Mi defensor
Me llevó hasta la otra habitación, tratando de calmarme. Yo me ahogaba con los sollozos por la humillación sufrida y él intentaba tranquilizarme. Me dio agua, ayudó a quitarme la ropa mojada y me ofreció su toalla. Aunque no hacía frío yo temblaba de rabia y de impotencia al no poder hacer nada. Manuel me abrazó y se acostó conmigo, mientras yo me calmaba lentamente.
RELATOS DE LA CASA DE HUÉSPEDES: UN DEFENSOR EJEMPLAR.
Recién instalado en aquella casa de huéspedes perdida en barrio de la capital para proseguir mis estudios, el choque con la gran ciudad me resultó al principio desvastador: Mi provincianismo no se avenía con la agudeza citadina de los habitantes que me precedían y compartían conmigo un espacio en la vieja casa de dos plantas. La familia que rentaba aquellos cuartos vivía en la parte baja, y nosotros nos remitíamos a la parte alta, a la cual se accedía a través de una escalera situada en un extremo. Llegamos a ser doce estudiantes en total, aunque por breves temporadas se reducía el número de habitantes a dos o tres, al terminar los períodos de clases.
El grupo se situaba entre los 17 y los 20 años de edad, y yo estaba entre los menores, a quienes los otros dispensaban toda clase de bromas que agotaban la paciencia del más pintado. Leonel era uno de los más temidos bromistas, confiado siempre a su cuerpo y artes de boxeador que derrotaba en dos por tres cualquier bravata contra él. A pesar de todo, creo que no llegó a golpear a nadie mientras estuvo allí, pues el temor de los demás inmediatamente actuaba para frenar cualquier ataque contra él. A veces arremetía contra los demás tocándonos el trasero, y si protestábamos nos iba peor, pues del simple toque pasaba a sujetarnos y hundir sus dedos en un culo ajeno. Los demás que no participaban se reían a más no poder con nuestras inútiles protestas y ademanes. Yo era uno de sus blancos favoritos, acaso porque advirtiera que yo era algo diferente.
Entre los que se reían estaba Manuel, paisano de Leonel, venidos del norte bravo y bronco de México. Ambos eran blancos, aunque Leonel era más claro, atlético pero delgado y con el cabello rubio oscuro y ensortijado, Manuel tenía el cabello castaño con mechones dorados y muy lacio, y tenía el tórax de un toro.. Pero a pesar de sus diferencias los dos se avenían muy bien, se turnaban uno al otro para gastarnos bromas, aunque Manuel siempre fue menos violento.
Una noche de aquellas en que la casa tenía pocos habitantes, Leonel quiso hacerla de peluquero conmigo, después de "bañarme" con un cubetazo de agua, y junto con otro compañero me sometieron para "pelarme". En realidad me dieron un tijerazo insignificante, tal vez por la oportuna intervención de Manuel, que insospechadamente entró para defenderme.
Me llevó hasta la otra habitación, tratando de calmarme. Yo me ahogaba con los sollozos por la humillación sufrida y él intentaba tranquilizarme. Me dio agua, ayudó a quitarme la ropa mojada y me ofreció su toalla (la mía estaba en la habitación donde estaba Leonel). Aunque no hacía frío yo temblaba de rabia y de impotencia al no poder hacer nada. Manuel me abrazó y se acostó conmigo, mientras yo me calmaba lentamente. El sueño nos fue venciendo, agotados por las emociones y las fatigas del día.
Me desperté en la madrugada, con la sensación de tener algo entre los glúteos. Manuel seguía abrazado a mí, pegado completamente su cuerpo con el mío. Estaba caliente y estaba inquieto. La cercanía de ambos había despertado en él su sexualidad, y me restregaba su bulto, claramente notorio a pesar del short con el que estaba durmiendo. Yo sólo vestía un delgado calzón bikini, y la sábana que al principio nos había cubierto estaba caída a un lado, de manera que el contacto entre los dos era pleno.
Me moví suavemente, tratando de que no advirtiera que estaba despíerto, y él aprovechó para clavar su pierna entre las mías, con lo que la presión de aquella cosa aumentó sobre mí. Qué cosa. Era dura y puntiaguda, y se sentía caliente. El contacto con aquello me despertó una mar de sensaciones: el calor de un cuerpo detrás de mí resultaba agradable y mi propio calor corporal comenzó a aumentar. Un cosquilleo empezó a treparme desde el bajo vientre hasta la garganta, pasando por el corazón cuyo ritmo iba en aumento.
Volví a moverme, y Manuel tensó su cuerpo, estremeciéndose con algo que no era frío precisamente. Sus manos resbalaron por mi abdomen y entonces el que sufrió una descarga eléctrica fui yo. Hacía años que no sentía este tipo de cosas, y creí que había logrado dominar para siempre ese gusanito del deseo carnal con un hombre, pero Manuel estaba logrando despertarlo. Advertí que su short estaba ya húmedo con sus secreciones preseminales, y que yo estaba ya empalmándome respondiendo a sus manos que subían y bajaban por mi abdomen. Luego echó su aliento sobre mi nuca, y me hizo estremecer. Pocas veces había sentido algo así. Su lengua buscaba algo bajo mis oídos, y se escuchaba claramente el jadeo ansioso del deseo a flor de piel. Yo me abandoné a las caricias, me acurruqué en su cuerpo arqueando mis piernas para que el contacto con sus genitales fuera pleno.
Y exhalé también mis propios gemidos de deseo. Total, Manuel me había defendido esa noche, y bien podía yo pagarle generosamente su intervención. ¿Me dejas que te lo haga? Preguntó. Sí, musité. Hazlo. Pero ya sus manos recorrían ansiosamente mi cuerpo, palpaban mis tetillas, bajaban por mi abdomen y masajeaban mis piernas y mis glúteos, despertándome nuevas sensaciones. Se sacó la playera y su tersa piel, su cuerpo musculoso quedó a expensas. Por la delgada penumbra que ponía en el ambiente la luz del pasillo que llegaba a través de la ventana podía verse claramente sus tetillas, sus pectorales, sus músculos abdominales, todo duro, firme, como un Hércules redivivo. Lo que no podía verse se podía palpar, y al tacto se sentía ardiente, atacado por la fiebre del deseo. Y mi corazón sonaba como una loca campana en pleno huracán. Sonaba y sonaba, mientras mi pecho subía y bajaba con una respiración igualmente agitada. Se quitó el short, y sacó poderosa tranca, que yo veía por vez primera. Era enorme, descomunal, como de unos 20 centímetros, coronada por una cabeza igualmente colosal, completamente dura y con la piel recorrida. Todo su miembro estaba húmedo y su ojete tenía unas gotas de líquido preseminal, que untó sobre mi mano y que yo unté sobre su vientre y sus testículos. Aquel banano estaba lleno de sangre, y al contacto con mi mano se estremecía golpeando contra mis dedos. Estaba en toda su potencia, en toda su virilidad de macho joven y brioso, como un caballo bronco y salvaje.
Me quitó el calzón y me acosté boca abajo. Con su miembro repasó mis glúteos buscando el camino del orificio anal. Una y otra vez. Yo sentía la dureza de esa viga y el extraordinario calor que emitía, y el rastro de humedad pegajosa que iba dejando por mis glúteos. Se colocó justo en el centro y embistió, pero mi culo no cedió, antes al contrario sentí un pinchazo de dolor que me obligó a contraer el cuerpo. Era casi virgen, inexperto en estos tipos de amores, y supongo que Manuel también. Se puso saliva en la punta de la verga y me aplicó un poco de ese lubricante universal directamente sobre el ano, y jugueteó con su dedo arrancándome destellos de placer que anticipaban todo lo demás. Luego volvió a colocarse. Su pene resbaló con el nuevo intento, y presuroso corrigió su puntería. Al siguiente embate no resistí, y mi culo se abrió ante el empuje de aquella potente palanca. No pude menos que emitir un ay de dolor, porque la verdad es que me dolía, y le dije que lo sacara inmediatamente. Pero Manuel no había llegado tan lejos para desistir tan pronto.
En lugar de eso, arremetió con toda su pelvis arrojando su lanza dentro de mí. Una nueva descarga de dolor, combinada con un ardor especial. Yo quería que la sacara, pero él me tranquilizó como lo había hecho horas antes, diciéndome que sólo sentiría dolor mientras iba entrando. Se quedó un rato quieto, conteniendo la respiración igual que yo, con el cuerpo tenso igual que el mío. Pasó como un minuto y luego exhaló y se dejó caer. Su falo se alojó más profundamente, hasta el fondo de mí, mientras yo sentía el calor de su tronco y el suave colchón de la mata de vellos que rodeaban su base. Empezó a menearse, suavemente, y el dolor comenzó a pasar. La lubricación había hecho su parte. Mi culo apenas podía adaptarse al tamaño de su miembro y su grosor extraordinario, pero allí estaba yo, ensartado por aquella antorcha encendida que hacía mi cuerpo vibrar con cada movimiento.
En unos segundos ya estaba yo gozando. De cuando en cuando daba dos o tres piquetes muy rápidos, luego se salía un poco y poco después lanzaba su tronco cuán largo era a través de mi conducto. Cuando sentía que llegaba al fondo se quedaba allí por unos segundos, sosteniendo la estocada y bufando como un toro. No me la sacó ni un momento, hasta que empecé a sentir que sus movimientos se aceleraban. En medio de la emoción creciente, con una mano tomó mi verga y empezó pajearme. Y yo sentía como que coordinaba sus ataques por detrás y por delante, aumentando la sensación de placer. Después supe que el culo se abría más con cada movimiento de mi pene, y que él sentía que tocaba más adentro todavía. Mis manos se aferraban a sus caderas, buscando impulsarlo hacia delante. Era hermoso, o al menos así lo sentía con todo y que no tenía mucha práctica. Y Manuel se comportaba como un macho de leyenda, como un héroe mitológico, un dios acostumbrado a desflorar hombres y rendirlos a un placer inenarrable. Sus manos grandes se aferraban a mí, me atraían hacia su estaca, me levantaba en vilo con cada arremetida, me culeaba como nunca nadie lo había hecho, acaso como nadie lo haría nunca. A veces despacio, a veces rápido, a veces profundo, a veces superficialmente, jugueteando con el anillo roto de mi espacio anal. Oh, qué placer, qué placer. Mi defensor me daba otra vez pruebas de su afecto.
Aquello no podía durar tanto. Su ritmo se hizo más y más rápido, sus jadeos se intensificaron, su mano sobre mi verga me puñeteó con ferocidad, y en pocos minutos llegó para los dos el clímax, con un temblor de los cuerpos y un aleteo de mariposas en el corazón y un destello de luces en el cerebro. El bufaba y yo emitía pequeños murmullos guturales, como si la voz me faltara de pronto. Con el estertor final nuestros cuerpos se separaron, pero él, con desesperación, volvió a aferrarse a mí, como si yo fuese la tabla de salvación para su naufragio.
Exhausto se dejó caer a mi lado, y yo, exhausto, me abandoné a su regazo, mientras las aguas retornaban a su cauce. Una de sus manos atrapó la mía, y la llevó hasta donde su sexo empezaba a bajar, tranquilamente, después del vendaval de pasiones. Estaba totalmente inundado de semen. Gruesas gotas coronaban sus vellos púbicos, brillando como perlas en la suave oscuridad. Las froté con mis dedos y las extendí sobre su abdomen, sobre sus ingles, sobre la cara interna de sus muslos. Empezaba a amanecer. Una media hora después los levantamos para ir a la ducha.