Mi despertar como putita

La mayoría de la gente tiene una mala imagen del servicio militar.Pero yo recuerdo experiencias maravillosas, que todavía son fuentes de mi inspiración.Una de ellas, imborrable de mi vida, la quiero compartir con ustedes.

MI DESPERTAR COMO PUTITA

La mayoría de la gente tiene una mala imagen del servicio militar. Pero yo recuerdo experiencias maravillosas, que todavía son fuente de mi inspiración. Una de ellas, imborrable de mi vida, la quiero compartir con ustedes.

A los veinte años había llegado al batallón de montaña 211 para cumplir mi servicio militar en el Ejército. Lo hice, por supuesto, sin el menor entusiasmo. Se me antojaba que iba a ser un año perdido, lejos de mi familia, y lo peor, retrasando mis estudios sin ningún tipo de compensación. Pero por suerte no sucedió así. Y las compensaciones resultaron muy gratas y abundantes. Les voy a contar como empezaron.

Al poco tiempo de llegar, y luego de comprobar que yo era estudiante de medicina, los oficiales a cargo de la asignación de tareas me ubicaron en la enfermería del cuartel. Así que tuve, por lo pronto, la posibilidad de hacer alguna práctica relacionada con mi futura profesión. Pero además pude entrar en un contacto directo, íntimo, con infinidad de muchachos de mi misma edad, que no sólo pusieron a prueba mi compromiso vocacional, sino que además, gracias a vivir con ellos y compartir día a día su trato y sus acciones, me permitieron descubrir mis verdaderos sentimientos en cuanto al sexo. Darme cuenta, concretamente, de la clase de sexo que habría de adoptar para mi vida.

Hasta entonces sólo había tenido unas pocas experiencias convencionales, no tanto buscadas por mí sino por diferentes chicas, ya que los juegos sexuales todavía no despertaban mi entusiasmo. Yo resultaba, de todos modos, una persona interesante. Era, por entonces, un mocito espigado, trigueño, de buena talla, con ojos verdes y un cuerpo armónico y fibroso. Estaba algo marcado por cierto inocente narcisismo. Pero fuera de ese defecto, era amable y sincero, y pese a no ser muy expansivo ni locuaz, tenía buen trato con la gente.

De modo que me fui adaptando a mi nueva situación, con más rapidez que la esperada en un principio. Estando ya en la enfermería, me apliqué con esmero a las tareas que debía cumplir. Administrar medicamentos, hacer vendajes, colocar inyecciones, etc. Eso implicaba, por supuesto, el contacto diario con decenas de jovencitos aburridos, ligeros de ropas o desnudos, tirados en la cama, holgazaneando de una u otra forma, caminando en pelotas, bañándose, e incluso muchas veces haciendo bromas con sus pijas. Los menos pudorosos llegaban a sobársela con todo descaro, mientras competían por el tamaño o el tiempo que se podían aguantar sin "vaciarse". Esas vivencias iban inclinando mi sexualidad, en un sentido inverso pero claro. Comencé a sentirme "femenino", a imaginarme como una mujer que estaba allí, lista, dócil, tentada para la entrega hacia cualquiera de esos machos viriles y ostentosos.

Sin embargo, no terminaba de decidirme. Todavía obraban en mí años y años de educación convencional, de miedo a lo distinto, de cierta vergüenza que se arrastraba dentro mío como un reflejo de la moralina social y del prejuicio sobre ciertos "pecados". Hasta que a los pocos días de estar llegó "el Potro", un conscripto que sería el gran iluminador de mi vida. Le apodaban así porque su cara era larga y cuadrada, como de un caballo, y además porque él mismo se pasaba todo el tiempo alardeando de sus dotes para el sexo, de lo grande y siempre lista que tenía "la chota", de que nunca se cansaba de "culiar", y de que afuera pastaban un montón de yegüitas perdidas por sus encantos. Era algo mayor que nosotros. Tenía 24 años. Y se trataba, en realidad, de un desertor del servicio, recientemente capturado, que debía cumplir un tiempo de castigo. Como lo consideraban "peligroso" y no tenían mejor sitio para alojarlo, fue destinado a ese reducto de inservibles que nos congregaba, donde convivíamos en plena igualdad enfermos, enfermeros, simuladores, haraganes, y ahora también ese marginado de la calle junto a otros que muy pronto seguirían, seguramente, por el mismo camino. No faltaban, tampoco, los soldados guardianes, que se turnaban en la vigilancia de aquel ex-desertor "en penitencia".

Bien. El Potro era de verdad un hermoso ejemplar de hombre-macho. Y además con muy buena experiencia en las cosas del sexo, y una fina intuición aplicada a todo su contorno. Una intuición casi animal, como todo lo suyo, incluyendo los atributos de su cerebro, que ignoraban, por supuesto, cualquier preocupación trascendente. Para él sólo había dos clases de objetos, los que se podían "culiar" y los que no. Así es que tuvo la inmediata, certera virtud de darse cuenta de que yo pertenecía a la primera clase de tales objetos. Por eso, enseguida de conocerme, dio comienzo a un asedio frontal, insistente y hasta morboso sobre mí, golpeando con ahínco sobre un vallado que, día tras día, se desmoronaba sin remedio. El Potro iba resolviendo una a una todas las objeciones que yo le planteaba. Una tarde se las ingenió para que yo le agarrara su verga con mi mano. Y la sintiera latir y transformarse en un arma temible. Yo entonces me atreví a decirle que "nunca me podría comer eso, que me daba miedo". Pero él me contestó que era un experto, que sabía muy bien como desvirgar a una hembrita, y que todas las putas y putos que se había "culiado" le quedaron siempre muy agradecidos. Ya verás –agregaba- lo que te va gustar, te pongo antes mucha cremita, tengo una especial, analgésica, dilatadora, y primero te voy poniendo los deditos, uno, dos, y recién cuando tengas el culo a punto, cuando tu mismo me lo pidas de lo caliente que te pongas, ahí recién te la "puerteo", y te la voy poniendo despacito; enseguida que pasa la cabeza, el resto "se te mete sola, como aceite".

Con esos argumentos me dejaba tentar, se los iba creyendo, y ya me veía recostado a su lado, sumiso, poniéndome flojito, cerrando bien los ojos, vencido. Pero me venían otras dudas. Le comentaba, por ejemplo, sobre el resto de los internos. Yo no quería que los demás nos viesen y ser luego el centro de sus burlas, de sus comentarios obscenos. Ante dichos reparos, el Potro, con la misma firmeza de una bestia al acecho, me volvía a convencer. Pero no te preocupes, me decía, te vienes a mi cama de noche, cuando todos duermen. Tu también vas a dormirte un rato, pero bien clavadita. Y antes de diana te vas, te desayunas con toda mi lechita, y te vas.

Yo entonces temblaba, sentía su semen corriendo por mi garganta. Todavía tibio, pegajoso. Pero volvía con mis objeciones. Le preguntaba por el guardia, que siempre lo estaba vigilando. Y otra vez el Potro, mañoso y convincente, pero sobre todo pertinaz, sonriendo de modo que se le abría el olor casi tenebroso del tabaco negro, daba vueltas los hechos: -No tengas miedo, por un par de puchos no nos escucha ni nos ve. Y se olvida de todo-. Y cada vez que podía, contando con mi mansedumbre ya cómplice y ansiosa, aprovechaba las situaciones de soledad, y me pellizcaba las nalgas o hacía que le sobara la pija o me jalaba del pelo y me arrastraba hacia él, para pasearse por mi rostro con su lengua babosa, soltando la saliva que le caía, muy fácil, por el agujero de dos dientes faltantes, mientras me prometía para cuando quisiera, por fin, ser "su hembrita", todos los placeres del mundo.

Luego de un estudio sereno de la situación, terminé admitiendo que debía aceptarlo.

Cada día su acoso, su machismo exultante, me iba seduciendo con una fuerza irresistible. Necesitaba de una vez por todas despejar mis dudas, conocerlo. También pensé que si eso tenía que suceder, mejor que sucediera cuanto antes. Así tendría más tiempo para todo. Para repetirlo más largamente si era tan bueno como el Potro decía, o bien para olvidarme de una vez –y rehacer cuanto antes mi conducta- en caso de que ocurriera lo contrario.

Primero hicimos lo más fácil. Yo me instalaba en unos de los baños, y el Potro, luego de pedirle permiso a su guardia, se dirigía al mismo sitio. Una vez allí me pedía que le mamara la pija, hasta que se hacía adentro de mi boca. Las primeras veces me dejaba que escupiera sus descargas de semen, pero de a poco sus exigencias fueron aumentando, mientras yo, naturalmente, cedía y me entregaba cada día más. Pronto me tragaba toda su leche, y no mucho después hacía lo mismo con sus meadas. En los comienzos, como es lógico, con cierto desagrado, dejando que se perdiera la mayor parte en el piso, es decir, haciendo una verdadera chanchada de cuya limpieza por supuesto me debía ocupar enseguida, pero poco después, con gusto verdadero, toda la meada entera, sin dejar que se cayera ni una sola gota.

El Potro, entonces, desde su altura, me acariciaba el pelo, y me daba aliento, me decía que muy bien, que cada día me portaba mejor, cada día más putita para su puro gusto.

Después de un par de semanas en esas andanzas, mi calentura iba en aumento, los deseos de ser poseído por el Potro me situaban en un estado de verdadera desesperación. Mi culo se mojaba y ardía de sólo presentirlo. Y cada noche dormía soñando con su enorme pedazo. Llegué a ese punto en el que no me importa ni los otros internos ni los guardias, sólo quería pertenecerle, obedecerle, no hacer otra cosa que no fuera para el goce de ese macho bendito. El Potro se dio cuenta de que me hallaba en ese trance, y entonces, en una noche exacta, lluviosa pero tibia, me convocó por fin a su deseada cama. Antes que nada me hizo desnudar, poniendo la ropa bien ordenada sobre el piso. Luego me ordenó que entrase y empezó a trabajar sobre mi culo con sus dedos expertos y también con aquella cremita prometida.

El guardia se hacía el tonto, pero miraba. El Potro, como verdadero maestro, en unos pocos minutos me tuvo listo para "el ensarte", como él decía. Colocó entonces la cabeza de su enorme chota en el agujero de mi culo ya encremado y resuelto. Y de a poco la entró. Me dolía una enormidad, temí que no pudiese resistir ese trépano urgido, tan grande como el brazo de un niño. Pero saqué fuerzas de donde no las tenía, y pensé. No debo aflojar ahora, pensé. Es el momento que he venido esperando, el gran momento que soñaba, pensé. Y con la fuerza de ese pensamiento, me dispuse para la entrega total, irremisible. Cerré los ojos, clavé mis dientes en la almohada que rezumaba el sudor de días de ese macho tremendo, y aguanté. El Potro me alentaba con sus palabras incitantes, dale mi putita, aguante mi putita, ya te has comido casi toda, putita, ahh, que putita más linda la que tengo... Cuando por fin la tuvo entera dentro mío, me corrió hacia abajo, se puso en la pose del jinete de la yegua en la que yo me había convertido, y empezó un paciente trabajo de sacar y poner, despacito, sin pausa. Sacar y poner. Sacar y poner. Mientras yo, habiendo ya vencido el dolor, arqueaba las nalgas hacia arriba, hacía un hueco entre el colchón y mi vientre, y llegaba al grado más alto de mi goce. Era parte de un corcoveo rítmico y febril. Gozaba inmensamente, pero no sólo por mí sino también, y sobre todo, porque mi hombre gozaba. El Potro, mi dueño, cabalgaba y gozaba. Y el guardia, a quien de reojo comencé a mirar, también gozaba. Se sobaba la pija, y gozaba.

El Potro, finalmente, acabó, de la manera que debía hacerlo, como un verdadero animal, un caballo sin freno. Sentí un último embate de su brazo de niño que me llegó hasta el otro lado de mi cuerpo, como si ese brazo, enloquecido, me hubiese traspasado. Y al mismo tiempo, sentí la lluvia, la lluvia de afuera que golpeaba sobre el techo de chapas de la enfermería, y la lluvia interior, la que inundaba mis entrañas con su leche caliente. Era el sueño cumplido, el éxtasis. Enseguida mi dueño, lentamente, me dio vuelta, me puso de nuevo de costado, mirando hacia el guardia , y siguió poniendo en mis oídos su aliento de tabaco: -Que rico, mi putita. Viste que te iba a gustar, que no tenías que tener miedo..Ahora siga así, siempre putita y obediente, haga todo lo que su machito le pide, y va a ver que lindo lo vamos a pasar todo el tiempo, todo el añito que nos queda, eh putita? de acuerdo, putita?

Le respondí que sí, que gracias, que nunca me había sentido tan feliz. Entonces el Potro, que para esas cosas no era nada egoísta, me dijo: -pero sabe qué putita, acá tenemos al pobre guardia que se tiene nomás que hacer la paja. A ver, hágale ahora una buena mamadita, como usted sabe, y todos nos quedamos contentos.

El guardia, al escuchar eso, se acercó a la cama, puso su pija bien cerca de mi boca, y tampoco ante él me pude resistir. No conocía su nombre y ni siquiera le había visto la cara. Pero me lo pedía mi boca, que era el vértice de un cántaro sediento. Me lo mandaba el Potro, que era ya el dueño mis actos. Me lo pedía el mismo guardia, sin necesidad de decirme nada. Y me lo pedía mi corazón, porque era una forma de compartir mi alegría. Me fui comiendo entonces -con avidez, incluso ahogándome de a ratos- la pija desnuda del soldado. La tuve, con largueza, como un juguete adentro de mi boca. Hasta que se vino, de una manera torrencial y sin embargo dulce. Increíblemente dulce. Se vino resolviendo, en un instante eterno, su abstinencia anterior -sin duda prolongada- y su júbilo nuevo. Entonces le di también, a mi manera, las gracias. Bebí todo su néctar, y luego le limpié la verga, lentamente, con demorado placer, con devoción de sierva, hasta dejarla lo mismo que al principio, limpia, vaporosa, como si entre nosotros no hubiera sucedido nada. Apenas si la lluvia. Y la sed.

(Así empezó un año glorioso, lleno de historias memorables)