltando mi verga, y aprovechó para desnudarse. Luego, se acercó con la verga en completa erección y se colocó entre mis piernas abiertas. Juntó su pene al mío y comenzó a frotar ambos miembros juntos, uno contra otro. Aquello casi me volvió loco de placer.

  • Yo... Yo... ¡Me encanta esto...!-susurré.

  • Goza, mi niño. ¡Goza! -dijo.

Siguió masturbándome, hasta que sentí que ya no podía más y estaba nuevamente a punto de terminar. Entonces se detuvo, me miró directamente a los ojos y se sentó a mi lado. Señalando su verga, dijo:

  • Ahora es tu turmo. ¡Mámame!

Me coloqué de tal manera que su verga corcoveante quedaba al alcance de mis labios. Sin embargo, no me atrevía del todo.

  • Yo nunca he hecho esto... -exclamé.

  • No importa -me dijo-. Yo te voy a enseñar.

Atreviéndome, tomé su verga entre mis manos y comencé a acariciarla. Tras unos minutos de duda, ya que nunca antes había tenido un pene en mi boca, comencé a chupar lentamente. Mamar aquella verga fue una experiencia realmente novedosa y diferente. No sólo me gustó, sino que me excitó de manera extrema. Cubrí de besos el glande y lo lamí completamente. Tomando el bálano en mi boca, inicié la mamada, sorbiendo y chupando, en tanto él se retorcía de goce y emitía sinceros gemidos de placer, mientras me acariciaba tiernamente la cabeza.

De pronto, él se incorporó, me dio un beso profundo y dándome la espalda, se montó abierto sobre mí. Me agarró el pene y fue descendiendo pausadamente. Con alguna dificultad, lo fui penetrando lentamente por el culo. El orificio de su ano estaba tan caliente y apretado, que casi me vengo con sólo sentirme adentro, pero logré controlarme. Nos quedamos quietos un momento y luego empezamos un movimiento de sube y baja, de mete y saca, en tanto él se masturbaba con su propia mano.

Aquello era delicioso. El movimiento se fue haciendo más intenso y más furioso, hasta que en muy poco tiempo me sentí sumido en un orgasmo que se vino incontrolable, haciéndome proferir en fuertes exclamaciones y gemidos de placer.

Después de unos instantes él se incorporó, para deconectarnos. Entonces, me dio vuelta poniéndome boca abajo. Me tomó por las caderas, me levantó el trasero y acto seguido sentí la cabeza de su pene en mi ano tratando de abrirse paso.

Yo me resistí un momento, pero él más bien me dijo que me relajara, ya que de lo contrario me dolería. De pronto, empujó con fuerza y sentí que ya estaba adentro de mi. Me dolía, pero era tanto el frenesí que me colmaba que no protesté y más bien comencé a moverme. Creo que eso hizo que el placer fuera más intenso y el dolor disminuyera.

Tras un rato, me sacó su verga y me dio vuelta. Al ver su pene tan erecto cerca de mí, quise mamarlo nuevamente, pero él no me dejó. Levantó mis piernas y las colocó sobre sus hombros, dejando mi adolorido ano al aire y libre para que entrara esa verga que, por lo visto, estaba ansiosa. Le pedí que lo hiciera despacio, pero sin hacerme caso, nuevamente me la metió, esta vez sin piedad, y de un solo empujón estaba dentro.

Sentí que me moría, pero no de dolor, sino por causa de un placer indescriptible. Yo estaba con una erección tremenda y me masturbaba con la mano, en tanto él me decía:

  • No sabés cuánto deseaba hacerte esto.

Estuvo cojiéndome durante unos 10 minutos, y cuando comenzó a aumentar la velocidad, me di cuenta de que estaba a punto de correrse. De pronto me sacó el pene y descargó toda su leche sobre mi vientre, yo seguí masturbándome y en unos instantes me corrí como nunca.

Él se sentó a mi lado y durante unos momentos nos quedamos en silencio, recobrando el aliento. Luego él tomó un rollo de papel higiénico y comenzó a limpiar los restos de semen que había en mi piel.

  • Me gustás muchísimo -me dijo-. Te he deseado desde hace mucho, pero como siempre te ibas corriendo después de la misa...

Luego, el sacristán me miró con una sonrisa y agregó:

  • Mañana el padre dice misa a las 12:00 y después se marcha. Regresa hasta las 5:00 de la tarde, para el rezo del Rosario. Yo estoy solo toda la tarde. ¿Por qué no venís después del almuerzo?

Después de salir de la iglesia, me sentí algo mal. Estaba inconforme conmigo mismo. Me dije que nunca debí permitir que aquello sucediera. Sin embargo, la tarde siguiente allí estaba yo, después del almuerzo, tocando la puerta lateral de la iglesia.

Autor: Amadeo

amadeo727@hotmail.com